3 Generaciones
Vida de un miembro anónimo de SST.
Prólogo
¿Qué recordamos de nuestras vidas a los 5 años?
La mayoría de nosotros no tenemos muchos recuerdos de esa etapa de nuestras vidas, pero muchas de las cosas que nos marcarán en nuestra adultez ocurren a esa edad. A veces antes.
A esa edad ya saltamos, corremos, andamos en bici, nos columpiamos, tenemos amigos, conocemos nuestro género sexual, somos conscientes de que tenemos un pene.
Pene. Sí. Somos conscientes de que tenemos uno y que lo usamos para mear. Nuestros padres también tienen uno. Y nuestros hermanos. Pero no siempre los niños a esa edad tienen conciencia de las diferencias entre un pene y otro. Hay padres que sienten que ellos tienen el deber de incluir ese hecho en el currículo de deberes parentales con sus hijos.
No es infrecuente que un padre entre a un baño de un mall con su hijo de la mano y se instalan ambos, uno al lado del otro, frente al urinario. ¿Qué hace el niño de 5 años? Exactamente. Le mira el pene a su padre. ¿Por qué?, ¿qué lo motiva a mirar la verga adulta?, ¿curiosidad?
El padre, por supuesto, le dirá al niño que mire al frente. Lo hará si es que hay más gente alrededor. ¿Y si están solos? ¿Han pensado ustedes en cuántos padres que al encontrarse solos en el urinario con sus hijos les permiten mirar? Después de todo alguien les tendrá que enseñar que los penes vienen en todos los tamaños y colores. Es más, muchos papás no se lo guardan de inmediato, sino que una vez que el chorro se ha cortado continúan mirando la pared desnuda con la verga afuera. El cachorro tiene que aprender de algún modo. Los hay, incluso, aquellos que cuando lo van a guardar, se dan vuelta hacia el niño y mirando al techo, todavía demoran unos segundos más en meter la herramienta dentro del pantalón, y todavía algunos más que distraídamente sacan las bolas y retraen el prepucio, porque ya que estamos acá, por qué no aprovechar la oportunidad, ¿no? Y, por último, ¿no habrá algunos que sientan que esta es la ocasión de mostrarles a sus hijos cuánto puede crecer este órgano? Digo, nunca se debería perder la oportunidad de hacer pedagogía, ¿verdad?
Son las sutiles enseñanzas y experiencias que se transforman en los recuerdos de la adultez. Claro, alguno dirá que en su caso no fue así, pero qué se le va a hacer, no todos los padres tienen la propensión a enseñarles a sus hijos las cosas de la vida.
Hay otros que derechamente guían el aprendizaje de manera activa. ¿O no han visto a ese padre que espera a que muchos hombres vayan al baño para llevar al niño a hacer pichí? Ese padre que ubica al niño entre dos adultos que están hace rato mirando a uno y otro lado. Esperando. ¿Y qué hace el papá? Pues, se para tras el niño y baja su pantaloncito. No, no le baja el cierre, le baja el pantalón hasta que el potito blanco y suavecito quede a la vista de las muchas miradas que no perderán detalle, aunque simulen no mirar, y luego toma la verguita en su mano y espera que el niño descargue. A veces el niño no quiere hacer pichí, pero eso no importa. El punto no es ese. El padre puede esperar a que al niño le den ganas. Mientras tanto, el niño mira a uno y otro lado mientras el padre permanece con la verguita entre dos dedos y los hombres a los costados han dado un paso atrás, alejándose unos centímetros de los urinarios. Los suficientes.
Otras veces, la curiosidad innata no tiene guía alguna. Se presenta sola. Y hay niños que trabajan activamente en satisfacer esa curiosidad que les viene de alguna parte. Son estos niños, los que tienen esa fuerza interna, ese espíritu de querer investigar, los que se auto proveen de experiencias que luego habrán de añorar en su adultez. Son los que no han sido abusados, sino que ellos mismos han abierto sus puertas para que los adultos que quieran entren a su entorno de aprendizaje.
Estos son los niños que, una vez adolescentes, han pasado de los baños del mall a frecuentar otros lugares: multitudes, estadios, microbuses llenos de gente, el metro en horas punta y siempre se detendrán cuando encuentren un alma gemela, adulta, dispuesta, y allí, sin palabras, disfrutarán de la adrenalina de un roce, un punteo, una respiración en la nuca, una mano pasando a llevar un bulto, un arrimón.
Son los que conocen los glory holes de la ciudad; al señor de la taquilla del cine porno que lo deja entrar semi escondido; son los que conocen a los aseadores de los baños que pasan de largo cuando los ven… qué digo… ¿cinco, diez, veinte minutos parados frente al urinario?; son los que no esperan a que las cosas pasen; los que tienen, siempre han tenido, iniciativa.
Son los que, ya adultos, leen relatos de sexo en SST; los que instalan Telegram en su celular; los que pululan por las redes intercambiando, digo, compartiendo experiencias con hermanos en el deseo urgente.
Esta historia es sobre uno de esos niños. De los que no esperan a que alguien les enseñe, sino que buscan y buscan. Hasta que encuentran.
1.
Dicen que la ocasión hace al ladrón. A veces, eso es cierto en más de un sentido. Si a mi abuelo no se le hubiese presentado la ocasión en la forma en que esta se presentó, ¿habría ocurrido lo que terminó ocurriendo?
Veamos, yo tenía 5 años cuando me regalaron una bicicleta pequeñita con la que recorría el patio entre los trabajadores. Es que vivíamos allí mismo. Mi padre y mi abuelo trabajaban para una empresa constructora que tenía un terreno donde tenían algunas de las obras y mis padres tenían una casa allí mismo, por lo que crecí entre galpones y trabajadores. Todos los días vi torsos desnudos y hombres musculosos y rudos.
Mi madre nunca tuvo una especial preocupación por mis actividades o juegos. Cuando ella dormía la siesta, yo tomaba mi pequeña bicicleta y recorría el terreno mezclándome entre los obreros; y cuando veía sus novelas, yo me desaparecía. Así fue cómo confirmé algo que ya había descubierto en el verano: que los hombres tienen pelos.
En un galpón de madera al fondo del sitio había una ducha donde los trabajadores se aseaban al finalizar sus jornadas y luego salían con una toalla a la cintura para entrar a un vestidor contiguo. No tengo explicación de los motivos, pero ver a los trabajadores en ese estado de semi desnudez llamaba mi atención poderosamente. Algunos tenían todo el pecho muy peludo; otros tenían pelo en la parte de arriba del pecho y luego menos en la parte inferior; otros más tenían poquitos pelos, pero todos, sin excepción tenían un caminito de pelos que nacía desde abajo del ombligo y se metía dentro de las toallas. En algunos, esos pelos eran muy negros y espesos; en otros, apenas visibles.
