Aurora – Capítulo VI
Recuerdos de la especial relación de una niña y su hermano mayor.
Ese domingo era el último día de la mayor aventura que hubiera experimentado en mi infancia. Observando a mis tres hombres, un dejo de tristeza se abatió sobre mí, pero mi espíritu infantil no estaba hecho para el desencanto. Por algún motivo sentí que ese sería un día maravilloso.
Esa mañana todos pasamos por el rito del lavado especial. Manu me bañó meticulosamente y el señor Callampa solicitó explícitamente ser él quien se encargara de mí mientras los muchachos se aseaban.
Cuando estos salieron del baño se quedaron mudos.
Zapatos Mary Jane, de charol rosa pálido, calcetas blancas con vuelos, y un vestido con tirantes en los hombros que caía en pliegues en la mitad inferior con diseño de flores color violeta en fondo blanco invierno y un ribete de tul en el borde, todo resaltado grácilmente con un cinto de seda rosa terminado en un gran lazo violeta al frente. Debajo del vestido no había más que un caro perfume.
—Princesita… —dijo mi hermano.
—¡Wow! —Musitó Manu.
El señor Callampa en esos momentos se encontraba en plena elaboración de una sofisticada trenza hecha con hebras de mi cabello y listones de seda púrpura que enmarcaría mi rostro en una especie de corona imperial de un reino desconocido para los simples mortales. Un reino cuya soberana lucía majestuosa en su inocencia, candidez y pureza para el mundo, pero que guardaba bajo 7 llaves la lujuria, lascivia y concupiscencia a la que solo podían acceder los iniciados que la rodeaban con las vergas enhiestas en un espectáculo grotesco de deseo y candor.
Salimos esa mañana en el auto del señor en dirección a su hogar. A minutos de nuestra cabaña accedimos a un moderno condominio que ocultaba a los ojos de cualquiera una casa con un nivel de fastuosidad inconcebible para mí en aquellos años. Un mayordomo recibió órdenes de vestir a los muchachos. Eso fue todo lo que hicimos allí, Los tres hombres salieron con vestimentas muy simples, de verano, pero que a simple vista delataban una elegancia a la que solo se puede acceder con mucho dinero.
Volvimos a la costanera del pueblo, mucho más llena de gente por ser domingo. Mentiría si dijera que hubo alguna persona que no se diera vuelta a mirarnos. Yo caminaba como entre nubes de la mano del señor Callampa quien parecía gritar a los cuatro vientos: “Yo me la como”.
Cuando le pedí a mi hermano que me comprara un helado, el señor levantó su mano y lo impidió.
—Ya es hora de que mademoiselle almuerce. Luego podrá elegir el postre que ella desee.
Nos dirigimos al restaurant del hotel más caro de la costanera, nos ubicó en una mesa al centro del salón y pidió hablar con el maître d’hôtel. No pasó más que un par de minutos y dos señores se acercaron a nuestra mesa, uno con la carta y el otro su asistente. Ambos nos atendieron con una solicitud y diligencia impensadas. Me sonreían y me guiaban en la elección y yo, como si estuviera con mis amigas jugando a tomar el té, me ponía el dedo en la boca y simulaba gran concentración en lo que pediría. Debe haber sido una imagen cómica para los adultos verme así, personificando sin querer a una adorable Shirley Temple.
Luego de haber ordenado todos, el señor Callampa se disculpó y se ausentó por largos minutos. En un momento me pareció advertir que conversaba con un señor un poco mayor, muy elegante, de unos 60 años, que por un instante miró hacia nuestra mesa. No me di cuenta cuando de pronto ya estaba con nosotros nuevamente y con una sonrisa en su rostro.
Elegí Canetons de Rouen a l’Estragon.
—Mademoiselle sait choisir. Très bien —comentó el señor Callampa con mirada aprobatoria.
