Alter Ego
Deseos prohibidos.
“El órgano sexual por excelencia es el cerebro.
Si no fuera por aquellas imágenes, ideas, deseos,
fantasías, que tienes insertas en él y a las que recurres
una y otra vez cuando accedes carnalmente a alguien,
solo te quedaría esa persona para sentir placer
y aun así fantasearías con lo que ella no es.”
Torux
Prólogo
Todas las personas tenemos una imagen ante el mundo y tratamos de que nuestras acciones y, ojalá, nuestros deseos, se correspondan con ella, pero no siempre ello ocurre así. A veces, aquello que nos identifica ante los demás, nuestra personalidad, nuestras características, nuestra forma de ser, tienen una ligera discrepancia con quienes somos realmente. Podemos ser conocidos como las personas más correctas y observantes de la ley, pero en nuestro interior guardamos secretos. Muy íntimos secretos.
El abuelo querendón, adorado por sus nietos, el que no escatima esfuerzos por jugar con ellos, por hacerles regalos, por cuidarlos y malcriarlos, sabe que, muy en su interior, hay algunos deseos que no puede revelar. Sabe que sentar a su nieto regalón en sus piernas tiene efectos que, de ser descubiertos, tendrían serias consecuencias en la vida de todos, sin embargo, esos deseos están allí, ocurren, son cosa cotidiana. Secreta, pero cotidiana.
A veces, resulta inevitable pensar si lo que alguien dijo, insinuó, mostró o, a medias, reveló, podría significar que esa persona comparte los mismos deseos que uno. Y en ese momento la mente nos puede llevar a crear una realidad paralela que no estamos seguros de qué tan real sea. ¿Qué sentirá mi hijo cuando le da un piquito en los labios a mi nieto? ¿Será algo tan sano y casto como les parece a todos?, ¿no será que mi hijo busca darle ese inocente besito porque esconde algo?, ¿no podría ser que el nene, a los 6 añitos ya sabe lo que quiere y cómo conseguirlo?, ¿no podría mi hijo estar propiciando que yo lo vea?, ¿no será acaso que me está enviando un mensaje?
Por lo general, estos pensamientos los tenemos solo cuando estamos calientes. Cuando vemos estas mismas actitudes y no estamos invadidos por el deseo, nos parece el comportamiento de cualquier padre. Un padre normal, ni más ni menos. Ese estado de la mente en que soñamos con concretar un deseo perverso es temporal, por supuesto. Al final concluimos siempre en que lo real es otra cosa, sin embargo, pensamos: ¡qué rico sería que lo que mi mente me hace pensar no fuera solo una fantasía!
Otros normalizan tanto las convenciones sociales en sus vidas de adultos que entierran estos deseos al punto de no reconocerlos como propios. Hay quienes se casan enamorados de sus mujeres y jamás se les ocurriría que pudieran tener dentro de sí algún sentimiento ajeno a la norma. Son aquellos a los que les gustan las mujeres y se les para la verga al ver alguna página de sexo y para quienes siempre estuvo clarísimo como el agua que se les paraba porque estaban viendo una concha siendo penetrada. Aunque la imagen incluyera una verga, jamás se permitirían dudar siquiera de que lo que les atraía era la concha. Un macho así jamás se fijaría en una verga. Eso es cosa de maricones.
Así, la vida para muchos transcurre en un precario equilibrio entre lo que dicta la razón y la moral y lo que sugieren los sentimientos que están en desacuerdo con lo aceptado socialmente. En este relato abordamos la historia de un hombre cuyo balance en el tema en cuestión oscila entre ambos extremos con los sucesos que acontecen en su vida.
1.
Ya estaba asentado en mi matrimonio cuando llegó a mis manos una revista, alemana o danesa, no sé bien. Una revista con fotografías en colores, pequeña, más pequeña que un cuaderno. Recuerdo que en la portada tenía la palabra “kinder”. Cuando vi las fotos no lo podía creer. Mi cara enrojeció y me invadió la vergüenza y el temor de ser visto mirando algo así. Quise deshacerme de ella, pero tampoco fui capaz. La encontré en un galpón de la fábrica donde trabajaba. A alguien se le quedó, pero salvo unas pequeñas marcas que semejaban letras con lápiz de tinta en la tapa trasera, no había forma de saber a quién le pertenecía y yo, crispado de los nervios, me la guardé dentro de mi pantalón y me la llevé a mi casa.
Nunca nadie reclamó la revista, ni yo hablé del hallazgo. En mi casa, ese pequeño trofeo se transformó en una barra de hierro candente que no sabía dónde poner para que no fuera descubierta. La guardé al fin en una cajita de madera con llave que escondí en un locker metálico que tenía en una bodega-taller en el patio de mi casa. Allí no entraba nadie más que yo y así estuvo protegida por años y años. Siempre tuve muchísimo cuidado con las llaves del locker y la cajita de madera y nunca nadie supo de ese lugar especial. Una o dos veces pasé susto, es cierto. Una vez se me quedaron las llaves en el taller y no las eché de menos hasta el día siguiente, pero afortunadamente las encontré en el mismo lugar en que las había dejado. Otra vez, cuando mi hijo ya estaba casado, me pasó algo similar, solo que esa vez me costó un poco más encontrar las llaves, sin embargo, al final las tenía en la casa. Ese último descuido me obligó a mantener también cerrado el taller con llave, ante cualquier eventualidad.
Varias veces pensé en deshacerme de la revista en cuestión, pero nunca tuve la suficiente fuerza de voluntad para eso. Aunque pasara mucho tiempo en que no lo necesitara, inevitablemente volvía a hojearla y mirar sus fotografías prohibidas. Me grabé en mi mente la cara de los niños, las vergas, los mocos, las miradas, los labios entreabiertos, las caras de completa excitación de los adultos, sus pelos, sus manos, las bolas peludas. En secreto daba rienda suelta a mis más bajos instintos, pero en mi vida diaria era el hombre sin tacha, el padre de hogar, el jefe de familia. Esa dicotomía de ser y parecer ha sido una constante en mi vida y quiero creer que así es en la vida de cualquier hombre. «Je est un autre».
En ese tiempo en que trabajaba en la fábrica llevaba varios años de amistad con un compañero de trabajo y su señora, Ismael y Norma. Ellos eran asiduos visitantes de nuestro hogar. Ismael era mi compañero de trabajo y mi señora los quería mucho. Cuando dejé la fábrica para iniciar mi propia empresa, nos separamos por un tiempo, pero luego él decidió trabajar conmigo y volvimos a nuestra rutina bastante cercana. Nunca tuvo hijos y cuando enviudó y quedó solo, mi señora lo acogió como un miembro más de nuestra familia. Solía pasar días en nuestra casa y era realmente como un hermano para mí. Cuando mi señora partió, él fue un gran apoyo para mí junto a mi hijo.
Ismael fue el padrino de mi bebé. Mi niño creció con la figura de Ismael como un segundo padre. Cuando encontré esa revista estuve tentado de mostrársela a él, pero, a pesar de nuestra larga amistad, no fui capaz. ¿Y si Ismael veía en ella alguna señal de mi personalidad encubierta? Preferí no compartir con él ese secreto, sin embargo, cuando olvidé las llaves en el taller tuve serias sospechas de que él pudo haber visto la revista y por varios días estuve muy nervioso al respecto, pero en ninguna de las dos ocasiones abordó el tema. Tampoco me preguntó nada cuando le puse llave al taller.
Mi hijo ya tenía unos 10 años para la fecha en la revista llegó a mis manos y él creció sin saber de las secretas inclinaciones de su padre; un secreto que lo incluía a él como actor principal de mis fantasías. Cuando descubrió el deleite que se puede obtener con las pajas, mi mujer me pidió que hablara con él “de hombre a hombre”, porque a ella le molestaba descubrir en sus sábanas las evidencias de su libido desatada. Lo hice. Hablé con él y le expliqué las cosas que había que explicar. Le advertí que debía ser cuidadoso, que su madre no tenía por qué saber de lo que hacía en su privacidad. Mi hijo me escuchó con la cabeza gacha y las manos en su entrepierna. Por ahí creí notar que la conversación estaba teniendo efectos que yo no esperaba, pero allí quedó todo. No hubo necesidad de repetir las advertencias.
A medida que fueron pasando los años, el apego a las normas se fue relajando, los límites se fueron haciendo más imprecisos y lo que en alguna época había sido una regla taxativa, de pronto ya no era tan claramente inquebrantable.
Me fui dando cuenta que los deseos no tenían por qué ser fuente de remordimientos, entendí que no podía ser el único, que debía haber otros, tenía que haber otros, aunque yo no los conociera. Poco a poco comencé a admitir que mis deseos ocultos estaban allí para quedarse y mientras los mantuviera así, escondidos del resto, no había motivos para esconderlos de mí mismo.
En suma, me permití sentir con mayor libertad. Me permití admitir que me calentaba pensar que todas las noches en algún lugar del mundo estaba ocurriendo lo mismo que tantas veces había visto en la revista que había guardado por tantos años. Me animaba a creer que en alguna casa cercana a la mía podría haber alguna cama crujiendo con dos personas en ella. De edades muy distintas. Que una de ellas podía ser un papá. Que la otra podía ser su hija. O hijo.
Me calentaba pensar que eso mismo lo podía hacer alguien a quien alguna vez podría haber divisado en la calle. O alguien a quien conocía. O algún pariente. O alguien muy cercano a mí. Mi amigo y compadre Ismael. Me enardecía pensar que años antes pude haber sido yo.