Por muchos días los observé en ese rito de media tarde sin que ninguno de ellos pusiera mucha atención en mí. Hasta que un día, un poco por casualidad y un poco porque la curiosidad me ganó, encontré un lugar desde donde podía mirar hacia dentro de la ducha sin que me descubrieran. Lo que vi me dejó perplejo. Los hombres tenían una “tula” muy distinta a la mía y verlos desnudos me provocaba una sensación única y adictiva. Y, además, ¡todos tenían muchos pelos! Me preguntaba si a mí también me saldrían pelos así, pero cuando me miraba en las noches, no veía nada. Los pelos se transformaron en mi fetiche, si es que se le puede llamar así al interés que me provocaban.
Me gustó tanto esta sensación que esa actividad de espionaje se transformó en una parte muy importante en mi rutina. Era un niño, sí, pero tenía una rutina que consistía en lo que mi madre me obligaba a hacer y lo que me dictaba el corazón cuando ella estaba durmiendo. Y mi corazón me dictaba a diario ir a observar a los hombres.
Así fue como me aficioné al pene. A observarlos con detención, a pensar en ellos, a mirar a los hombres y tratar de descubrir tras sus pantalones los miembros que sabía estaban allí, detrás de las telas. Sabía que, tras cada forma, cada bulto, cada pliegue de las entrepiernas había algo que yo conocía, algo que me producía una ansiedad, una necesidad, un gusto que, a esa edad, no sabía cómo elaborar ni menos satisfacer.
Entre los trabajadores que iban a ducharse estaba mi abuelo.
Fue una impresión verlo a él. Su pene era grande, pero todos eran grandes para mí. Lo que más me impresionó de él fueron sus bolas. Eran enormes y se balanceaban mientas mi abuelo levantaba las piernas para enjabonarse. En el pecho tenía un gran colchón de pelos que comenzaban a blanquear, y su panza redonda ennegrecida de vellos que serpenteaban con el agua que caía por su cuerpo. La imagen de mi abuelo en la ducha rivalizaba en lo impresionante con varios de los trabajadores por los que tenía una especial disposición. Había uno, grandote, de barriga prominente, que tenía un par de pelotas enormes, pero estas no eran como las de mi abuelo que colgaban, sino que semejaban una enorme naranja pegada al cuerpo; otro, un trabajador joven, me gustaba porque a veces me dedicaba, inadvertidamente, un acto de magia que yo trataba de entender, pero no lograba adivinar cuál era el truco: él comenzaba a tocarse su miembro y lo hacía crecer hasta que expulsaba un líquido blanco y luego este se achicaba nuevamente. ¡Qué misterio!
Así pasaban mis días a los 5 años. Llenos de aventuras fabulosas. Nada me estaba vedado en el terreno de la obra. No es que allí se hicieran trabajos peligrosos, era más bien una especie de bodega de materiales que yo podía recorrer sin una voz de autoridad que me detuviera. A veces mi abuelo me veía y me saludaba, pero no se apartaba de su trabajo.
A mi papá lo veía poco en ese tiempo. Él trabajaba en la misma empresa, pero en su labor como pintor era requerido continuamente en otras ciudades donde la constructora tenía obras por lo que no pasaba todo el tiempo en nuestra casa. Sin embargo, el primer pene que toqué fue el de él.
Debo haber tenido unos 4, casi 5 años para ese entonces.
Mi padre, que ya me había enseñado a usar la bicicleta sin las rueditas laterales, había decidido llevarme a la piscina para que aprendiera a nadar. Probablemente ese sea el recuerdo más remoto que tengo del interés tan grande que despertó en mí el ver los pelos de un hombre. Papá entraba al agua conmigo en shorts y me tomaba con una mano en la guatita y me hacía flotar y patalear. ¡Eran mañanas maravillosas! La algarabía de los demás niños, los numerosos padres que podía ver en distintos grados de desnudez hacían de esos días los más hermosos de que tengo recuerdo.
Mi padre era un hombre delgado, pero su estampa era atractiva, aunque yo en ese entonces no me daba cuenta de que no solo yo lo miraba con esa especial atención. Creo que ese fue el inicio del interés que los pelos comenzaron a originar en mí.
La casita en que vivíamos en el terreno de la constructora no era grande. Yo dormía con mis padres. Me gustaba mucho sentir el calorcito de ambos. Yo dormía entre ellos. Solo estar así, dormirme así, con sus cuerpos protegiéndome, me causaba un goce indescriptible. En las noches ellos eran mi mundo de seguridad y certezas; en el día, todo estaba dispuesto ante mí para la investigación y los descubrimientos.
Hasta esa noche en que, acurrucado junto a mi papá, puse una mano en su pecho y me gustó lo que sentí. Su calorcito, sus pelitos, su respiración que levantaba su pecho, su corazón que bombeaba sin parar. Todo eso me quitó el sueño y me dediqué a recorrer su pecho con mi mano. Esa noche las incertezas, la investigación y los descubrimientos propios de mis días claros, se apoderaron de mis noches oscuras.
Por varias noches me dediqué a acariciar el pecho de mi papá quien no me lo impedía, pero una noche mi espíritu innovador quiso llevar mis sensaciones un poquito más allá y, cuando mi padre ya dormía, mi mano siguió el caminito de pelos hasta donde alcanzó. Pero a un alma como la mía eso no le iba a ser impedimento por lo que sin pensarlo mucho decidí que me tenía que correr un poco hacia abajo de la sábana para así poder seguir el recorrido. Y pude, sí, pero no quedé conforme. Decidí meterme completamente bajo la sábana e investigar hasta dónde llegaban esos pelitos. Ahí fue que mi corazón dio un salto. Mi padre se acostaba siempre con slips, pero a alguna hora de la noche se los sacaba. En los años en que dormí con mis padres esa fue siempre su costumbre. Y así mi mano dio con su champa de pelos nunca recortados de su pubis. Se me quitó la respiración al sentirlos y los aplasté con mi mano, los recorrí, los tiré, los acaricié y luego continué.
Cuando mi papá me llevaba a la piscina, solía zambullirme en el agua y yo, provisto de unos grandes anteojos, podía verlo desde la cintura hasta las piernas en una imagen distorsionada por el agua. Era muy divertido verlo así y luego salir y verlo fuera del agua. Eso, la sensación de estar nadando bajo el agua, la recordé esa noche en que bajo la sábana encontré el pene de papá.
Lo tomé en mi mano y lo sostuve así un rato. Lo sentía blando y carnoso, cálido al contacto de mi piel y rodeado de pelos. No sé si esa primera vez llegué a sentir sus bolas, pero imaginaba estar bajo el agua en la piscina con mi padre y tener ese pene bien agarrado en mi mano lo sentía como mi conexión con la superficie, con la realidad, con mi papá.