En ese momento, mi vista se dirigió a un señor sentándose frente a mí y de espaldas a mi hermano, a una distancia de dos mesas, que me miró y me saludó con una sonrisa. Yo también le sonreí, lo que por supuesto, mi hermano notó.
Nunca había comido nada de sabor tan exquisito y de apariencia tan extraña como aquella vez. Los muchachos estaban encantados y yo también. Mi hermano incluso parecía más locuaz que lo usual. Las señoras me brindaban sus sonrisas y los caballeros esa mirada que yo ya conocía tan bien. En un momento el señor Callampa se acercó a mí y me dijo al oído algo que me hizo asentir con una sonrisa.
Abrí mis piernas lentamente, mi vestidito se levantó un poco y miré al señor del frente con seguridad. Él abrió la boca y cerró los ojos por un mínimo instante. Luego permaneció con su vista pegada a mi entrepierna desnuda e invitante. El señor Callampa me miraba con satisfacción.
Antes de elegir los postres, tanto mi hermano, como el señor Callampa fueron al baño. Con una diferencia de algunos minutos, por lo que me quedé solita con Manu que me miraba con una sonrisa que no se le había borrado en toda la mañana.
—¿Está contenta, mi vida? —me preguntó.
—Estoy muy feliz —le respondí—. No quiero que este día se termine, Manu.
Cuando iba a abrir nuevamente mis piernas, el señor ya no estaba.
Cuando volvieron, el señor Callampa hizo un gesto e inmediatamente apareció el maître con otro asistente con una carta llena de fotografías de los helados más divinos que hubiera visto en mi vida. Elegí una copa grande llamada Glace Dame Blanche, que trajeron en un plato blanco decorado con letras de chocolate que decían: “Aurore”. En cuanto la tuve en frente retiré la neula o barquillo que le acompañaba y lo hundí en la chantilly para luego retirar la crema con la lengua. Los hombres me miraban extasiados. No solo en mi mesa como pude comprobar, pero a pesar de mis ganas, no la pude terminar.
Cuando yo pensaba que ya nos iríamos, y al momento de pedir la cuenta, el señor que había estado sentado frente a mí se acercó a nuestra mesa. El señor Callampa se levantó rápidamente y lo presentó como el dueño del hotel y le ofreció un puesto en nuestra mesa. En ese mismo instante el asistente traía la cuenta, que él mismo tomó y guardó. El asistente se retiró sin decir nada.
—Mi amigo Alphonse me ha informado que esta es la primera visita que vosotros hacéis a mi establecimiento, y que esta es en honor de la señorita. Yo me sentiría honradísimo si vosotros aceptareis que les mostrara las instalaciones y sería un verdadero honor para mí, además, ofrecerle a la señorita lo que tenga a mano para contribuir a su festejo. Por supuesto, entiendo que la palabra la tiene la señorita. Me pongo a su disposición.
—¿Princesita? —me dijo hermano—. ¿Qué piensa usted?
—Mmm —me puse un dedo en el mentón y frunciendo los labios, ahora en el rol de una Shirley Temple indecisa, para luego soltar un ¡Sí! que hizo reír a todos.
El dueño del hotel era un viejo amigo de Alphonse, con el que habían compartido muchas más cosas de las que se pueden escribir en estos recuerdos. Su nombre era Ferran Bagur. De apariencia cuidada y sumamente elegante. Muy gentilmente me dijo.
—Cuando Ud. quiera, señorita —y extendió su mano ayudándome a bajar de la silla.
Nos dirigimos a una escalera con un cordón dorado que impedía acceder a ella. Un asistente se acercó solícito y con una venia nos franqueó el paso. Inmediatamente después volvió a poner el cordón en su lugar.
La escalera nos llevó a un pasillo alfombrado con un ascensor al fondo que nos subió solo dos pisos, para mi infortunio porque para mí esa era una experiencia nueva que hubiera disfrutado mucho si hubiera durado más. El señor Bagur era quien me llevaba de la mano, que no había soltado ni una sola vez desde que me levanté de la mesa.