Mi hijo se transformó en un hombre de estampa viril. Un hombre de pelo en pecho, fuerte, musculoso, gentil y seguro de sí mismo. Mis años ya me permitieron admitir que lo miraba como un padre no suele mirar a su hijo. Después de tantos años, me permití sentir deseo, lujuria; me permití, al fin, pajearme pensando en él. Mirarlo al descuido. Soñar con lo que pudo haber pasado y que no logré sacar a tiempo de mis entrañas. Ese hombre excitante, alguna vez fue un niño delicioso. Al fin pude librarme, a medias, de la culpa y soñar con cosas que nunca ocurrieron, pero que la imaginación convirtió en realidades.
Ese hombre se casó con una chica muy hermosa que le dio un varoncito. Mi nieto. Mi adoración. Daniel Alfonso.
Daniel Alfonso tiene 7 años, ya asiste a la escuela. Es un niño muy despierto, inocente en algunas cosas, en otras muy perspicaz. Su padre y él hacen una buena dupla. Mi hijo Alfonso ya tiene 34 años y Danielito es su único hijo.
Al principio la relación que establecí con Danielito fue la típica de un abuelo y su nieto, su primer y único nieto para mayor abundamiento. Padres y abuelos chochos, desbordados de felicidad con la llegada del niño, mi labor no era otra que la de todo abuelo, malcriarlo y permitirle todo lo que sus padres no le permitían. Mi hijo y su señora solían visitarme todos los fines de semana. Debo aclarar que, aunque mi compadre suele quedarse algunos sábados o domingos, yo vivo solo; mi señora falleció de cáncer antes que Alfonso contrajera matrimonio y los abuelos maternos de Danielito no vivían en la ciudad, por lo que no era tan infrecuente que sus padres me lo dejaran sábado y domingo, para mi regocijo y también para alegría de Ismael quien quiere mucho al niño y comparte con él y lo malcría igual que yo.
La rutina era llevarlo al parque a andar en bicicleta, ver televisión, pedir pizza, jugar en el patio. En la noche, un baño y a la cama.
Uno de estos fines de semana Danielito se despertó asustado a medianoche por una tormenta y entró a mi habitación. Lo dejé dormir en mi cama y así fue como todo empezó.
—¡Abuelito, tengo miedo! —me dijo mientras saltaba a la cama y se metía rápidamente debajo de las sábanas sin siquiera darme tiempo a ponerme algo que cubriera mis partes pudendas. Tampoco reparó en la desnudez de su abuelo. Sólo se acurrucó a mi lado y me abrazó temblando mientras un trueno sonaba a lo lejos.
Esa noche se repitió una y otra vez. Se acostaba en su cama, pero amanecía en la mía o en la de Ismael, si es que él estaba en la casa.
Danielito tenía en la casa su propio cuarto, el que había sido de mi hijo, su padre, pero él continuó con la costumbre de dormir conmigo o con el padrino de su papá. Alfonso lo sabía, mi nuera también. No veían nada de malo en ello, a no ser el cariño que el niño sentía por nosotros y viceversa. No veían nada de malo porque simplemente no había nada malo en ello y a mí no me molestaba.
A no ser, claro, que yo tenía por costumbre dormir desnudo y con él a mi lado había tenido que abandonar esa costumbre. Ahora solía ponerme pijama o, a veces, dormir solo en calzoncillo y camiseta.
No sé cómo empezó. Es curioso que ahora que trato de hacer memoria de cuándo fue la primera vez que noté algo raro no logro precisarlo, pero en algún momento el niño comenzó a tocarme. Bueno, tocarme de un modo no apropiado, quiero decir. Porque Danielito es un chico amoroso y tierno que no tiene problemas en abrazar y acariciar a quienes quiere. Pero esto era distinto.
Creo que fue una noche en que yo dormía profundamente y él metió la mano en el pantalón de mi pijama y tomó la verga. Supongo que habrá sido así, yo no me di cuenta de cómo ocurrió, pero una mañana me desperté con su mano aferrada a mi verga erecta. A los 61 años yo no tenía problemas de erecciones y menos en las mañanas en que todos los varones sabemos lo que nos ocurre. El niño tenía mi verga en su mano y yo en vez de quitarla volví a cerrar los ojos y me concentré en las sensaciones que se agolparon en mi mente. Por un buen rato estuve fantaseando con las cosas que me haría mi nieto una vez que despertara, las imágenes que me habían acompañado por años se hicieron tan reales en mi mente que me consumía en la perversión de ver a mi nieto adorado haciendo las mismas cosas que tantas veces había hojeado y repasado, pero no, después de un buen rato, el niño simplemente se soltó de la verga y se dio vuelta y siguió durmiendo. Huelga decir que en los días siguientes las pajas fueron todas acompañadas con la fantasía de la consumación de ese evento.
Nuestra rutina familiar consiste en que los domingos mi hijo y mi nuera vienen a mi casa. A veces, llegan temprano en la mañana y pasamos el día juntos o salimos a un restaurant, otras veces vienen en la tarde a buscar al niño hasta el próximo sábado en que me lo traen nuevamente. Es un buen arreglo, yo disfruto a mi nieto y ellos disfrutan de su noche de sábado.
El evento de aquella noche se repitió el fin de semana siguiente. Siempre con una respuesta pasiva de mi parte, pero en mi cabeza bullían las imágenes de aquella revista que aún guardaba en mi taller. No me avergonzaba de pensarlas. Ya expliqué que hacía muchos años que había dejado de sentirme mal por tener pensamientos a los que nadie accedería nunca. En mi viudez hasta se me hizo costumbre imaginar vidas alternativas en las personas que conocía, fantasías de excesos y vidas desatadas que yo alimentaba de sexo y pasión para mi propio placer. Mi hijo fue siempre parte de esas fantasías, por lo que mantener ahora la ilusión de que el hijo de mi hijo se llevaba mi verga a su boquita impúber no me causaba culpa alguna. Sin embargo, no tenía intenciones de transformar esas fantasías en realidades. No me atreví con mi hijo ni me atrevería a hacerlo con mi nieto. Al menos, no me encontraba con la valentía suficiente para actuar “activamente” en la satisfacción de un deseo de ese tipo. “The true, uninhibited, uncensored expression of the self”, diría Ginsberg. Distinto hubiera sido el caso de consentir pasivamente. Una aquiescencia tácita, digamos.
Hubo algo, no obstante, que capturó mi interés un domingo en que estábamos todos sentados a la mesa. En un momento de la conversación, Clara, mi nuera, comentó:
—Danielito ha tomado por costumbre dormir con su papi, ahora. Cada vez que me toca turno de noche, lo encuentro durmiendo con Alfonso.
Mi hijo me miró mientras llevaba la copa de vino a los labios. Luego agregó:
—Creo que está en la edad de querer estar más cerca de su padre y de hacer cosas con él. Está creciendo —Sostuvo mi mirada curiosa, aunque yo no agregué nada.
Esa noche le estuve dando vueltas a las palabras de mi hijo. Quería a toda costa darles un significado que se acomodara a mis deseos, pero no sabía si eso era realmente lo que había querido decir. Como fuera, bastaron esas palabras para que mis noches de autosatisfacción se tornaran aún más ardientes.
En esos días había agregado algo más a mi escondite del locker. Una estupidez realmente, pero mi cobardía no me permitía hacer otra cosa. Espero no parecer demasiado ridículo al contarlo.
Cuando mi hijo era un niño, siempre lo vi como veía a aquellos niños de la revista, muchas veces soñé con ver su carita cubierta por mi semen; ¡cuántas veces lo imaginé con mi verga incrustada en su hoyito!; ¡cuántas pajas no le dediqué a sus labios rojos que en mis fantasías rodeaban el pico hasta tocar la pelambrera oscura donde se perdía su nariz!, sin embargo, como ya lo he explicado suficientemente, jamás me atreví a hacer nada con él. Una vez que él creció, un nuevo elemento se agregó a mi larga lista de perversiones imaginadas. Alfonso se transformó en un hombre extremadamente masculino. No era un hombre de esos que van al gimnasio, pero su cuerpo velludo, sus músculos, su apariencia de macho, su personalidad, todo hacía de él un hombre tremendamente atractivo y viril y mi lujuria por él se transformó en un deseo distinto; ahora fantaseaba con su dominación, con su hombría, con su cuerpo viril. Soñaba con que él me penetraba y me hacía suyo.
Esto redundó en que un día quise saber lo que sentiría si él me penetrara, pero mi modestia y pudor no me permitieron acudir a un sex shop para adquirir un sucedáneo de su pene. Lo que hice entonces, fue fabricarlo con el palo de una escoba. Sí, sé que resulta algo vergonzoso, pero es lo que hice. De lunes a viernes me dediqué a darle forma, lijarlo y dejarlo en condiciones adecuadas para penetrarme con él hasta que estuve conforme. Entonces lo guardé en el escondite del locker. Ahora tenía allí un consolador de madera y una cajita con una revista.
Leí mucho sobre cómo prepararme para una penetración. Al principio no me gustó mucho aquello de los enemas, pero con el tiempo logré perfeccionar la técnica con una boquilla que adapté a la ducha. Eso me permitió acometer el acto de penetración en las mejores condiciones. También compré condones para no ensuciar el sustituto de la hombría de mi querido hijo, porque nunca imaginé que el pene que había artesanalmente creado fuera de alguien distinto a él. Todo esto lo hacía en mi privacidad, pero luego guardaba todo meticulosamente porque no quería que Ismael advirtiera ninguna de estas cosas.