Esta nueva entretención duró hasta antes de entrar al kinder, según mis recuerdos. Pero sensatamente creo que no deben haber sido tantas las ocasiones, sino que más bien, mi cerebro ha insertado esa idea por la gozosa sensación que me produce.
Digo que, en realidad, no debe haber durado mucho, porque una noche mi padre despertó y quitó mi mano de su pene. La siguiente vez que quise hacerlo, mi padre tenía puesto el slip y su mano firmemente en sus genitales supuso el fin de mis aventuras nocturnas con el pene de mi papá.
Esa mañana, mi papá se sentó a conversar conmigo.
—Hay zonas que se pueden tocar y otras que no —me dijo. Y su tono de voz me me dejó en claro que hablaba en serio y que no lo debería hacer más.
2.
Las diarias ocasiones de ver a los trabajadores habían encendido en mí una llama que apenas comenzaba a arder. A los 5 años, mi afán por verlos no se explicaba solo en la curiosidad, había algo que había despertado en mí, aunque yo aún no lo sabía. Mi abuelo ayudó a que esa llama creciera.
Mi abuelo era un hombre tosco, rudo. De estampa viril, poco inclinado a demostrar sus afectos. Cuando lo veía trabajando a veces me saludaba con la mano en alto o me gritaba algo que yo no alcanzaba a entender. Seguramente diciéndome que tuviera cuidado por donde andaba. Eso solían decírmelo siempre.
El terreno en que vivíamos era muy grande. Rodeado de árboles, algunos de los cuales se encontraban dentro del perímetro de trabajo. Tras uno de ellos vi a mi abuelo una tarde. Meando. Y hacia allá me dirigí yo en mi bicicleta, como atraído por un imán.
Cuando me vio no hizo ademán de cubrirse. Por el contrario, me miró y luego de un ratito me llamó con la mano.
—¿Te gusta? —me preguntó en voz baja cuando estuve cerca de él.
—Sí —le dije yo sin dejar de mirarle la verga.
Al verla de cerca se me hacía extrañamente atrayente.
—Ven, dame tu mano —me dijo mi abuelo y me hizo tomarla por el centro, apretando mi mano con la suya.
Poco a poco fue creciendo. ¿Mi abuelo era mago también? —pensé.
Esa primera caricia fue distinta a las caricias que le solía prodigar al pene de mi papi. Esta verga se puso dura y mi abuelo gimió de gusto y me hizo cariños en la cabeza y el rostro. Me gustó que me hiciera cariños. Pensé que eso tenía que ver con tener su verga en mi mano. No recuerdo que esa vez haya eyaculado, seguramente lo hizo después a solas, pero conmigo no. Tampoco recuerdo que me haya dicho que ese era un juego secreto o que me haya pedido que guardara silencio. Simplemente me hizo cariño, se la guardó y yo tomé nuevamente mi bicicleta para seguir recorriendo el terreno que era mi mundo de aventuras, pero no se me olvidó lo que había hecho y, por supuesto, a él tampoco.
Al pasar de los días lo hicimos nuevamente varias veces más. Yo creo que ahí recién a mi abuelo se le ocurrió que esto para mí era más que un jueguito. Tal vez ahí vislumbró mi verdadera naturaleza de niño “especial”. En esos días también concluí que una de las cosas que más me gustaba de mi abuelo era el olor de su verga. Al principio ese olor fuerte no me era particularmente atrayente, pero con los días lo fui disfrutando más y más hasta que se convirtió en uno de mis vicios favoritos.
El aprendizaje con mi abuelo se fue haciendo más frecuente, al punto que ya prácticamente lo hacíamos todas las tardes. Día a día descubría que las vergas me acompañarían el resto de mi vida, aunque lo único que había hecho hasta ahí era acariciarla.
Debe haber pasado al menos una semana o poco más antes de chuparla por primera vez. Mi abuelo había esperado a que todos se ducharan para ir él al baño y me había dicho que lo esperara en el vestidor. Allí estaba un trabajador muy mayor. Él fue el único que llegó a saber, pero no porque nos hubiera descubierto, sino porque mi abuelo le debe haber dicho. Él era un trabajador de bastante edad, amigo de mi abuelo y quería observar lo que hacíamos. A veces se masturbaba, pero nunca participó. Su interés era ver.
Cuando mi abuelo llegó, se sacó su toalla y se sentó en una silla. Me puso entre sus piernas y me hizo agarrarla con ambas manos. Su amigo se sentó cerca de nosotros para mirar. Yo la tomé y sin esperar instrucción alguna la moví como había visto hacerlo antes al trabajador en la ducha. La verga comenzó a crecer, se puso muy dura hasta que mis dedos ya no pudieron rodearla completamente.
—Chúpala —musitó mi abuelo y eso hice. De una forma muy natural. Me di cuenta de que, a pesar de que chuparle la verga era mi pasatiempo favorito, era mejor hacerlo antes de la ducha, porque de esa manera podía disfrutar de su olor fuerte y de la baba que expulsaba su cabecita y que se iba acumulando debajo de su capullo en las horas de trabajo. Me ponía loquito cuando me pasaba esa verga olorosa y húmeda por los labios. La ducha eliminaba casi por completo esas deliciosas distracciones, pero igual me las arreglaba para sacarle juguito con mis chupaditas.
Cuando acerqué la verga a la boca, mi abuelo la metió tan torpemente que me hizo atragantar y toser. Debe haber estado muy caliente, pero eso no impidió que yo mismo me la introdujera nuevamente, dispuesto a llegar hasta donde fuera en mi aventura de ese día.
Cuando mi abuelo eyaculó en mi boca, nuevamente me atraganté, pero rápidamente él me puso una mano en el mentón y obligándome a mirarlo me dijo que tragara. Y tragué. Y tragué aún más. Ese líquido entre dulce y salado y de otros sabores indefinibles fue a dar directo a mi estómago. En ese momento no lo relacioné con el líquido blanco que salía del trabajador-mago. Pero ya aprendería. ¿Que si me disgustó su sabor? ¡No!, definitivamente no. Su textura suave me quedó impregnada en la lengua y hasta le trabajé el hoyito del pico por si salía más. Me abuelo me la tuvo que quitar cuando se le puso demasiado sensible. Esa fue la primera vez de muchas en que me transformaría en un experto catador del semen de mi abuelo. ¡Oh, delicias de la niñez!
Desde ahí en adelante, a mí me encantaba mamar. Hasta él se sorprendía por el gran entusiasmo con que acometía mi obra de todos los días y tomó por costumbre no llevar ropa interior. Aunque hoy pienso que seguramente era solo mientras estaba en el trabajo porque él tenía otra familia y no creo que se haya arriesgado a provocar suspicacias en su propio hogar.