Accedimos así a un departamento hermosísimo, finamente decorado, con muebles antiguos, cuadros, y una terraza que nos permitía admirar toda la costanera desde lo alto. Me sentía muy importante viendo a la gente caminar por la playa y yo con mi pomposo vestido y el maravilloso perfume que me había puesto el señor Callampa.
—¿Quiere jugar aquí con el señor Bagur? La verdad, recuerde, quiero solo la verdad. —me preguntó mi hermano que apareció de pronto, mientras el resto de los varones esperaba en el salón.
—Sí, Rigo, tengo muchas ganas, ¿crees que él quiera jugar? —respondí con mucha sinceridad.
—Es un hombre mayor —continuó mi hermano.
—Quiero jugar con él, por favor, Rigo. Pregúntale tú si quiere jugar conmigo, por favor.
—Princesita —me dijo mi hermano—. ¡Cuánta inocencia, amorcito mío!
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El señor Bagur y el señor Callampa me llevaron a una habitación tan, tan hermosa que yo no daba crédito de ver tanta maravilla. Uno me sacó los zapatitos de charol y el otro me subió a la cama para admirarme. Me hicieron darme una vuelta, lo que yo hice con gracia levantando mi vestido y cayendo en la cama riendo y levantando las piernas. El señor Bagur se apretó fuertemente la entrepierna mientras me miraba con mirada extraviada. Ambos se sentaron en la cama y me atrajeron hacia ellos. Me sacaron el vestidito y me recostaron en la cama nuevamente con mucho cuidado y me quedé así con mis calcetas con vuelito y las piernas levantadas y separadas por un par de manos que no sabía de quién eran. El señor Bagur aspiró fuertemente con su nariz en mi chorito y luego pasó la lengua, deslizándola como yo había hecho antes con el helado de vainilla, pasando a llevar mi clítoris con ella.
Ambos se desnudaron completamente y pude admirar una vez más el cuerpo del señor Callampa, muy blanco y lampiño; el señor Bagur, en tanto, era moderadamente velludo, pero con los pelos del pico canosos. Su verga era muy ancha en la base, pero no tanto en la punta. La cabeza del pico, era pequeña y parecía la punta de una flecha.
El señor Bagur se subió a la cama y se paró con las piernas abiertas a ambos lados de mi cabeza. Parecía un gigante, una bestia enorme que poco a poco se fue agachando hasta que su ano quedó a mi alcance.
—Veremos si es verdad tanta maravilla —dijo.
Yo tomé sus piernas acercándolo aún más y metí mi lengua en su gruta con el frenesí que da el disfrutar de esa actividad por sobre otras más mundanas al tiempo que sentí en mi chorito la lengua inconfundible del señor Callampa. No pasó un minuto cuando percibí sus dedos lubricándome por dentro y por fuera. En ese instante supe que el señor Callampa por fin tomaría lo que con tanta paciencia había esperado. Me dio pánico saber que por ahí entraría el champiñón, pero el culo del señor Bagur, quien ahora se abría las nalgas y las movía por mi cara no me dejaba pensar mucho en eso.
Sin embargo, todavía habría de esperar un poco más. El señor Bagur bajó de la cama y sin muchos miramientos, me tomó de las piernas y me ensartó en el pico. Un pico que, valga la obviedad, estaba hecho para el uso de niñas de mi edad y quizás menores aún. Un pico que podía regular su ingreso de acuerdo a la resistencia del chorito tal como un medidor de anillos. Me gustó la cacha del señor Bagur porque había en él una suerte de desesperación por meterla que me distendía el chorito rozando el clítoris con la dureza de la pichula. Supe entonces que ahora sí, no habría inconveniente para que el señor Callampa me la pusiera hasta los cocos. Y así fue. No demoró nada el señor Bagur en eyacular en mí y acto seguido me vi traspasada por el champiñón que tan pacientemente había esperado su turno de ingresar.
