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Incestos en Familia, Sexo con Madur@s, Voyeur / Exhibicionismo

A los 6 años descubrí el verdadero placer

Por un error de papá supe que en mi culito estaba lo mejor de lo mejor….

El aire del salón olía a cera de sol y a madera caliente. Lara, desnuda, tenía la piel brillante de una fina capa de sudor que nacía no del calor, sino de la energía inquieta de sus seis años. La tarde era larga, perezosa, y el aburrimiento la había convertido en una inventora de mundos.

—Hoy somos gatitos —declaró.

Miguel, tumbado en el sofá con un libro que no leía, asintió con un suspiro que era más rendición que cansancio. Sabía que la resistencia era inútil. Se deslizó al suelo, las baldosas frescas contra sus rodillas huesudas. Su cuerpo, a los cuarenta y ocho, aún conservaba una fuerza masculina que ahora se ponía al servicio de los juegos de su hija.

Lara se puso a cuatro patas. Su espalda formaba una curva suave, su trasero, redondo y dorado por el sol, se movía en el aire con un vaivén que pretendía ser felino.

—Los gatitos se saludan así —anunció, sin volverse.

Miguel se arrastró hacia ella. Su pene, que había estado flácido y adormilado, comenzó a responder al simple ritmo animal del juego. Primero fue un leve latido, un despertar lento. Luego, a medida que se acercaba al cuerpo arqueado de su hija, la sangre empezó a fluir, llenando el órgano hasta que se alzó, firme hacia arriba, rozando su propio vientre.

Él se colocó detrás de ella. Su pecho peludo casi tocaba la espalda delicada de Lara. Ella retrocedió, buscando el contacto, hasta que sus nalgas presionaron contra el vientre y el pubis de su padre. Sintió la dureza y un suspiro de satisfacción se le escapó.

El «vaivén de gatita» comenzó. Era un movimiento que conocían, un ritmo aprendido en cientos de tardes similares. Lara frotaba su sexo, su vulva plana y su perineo, contra la base de la verga de Miguel. Buscaba, con la torpeza deliberada del juego, ese punto difuso donde las cosquillas se hacían más intensas. Su intención era clara en su mente infantil: que su «agujerito de adelante» rozara la oruga de papá.

Miguel cerró los ojos. La fricción era deliciosa, familiar. El calor del cuerpo de su hija, el olor limpio y infantil que se mezclaba ahora con un aroma más húmedo, lo transportaban a ese lugar donde la culpa se disolvía en pura sensación. Sus manos se posaron en las caderas de Lara, no para guiarla, sino para sentir el ritmo de su balanceo.

Pero Lara se entusiasmó. El juego la poseyó. Se arqueó más, separando ligeramente las nalgas, y su movimiento se volvió más amplio, más rápido. En un vaivén particularmente energético, se alejó demasiado. Por un instante glorioso y frustrante, sólo el aire fresco tocó la piel sudorosa de ambos.

Fue en el regreso cuando el universo se reconfiguró.

Al hundir su cadera hacia atrás con toda la fuerza juguetona de su pequeño cuerpo, Lara no buscó un roce general. El movimiento fue preciso. Y el glande de Miguel, ahora completamente erecto, palpitante y cubierto de una capa de líquido claro y resbaladizo, no encontró la difusa presión de antes.

Encontró su centro.

La punta redonda, suave como terciopelo húmedo y caliente como una brasa, se posó justo en el centro del pequeño culito de su hija. No fue un choque. Fue un encaje. Una presión perfecta, concéntrica, que hizo que el anillo muscular más externo cediera milimétricamente, acogiendo la curvatura del glande como un beso.

Para Lara, el mundo se detuvo.

Todas las sensaciones previas —el calor difuso, la fricción amable, el cosquilleo placentero pero disperso— se borraron. En su lugar, surgió una verdad sensorial nueva, abrumadora en su claridad.

Un punto. Un único punto de contacto donde todo el calor, la presión y la electricidad se condensaban. La punta redonda de su padre estaba marcando el lugar exacto, delimitándolo, convirtiendo un área ignorada en el ombligo de su propio universo físico.

Y la presión… no cedía. Al contrario, el movimiento natural de su cuerpo, al encajarse así, hizo que el glande presionara hacia dentro, no para entrar, sino para afirmar su presencia. Un anillo de fuego perfecto rodeó ese punto de contacto, una sensación de ser penetrada por la intensidad, no por la carne.

Ella emitió un «ah» corto, gutural, que no era de sorpresa, sino de reconocimiento.

Miguel lo oyó. Y ese sonido, nuevo y serio, lo atravesó como un dardo. Sus ojos se abrieron. Sintió la diferencia bajo su piel: donde antes había un deslizamiento amplio, ahora había una conexión puntual, íntima, casi obscena en su precisión. Su pija palpitó, arrojando otra gota de precum que lubricó aún más ese contacto ya imposiblemente estrecho.

—¿Qué…? —murmuró Lara, pero no como una pregunta para él. Era un diálogo con su propio cuerpo.