Hubo que tomar precauciones, eso sí. Los trabajadores no tenían muchas labores conjuntas por lo que frecuentemente mi abuelo se hacía mamar tras un árbol o me metía al baño con él. Nunca levantó sospechas.
Me constaba que mi abuelo se bañaba al menos una vez al día porque yo lo veía dirigirse en toalla al galpón que oficiaba de vestidor. Seguramente también se bañaba en las mañanas, sin embargo, el día de trabajo tenía sus consecuencias en el sudor y el aroma que adquiría la verga y las bolas en horas de la tarde. Ese aroma, ese bendito olor, era una de las cosas que yo más apreciaba en él. Cuando me llevaba a un rincón cualquiera y se sacaba su arma ya medio parada, lo primero que hacía yo era acercarla a mi nariz y olerla. Él se daba cuenta de eso, sabía cuánto amaba yo los olores viriles de su cuerpo y no me ahorraba satisfacciones. Él mismo me la restregaba por el cuello, por la cara, por el pelo, antes de meterla de prisa en la boca y pedirme que le sacara la leche. A veces, cuando estaba muy ocupado y me veía en la bici, me llamaba y en un rinconcito se metía la mano dentro del pantalón y sacaba sus dedos olorosos y húmedos para metérmelos en la boca. ¡Cómo llegó a conocerme mi abuelo! Sabía exactamente qué hacer para mantenerme contento.
El siguiente escalón en el aprendizaje que tuve con mi abuelo ocurrió en la ducha. Yo ya iba a la escuela, por lo tanto, debo haber tenido 6 años. Allí aprendí a recibir el pichí de mi abuelo. Al principio hizo que yo le sujetara la verga con mi mano mientras estaba meando, pero de pronto él puso su mano en el chorro y se la llevó a la boca. Varias veces chupó sus dedos hasta que me los ofreció a mí. Yo solo atiné a sorberlos un poco. No tenían realmente ningún olor ni sabor, pero lo “prohibido” del acto fueron suficientes para cautivar mi interés en ese jueguito nuevo que había descubierto. La lluvia dorada la aprendí solito. Mi curiosidad innata y mi interés por aprender me llevó a practicar a hacer pichí y tocar el chorro para luego llevarme los dedos a la boca. Eso lo hacía en solitario, por supuesto, pero un día en que mi mamá me estaba bañando me dieron muchas ganas de hacer pichí en la bañera y lo hice, pero apunté con mi verguita hacia arriba y me mojé todo el pecho. Mi mamá estaba muy enojada porque también la mojé a ella. Yo lo sentí muy rico y seguí repitiéndolo cuando mi mamá no me veía.
Cuando mi abuelo advirtió que los jueguitos con el pichí no me molestaban en absoluto me preguntó si quería que me diera el pichí en la boca y yo acepté. Nuevamente en el baño, una tarde me dio a probar a chorritos cortos y yo los tragaba. ¡Qué perverso me debo haber visto haciendo eso a esa edad!
¿Cuánto tiempo transcurrió hasta que decidió penetrarme? Yo calculo que eso debe haber sido a los 6. Probablemente había pasado todo un año de experimentar cosas nuevas. Una de ellas me encantaba muy especialmente: los besos. Mi abuelo me enseñó a besar en algún momento indeterminado. No sé exactamente cuándo, pero antes de recibir mi primera verga por el culo nos besábamos muy rico. Me besaba en la boca, en el cuello, en el cuerpo, en el potito, etc. Yo también lo besaba por todas partes porque a él le gustaba mucho, pero particularmente porque a mí me gustaba más. Los niños suelen ser muy centrados en el placer propio. También en ese tiempo me gustaba que me metiera un dedo en el ano y me chupara mi verguita. ¡Eso me hacía delirar! Y aunque a veces sentía que me hacía caca, él siempre me decía que no importaba.
Mi mamá nunca se enteró de estas aventuras mías con el abuelo. Seguramente porque él tenía mucho cuidado en lo que hacía, pero principalmente porque mi mamá era de una candidez sorprendente. No tenía ni pizca de idea de todas las cosas que yo hacía y, para ella, que yo anduviera por ahí significaba que tenía tiempo para descansar y hacer sus cosas. Yo creo también que la seguridad que le daba el saber que fuera del terreno de la obra no podía salir, la mantenía tranquila.
Cuando estaba mi papá, no obstante, todo cambiaba porque en esas ocasiones yo quería estar con él, aunque tuviera que faltar a mis citas con mi abuelo. Me encantaba estar con mi papá, y aunque a veces me ponía a pensar cómo sería chupársela a él también, sabía que con él no podía hacer lo mismo que con el abuelo.
El gran día de mi estreno llegó una tarde en que mi abuelo me dijo que lo esperara en el vestidor otra vez. Nuevamente estaba ahí su amigo. No quiero mentir, no fue la gran cosa, ni algo muy preparado. Mi abuelo me comió el culo durante mucho rato y me metió los dedos hasta que yo me estaba cansando. El culo se me llegó a adormecer, pero eso tuvo sus resultados cuando me puso el pico en el hoyo porque no sentí dolor a pesar del tamaño no menor de la verga. Ahora pienso que tal vez sí me dolió, pero no tengo recuerdos de eso. ¿Será que tengo un tipo de pensamiento selectivo por las cosas buenas? No lo sé, pero no recuerdo que me haya dolido, aunque todo indica que una verga adulta en un culito de 6 años tiene que provocar dolor, después de todo el recto está preparado para que algo salga, no para que algo entre, pero bueno, creo que yo fui una excepción. Tampoco creo que me haya gustado mucho, pero con el tiempo le agarré el gustito.
Días antes o días después de la penetración, mi abuelo me comenzó a comer el culo. Al principio me daba cosquillas su bigote, pero me aguantaba tranquilito porque sabía que cualquier cosa que hiciera mi abuelo al final me terminaba gustando. Cuando me metía la lengua se me apretaba solo el nudito del hoyo. Era como un acto reflejo, pero él igual lograba abrirme. Pienso que probablemente eso haya comenzado antes de penetrarme como una forma de ir preparando el ano. Sin embargo, un día mi abuelo haciendo caso omiso al egoísmo propio de los niños, quiso una suerte de reciprocidad y luego de la ducha, un día se abrió ampliamente la raja con sus dos manos y quiso que yo lo comiera a él. Su culo peludo no lo había visto nunca así, tan de cerca, pero lo que más me causaba rechazo era pensar en que de ahí salía caca. Pensaba que se iba a cagar en mi boca, pero tanto insistió en que lo tocara con la lengua que lo hice y, aunque estaba recién duchado, percibí un gusto amargo en la punta de la lengua y me retiré como impulsado por un resorte. Pasó bastante tiempo antes de aprender lo verdaderamente delicioso del anilingus o beso negro, como lo llamaba mi abuelo.