Las primeras penetraciones fueron mucho más placenteras de lo que yo habría imaginado, aunque pensaba que no podía haber nada que sustituyera al pene real. Más que nada, el acto de introducirme ese trozo de madera funcionaba como un complemento de mis fantasías y perversiones. Cuando veía a mi hijo me lo imaginaba pisándome en mi cama, enterrándome su miembro, dándome una cacha inolvidable, pero mi trato con él en la realidad ni se acercaba siquiera a lo que en mi mente funcionaba tan bien. Con él era siempre el padre afectuoso y responsable que siempre fui. Un hombre normal.
Por su parte, él era un hombre al que no le costaba exteriorizar sus sentimientos y no dudaba en darme un fuerte abrazo y un beso en la mejilla cuando me visitaba. Esos efímeros segundos en que sus labios hacían contacto con mi piel me hacían temblar y los atesoraba en mi mente para usarlos cuando estuviera solo. Allí deconstruía el saludo hasta transformarlo en algo muy distinto de lo que realmente era.
Hasta ese momento nunca se me ocurrió realmente que yo podía ser homosexual. Deseaba a mi hijo, es cierto, pero cuando mi esposa vivía siempre tuvimos una vida sexual muy satisfactoria. Por otro lado, ver a mi hijo transformado en un hombre me provocaba algo, un deseo de tener intimidad con él y ante la imposibilidad de que algo así ocurriera, comencé a fijarme en otros hombres. Tal vez eso era lo que llaman bisexualidad. Un deseo latente que me impulsaba a querer saber qué se sentía. Desde que mi mujer falleció no había tenido otra relación ni sexo con una mujer. En realidad, creo que necesitaba tener sexo con alguien, pero hasta ese instante me satisfacía con la mano nada más.
A veces pensaba cómo lo haría Ismael. Nunca lo había conversado con él, a pesar de ser tan cercanos. Además, ni él ni yo éramos de salir a buscar mujeres. Me di cuenta de que no sabía nada de la vida sexual de mi mejor amigo.
2.
Enero llegó con una oleada de calor que obligaba a andar con muy poca ropa o usar prendas livianas.
Desde hacía un tiempo estaba durmiendo a pecho desnudo, aunque continuaba usando el pantalón del pijama o una trusa. Mi nieto continuó con su costumbre de tomar la verga en su mano a alguna hora de la noche. En aquellas ocasiones en que estuve despierto observé que lo hacía dormido y la soltaba al rato en intervalos. Él también dejó de usar su camiseta de dormir porque quería acostarse “igual que yo”.
Desde luego, varias veces me encontré pensando en si no haría lo mismo con Ismael. En vez de molestarme, ese pensamiento me ponía muy caliente, pero Ismael nunca me dijo nada que yo pudiera interpretar en ese sentido.
Habría pasado, tal vez, un par de meses desde la primera vez que mi nieto me tocó y en ese tiempo creo que estuvo conmigo unos 5 fines de semana más o menos. La primera vez que mi hijo me lo llevó estando ya el niño de vacaciones, este quiso dormir desnudo. Pero no solo sin su camiseta, sino que completamente desnudo.
—Abuelito, mi papá también duerme desnudo y él me deja dormir así —me dijo.
Debo reconocer que mi voluntad estaba llegando al límite, no sabía si podría resistir tenerlo completamente desnudo a mi lado, pero tiempo para averiguarlo no tuve. Esa misma noche se durmió abrazado a mí con su cabeza en mi pecho y su mano agarrándome la verga dentro de la trusa. Lo hizo cuando ambos estábamos despiertos como lo más natural del mundo. Tampoco se sorprendió que esta se pusiera dura. Yo cerré los ojos y me abandoné a disfrutar de la maravillosa sensación de tener la verga en las manos de mi nieto. Casi no dormí esa noche por lo caliente que estaba. ¡Qué ganas de sentir esa boquita chupándome la verga! Cuando por fin me venció el sueño el niño ya no tenía mi pene en su mano. Estaba boca abajo a mi lado. Me di vuelta y pasé un brazo por su espalda. Acaricié sus nalguitas y hasta aventuré un dedo por la rajita cálida y suavecita; pasé la yema de mi dedo medio por su hoyito tan pequeño y apretado que penetrarlo con mi verga se veía una empresa imposible. Luego me dormí.
En la mañana no desperté temprano. Soñé con que mi niño adorado me chupaba el pene con una desesperación, unas ganas tremendas de sacarme el moco. Me acordé de mi señora y de pronto en el sueño era ella quien me mamaba con la pichula firmemente agarrada de la base y completamente enterrada en su boca, como a ella le gustaba. En otro instante, el mamador pasó a ser mi hijo en su niñez: el sueño cambiaba constantemente. De pronto desperté y me di cuenta de que Danielito estaba bajo las sábanas afanado con mi pichula. No abrí los ojos, pero sentí sus manos agarrando mis cocos peludos y saboreando el pico de una manera que excedía mis mejores fantasías.
Supe que no resistiría. Era demasiado, el pico me latía a punto de deslecharse y ni siquiera había mirado lo que estaba haciendo el niño. Traté de no pensar en eso, de bajar la tensión que me torturaba. El niño me besó las bolas sujetando la pichula firmemente por su base con una mano y luego le pasó la lengua por todo el tronco, igual que en el sueño. Abrí los ojos y quité la sábana, no quería perder ni un segundo de lo que el niño estaba a punto de hacer. El niño miraba el falo prácticamente sin pestañear. De pronto tocó la cabeza palpitante con sus labios rojos y vi como en cámara lenta que la verga se introdujo en su boquita. Se lo tragó hasta hundir la nariz en los pelos y tras un par de chupetones le lancé todos los mocos que tenía guardados. Se me cerraron los ojos y me sumí en un sopor que me nubló la visión y la razón. Sentía cómo el niño seguía chupando, seguramente tratando de sacar hasta la última gota de leche que el pico pudiera brindarle y yo agonizaba de placer entre estertores incontrolables.
No quiero mentir, en ese momento fue como un desborde de emociones para mí. En un solo instante todos los prejuicios y barreras que me habían ayudado a separar mi yo público de mi yo interno fueron derribados con un solo mamón de mi nieto. En ese instante quise hacerlo todo, probarlo todo, culearlo con fuerza, pero afortunadamente tuve el tino suficiente para esperar, para entender.
No quise preguntarle nada a mi nietecito, solo lo abracé y nos dormimos un ratito más. A media mañana me despertó mi hijo. Nos encontró desnudos y abrazados en la cama, pero no dijo nada. Solo se sorprendió que estuviéramos durmiendo hasta tan tarde. Afortunadamente su señora esperó en el primer piso.
Al ver a su papá, Danielito se abalanzó a sus brazos, así desnudo como estaba. Sentí que los colores subían a mi rostro, pero mi hijo no dijo nada. Solo desordenó el pelo del niño, jugando y haciéndole cosquillas. Luego lo bañó y lo vistió.
En el intertanto yo pude ponerme la trusa y esperé a que desocuparan el baño para darme una ducha, pero antes de que pudiera entrar al baño, mi hijo me tomó por los hombros y me dio un beso en la mejilla.
—Te espero abajo, papá, vamos a almorzar afuera.
Ese día invité a Ismael para que nos alcanzara en el restaurant y pasamos una velada estupenda. Mi hijo estaba especialmente alegre y de muy buen talante. Conversamos animadamente entre copas de Cabernet Sauvignon del Valle de Casablanca. Mi nuera me contó que Danielito había tenido un muy buen año en la escuela, que los profesores están muy contentos con él. También me contó que ella viajaría a un seminario el viernes y luego pensaba visitar a sus padres el sábado y domingo. Clara tiene planes de continuar con algunos estudios de perfeccionamiento que posiblemente la mantendrán ocupada. Alfonso tiene varios proyectos en su trabajo y todo parece ir muy bien. Ambos aprovecharon de agradecerme muy sinceramente por ocuparme de Danielito los fines de semana y yo traté por todos los medios de expresarles mi contento de tener al niño un par de días a la semana. Ismael también mencionó su disposición a cuidar del niño y darles a los chicos la oportunidad de prosperar en sus trabajos sin trabas de ninguna índole.
—En ninguna parte estará mejor cuidado —dijo.
—Gracias, padrino —le dijo Alfonso dándole un afectuoso apretón de manos.
En ese continuo desdoblamiento que he mencionado, mis pensamientos regresaron a esa mañana y pensé en cómo reaccionarían todos ellos si supieran que el niño me había comido la pichula apenas unas horas antes y que espero que lo siga haciendo en el futuro. Miré a Danielito que devoraba su postre de helado de tres leches. El padre le pasó el dedo por el mentón para detener un hilo de la crema que escapaba de sus labios y luego, ¡oh!, le acercó el dedo a la boca. El niño lamió el dedo y luego lo atrapó entre sus labios mirándome con una sonrisa. Todos reímos ante su ocurrencia.
Antes de terminar el almuerzo, cuando me hijo ya estaba pagando la cuenta, me excusé para ir al baño justo en el momento en que el niño también expresaba sus deseos de orinar. Antes de que le tomara la mano para llevarlo, Alfonso me dijo:
—No te preocupes, papá, yo lo llevo. Yo también necesito pasar al baño antes de irnos.