El señor Champi era otra cosa. Él me lo metió firme y con decisión, pero desatando sensaciones en mi chorito que aún me faltaba por descubrir, fue un verdadero taladro que invadió mi rajita aumentando repentinamente el grosor de la caverna invadida por el champiñón que resbalaba por mis paredes internas con una suavidad exasperante. El señor Bagur me la puso en la boca y sus bolas golpeaban mi mentón con sus movimientos. Cuando el señor Champi se derramó en mí, rápidamente bajó él mismo a beber de su leche y, de paso, la del señor Bagur mezclada con la suya.
Luego de un corto descanso, el señor Bagur llamó a Manu y Rigo, quienes entraron a la habitación desnudos y erectos.
Manu se sentó en una silla y tomándome la mano me atrajo hacia él.
—Aurorita, ¿cómo se siente, mi amor? —me dijo, mientras me ponía a horcajadas sobre sus piernas.
—Bien, Manu. Me siento muy feliz. ¿Quieres jugar tú conmigo ahora?
—Amor… póngase Ud. misma el pico, mi chiquita. —me dijo levantándome un poco y me culeó luego como a él le gusta. Haciéndome saltar de gusto en su verga, mientras todos los demás hombres me miraban con las caras rojas de deseo y excitación. Luego yo misma me desclavé para sentarme otra vez, pero esta vez de espaldas a Manu, mirando a los hombres que se pajeaban frente a mí. Después de verme empalada en la poderosa herramienta que me levantaba de la silla, el señor Bagur no resistió las ganas de acercarse y lamerme el clítoris.
Después fue el turno de mi hermano. Esta vez todos los demás se sentaron en sillas alrededor de la cama y Rigo me puso al centro de ella para comerme el choro como solo él sabe. Mi mayor placer está en comerle el culo a Rigo y eso pareció enardecer a los hombres. Ver a una niña tan pequeña comerle el culo a un hombre tan rudo y que además es su hermano, es un placer vedado casi a todo el mundo, menos a esta especial audiencia que despertaba en mí a una pequeña domadora que necesitaba de su público para culminar su acto de dominación de la bestia peluda que solo atinaba a abrir sus glúteos y ronronear como un gatito indefenso.
En un súbito cambio de roles, Rigo me puso a comerle los pezones, mientras me metía un dedo por el choro. El coro de gemidos y ¡ayes! de los hombres a nuestro alrededor, que le daba un ambiente eclesiástico al acto de amor entre mi hermano y yo, fue subiendo en volumen cuando Rigo apuntó su arma inigualable al centro de mi ser.
Todos se levantaron de la silla y se acercaron a nosotros para ser testigos en primera fila de la consumación del acto incestuoso. Rodrigo, sabiendo lo que se esperaba de él, la puso con una suavidad enervante. La metió despacito entrando y saliendo a ratos completamente para volver a entrar en la gruta que, como un guante, se ajustaba a la verga fraterna.
La cacha que Rodrigo me dio esa tarde fue memorable. Me hizo gritar de placer y me hundió en el paraíso terrenal en que se había convertido aquella habitación de hotel. Habitación que fue testigo del acto más humano que cabe esperar entre cuatro hombres desnudos y una niña.
Todavía hubo tiempo de más. Lo que siguió fue una orgía para los sentidos en la que mi cuerpo recibió varias veces más tanto al señor Bagur como al señor Callampa y que finalizó recibiendo una lluvia de oro en el cuarto de baño para continuar luego con cuatro lenguas taladrando mis orificios. Cuando el cansancio me venció, mi cuerpo estaba cubierto de semen y fluidos varios. Al despedirnos, el señor Bagur le entregó una pequeña bolsa a mi hermano y tomamos rumbo a nuestra cabaña. Allí el señor Callampa, preparó también sus cosas y se despidió de mí. Yo alcé mis brazos y sostenida por él, le di un beso enorme en su boca y le dije que lo quería mucho. Él con sus ojos brillantes me dijo:
—Je ne t’oublierai jamais, mademoiselle.