Desde los 7 años, mamé y recibí la verga del abuelo casi todas las semanas, excepto cuando estaba mi papá en la casa. Siempre con la ayuda del amigo de mi abuelo que oficiaba de vigilante para que no nos fueran a descubrir. Crecí sabiendo un cúmulo de sexo, pero en esos años solo el abuelo fue quien se encargó de mi en esos menesteres. Esto duró hasta mis 8 años, cuando nos descubrió mi mamá.
Tanto va el cántaro al agua que al final se rompe, dice el dicho, y aquí se demostró odiosamente veraz. Un día mi abuelo me llevó detrás de un árbol y estaba a punto de sacarse la verga para ponerme a mamar, cuando mi mamá me llamó a gritos desde una ventana. El abuelo rápidamente se subió el cierre y yo me paré muy nervioso y me fui a la casa. ¿3 años mamándole la verga al abuelo y mi mamá nos descubre de esa forma tan anodina?, ¿cómo es que mi abuelo no previó que desde allí se veía la ventana? Nunca lo supe. Y nunca más tuve contacto con el abuelo. La verdad sea dicha, él ni siquiera alcanzó a sacar la verga, sin embargo, la realidad era una sola y allí no hubo explicación posible que pudiera enmendarla.
Mi mamá no logró sacarme la verdad, pero no era necesario. Estaba clarísimo lo que había pasado. Al parecer sus sospechas comenzaron antes por lo que estaba más alerta ante mis correrías. Le contó todo a mi papá y el abuelo fue desterrado de mi vida. De nuestras vidas, porque los lazos familiares se cortaron totalmente. A veces lo veía cuando pasaba por el patio, pero yo ya no podía jugar libremente en el terreno ni menos acercarme a él, aunque ¡moría de ganas!
Mi papá nunca habló conmigo sobre lo que había sucedido hasta ya bien entrada mi adolescencia y por razones a las que más adelante me referiré. Mi mamá nunca más tocó el tema. Un año después se embarazó de otro hijo.
3.
Entre los 8 y los 11 años no hubo ningún hombre en mi vida. En ese período comencé a eyacular y me volví adicto a la paja y mis prácticas de lluvias doradas se profundizaron. Cada ducha en este período significó lanzar un chorro de orina en mi pecho y en mi boca. El gusto por el pichí se acrecentó tanto que soñaba con poder algún día hacerlo con un hombre como lo hacía con mi abuelo, pero esa es una actividad con limitado número de cultores por lo que volver a experimentarla significó una espera larga. No obstante, volví a probar verga a los 12 años.
Los baños de un centro comercial son siempre un referente en la vida de un homosexual. Inevitablemente uno llega a conocerlos porque naturalmente tiene que cumplir funciones fisiológicas para las que no hay sustituto. Ya sea que hayas ido al patio de comidas, al cine o simplemente a juntarte con amigos. En toda comunidad gay hay algunos, todos lo sabemos, famosos, no precisamente por la cantidad de cubículos o por lo moderno de los urinarios, sino simplemente porque son lugares de cruising y a los 12 mis padres ya me dejaban juntarme con amigos y salir por mi cuenta, por lo tanto, esa renovada independencia me permitió volver a probar vergas y deleitarme con semen distinto al mío gracias a los baños y sus glory holes. En esto, nada muy distinto a lo que cualquier chico gay experimenta en su adolescencia.
Antes de continuar debo aclarar que el período que tuvo lugar desde los 8 a los 11 no fue particularmente difícil por la falta de un hombre, sino exclusivamente por el recuerdo de mi abuelo. Mi experiencia sexual hasta ese momento era él y solo él y yo estaba realmente enviciado. Mis vicios eran su verga, sus besos, sus pelos, sus olores, su orina. Tanto así que muchas veces era yo el que lo buscaba para que me diera de su pichí o semen. Ambos líquidos me provocaban un goce enorme. Y mi abuelo era pródigo, no me negaba nada en el sexo. Yo creo que pudo, incluso, haberme enseñado mucho más si no hubiera sido por la limitación de no poder sacarme de allí.
Así y todo, yo, en esos años, no tenía conciencia real de que todo lo que hicimos mi abuelo y yo lo podía haber hecho también con otros hombres. Además, aparte de mi vida sexual previa, yo era un chico bastante normal que de a poco fue adquiriendo otros intereses entre los que el sexo no era prioridad.
Por otro lado, me gustaría dar una explicación sobre el porqué del concepto de no tener “conciencia real”. Hay algunas cosas que conocemos, que sabemos y aun así no comprendemos cabalmente. Sabemos que el universo es infinito, pero no llegamos a captar el concepto de infinitud en toda su complejidad; sabemos que los granos de arena del mar son finitos y aun así no logramos elaborar fielmente esa finitud. A eso es a lo que me refiero cuando digo que yo no tenía “conciencia real” de que lo podía hacer con otros hombres, porque realmente sí lo sabía, pero ese conocimiento no lograba hacerlo acabadamente real en mi mente, simplemente porque ese lugar estaba ocupado por el recuerdo de mi relación con mi abuelo que estaba marcada a fuego.
De todas las cosas que hacíamos mi abuelo y yo, una cuya falta fue particularmente dura fue no tener sus besos. Puede parecer raro, pero mi abuelo me enseñó a besar, a besar con lengua, y esa actividad era una de las que yo más disfrutaba y creía que esa era la manera más clara que tenía mi abuelo para demostrarme su amor. Un pensamiento muy romántico tal vez para un prepúber, pero que mi abuelo me dijera “mi amor” cuando me culeaba significaba mucho más que un apelativo cualquiera.
Mi líbido incipiente estaba marcada por mi abuelo y por nadie más que él. Sin embargo, a los 12 ya mis deseos sexuales se hicieron más urgentes y los baños del centro comercial vinieron a aliviar esa necesidad, así no fuera más que por mamar verga de nuevo. A esa edad también debuté en ponerla y no se la puse a cualquiera.
Ese año viajamos con mi familia al sur del país para visitar a mi abuela materna. Allí tengo varios familiares, entre ellos a una tía que vivía cerca de la casa de la abuela y cuyo marido era un ex boxeador y hombre de excepcional apostura y masculinidad. Rubio, de ojos azules, musculoso, era el prototipo del macho encantador y seductor. En cuanto este tío me vio, tuvo una especial conexión conmigo. No sé si notó algo, pero creo que yo me convertí para él en una presa que había que cazar. Ese tío tenía en ese entonces 45 años.