El baño del restaurante tenía un urinario del tipo de canaleta continua de azulejos en donde cada persona queda al lado de la otra. Me saqué la verga justo en el instante en que Danielito entraba de la mano del papá. Este lo ubicó a mi lado y le sacó su verguita para que orinara. Alfonso se ubicó al otro lado del niño y en unos segundos lanzó un chorro potente de orina que se estrelló contra la pared de azulejos. Ninguno habló, solo los chorros de orina emitían el típico sonido del líquido chocando con la superficie hasta que fue disminuyendo al punto que solo se escuchaba el chorro que lanzaba mi hijo.
—Espera, deja que el abuelito te arregle la ropa —escuché decir a mi Alfonso.
Me hice a un lado y me agaché a arreglarle la ropa al niño. De pronto me di cuenta de que ya mi hijo había terminado de orinar y sin querer lo miré. Su verga se mantenía fuera del pantalón. Si bien no estaba erecta, sí tenía ese grosor y contundencia que antecede a la erección, lo que la hacía ver amenazante. Sus bolas también estaban a la vista; dos huevos grandes, redondos, peludos. Él miraba hacia el frente, serio, casi diría que sin advertir que su virilidad completa estaba prácticamente frente a su hijo y su padre. Sin quererlo, mi pichula comenzó a erguirse hasta quedar evidentemente parada por un costado del pantalón. Me la toqué disimuladamente para acomodarla, lo que hizo que mi nieto la tocara, más bien la acariciara con sus dedos a través del pantalón. Mi hijo, si lo vio, hizo como que no se dio cuenta y se guardó su enorme verga que quedó dejando un bulto inocultable tras su bragueta.
Antes de salir del baño, mi hijo me habló:
—Papá —me dijo—, gracias por todo. Gracias por preocuparte del niño. Clara y yo lo apreciamos muchísimo y estamos en deuda contigo.
Dicho esto, me abrazó con una mano en mi cintura y la otra en la nuca y me dio un beso en la mejilla, muy cerca de los labios y en ese contacto, sentí como nuestros pechos y nuestras vergas chocaron entre ellas, rotundas, ansiosas.
Cuando alcanzamos a Clara e Ismael, creí ver en este último una rápida mirada a mi entrepierna que aún formaba un bulto. Pasamos a dejar a Ismael a su casa y luego los chicos me fueron a dejar a la mía.
Cuando estuve solo me senté en mi sillón favorito, como acostumbraba las noches de domingo, con un trago al lado y reflexioné sobre los eventos de las últimas semanas. Me sentía extrañamente feliz, dichoso por algo que no estaba seguro qué era. Imágenes del culito de mi nieto y de la verga de mi hijo se mezclaron entre mis pensamientos y tuve que liberar el pico de su encierro y hacerme una paja.
Antes de acostarme fui a buscar aquello que sabía que iba a necesitar. Mi verga de madera. Aquel falo sustituto que mantenía a buen recaudo en el taller del patio. Al abrir el galpón se me vinieron a la memoria tantos días y noches en que había hecho lo mismo para mirar la revista que aún permanecía guardada allí después de tantos años.
Cuando abrí el locker, no estaba preparado para ver lo que vi. Mi corazón se aceleró y me invadió un terror que luego se convirtió en un nerviosismo que no podía controlar. Allí, junto a la cajita de madera estaba el miembro artesanal y un sobre que contenía un CD. Se necesita una llave para entrar a la bodeguita, otra para abrir el locker y otra para abrir la cajita de madera con la revista. Abrí esta última y la revista se encontraba allí. ¿Quién podría haber accedido a mi taller?, ¿quién más podía tener llaves?, ¿cómo las obtuvo? Las preguntas se agolparon en mi mente y sentí miedo de que mis secretos más oscuros, aquella parte de mi vida que no quería que nadie conociera, estuvieran hoy fuera de mi control.
Tomé el falo y el disco y me dirigí a la casa. Allí puse el CD en el reproductor y me quedé parado a un lado del televisor para ver qué contenía.
Había cuatro videos enumerados. El primero de ellas contenía una secuencia de fotografías de mi hijo cuando era un bebé. Fotos que había sacado yo mismo. Luego aparece él en varios estadios de su vida: de 2, 3, 4, 5, 6 años, sus cumpleaños, navidades, etc. Era una serie de fotografías de mi hijo. La mayoría correspondía a fotos de Alfonso solo; en algunas estaba conmigo y en otras con su padrino. Varias de ellas las habría tomado yo mismo. Las imágenes del video continuaban hasta cuando mi hijo era un adulto. Qué extraña sensación de ver en pocos minutos la secuencia de la vida de una persona. Mi hijo fue un bebé hermosísimo y se convirtió en un hombre sumamente atractivo. Las últimas imágenes de ese video lo muestran hasta antes de casarse, en la playa, un joven dotado de un cuerpo envidiable y una genitalidad desbordante.
El siguiente archivo es de un video propiamente tal que muestra a mi hijo después de casado en actividades cotidianas en su hogar, a veces con su mujer, a veces solo él. En esas imágenes se le puede ver trabajando, leyendo, en un asado con amigos, en la cama durmiendo. Es evidente que algunas de las imágenes están tomadas por él mismo con su celular. Otras están tomadas por, me imagino, mi nuera.
En este punto, a pesar de que los videos solo muestran imágenes familiares, de la vida diaria, sentí que mi verga estaba completamente erecta otra vez. Sentía un calor que subía desde la entrepierna hasta el pecho. Mi hijo, mi querido hijo.
En el tercer video, las imágenes son principalmente de mi nieto. También es un recuento desde que era bebé hasta prácticamente la actualidad. Muchas de las imágenes lo muestran con su padre. Jugando ambos en el patio de la casa; en brazos de su padre, haciendo tareas, y algunas otras más perturbadoras no por el contenido en sí, sino por el significado que yo le daba en mi estado de extrema lujuria. Mi nieto desnudo en brazos de su padre también desnudo en la ducha. Una escena de ambos durmiendo; mi nieto con su cabeza en el pecho de mi hijo y su mano perdida dentro de la sábana. Otra escena los muestra a ambos dándose un piquito y otra más en que mi hijo, vestido, aparece con el niño desnudo en sus brazos y la mano de Alfonso sostiene completamente el culito del niño. Otra más de mi hijo desnudo con sus genitales a la vista. Seguramente todas esas escenas fueron tomadas por mi nuera. Si bien algunas son fotografías de índole privada, no hay nada de malo en ellas.
Luego, el último video es principalmente de mi nieto, su padre y yo. Todas las escenas son de actividades entre nosotros tres. Yo dándole el biberón al niño, mi hijo abrazándome en mi cumpleaños, mi nieto en mis brazos, sentado a mi lado en el sofá, mi hijo y yo conversando, y las últimas, las más perturbadoras son aquellas que jamás me imaginé que existieran: una de Danielito durmiendo conmigo en mi cama con su cabeza en mi pecho y su mano bajo la sábana. Idéntica a aquella con mi hijo, solo que, en esta, quien la tomó solo puede haber sido Alfonso que tiene llave de la casa. O Ismael, pero si hubiera sido este último, ¿por qué razón la tendría Alfonso? No tenía sentido. La imagen era muy reciente y claro, el CD no puede haberlo puesto en el locker antes de la última vez que usé el consolador de madera, es decir, en la última semana.
Como decía las últimas escenas fueron las más perturbadoras, una fue la de mi nieto y yo durmiendo abrazados y la otra… la otra, ¡ay!, la otra era de mi hijo, sentado el living de su casa grabándose a sí mismo que me decía:
“He tenido la llave del locker y de la cajita de madera por años, desde aquella vez que se te quedaron olvidadas en el taller. Les saqué copia. Espero que me perdones por eso. He visto la revista que guardas y el miembro de madera que verdaderamente nunca has necesitado. Hace unos días te saqué la llave del taller para dejarte este CD. Papá, quiero decirte que te amo y sé qué necesitas. Nunca te juzgaré, te amo demasiado y quiero que seas feliz. Eres muy importante para mí, también para mi hijo. Los dos te amamos y queremos que cumplas todos tus deseos. Viejo, tú me criaste a salvo de todo, incluso de ti mismo, hoy es hora de que yo te agradezca y me dejes hacerte feliz. Te amo”
En este momento, las lágrimas rodaron por mis mejillas y solté un suspiro de alivio. Un alivio de años. Un alivio lleno de promesas, de esperanza, de ilusión, de deseo.
Esa noche dormí tranquilo. Había muchas cosas en qué pensar, pero no podía pensarlas todas al mismo tiempo.
3.
Durante la semana no hablé con mi hijo, pero él si me llamó el jueves. Antes que me dijera nada, le dije:
—Lo vi.
Nada más. Él entendió. Llamaba para preguntarme si podía quedarse con el niño el fin de semana ya que Clara no volvería hasta el domingo. Por supuesto que dije que sí.
—Te quiero, viejo —me dijo.
En los días que siguieron traté de mantener mi entusiasmo controlado, pero fue difícil. No volví a hablar con mi hijo y solo imaginaba lo que ocurriría, pasé horas pensando en qué pasaría el viernes. El jueves dejé la casa impecable. Quería que todo reluciera, que todo estuviera en el más perfecto orden. Que nada empañara el fin de semana. Me preocupé de tener llena la despensa y otros elementos que podrían ser de utilidad. Cuando al fin llegó el día, no fui a mi oficina. Alfonso me fue a dejar a Danielito en la mañana y luego él se fue a su trabajo, para volver a almorzar al mediodía y luego no trabajaría en la tarde. El niño traía su bolsito con su ropa.