Ella se detuvo. Toda su atención, esa atención feroz que caracterizaba su exploración del mundo, se volcó hacia ese punto. Su cerebro de seis años comenzó a comparar con la voracidad de quien ha encontrado agua en el desierto.

La vagina (o donde ella creía que estaba): un territorio nebuloso, una ausencia, un lugar donde el placer se diluía como tinta en agua.
El agujerito de atrás: un punto cardinal. Un lugar donde el placer no se dispersaba, se concentraba hasta volverse casi doloroso en su intensidad, y desde allí estallaba en ondas expansivas que le hacían temblar los muslos.

Experimentó. Con un micro-movimiento de sus caderas, apenas un temblor controlado, aumentó la presión. El culito cedió otro ápice, infimo pero significativo. La punta caliente de Miguel se hundió quizás medio milímetro más en el pliegue.

La oleada interna que siguió fue devastadora.

Un calambre eléctrico, nítido y brillante, viajó desde ese punto directo a la base de su vientre. Le contrajo los músculos abdominales. Le hizo contener la respiración. Un gemido largo, serio, cargado de una perplejidad gozosa, le salió de la garganta y resonó en el salón silencioso.

Miguel lo oyó, y ese gemido fue la cosa más erótica que había escuchado en su vida. Disolvió los últimos vestigios de alarma. Su mano, que estaba en su cadera, se cerró con más fuerza. No para detenerla. Para anclarla. Para que no se moviese de ese encaje perfecto.

—Lara… —jadeó.

Ella no respondió. Había entrado en un estado de concentración absoluta. Comenzó a moverse de nuevo, pero el vaivén amplio y despreocupado de la gatita había muerto. Lo que nació fue algo nuevo:  La precisión.

Movimientos cortos, mínimos, de una amplitud de centímetros. Ida y vuelta, manteniendo siempre esa presión anillada, esa conexión eléctrica entre su agujerito y el glande de su padre. Cada micro-embestida de sus caderas hacia atrás empujaba la punta húmeda y dura un poco más contra el centro sensible. Cada retirada milimétrica era una promesa de regreso.

El placer ya no era una marea. Era un latido. Pum. Pum. Pum. Sincronizado con el corazón que le martillaba las sienes. Con cada latido, una nueva descarga recorría su pelvis, hacía que sus pezones, inexistentes pero rosados, se endurecieran contra el aire, que sus dedos se crisparan en el suelo.

Miguel estaba perdido. Jadeaba, el sudor le corría por el pecho y goteaba sobre la espalda de Lara. Sentía cada milímetro del recorrido de su pene. Sentía la resistencia elástica del culo de su hija, la calidez íntima que emanaba de ese punto, la humedad de su propio precum mezclándose con el sudor de ella. Su mente se borró. Sólo existía la sensación, y el sonido de los jadeos de Lara, que se hacían más urgentes.

—Ahí… —susurró ella, en un éxtasis de descubrimiento—. Justo… ahí…

Y entonces, sin previo aviso, su cuerpo cruzó un umbral que ni ella sabía que existía.

La presión constante, la fricción mínima pero perfectamente localizada… podría vivir el resto de su vida ahí y así.

Miguel sintió cómo el cuerpo de su hija se movía contra él, cómo el anillo muscular que rodeaba su glande se relajaba y apretaba. Fue demasiado. Con un gruñido que era pura animalidad, su propio orgasmo lo arrasó. Sujetó las caderas de su hija con fuerza feroz, se hundió en ese encaje perfecto una última vez, y eyaculó.

Los chorros espesos y calientes no encontraron entrada, pero bañaron el lugar del descubrimiento. Recorrieron el surco entre sus nalgas, empaparon su perineo, pintaron de blanco la piel dorada. Fue una afirmación líquida, un sello de lo ocurrido.

Lara se derrumbó hacia adelante, jadeando, el cuerpo pedía más. El contacto se rompió. Miguel se desplomó a su lado, la respiración entrecortada, viendo borroso el techo.

El silencio volvió, cargado ahora con el olor acre del sexo y el sudor.

Pasaron largos minutos. Lara, movió su mano y bajó lentamente entre sus piernas. Tocó primero su conchita, plana, tranquila, indiferente al huracán que acababa de pasar. Un lugar sin importancia.

Luego, sus dedos se deslizaron hacia atrás, a través de los muslos pegajosos. Hasta encontrar su agujerito. Estaba caliente. Hinchado. Palpitando con un latido propio. Y cubierto de la leche blanca, espesa y cálida que empezaba a enfriarse.

Se dio la vuelta y miró a su padre. Sus ojos, usualmente llenos de la alegría despreocupada de la infancia, ahora tenían una lucidez nueva. La lucidez de quien ha descifrado un código secreto del universo.

Miguel la miró, esperando ver confusión, quizás miedo, quizás arrepentimiento.

—Papi.
—¿Sí, cielo? —su voz sonaba gastada, culpable.
—La próxima vez… —hizo una pausa, buscando las palabras exactas—. La próxima vez, jugamos a que tu oruga… busque mi agujerito de atrás desde el principio.