Cada vez que estábamos reunidos con el resto de la familia, él buscaba la forma de estar conmigo, convertirse en mi amigo, preguntarme cosas, seducirme de alguna manera y yo lo notaba. Él se sentía atraído por mí. ¿Qué había en un chico de 12 años que podía cautivar a un macho cuarentón que a pesar de estar casado podía atraer mujeres sin esfuerzo? ¿Qué veía él en mí, un muchacho que iba por la vida con sus propias preocupaciones a cuestas y sin mucho carisma? Yo era un adolescente común y corriente, si dejamos de lado mis experiencias en el sexo. En lo demás, nada hacía de mí una persona muy extraordinaria, sin embargo, este hombre me acosaba deslumbrado por un encanto que nadie más, ni yo mismo, parecía ver.
El acecho de mi tío se manifestaba en constantes roces “casuales”; sonrisas dirigidas a mí que tenían ese elemento de seducción, por definición, indefinible; su tono cómplice cuando estaba a solas conmigo; o el arreglo del “paquete” cuando nadie nos veía. Yo me ponía muy nervioso, pero no niego que toda esa atención me gustaba mucho.
Me ofrecía fruta y agregaba:
—¿Te gustan los plátanos? Son ricos. Son buenos para los niños como tú —esto último dicho en tono conspiratorio, como si fuese un secreto entre él y yo.
Me preguntaba si me gustaban los perros y me decía que él tenía uno en la casa, pero que estaba encerrado porque andaba caliente con una perra.
—Se pasa todo el día lamiéndose el pico —agregaba, para en seguida arremeter con otra pregunta:
—¿Tú le has visto el pico a un perro? —Y antes de que yo respondiera que no, me contaba que lo tienen muy rojo y que se les sale de la bolsita donde lo guardan.
—No es como el pico de uno —agregaba susurrando y agarrándose el bulto sobre el pantalón.
Toda esta situación me tenía en constante tensión sexual. Veía a mi tía y me daba una profunda vergüenza de sentir esas cosas por su marido y me preocupaba que mi mamá se pudiera enterar, especialmente ella más que mi papá.
Un día el tío planeó ir a acampar. Fuimos él y su esposa, su hija de 8 años y un tío menor que yo, de 10. Mis padres no fueron de inmediato, pero se nos unieron el día domingo.
Nos fuimos un día viernes y dormimos los 5 en una carpa grande.
Mi tío chico al fondo, luego mi prima, mi tía, mi tío y yo al otro extremo. La primera noche, mi tía estaba preocupada de que la niña no pasara frío por lo que se durmió abrazándola a ella y mi tío le dio la espalda. Cuando ya estaba oscuro sentí que pasó su brazo por debajo mío y me atrajo hacia él y quedamos en cucharita. Tenía el pico duro y me lo dejó bien pegadito al culo, para que lo sintiera bien. A ratos me punteaba suavemente para que lo sintiera sin que su mujer se diera cuenta y me lo dejaba ahí, apretadito en mis nalgas. Yo no podía dormir, temblaba de ganas.
Durante el día me pedía que lo acompañara a mear a los matorrales. Me mostraba el pico y me decía que estaba caliente. Pero no me obligaba a nada, lo hacía como quien tiene una “conversación de hombres”. Mi calentura no daba más, pero no sabía qué hacer. Esperaba que él hiciera algo, pero él no parecía tener apuro alguno. Aunque yo sabía que estaba tan caliente como yo.
Durante los días que pasamos en esa carpa, la tensión entre nosotros fue constante. Todas las noches me puso el pico y una noche hasta tomó mi mano para que le agarrara la verga. Hacía mucho tiempo que no agarraba una pichula tan dura y caliente como la de mi tío aquella noche. Exageradamente gruesa en la base, pero que se afinaba hacia el glande. Cuando la toqué imaginé que una pichula así me entraría muy fácilmente, pero dudaba que pudiera meterla toda. No recuerdo si fue esa misma noche que se atrevió a bajarme el pantaloncito con que dormía y trató de meterme la puntita ensalivada, pero yo me puse muy nervioso porque mi tía estaba a su lado y me fruncí.
Mi tío, aunque era un gran seductor y aparentaba la seguridad del que cuando quiere, obtiene, tenía una gran falla: no sabía concretar. Perfectamente pudo aprovechar las ocasiones en que meamos juntos entre las matas, a escondidas de todos, para hacer que le chupara la pichula, o atravesarme con ella, sin embargo, o nunca vio clara la oportunidad o nunca se atrevió. Esos días del paseo, fueron una tortura sexual en que pasé caliente día y noche sin poder descargar la presión. Mi tía debe haber recibido los beneficios, me imagino.
Cuando recibí esa verga, al fin, lo hice en la más absurda de las situaciones.
Fue una noche en que nos fuimos caminando desde la casa de la abuela hacia la casa de mis tíos que me habían invitado a ir con ellos. En el camino mi tía y mi prima apuraron el paso, mientras mi tío se quedaba atrás conmigo.
Cuando mi tía se perdió en el camino, mi tío me dijo que quería orinar por lo que nos dirigimos hacia la parte trasera de un parque donde había una especie de acantilado bajo el nivel de la calle y donde nadie podía vernos. Allí se sacó la verga y meamos ambos. No se la guardó, sino que se pajeó un poquito y me la mostró con el consabido: “estoy caliente”.
—¿Quieres tocarla? —me preguntó.
Yo la acaricié con muchas ganas, pero no podíamos demorarnos mucho, así que salimos al camino otra vez. No se veía nadie por lo que él me atrajo un poco hacia su cuerpo y me metió la mano por dentro del pantalón y me tocó el ano y me pidió que hiciera lo mismo. Y así nos fuimos caminando: tocándonos y dedeándonos los hoyitos calientes. Mi tío era muy lampiño en todo su cuerpo, excepto en la zona púbica y la raja que las tenía muy peludas, cosa que a mí me encantaba. Más adelante le metí la mano dentro del pantalón para sentirle la verga otra vez. La tenía durísima y la cabeza mojada por el líquido preseminal. Cuando saqué la mano me chupé los dedos.
Al llegar a la casa me pidió que lo esperara en el baño y él se fue a ver en qué estaba mi tía. Al ratito entró y rápidamente se bajó el pantalón quedando con el pico al aire y me empujó para que se la mamara. Fue una mamada urgente, mi tía estaba acostando a mi prima. Me eyaculó abundantemente, pero por un momento no supe si era semen o pichí, por lo salado del sabor. Supongo que debe haber sido solo semen, pero las ganas de probar nuevamente el pichí de un hombre pueden haberme hecho sentir algo distinto.