A las 2 de la tarde apareció mi hijo. Me dio un abrazo y un beso como era su costumbre. Nada fuera de lo usual, pero para mí todo tenía nuevos significados. Lo abracé fuertemente y junté mi cara con la de él. Aspiré su aroma y acaricié brevemente su nuca. Luego lo miré a los ojos y lo besé en la frente.
Almorzamos con abundante vino y luego nos dirigimos al living. Nos sentamos ambos en los extremos del sofá. Allí conversamos de variados temas, principalmente de su trabajo y de cómo su carrera parece ir prosperando. Me contó de sus proyectos. Inquirió acerca de mis necesidades, pero aún no reunía el valor para hablar de esas necesidades directamente por lo que evadí el tema refiriéndome a lo que él seguramente no me había preguntado. Me sentí un poco ridículo de ese sentimiento adolescente, pero no era fácil para mí. Lo había ocultado toda mi vida, no podía develar todo en unos cuantos minutos como si no tuviera ni la más mínima importancia.
—Cuéntame de la revista que has guardado todos estos años —me dijo con la mayor naturalidad.
Le conté todo. Que alguien la había dejado olvidada en mi trabajo cuando él era un niño. Y que el impacto que me produjo fue tan grande que no pude deshacerme de ella. Por eso la guardé. No quería que nadie viera ese testimonio tan crudo de algo que sentía debía quedar para siempre oculto.
—¿La puedes traer? La vi una vez y quisiera verla de nuevo.
—¿Estás Seguro? —pregunté.
—Completamente —me dijo.
Fui al taller y traje por primera vez la cajita a la casa en los 24 años que la había mantenido en mi poder. Una vez en el living le di la llave a él para que la abriera.
Se acercó a mí y sacó la revista de la caja. Por primera vez vi esas fotografías con la revista en manos ajenas. Él la abrió y comenzó a hojearla.
—Esa única vez que la vi fue cuando Clara estaba embarazada de Danielito —me dijo—. Tú estabas durmiendo y yo fui al taller a buscar una herramienta y tomé tus llaves. Al revisar el locker vi la cajita de madera. No me hubiera fijado en ella de haberla visto en otro lugar, pero al estar cerrada con llave y escondida también en un lugar con llave me llamó la atención y quise ver qué guardabas allí. Fue un shock ver lo que había, pero más lo fue saber que tú tenías esas inclinaciones. Sin embargo, cuando Danielito creció pude entender tus sentimientos. ¿Me entiendes?
—Quieres decir que tú…
—Sí, siento lo mismo. Es algo fuerte, lo sé, pero también sé que puedo confiar en ti. Soy hijo tuyo, papá, y esto que tú ves aquí -me mostró una foto de un pequeño con una verga incrustada entre sus labios- es lo que he soñado muchas veces. No sé qué hubiera pasado si lo hubieras hecho conmigo. No sé si me hubiera gustado o no. Tal vez no, pero ahora es distinto. A Danielito sí le gusta. —Esto último me lo dijo mirándome a los ojos y en voz baja.
—¿Aguna vez…?
—¿Si he hecho algo con él? Sí, no mucho, pero sé que él tiene mucha curiosidad y yo lo he dejado que explore cuanto quiera.
—¿Es por eso que se duerme agarrado del pene?
—Sí, lo hizo conmigo por primera vez el año pasado. Luego lo ha seguido haciendo cuando duerme conmigo. Sé que también lo hace contigo. Se lo he preguntado.
—Me lo chupó hasta secarme los mocos hace un par de semanas.
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
—Mira —me mostró una página de un chico con la cara moqueada y una pichula goteando a su lado—. Cuando Danielito comenzó a dormir conmigo, comencé a sentir un deseo irresistible por replicar lo que recordaba de tu revista. Una noche me estaba masturbando con él durmiendo a mi lado y antes de acabar le metí el pico en la boca y le acabé dentro. Se lo tragó todo. Desde ese momento decidí enseñarle a comerme la pichula. Le encanta, se nota que goza con el pico. Entonces le di la idea de que también lo hiciera contigo y con mi padrino.
—¿Ismael?
—Sí, recuerdo que de niño me sentaba en sus piernas y me hacía sentirle el pico.
—¡Oh!, no lo sabía.
—Con Danielito ha hecho lo mismo. El niño me lo ha contado.
—De verdad no lo sabía.
—Sé que hay algo más, papá. Lo he notado. Ven. Sé que no solo se trata de Danielito.
Dicho esto, me pasó el brazo por los hombros y me miró fijamente en silencio.
—¿Me quieres? —susurró sin dejar de mirarme.
—Sí —respondí. Él me tenía agarrado de la nuca.
—Yo también te quiero, viejo —me dijo y me acercó suave, pero firmemente hasta que sus labios tocaron los míos, pero esta vez no fue un beso del hijo al padre, sino un beso de hombre a hombre. Un beso apasionado en que sentí su vigor, su pasión, su potencia de macho acostumbrado a mandar. Metió su lengua en mi boca y se apoderó de mis sentidos. El aroma y el sabor del vino que habíamos bebido hacía más lúbrica la escena que se configuraba en mi mente. Con una mano me tomó del mentón y me sostuvo con firmeza. Luego me miró con un ardor que le desconocía y me susurró:
—Te quiero, viejo. Tengo tiempo para demostrártelo.
Enseguida se dirigió a la puerta de vidrio que da hacia el patio y llamó a Danielito.
—El abuelito y yo vamos a estar en su dormitorio, mi amor. Si quiere puede ver tele o si quiere vaya a vernos más rato, ¿sí?
—Bueno, papi —dijo el niño y él volvió y me tomó de la mano y me llevó a mi propio cuarto.
Una vez en él, me volvió a abrazar y me besó como el amante experimentado que realmente era. Me mordió los lóbulos de las orejas y me besó en el cuello arrancándome suspiros de placer. Sus manos grandes me amasaron el culo mientras me musitaba al oído que de ahora en adelante sería suyo.
—Siempre, hijo, para siempre —contesté.
Enseguida me ayudó a sacarme los zapatos y yo me saqué los pantalones y la camisa. Él solo me veía desnudarme. Luego, sin palabras mediante, me aseguré de ser yo quién lo desvistiera a él.
Ante mí aparecieron sus formas masculinas que tantas veces había admirado, pero que nunca había tenido la fortuna de tocar como ahora. Acaricié su pecho, sus piernas, su estómago lleno de pelos, pero no quise sacarle sus slips. Preferí mantenerlo un rato así y admirarlo. Mi pene me dolía con lo duro que estaba. Apuntaba recto hacia adelante, pero la satisfacción que yo quería en ese instante no estaba centrada en mi pene sino en ese ser maravilloso que estaba parado frente a mí: mi hijo Alfonso.
Se sacó los slips y ambos desnudos nos tiramos a la cama uno al lado del otro. Su aroma embriagador asaltaba mis sentidos. Era un olor a… a hombre, supongo. Un aroma que no era exactamente la loción que él usaba, sino algo en su piel, no sé. Me mareaba sentirlo. Enroscó sus piernas con las mías y su pene y el mío se enfrentaron por primera vez en ese juego de roce y placer. Sus manos las sentía por todos lados y las mías se solazaban en tocar su espalda, sus nalgas, su piel toda.
—Estoy muy caliente, papá. Te la quiero meter —me dijo.
—Estoy preparado —le dije.
Entonces me puso de espaldas y con los pies sobre sus hombros. Tantas veces había soñado con esto que a ratos pensaba si no sería un sueño más, pero no, tenía que ser real. Sentía que esta vez era real. Con mis manos me abrí las nalgas y me preparé mentalmente a recibirlo. Esperaba no defraudarlo.
—¿Tengo que ponerme condón? —me dijo.
—No, por favor, no —contesté suplicante.
Alfonso puso la cabeza del pico en la entrada de mi hoyito y me punzó con él. Al principio me fruncí y no logró penetrarme, pero luego recordé las veces que lo había hecho con el pene de madera y me relajé lo suficiente como para permitir la entrada de la verga de mi hijo. Cuando me tocó de nuevo, hice fuerzas como para cagar sin temor a que ocurriera algo desagradable, a sabiendas que estaba completamente limpio. El pene de mi adorado hijo se hundió suave, pero firmemente en la raja de su padre. El dolor fue casi inaguantable, sentí que me partía en dos. En un momento estuve tentado en rogarle que no siguiera, jamás había sentido un dolor tan horrible. Sin embargo, al mismo tiempo pensaba en que debía ser fuerte, que no debía ceder ante la embestida de mi hijo. Lo había esperado toda la vida, ahora debía resistir y lo hice. Mi hijo se detuvo cuando la tuvo entera dentro y me dio tiempo para acostumbrarme al invasor. Yo bufaba a ojos cerrados. Respiraba a intervalos cortitos, en un momento me pareció que eso debían sentir las mujeres cuando están pariendo, solo que en este caso era mi hijo entrando en su padre, no saliendo de su madre.