Luego, por alguna razón que en ese entonces no entendí, mi hermano Rigo siguió el auto del señor Callampa y ya en su condominio esperamos afuera a que él regresara con un pequeño bolso y una caja grande que también entregó a Rodrigo. Antes de quedarme dormida en los brazos de Manu alcancé a escuchar algo así como que “la señorita lo merece”.
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El verano de 1981, fue el comienzo de muchos cambios en la granja de mi papá. Rodrigo cambió la vieja camioneta por una nueva, adquirió un tractor y se introdujeron mejoras en nuestra casa, pero en lo esencial todo siguió como siempre, con mi papá y Rigo juntándose con sus amigos una o dos veces al mes.
Lucía al fin tuvo un novio que fue aceptado por mi padre y Rodrigo, aunque con muchas restricciones. Roberto por su parte, desaparecía algunas noches, y a veces tenía un comportamiento conflictivo que le originaba discusiones con mi hermano, pero al final Rigo siempre tuvo mucha paciencia con él. Una sola vez Roberto le levantó la voz, recriminándolo por no dejarlo vivir su vida. Mi hermano lo llevó a su pieza y se encerraron ahí por mucho rato. Yo, curiosa, quise ver qué pasaba y cuando entré. Rorro estaba llorando abrazado a mi hermano Rodrigo quien lo consolaba. Yo me quedé parada sin saber qué hacer y Rigo me indicó con la mano que me retirara.
Muchos años después, el mismo Roberto me contó que Rodrigo había sido también para él un ideal, un modelo de lo que él también aspiraba conseguir. Se obsesionó con encontrar a alguien como él, sin considerar que cada persona es un mundo y que lo que él buscaba era solo un espejismo. Cuando se lo dijo a Rodrigo, este solo lo abrazó y le dijo que lo quería mucho y que siempre contaría con su protección y su apoyo, pero que debería luchar por convertirse en un hombre responsable, con su vida, con su trabajo, con su familia y con sus relaciones. Roberto rompió a llorar y ahí fue donde entré yo. A los 20 años, Roberto ya era un hombre también, y su frustración sexual lo llevó a involucrarse con gente que no lo merecía.
—Yo nunca tuve a nadie —me dijo—. En cambio, tú siempre tuviste a Rodrigo a tu lado.
No hubo rencor en esa revelación, solo la constatación de un hecho demasiado evidente como para tratar de obviarlo.
El trabajo de Rorro en la granja lo llevó a ganarse el respeto de mi hermano y su vida dio un giro para bien. Mi hermano Rigo compró unos campos aledaños que quedaron a cargo de Rorro y donde este construyó una modesta vivienda que le permitió vivir su vida con mayor libertad.
Ese año mi hermano y yo continuamos con nuestra vida incestuosa, y yo comencé a sentir cambios en mi cuerpo. Mis pechitos los notaba un poquito más abultados, como con una pequeña inflamación bajo los pezones, por lo que Rigo tuvo que abstenerse de acariciarlos y mamarlos ya que eso me causaba dolor. También comencé a soltar una babita por el chorito que a veces me mojaba el calzón. Mi mamá me dijo que pronto “me llegaría la regla”. Yo no entendí eso, pero Rigo me dijo que se refería a la menstruación de la que ya habíamos hablado él y yo. Aunque él me aseguró que eso no ocurriría hasta más de un año después, de todos modos decidió buscar un médico con quien hablar del tema. A ese médico lo encontramos el año siguiente por intermedio del señor Bagur.