Luego se fue a acostar con mi tía porque ya era tarde. Yo dormí en una pieza aparte. Ya estaba durmiendo cuando a eso de la 1 de la madrugada, siento que alguien toca a la puerta y ahí estaba mi tío, con los pantalones abiertos y el pico parado al aire. Entró rápidamente a mi pieza y nos tiramos a la cama, al fin, a culear.
La novedad fue que antes de culearme, me pidió que yo lo culeara a él. Metí mi pichula en su hoyo caliente y lo sentí tan rico que pensé que me iba a ir cortado muy rápidamente. La raja de mi tío era una cueva suavecita que me acariciaba mi pico adolescente con sus paredes. La forma en que apretaba las nalgas delataba un conocimiento previo en esas artes.
—¡Bien adentro, perrito, hasta el fondo! —gemía tratando de no alzar la voz.
No obstante, no recuerdo con exactitud si eyaculé o no. Debo haberlo hecho, pero más recuerdo que enseguida me la metió él a mí y me llevó al cielo en esa cacha urgente. Me la puso hasta los cocos y eyaculó abundantemente en mí y luego se paró, se la limpió un poco con la sábana y se fue a su dormitorio de nuevo.
Esa noche comprobé una cosa y refuté otra: Efectivamente la pichula de mi tío estaba hecha para entrar muy fácilmente en el culito de un niño; no, no llegó solo hasta la mitad, me la clavó entera y me dejó el hoyo deliciosamente abierto.
Mis tíos, años después terminaron separándose y mi tía se emparejó de nuevo con otra persona. Hoy me pregunto si esa particular afición de mi tío no habrá tenido algo que ver. La sexualidad de las personas es un asunto complejo. Yo no sé si mi tío era homosexual, bisexual o qué, pero a pesar de que me culeó como los dioses, que me haya pedido que se la metiera siempre me pareció al menos curioso, pero no nos volvimos a ver. Esa fue la única vez que estuve con mi tío y la última verga que recibí antes de volver a mi primera pichula.
4.
A mis 13 años, dejamos la casita de la constructora. Mi papá compró una casa nueva y nos mudamos y, aunque ya no teníamos ningún tipo de relación con mi abuelo, en el terreno de la constructora todavía podía verlo por la ventana cuando andaba por el patio. Al cambiarnos de casa dejé de verlo para siempre.
Cuando mi hermano cumplió 5 años, yo estaba a días de cumplir 14, por lo que se hizo una fiesta de cumpleaños para los dos. Esa fiesta, como es tradicional, pasó de ser de niños a fiesta de adultos por la noche por lo que mi padre se emborrachó. Yo aproveché que él estaba ebrio para pedirle permiso para fumar y él consintió. Nos fuimos a caminar un poco hasta una placita cercana a conversar y ahí me estuvo enseñando cómo fumar. Absurda pretensión la mía la de querer parecer hombre por medio de aprender a fumar, pero la adolescencia está llena de incoherencias y sinsentidos.
Ya eran cerca de las dos de la mañana y la gente se había empezado a ir, así que cuando regresamos, mi mamá ya se había acostado y estaba durmiendo así es que le pregunté a mi papá si quería acostarse conmigo y él accedió. Nos fuimos a mi pieza. Yo me quedé en slip y me acosté, mientras él se tomó su tiempo. Se sacó la ropa y antes de meterse bajo las sábanas se quitó los slips. Mi padre nunca pudo dormir con ropa y eso bien lo sabía yo.
Cuando lo invité a dormir conmigo, no tuve la idea de querer tener sexo con él, sólo me nació ofrecerle dormir conmigo porque mi mamá ya estaba durmiendo y él aún estaba un poco ebrio, pero cuando lo vi meterse a la cama desnudo, volvieron los recuerdos y con ellos la calentura. No pasó mucho rato hasta que yo crucé un brazo y me abracé a él. Dejé un rato mi mano en su pecho peludo y con mis ojos cerrados recordé esos momentos maravillosos de mi infancia durmiendo con él, acariciando su pecho con mis dedos mucho más pequeñitos en ese entonces y, de pronto, volví a tener 6 años.
Recorrí sus vellos como los recordaba en mi niñez y bajé mi mano buscando el caminito que hacía ya tantos años me había llevado a la felicidad. ¿Sentiría lo mismo esta vez?, ¿podría emular a los 13 mis sentimientos de los 6? Ya no fue necesario meterme bajo la sábana para alcanzar su hombría. Esta vez me bastó con estirar mi brazo. Sentí a mi padre tragar saliva justo antes de tocar su pene. Lo pillé justo cuando estaba creciendo y lo resguardé en mi mano. Quiso dar un saltito al reconocerme, pero yo lo apreté y lo sostuve ahí. Mi padre volvió a tragar saliva y yo comencé a hacerle una pajita lenta, muy lenta y suavecita. ¡Qué verga! Le descubría la cabecita y la volvía a esconder mientras besaba su hombro. Ya no era el niño de 6, era el adolescente que quería ser hombre. El hijo que se encontraba listo para ser adulto. Y ese adulto en ciernes bajó a buscar su premio y se lo llevó a la boca. Esa fue la primera de las muchas mamadas que le di a mi papi y fue extraordinaria. Un sentimiento muy potente me invadió en ese instante. Al fin, ¡al fin!, era a mi padre a quién le chupaba el pico y él cooperaba levantando las caderas y haciendo presión con una mano sobre mi cabeza. Pero mi papá no quiso acabar allí.
Ya con todas las cartas sobre la mesa, me subió sobre su pecho y me dio un beso. Ahí sentí que todo el mundo se puso patas para arriba. Un beso. Un beso rico, como los que me daba mi abuelo. Solo que esta vez yo besé de vuelta. Lo besé como Patroclo a Aquiles o como Hefestión a Alejandro. Me fundí en su boca, en su hombría, en su exaltación. Intercambié mi saliva con la suya en un acto de tal pasión que casi me corro ahí mismo en los brazos de mi padre, mi amigo, mi amante.
Sin aviso alguno, él me dio vuelta y me abrazó por detrás apoderándose de mis pechitos gorditos.
—Mi amor —me susurró en la oreja.
—Papá… —quise asegurarme yo.
—Sí, mi vida, prefiero ser yo a que lo haga otro —replicó todavía en un susurro caliente.
En mi adolescencia yo estaba un poco rellenito, por lo que le resultó natural amasarme los pechitos como si fuera una mujer. Sus besitos en la nuca me estaban volviendo loquito.
—¡Ay, papá! —gemía yo y eso lo enardecía aún más.