La pichula de Alfonso es una belleza, un arma de cuidado. Sé que es mi hijo y uno cree que los hijos de uno son los seres más especiales del mundo y no se comparan a los hijos de otros, pero esto que digo es una verdad que mi ano estaba comprobando piel con piel. Un pene no exageradamente largo, pero sí muy grueso, y eso era una prueba de resistencia para mí, sin embargo, sabía que nada, absolutamente nada me impediría recibirlo con el ardor y la determinación de un padre enamorado de su vástago. Obligué al hoyo a dilatarse todo lo que fuera necesario para acomodar el pico que yo mismo había creado y aunque sentía mucho dolor, quería creer que aún ese dolor valía la pena si era tu hijo quien estaba tomando tu virginidad.
Después de un rato, Alfonso me comenzó a culear con fuerza. Me lo metía y lo sacaba una y otra vez con un ritmo exasperante. A ratos se inclinaba sobre mí para besarme. ¡Qué maravillosa la sensación de ser besado por el hijo en el mismo instante en que sientes cómo te clava la verga en lo más profundo de tu ser! Una delicia que, quizás, pocos padres han probado y por la que yo me consideraba el hombre más dichoso del mundo. Cada estocada era un regalo de la vida para mí. ¡Y todavía teníamos tanto por hacer!
Me cambió de posición y me comenzó a culear de lado y desde atrás. Primero me la puso con cuidado hasta los cocos y luego con una mano tomó mi pierna derecha y la levantó dejándome bien abierto para él. Con el otro brazo me tenía cogido del mentón. A ratos me daba vuelta la cara para besarme o escupirme en la boca lo que me provocaba espasmos de placer. ¡Tantos años casados con una mujer que me hizo vivir maravillas en la cama para terminar comprendiendo que la vida es todavía más sorprendente de lo que uno siempre creyó!
De pronto apareció Danielito en la puerta.
—¿Qué están haciendo? —preguntó acercándose a la cama.
—Me estoy culeando al abuelo —respondió su papá, jadeante.
El niño se sentó a un costado de la cama y se quedó observando cómo su papi cogía a su abuelo. Mi verga no daba más. Quería eyacular. Necesitaba eyacular. Tomé mi verga con una mano y miré al niño y este, sin decir nada, se subió frente a mí y agachándose decididamente se metió mi pico en la boca. Mi hijo se incorporó un poco sobre mi costado para ver lo que hacía el niño y entonces, con una exclamación, se fue cortado. Yo, no pudiendo aguantar ya más, lo seguí, inundando la boquita de mi adorado nietecito Daniel.
Quedamos muy agotados después de esa primera cacha. Fue una cacha corta, ninguno de los dos podía aguantar mucho más, pero sumamente intensa. Para mí por la novedad de ser penetrado, pero además porque quien lo hacía era mi hijo, mi querido hijo, aquel con el que yo nunca me atreví a dar rienda suelta a mis instintos y ahora lo tenía todo para mí. Aunque ahora fuera él el que me enseñaba lo que yo solo intuía y nunca había practicado. Ese hijo que, además, me entregaba a su propio vástago para que yo cumpliera mis fantasías más escondidas. Aquellas que no había podido cumplir con él.
Cerré los ojos con mi hijo abrazándome desde atrás y Danielito acostado a mi lado. Sentía las caricias amorosas de mi hijo, satisfecho de haberse culeado al padre y haberlo impregnado de su simiente, de haberlo poseído en cuerpo y alma. Mi sensación era de plenitud; un goce tan indescriptible como verdadero. Tener a mi hijo y a mi nieto en mi cama era la culminación de toda una vida deseando llegar a un lugar que nunca se alcanza, sin embargo, todavía había cosas que conocer.
Esa tarde nos levantamos y llevamos a Danielito al parque. En todo momento Alfonso estuvo a mi lado, sin descuidarme ni un solo instante, protector de su padre y de su hijo, sus dos amores, como me dijo al oído.
Conversamos mucho de lo que vendría, de cómo lo haríamos, me confesó que estaba enamorado de su mujer, que eso no cambiaría, pero que no quería por nada del mundo descuidarme a mí. Quería ser mi amante, protegerme, quería que ambos lleváramos a Danielito por la senda del descubrimiento, de enseñarle a disfrutar de su cuerpo; quería que yo fuera el primero en culearlo ya que su pichula era muy gruesa para iniciarlo. Todo me lo decía con la naturalidad de quien detalla algún evento ordinario. Esa tarde admiré todavía más a mi hijo. Aún tenía la sensación de su verga en mi recto y cada vez que daba un paso, esa sensación de tenerla dentro me recordaba que ahora yo le pertenecía a él.
Al regresar tomamos un café. Cuando acerqué la taza al lavaplatos, me detuvo y me abrazó. Sentí su miembro duro restregarse con el mío y sus labios en el cuello. Me sentía cortejado, como si nos hubiéramos transformado en novios o algo muy parecido. Sus atenciones, su voz grave, su constante consideración hacia mí, sus caricias, sus miradas, sus sonrisas. Mi hijo realmente me estaba haciendo sentir como un adolescente.
En la noche nos sentamos como dos enamorados en el living, acariciándonos, con un trago en las manos y hablamos, hablamos mucho de nosotros, de nuestros sentimientos, del futuro, de Danielito, de nuestro amor y de cómo cabía Clara en toda esta nueva forma de relacionarnos. Decidimos que ante Clara nada cambiaría. Nos veríamos solo los fines de semana o cuando ella no estuviera. Seguiríamos siendo la hermosa familia que siempre habíamos sido y en nuestra intimidad seríamos los amantes que ya éramos.
A Danielito le dio sueño y Alfonso lo sentó en sus piernas, le bajó los pantalones y le tomó la verguita entre sus dedos. La masajeó un rato, luego abrió bien sus piernecitas y me la ofreció.
—¿La has probado antes? —me preguntó. Yo negué con la cabeza.
Me hinqué frente al nene y tomé su pene en mis dedos. Se sentía tan suavecito, tan frágil; un pequeño apéndice de carne blanca y de glande violáceo como una ciruela. Le di un beso en los coquitos y luego chupé delicadamente la cabecita. Imaginaba que ese era el pene de mi pequeño, de mi hijo adorado. Me sentía honrado que fuera él quien me ofreciera esa delicia que me provocaba tanto placer. Me gustaba el secreto perverso que compartía con mi Alfonso. El pequeño miembro de Danielito tenía una textura, una dureza y una calidez que me provocaban a pasarle la lengua a lo largo y luego darle pequeñas succiones en la cabecita como queriendo sacarle el moco que aún no me podía dar.
Estuve chupándole la verguita a mi nieto por un buen rato hasta que sus piernas fueron atravesadas por la verga de su papá. Me saqué la pichula y me comencé a pajear mientras se las chupaba a ambos, la verga virgen y deliciosa de mi nieto y la madura y amenazante de mi hijo cuyo aroma y sabor me trastornaban de gusto. Alfonso subió los pies al sofá dejándome vía libre a explorarlo y casi exploto cuando levantó las piernas mostrándome la oscura caverna peluda que escondía su ano. Quise meterle la lengua allí, pero en eso mi hijo me dijo que siguiéramos en el dormitorio.
Una vez en mi cama, mi hijo y yo le acariciamos el hoyito al niño con nuestras lenguas. Yo traté de meter el dedo medio, pero el niño se despertó incómodo. Mi hijo me proveyó de lubricante y luego insistí una vez más hasta que logré introducir el dedo hasta la mitad. No digo que al niño le haya gustado mucho, pero al menos no se quejó. Mientras tanto Alfonso entretuvo al niño dándole la pichula para que se la mamara. El niño parecía estar feliz con las atenciones. Después de un rato entretenido abriéndole el hoyito, también me uní a darle pico. La escena de ambos adultos con las vergas en la boquita del nene me parecía irreal y realmente me tenía muy caliente por lo que me pajeé un poco y le acabé en la cara. Mi hijo hizo lo mismo, pero le abrió la boca a Danielito para lanzarle el moco dentro.
Esa noche nos quedamos dormidos tarde, pero felices. Danielito y yo abrazados a mi hijo que quedó al centro. No hicimos nada más hasta el día siguiente en que, adormilado, sentí a mi hijo que se levantó temprano para dirigirse al baño. Cuando sentí correr el agua de la ducha me levanté también para unirme a él. Allí aprendí a comerle el culo. Se lo abrió con las dos manos y me lo ofreció:
—Esto, Clara no lo ha hecho nunca, quiero que tú me des este regalo.
Eso fue suficiente para que no quedara ni una pizca de duda en mí y me dediqué a comerle el culo con una voracidad que yo mismo me desconocía. Lo hice ruidosamente, le metí la lengua hasta donde cabía, explorando y acariciando esa zona escondida de mi niño adorado. Su hoyo, escondido en una maraña de pelos era una cuevita oscura, apretada, inexplorada, caliente. Para mí fue un descubrimiento feliz el aventurarme en sus rugosidades.
“Comerle el culo al hijo no es algo que podría contar cualquier padre” —pensé.
De allí pasé a la zona que va entre el culo y las bolas para acariciarla con mi lengua, camino a comerle el pico. Todo era nuevo para mí, pero parecía que cada centímetro de piel, cada caricia, cada beso, cada sensación, me remitían a una vida anterior. Seguramente a alguna de mis tantas fantasías en que todo esto había sido una realidad soñada.
Esa mañana mi hijo me volvió a culear; esta vez en la ducha y de pie mientras yo me masturbaba sintiendo mi esfínter atravesado por su carne hasta acabar en chorros de leche que se confundieron con el agua que corría por nuestros cuerpos. Mi corazón latía fuerte. Ya llevaba medio sueño cumplido.