Aparte de Rigo, Manu era el único autorizado a culearme, aunque él sí debía usar condón. Eso sí, yo no me abstuve de tragar mucho semen. De ellos y de otros. De esos otros hay dos o tres eventos que recuerdo bien:
Ese año, mi papá y mi hermano compraron una máquina cosechadora, pero antes de eso, en el verano, mi papá todavía contrataba mucha gente para la cosecha. En esos meses, mi papá, Rigo y Rorro pasaban mucho tiempo en el campo dirigiendo las labores y yo me aburría en casa y como mi mamá había mandado a Lucía de compras, yo decidí acompañarla. Luis, su novio, trabajaba en la tienda de abarrotes donde solíamos hacer nuestras compras por lo que el entusiasmo de Lucía era comprensible.
Junto a Luis trabajaba un joven, Vicente, también de unos 16 años que se ofreció a llevarme al parque frente a la tienda mientras ellos conversaban.
Apenas salimos por la puerta del almacén, entramos nuevamente por una puerta lateral que llevaba a la casa del dueño. Vicente era el hijo.
Ni siquiera le pregunté dónde me llevaba, me lo imaginaba.
Su cuarto era el de un adolescente normal de cualquier época. Vicente se parecía mucho a Robby Benson en esos años. A un costado de su cama tenía un poster gigante de Bo Derek y varios discos LP en un mueble frente a su cama y 2 grandes parlantes ubicados estratégicamente en las esquinas de la habitación.
Cuando entramos a su cuarto se sentó en una silla y me preguntó mi nombre.
—Aurora —dije yo.
—Yo me llamo Vicente —me replicó con una sonrisa.
—¿Te gustan las revistas? —me preguntó de pronto.
—No sé, no tengo revistas en la casa —le dije.
Vicente se agachó para sacar varias revistas de un mueble y se sentó a mi lado en la cama para mostrármelas. Eran del Pato Donald, de Superman, etc. y entremedio de ellas había una revista de pequeño tamaño con la fotografía de una niña en la tapa que parecía estar chupando algo que estaba tapado por una gran estrella amarilla.
—¿Te gustan estas? —me dijo.
—No sé —le contesté.
—Mira —me dijo, abriendo las páginas.
Allí me enteré de que había revistas que mostraban las cosas que yo había hecho ya con varios hombres. Al centro estaba nuevamente la fotografía de la portada, pero sin la estrella amarilla. Lo que la niña chupaba era un enorme pene que le mantenía exageradamente abierta la boquita.
—¿Te gustan? —Me dijo apuntando a las vergas de los hombres.
—Sí —dije sinceramente.
—¿Te gustaría ver una de verdad? —preguntó.
—Ya —le contesté.
Dejó las revistas a un lado y abriendo un poco la puerta, sacó la cabeza para cerciorarse que nadie más había entrado a la casa y luego la cerró con pestillo. Inmediatamente después se bajó los pantalones y los slips dejando al descubierto un pene muy duro, pegadito a su barriga de tan parado que lo tenía y con pelitos castaños en la base. Sus bolas eran más bien pequeñas.
Su poca experiencia la demostró en su urgencia en meterlo sin juego previo alguno. Solo me subió el vestido, me bajó los calzones y apuntó el pene tratando de meterlo. Por supuesto que eso me dolió y lo rechacé. Yo me levanté de la cama y agachándome traté de meterlo en la boca; estaba tan rígido que ponerlo en posición horizontal fue un poco difícil por lo que lo chupé un poco incómoda por la posición. Yo misma me mojé la conchita con mi saliva y me recosté en la cama nuevamente para que lo intentara otra vez, y esta vez sí lo pudo meter, pero su inexperiencia manifiesta me impidió gozarlo como me hubiera gustado. Lo sentí, sí, pero ni remotamente me llevó a la cima como mis amantes adultos.
Cuando acabó me subió rápidamente los calzones y guardó las revistas nuevamente.
—¿De dónde es esa revista? —le pregunté por la de las fotografías, curiosa.