Señaló, con un dedo pequeño y preciso, manchado aún de su propio sudor y del semen de su padre, el lugar exacto. El epicentro. El punto de partida de todo lo que vendría después.

—No al otro —aclaró, con una firmeza que heló la sangre de Miguel a pesar del calor de la tarde—. A este.

Miguel, ante la orden clara y la mirada imperturbable de su hija de seis años, sólo pudo asentir. Sabía, con una certeza que le pesó en el alma y le excitará las entrañas por igual, que algo fundamental había cambiado para siempre. Lara era una conquistadora. Y acababa de reclamar, para su propio placer, un territorio que ninguno de ellos sabía que existía con tanta intensidad.

Y él, su padre, sería desde hoy el siervo obediente, el instrumento preciso, para que ella volviera a visitar, una y otra vez, el lugar donde había descubierto, sin lugar a dudas, lo mejor.

Elena que quizás desde la habitación, había escuchado todo… cuando todo se silenció, entró al salón y sus ojos, esos instrumentos de registro perpetuo, hicieron un barrido lento, metódico, de la escena:

Primer plano: Lara. Sentada ahora en el suelo, con las piernas abiertas en una V. No intentaba limpiarse. Al contrario, con una fascinación táctil, sus dedos exploraban el surco entre sus nalgas, recogiendo el semen espeso y tirando de él en hilos elásticos y blancos. Su cara mostraba éxtasis total. La felicidad radiante de quien ha resuelto un acertijo monumental. Sus ojos brillaban. Sonreía, una sonrisa ancha y despreocupada, mirando a su madre como si esperara una felicitación.

Segundo plano: Miguel. Derrumbe total. Tumbado de espaldas en el suelo, un brazo sobre los ojos, como queriendo borrarse a sí mismo. Su pecho subía y bajaba con violencia. Su pene, aún semierecto y glaseado con su propia eyaculación y el sudor de ambos, yacía sobre su muslo como un testimonio obsceno e indiferente. Pero lo más elocuente era su expresión. Aún con el brazo cubriéndole los ojos, la línea de su mandíbula estaba tan tensa que parecía de piedra. La comisura de sus labios, visible, se curvaba hacia abajo en una mueca de agonía que no era física.

Elena procesó la imagen completa. Su mente de cronista ya estaba categorizando, etiquetando, buscando el ángulo narrativo. Pero incluso para ella, la crudeza del momento tenía un peso distinto. La pregunta que surgió fue técnica, de daños colaterales, la única que podía formular sin romper el hechizo de su propio Edén.

—Amor —dijo, y su voz fue suave, cortando el silencio como un bisturí—. No entraste, no?

Miguel no apartó el brazo de los ojos. Un temblor recorrió su cuerpo. Negó con la cabeza, un movimiento seco, mínimo, cargado de una amargura infinita. No. No había entrado.

Elena asintió para sí misma, una aceptación profesional. Su mirada volvió a Lara.

—Y tú, mi amor —dijo, avanzando unos pasos y arrodillándose frente a ella, ignorando la mancha blanca en el suelo—. Te ves… radiante.

Lara le sonrió con toda la fuerza de sus seis años.

—¡Mami, fue increíble! —exclamó, su voz un torrente de entusiasmo—. ¡Encontré el botón! ¡El botón mágico de las cosquillas! ¡Está en mi culito! ¡Y la oruga de papá lo apretaba justo, justo ahí! ¡Pum, pum, pum! ¡Y sentí como… como estrellas en la panza y me encantó!

Su descripción, inocente y vívida, era un puñal retorciéndose en la silueta postrada de Miguel. Elena escuchó, y una sonrisa genuina, cálida, de orgullo maternal, le cruzó el rostro. Acarició la mejilla sucia de sudor de su hija.

—Lo sé, cariño. Es muy poderoso, ¿verdad?

—¡Mucho! —afirmó Lara, con vehemencia—. ¡Más que todos los otros juegos! ¡Quiero jugar otra vez! ¡Ahora!

Elena no miró a Miguel. Sostuvo la mirada de su hija.

—Claro que sí, preciosa. Pero los juguetes… a veces necesitan descansar para volver a funcionar bien —dijo, con una voz dulce que era una orden encubierta para todos—. Y tú también. Tu cuerpo ha descubierto algo grande. Hay que dejarlo… un rato tranquilo.

Lara frunció el ceño, decepcionada pero aceptando la lógica de la espera.

—¿Mañana? —preguntó Lara, con esperanza.
—Veremos —respondió Elena, que nunca prometía en falso, sólo dejaba puertas abiertas—. Ahora, un baño. Vamos.

Ayudó a Lara a levantarse. La niña, al pasar junto a su padre, se detuvo. Se agachó y, con una naturalidad que helaba la sangre, le dio un beso rápido en el hombro.

—Gracias, papi. Fue lo mejor —susurró, y su voz era tan tierna y genuina que Miguel sintió que el suelo se abría bajo él.

138 Lecturas/24 diciembre, 2025/0 Comentarios/por Mercedes100
Etiquetas: baño, hija, madre, orgasmo, padre, semen, sexo, vagina
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