4.
Durante la semana no cabía en mí de felicidad. Repasaba una y otra vez los eventos acaecidos y sentía que estaba haciendo todos mis sueños realidad de una manera vertiginosa. Trabajé solo las mañanas ya que mi impaciencia por llegar a la casa y revivir esos momentos me tenían completamente desconcentrado. Ismael también lo notó.
Recibí la visita de mi compadre el jueves. Por primera vez no supe si eso me gustó o no. Ismael tenía por costumbre pasar en mi casa los fines de semana, pero ahora, con lo que estaba pasando en mi vida, no estaba seguro de quererlo ahí, sin embargo, lo que me había dicho mi hijo me tenía en ascuas y pensé si no sería mejor salir de dudas de una vez por todas, pero también en eso se impuso mi yo pudoroso y falto de valor. No quise preguntarle nada.
El viernes Alfonso quedó de llevar al niño a las 4 de la tarde, pero mis ausencias previas habían complicado algunas cosas en mi trabajo por lo que le pedí a Ismael que volviera temprano para que se encargara del niño.
Ese fue el plan, que Ismael recibiera a Danielito y yo volvería a las 8, pero no fue posible. Mi estado de ánimo alterado me impidió permanecer más allá de las 6 de la tarde y regresé. No servía de nada que estuviera en mi trabajo si mi mente estaba en otro lugar por lo que decidí postergar algunas labores para la siguiente semana y, aunque no soy una persona dada a los presentimientos ni nada parecido, cuando conducía de vuelta a casa, lo hice con cierta excitación, con un ánimo de querer llegar pronto, de ver a mi nieto, de querer encontrar algo, pero no sabía qué. Tenía una intuición, pero pensaba que bien podría ser una más de mis constantes fantasías, una ocasión más en que quería ver lo que no era.
No fue así.
Al llegar a casa, entré sin hacer ruido, y allí, antes de aparecer en el living, me encontré con aquello que secretamente deseaba.
Ver a mi nieto en pleno trabajo de comerse una verga que apenas le cabía en la boca fue un shock. Podía ver el esfuerzo que hacía en meterse dentro tanto pico como podía y ahogarse en el intento. Ver a mi nieto levantar la cabeza tosiendo y dejando ante mi vista la abundante pelambrera de Ismael y su oscura y venosa herramienta no era exactamente algo ante lo que estuviera preparado. Curioso, porque eso es lo que quería, anhelaba ver, sin embargo, no estaba preparado. Sentí muchas cosas en ese instante. Desde luego, una reacción natural habría sido irrumpir en la sala y evitar que continuara ese acto depravado, pero no habría podido. Lo que estaba viendo no era ni más ni menos que lo que yo mismo había deseado por años con mi propio hijo.
Las bolas de Ismael, gordas y peludas, se balanceaban ante el movimiento que mi nieto provocaba con la paja que le hacía al padrino de su papá. La diferencia enorme entre el hombre de 60 años y el niño de 7 me provocaba escalofríos y una agitación que sabía muy bien de dónde provenía.
Me quedé allí, en un rincón, mirando y tratando de pasar inadvertido. Quería ver, quería saber, quería participar, pero en ese momento solo podía permanecer callado y escondido observando la impactante figura de mi nieto chupando la verga del macho adulto. ¡Qué diferencia tan grande! Y cuántas ganas se advertían en el niño. Una pasión, un hambre, una disposición a tragarse el miembro que me dolía el pico de solo pensar que ese era el mismo niño que solía dormir conmigo los fines de semana agarradito a mi pichula.
Ismael le puso una mano en la cabeza a Danielito y empujó para que se tragara la verga una vez más. Él mismo levantó las caderas para lograr meter más de la pichula entre los labios del niño que hacía todo lo posible por complacerlo. Mi propia pichula pugnaba por salir del encierro. Me dolía de tan parada que la tenía. Me la acomodé como pude apuntando hacia arriba, pero no me masturbé.
Me sorprendió ver a Ismael agacharse sobre la figura del niño para besarlo en la cabeza. Me estremecí porque yo hacía siempre lo mismo. Me vi a mí mismo en ese acto paternal, sentado en el sofá con los pantalones abajo enseñándole a Danielito para qué sirve una pichula. ¡Cómo hubiera querido ser yo el que se encontraba allí con el niño!
Por otro lado, entendí también que las posibilidades que se abrían eran tantas que no atinaba a imaginarlas.
Ismael tomó al niño por debajo de los brazos y acostándose en el sofá lo subió a su pecho. Tomó su cabeza por la nuca y lo acercó a sus labios para comerle la boca a besos. Le metió la lengua, ambos iniciaron un juego de comerse las bocas en un acto tan lascivo como impensado en un niño tan pequeño. Las manos de mi compadre se apoderaron entonces de las nalgas de mi nieto y las amasaron, abriéndolas luego para meter un dedo allí, seguramente acariciando el hoyo que yo no alcanzaba a ver. De pronto se llevó un dedo a la boca y lo volvió a meter en la raja del niño. Adiviné lo que hizo o quiso hacer porque el niño evidenció un gesto de incomodidad y separó el pecho del cuerpo maduro que lo sostenía para luego cerrar los ojitos y llevar su cabeza suavemente a la pelambrera oscura del pecho de Ismael y quedarse allí quietecito, mientras este metía y sacaba el dedo de la cuevita que adivinaba caliente y hambrienta de hombre.
Lo que yo siempre soñé hacer con mi hijo se develaba ante mí en la imagen de mi nieto y mi compadre. Entonces decidí acercarme a ellos. Mi compadre fue el primero en verme. Se sorprendió, pero no tanto como para quitar al niño de su cuerpo. Cuando Danielito me vio su carita se iluminó.
—¡Abuelito! —gritó.
Yo no dije nada, solo me acerqué a ellos y sin prisa saqué la pichula que pugnaba por liberarse. Me bastó inclinarme un poco nada más para que el niño la tomara en sus manos y se la llevara a la boca. La cara de Ismael quedó a centímetros. Él mismo me agarró el pico por la base y se lo ofreció al niño, empujando incluso su cabeza para que se metiera un buen trozo lo que hizo toser un poco a mi nieto, pero este, con una determinación que admiré, volvió a ponérsela en la boca y a chupar con ganas.
Ismael me miró con ojos obnubilados por el placer y me acarició las bolas. Me sorprendió el gesto, pero el pico me dio un salto en la boca del niño al sentir la caricia inesperada. No sé por qué, pero en ese instante, aproveché la cercanía del rostro de mi compadre y poniendo una mano en su nuca, lo acerqué un poco más, implorando en silencio. Mi compadre comprendió y, retirando suavemente el pico de la boca del niño, me lo chupó metiéndolo todo en la boca. Por primera vez sentí lo que era ser mamado por un macho adulto que sabía de aquellos placeres clandestinos.
Levanté al niño en brazos y repliqué la escena anterior besándolo como se besa a un novio, novia, amante; lo besé de lengua, mordí sutilmente sus labios y los chupé. Le enseñé a chupar mi lengua y le escupí en la boca para luego comérsela nuevamente. Todo esto mientras recibía las artes orales de mi compadre que, en un gesto análogo, buscó mi hoyo para meter allí su lengua.
Cada acto, cada caricia, parecían querer alejarme un poco más del hombre de prestigio social que había sido y que hoy quedaba con su fama en entredicho. Mi mente luchaba ante la imagen del señor intachable y del adulto perverso que levantando aún más a su nieto en el aire se dedicaba ahora a comerle la pequeña verga, dura y suavecita.
Así nos encontró mi hijo. Yo de pie, mi compadre con su cabeza entre mis piernas comiéndome afanosamente el culo y mi nieto levantado en el aire con su pequeño pico en mi boca. No sé cuánto rato nos estaría mirando. Yo lo advertí solo cuando me abrazó por detrás y me besó el cuello y luego, pasando su cabeza por sobre mi hombro izquierdo le chupó también la verguita a su vástago a centímetros de mi cara.
El resto de la tarde la pasamos en mi dormitorio.
Pusimos todo nuestro empeño en flexibilizar al máximo el ano del niño que me recibiría a mí primero por mi menor calibre y cuando estuvo dispuesto las tres vergas adultas exhibían una dureza, una urgencia, una disposición a la acción que ninguno se atrevía a estimularlo de más ante el riesgo de provocarse un goce prematuro.
Cuando llegó el momento decidimos que lo haría con el chico de espaldas y sus piernecitas levantadas y sujetas por su papá y mi compadre a cada lado. Mi hijo nos dirigió en todo momento indicándonos a mí y al niño qué hacer para lograr una introducción satisfactoria para ambos.
La entrada del falo en la pequeña cuevita arrugadita de mi nieto fue difícil, pero pacientemente logré traspasar el esfínter con el glande y enseguida me quedé quieto. Mi vista fija en el anillo que me aprisionaba la verga con fuerza a la altura de la corona. El rictus de dolor en la cara de mi nietecito no logró en ningún instante que considerara sacarla, al contrario, por un instante se me cruzó por la cabeza el impulso de metérsela toda de un solo empujón y hacerlo chillar de dolor, de deseo, de calentura, pero rápidamente aparté los pensamientos de ese Mr. Hyde que desconocía y procedí a introducir el vergajo lentamente. El anillo de carne se deslizó casi imperceptiblemente por el tronco del pico y este se fue metiendo más y más. Comencé entonces el típico movimiento de mete y saca cada vez más rápido tratando de pensar en otra cosa y no en las sensaciones que ese movimiento me causaba. Mi hijo le puso el pico en la boca al niño mientras que a mi compadre lo perdí de vista por un instante.