Se puso un poco de saliva en el pico, me ensalivó el hoyo y me la mandó a guardar. Me penetró lento, pero firmemente para luego culearme rítmicamente de lado. Yo no sentí ni un dolor, ya tenía experiencia en aflojar el nudo. Lo bueno es que yo tenía por costumbre lavarme bien el culo, por costumbre y por si pasaba algo.
Un rato después me cambió de posición y me lo hizo a lo perrito, pero cuando estaba por acabar me la sacó y me la puso en la boca de nuevo. Se la chupé un poco más y luego le pedí que se acostara. Yo me puse de costado sobre él y me dediqué a mamarlo como él se merecía, recurrí a todas mis artes para darle un mamón que no pudiera olvidar en la vida y fue tanta mi excitación que me corrí en su pierna. Al parecer él no se dio cuenta de mi corrida, porque después de que me diera todos sus mocos, se dio vuelta sobre mí y me la chupó él. Ahí, por el sabor del pico se dio cuenta que yo ya había eyaculado.
Pasamos toda la noche juntos, una noche intensa en que nos reconocimos como padre e hijo. Una noche en que ambos nos entregamos plenamente el uno al otro, aunque en el caso de él yo nunca lo llegué a penetrar. Fue una noche de mágica comunión con el hombre que me había dado la vida. Me acordé de mi abuelo y llegué a pensar si no lo estaría traicionando, como si aún tuviera algún deber de fidelidad con el hombre que me había estrenado y entrenado para esto que estaba viviendo ahora. Para entregarme a su hijo.
Esa noche, mi padre me lo dio todo. Su amor, su hombría, sus mocos, sus besos. Eyaculó en mi boca y en mi ano con una intensidad que me hizo preguntarme si no habría esperado también toda la vida para hacerme suyo. Esa noche fue única en todo sentido porque no se repitió nunca más. Al menos, no de esa manera. En la tarde de ese mismo día se la mamé en el baño y le volví a sacar los mocos, pero nunca más me penetró.
Yo seguí mamándole la verga por un par de años más. Primero lo buscaba yo y a veces me la ofrecía él, especialmente cuando estaba ebrio. Lo mamaba en cualquier lugar, en parte comencé a replicar con él lo que hacía con el abuelo en mi niñez. Se la chupaba en la cocina, en la pieza, donde nos pillara la calentura cuidando siempre que esta vez mi madre no nos descubriera. Habíamos tomado por costumbre bañarnos juntos también por lo que ahí era seguro que le sacaba la leche. Mi madre nunca objetó que nos ducháramos juntos, seguramente porque pensaba que era labor de mi padre hacer cosas de hombres conmigo. No sabía que esas cosas de hombres sí las hacíamos, pero no era como ella creía.
Hubo un tiempo en que quedó sin trabajo en que literalmente le comía el pico cada vez que podía. Creo que a él le gustaba más que le comiera la verga a penetrarme, de hecho, no sé si no lo hizo más por remordimientos o porque para chuparle el pico no necesitaba tanta preparación. Pero le fascinaba verme tragar el semen, no dejaba que desperdiciara ni una gota.
Estoy seguro de que a mi mamá no la desatendía porque en ese tiempo nació una hermana más. La familia creció y se fue haciendo un poco más difícil mantener el nivel de intimidad que requeríamos para continuar con lo nuestro. A medida que yo fui creciendo fui adquiriendo también la madurez suficiente para empezar a hacer mi propia vida. Hoy estoy en eso, haciendo mi vida lo mejor que puedo y con los incomparables recuerdos que me dejaron mi padre y mi abuelo. Amor y sexo en tres generaciones.
Epílogo
A los 15 años mi padre me confesó que cuando me penetró para mi cumpleaños se dio cuenta de que yo ya tenía experiencia. Me preguntó quién había sido y me dijo que sospechaba de una persona. En ese momento le conté todo. No me guardé nada. Sentí que ese era el momento de dar vuelta la página y hacerle saber que mi niñez fue una etapa maravillosa; que disfruté de su padre porque yo lo había buscado y que él me había amado de una manera no convencional, pero que yo no tenía un mal recuerdo de él, muy por el contrario. Él me dijo que se lo había imaginado. También me dijo algo más: que el “amigo” de mi abuelo tenía sexo con su nieta. No sé cómo sabía eso él, pero no le pregunté.
Y en ese momento de confidencias, mi padre me dijo algo que me ayudó a entenderlo un poco más también a él. Algo que yo jamás hubiera imaginado. Que en una etapa de su vida él fue puto. Seguramente esas no fueron sus palabras literales, pero eso fue exactamente lo que quiso decir.
Antes de casarse con mi madre, en su juventud, se vivía una mala época y no tenía trabajo ni dinero por lo que empezó a salir con un hombre que le pagaba por la labor que él hacía en la cama. Eso duró el tiempo suficiente para que aprendiera del sexo con varones. De lo intenso que puede llegar a ser y, a pesar de que para él eso fue solo una etapa pasajera en su vida, le permitía entenderme a mí y mis necesidades. Me dijo también que ya no lo haríamos más entre nosotros, que yo tenía que buscar hacer mi vida, pero eso no llegó a pasar de inmediato. Seguí mamándosela cada vez que yo quise o él fue lo suficientemente débil como para no honrar su propia palabra. Creo que más que una decisión firme, era solo un deseo suyo de que yo comenzara a vivir por mí mismo, buscando mis propios amantes o compañeros y eso eventualmente ocurrió, pero no porque lo haya decretado mi papá, sino porque así es la ley natural de la vida.
Hoy no tengo complejo alguno respecto de los acontecimientos de mi vida. Sé que son hechos absolutamente desacostumbrados e inusuales, pero es lo que fue y me considero afortunado de haberlos vivido. Fui uno de esos chicos, como se explica en el prólogo, que buscó y buscó hasta que encontró y hoy estoy buscando mi felicidad y aspiro a encontrarla.
FIN
Torux
wow amigo buen relato y muy bien explicado saludos torux 🙂 😉 🙂 😉
Muchas gracias por tu comentario. Saludos.
Creo que muchos hemos visto reflejado algo de nuestras vidas en este relato, nuestras primeras aventuras con los amigos de nuestros hermanos mayores, aquellos que notaban algo en nosotros y por accidente nos mostraban su verga dura, esas caricias de los tíos a escondidas de los demás, el tío guapo y atlético, el maestro de bulto generoso, el vecino de pecho velludo y que se cambiaba de ropa frente a ti y que solo usaba trusas blancas y yo a mis 8 años sin poder dejar de verlo, nuestra primera verga en la boca o el culo, puros recuerdos que forman parte de nuestra vida…excelente relato
Regio67 Es cierto, todos atesoramos alguna vivencia en nuestro pasado de aquellos hombres que fueron nuestros mentores en muchos aspectos de nuestras vidas. Saludos.