En un impulso me acerqué al rostro de mi hijo y nos besamos con pasión, pero también con el amor de padre e hijo. Me sorprendió la dualidad de sentimientos que descubrí podían coexistir en ese momento: el beso de dos amantes y el del padre y el hijo al mismo tiempo.
En eso estaba, con mis pensamientos yendo y viniendo entre mi adorado hijo y la penetración de mi nieto cuando de pronto sentí en mi culo lo que no podía ser sino la lengua de mi compadre y un dedo aventurándose en mi hoyo, lo que me hizo descargar de golpe en el ano de mi nieto querido. Inmediatamente mi lugar fue tomado por mi compadre quien se culeó al impúber sin las consideraciones que tuve yo y, debo admitir, con el beneplácito de mi hijo que lo instaba a ponérsela con fuerza.
No duró mucho. El niño, con los ojos cerrados, se movía de atrás para adelante con los embates de mi compadre que al eyacular se la enterró completamente y a cada estertor se la sacaba un par de centímetros para volver a hundirla con furia hasta que se quedó quieto y casi desmayado sobre el niño aún sujetándolo de los tobillos.
Mi hijo le acarició la espalda y reclamó su lugar.
Inmediatamente mi pichula volvió a su estado anterior de dureza e ímpetu sexual al ver a mi hijo a punto de atravesar a su retoño con su lanza oscura y babosa.
Se la enterró de una sola embestida. El niño soltó un gemido que temí fuera de dolor, pero ni su papá ni mi compadre le prestaron atención y la penetración paterna se consumó en un segundo para dar paso a una cacha tan violenta como caliente para todos.
Mi hijo no necesitó que le ayudáramos a sostener las piernas del niño, él se bastaba para hacer lo que era necesario hacer. Mi compadre y yo advertimos que en esa consumación de la mayor perversión posible solo podíamos ser espectadores y respetuosamente nos retiramos un poco de ambos, para dejarlos disfrutar de ese instante que solo podía ser de ellos; único y personal.
Justo antes de terminar, mi hijo repitió la postura que había usado conmigo y se acostó de lado con el niño incrustado en el pico y levantándole una pierna nos brindó el espectáculo previo a su eyaculación en una imagen inolvidable de toda su genitalidad ante nuestra vista y la pichula más gruesa que nunca entrando y saliendo rápidamente del ano infantil. Solo advertimos que había eyaculado cuando el semen en forma de espuma blanca se derramó del hoyo corriendo por las bolas del adulto que continuaba taladrando al hijo hasta quedar ambos en una quietud que contrastaba con el esfuerzo demostrado.
Respetuosamente me arrastré a la entrepierna de ambos y por un instante me dediqué a lamer la simiente que embadurnaba las bolas de mi hijo y el anillo de carne de mi nietecito que aún abrazaba la pichula que le había dado la vida.
Esa noche acostamos temprano al niño, su padre se encargó de poner una crema en su ano y luego nos juntamos los tres adultos en el living con un ron cada uno. La conversación fue larga. Esa noche, por primera vez, desnudamos nuestras almas y nos confesamos secretos, pulsiones, deseos por años acumulados y guardados a buen recaudo.
Me enteré de que mi compadre tuvo algunos roces con los niños, mi hijo y mi nieto, pero nunca fue capaz, por respeto a mí, de concretar ninguno de sus deseos con ellos, pero sí con otros chicos que encontró en su vida. Era, tal vez, el más experimentado de los tres en esos menesteres.
Mi hijo repitió lo que ya me había confiado a mí antes, que no fue capaz de enfrentar sus deseos hasta después de ver aquella revista que yo tan celosamente había guardado por años. Ismael me pidió verla, pero esa noche no quise salir al patio. Le prometí mostrársela al día siguiente, aunque por muy fuerte que fueran las imágenes de aquellas páginas, no se comparaban con nuestra sesión de aquella tarde con Danielito. Esto sobrepasaba toda imaginación.
Ismael nos confesó que había tenido amores homosexuales en su juventud, con niños y adultos. Quiso a su mujer, pero nunca impidió que aquello frenara sus impulsos sexuales. También me confió que muchas veces había querido tener algo conmigo, pero nunca estuvo seguro de cómo lo tomaría yo que aparentaba ser una persona tan centrada y conservadora.
Eso me hizo pensar en lo contradictorio de mi imagen personal ante los demás y mis verdaderos sentimientos. De algún modo, era como si en mí habitara un alter ego como en la novela de Stevenson, solo que yo había aprendido que mi otro yo no era el malo, sino que uno y otro éramos el mismo, un hombre con un fuerte impulso sexual que había necesitado esconderlo porque no se correspondía con los usos sociales, eso es todo.
Esa noche dormimos en dos camas: mi hijo con su hijo en la mía y yo en la de Ismael. Huelga decir que esa noche me entregué a él y él a mí. Hicimos el amor y exploramos ambos esa faceta que, sin saber, nos había unido desde nuestra juventud.
Fue una noche de descubrimientos para mí. Entendí que el sexo tiene un poder mayor al que le descubrimos con nuestras esposas cuando nos liberamos de ataduras y nos atrevemos a disfrutar libres y dispuestos al goce; cuando entendemos que nada hay prohibido en el amor sensual. Descubrí que, así como había amado a mi mujer, también podía hacer el amor con mi hijo y con mi compadre y amigo de toda la vida. Culear a Ismael fue distinto. Él está más acostumbrado a culear que a ser culeado, pero me lo permitió sin reservas y fue mío completamente; sin embargo, algo me decía que él sería el activo en esta relación en caso de prosperar.
Al día siguiente nos levantamos tarde a desayunar. Luego de la ducha nos vestimos sin mucho afán. Sabíamos que durante todo ese fin de semana no necesitaríamos de mucha ropa.
En medio de las tostadas y la leche caliente Ismael recordó que le mostraría la revista a que había hecho alusión mi hijo la noche anterior.
Cuando la llevé le conté la historia del pequeño cuadernillo. También le dije que no había forma de saber a quién le había pertenecido. Le pregunté su opinión a mi compadre ya que él trabajaba conmigo cuando la encontré. ¿Sería posible que él supiera quién tenía esos gustos en la fábrica?
—A lo mejor las letras que tiene en la tapa son del dueño —dijo mi hijo.
Ismael, ensimismado en las imágenes, no contestó, solo la hojeó con tal interés que Danielito tuvo que meterse bajo la mesa para darle un necesario mamón.
Ante la mirada de mi hijo yo me incliné a atenderlo a él. Mientras le mamaba la verga se me ocurrió pensar que fácilmente podría hacerme adicto al semen de mi hijo. Hasta el día de hoy me parece que tiene un sabor inigualable y me encanta ordeñarlo.
Epílogo
No reniego de la vida que tuve. Al final fue lo que me tocó en una época en que resultaba inimaginable pensar en actuar sobre los deseos reprimidos. Y si esos deseos incluían actos moralmente reprensibles, aún menos. Hoy la vida me presentó una oportunidad de experimentar lo que siempre se mantuvo oculto y la tomo con gusto. Todavía tengo momentos en que siento algún remordimiento, pero cuando veo el anillito de mi nieto apretadito en el tronco del pico, y su cara de éxtasis cuando me lo estoy culeando, sé que lo seguiré haciendo. También debo decir que cuando la verga de mi hijo se introduce en mi ano, siento que valió la pena esperarlo toda la vida. Hoy, estoy viviendo una nueva etapa en que la diversidad de formas de amar y obtener placer sexual las acojo con mente abierta y disposición a entender. Mi relación con mi hijo, mi nieto y mi compadre se ha enriquecido con nuevos descubrimientos, nuevas formas de relacionarse y nuevos placeres.
Mi compadre y yo hemos seguido la misma rutina que llevábamos hasta ahora. Él viene a mi casa cuando quiere, solo que ahora acostumbramos a dormir juntos y hasta hemos explorado la posibilidad de recorrer una ruta que él ya conoce y que yo solo he practicado con mi nieto. Esa posibilidad me tiene en constante calentura. La virginidad tiene su encanto.
Con mi hijo estoy viviendo una verdadera luna de miel. Lo amo con mayor conciencia de que él lo es todo para mí y me hace feliz en cada acción de su vida. Me ha regalado a su hijo y yo me he entregado a él con toda el alma. Sé que tiene su mujer y no pienso ser un obstáculo en su vida marital, pero sé también que yo soy una parte importante en su plenitud como persona tal como él lo es para mí.
También se ha interesado en lo que nos ha propuesto Ismael, de hablar con un conocido que sabe cómo conseguir algún chico.
—¿Alguien de confianza? —preguntó mi hijo.
—El mismo que me prestó la revista que se trajo mi compadre —respondió Ismael.
Fin
Torux
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wow amigo es un buen relato y muy bien explicado me gusto y ojala y sigas con mas relatos saludos… 🙂 😉 🙂 😉
Asu, que rica lectura bro, me llevas por distintos episodios y ufff salgo. Mas que emocionado, esperando la siguiente entrega…. Felicidades
Espectacular como siempre!
Gracias por sus comentarios, chicos.
que delicia de relato, una verdadera delicia, espero puedas retomarlos mi estimado, y nada esperando tu pronto regreso … ídolo …!!!!