—Se la robé a mi papá —me contestó y rápidamente me llevó de vuelta al almacén.
La primera experiencia que tuve con un adolescente quedó al debe. No fue placentera para mí y para rematar cuando le conté a Rigo, este se enojó mucho conmigo. Me dijo que, en adelante, a excepción de Manu, NADIE, NADIE me la podía poner. No hasta que él me diera permiso.
La segunda vez fue meses después con uno de los trabajadores de temporada de mi papá que me había visto por el campo y me sonreía cada vez que podía. Yo también lo había notado y también me atraía. Era un mocetón de unos 18 años, flaco, y desgarbado, que no se parecía nada a los hombres que me gustaban a mí, pero tenía algo que me cautivaba y que no sabía qué era. Un día Lucía estuvo enferma con gripe y por lo tanto yo me devolvía sola de la escuela. Ya no era algo impensable, porque yo ya tenía 10 años y me sabía el camino de memoria. Y en esos años, el peligro al que está expuesta una niña (o un niño) no estaba en la mente de los padres en forma tan presente como lo está hoy en día.
Venía por el camino desde el pueblo, cuando este muchacho se me apareció de pronto y se ofreció a acompañarme. Yo acepté, después de todo él iba también al campo de mi papá. En el trayecto yo comencé a notar que él a cada rato se tomaba el pene como si le doliera.
—¿Te pasa algo ahí? —le consulté genuinamente preocupada.
Él se sobresaltó y se quedó callado por un rato. Luego me dijo:
—Me duele un poco.
—¿Y por qué?
—Porque hace tiempo que nadie le hace cariño —me dijo con tristeza—. Por eso se me pone así, grueso y caliente —Esto último lo acompañó con un agarrón de verga sobre el pantalón.
Un poco más allá, me pidió que acortáramos camino por las chilcas y ahí, detrás de unas matas y unas pircas, me mostró el “adolorido” miembro en necesidad de cariño. Me sorprendió. Aquél muchacho que yo veía flaco y sin gracia tenía una herramienta bastante gorda para su edad. Yo sonreí, pero no hice ademán de tocarla.
—Hazle un cariñito —me rogó.
Yo recordé las palabras de Rigo y pensé que mientras no dejara que me la pusiera todo estaría bien, pero aún estaba renuente a hacerlo. Miré a ambos lados. Ganas no me faltaban y creo que hasta me relamí los labios de solo pensar en darle un mamón. El chico viendo mi indecisión, se la guardó y me dijo:
—Mira, acompáñame hasta ese galpón. A esta hora está vacío.
El galpón era un cobertizo donde los trabajadores se cambiaban de ropa al iniciar y terminar sus jornadas, pero a esa hora estaban todos en el campo aún. Todavía faltaban al menos 3 o 4 horas para terminar sus labores.
Allí sentadita en una banca que me dejaba a la altura perfecta, lo mamé con lentitud. No parecía que hubiera urgencia. Él tenía que ingresar en la tarde, tenía tiempo. Cuando descapullé su verga, tenía el glande muy mojado de sus jugos. El olor era fuerte, pero para mí, aficionada a los olores masculinos, era puro néctar. Aspiré sus bolas cerrando los ojos y le chupé la cabeza tratando de sacarle más juguito del hoyito del pico. Era una verga que invitaba a cabalgarla, pero sabía que no podría por lo que me aboqué a darle una mamada de aquellas. Me tomó de la cabeza y no lo pensó dos veces al metérmela hasta provocarme una arcada cuando el pico me tocó la campanilla. Mis ojos llorosos atestiguaban la fuerza con que me la metía entre los labios, pero ¿acaso no era eso lo que a mí me gustaba?, ¿no era ese ímpetu el que esperaba siempre de los machos? Mi nariz se hundió en sus pelos negros, gruesos y rizados y allí me sujetó al derramarse en leche. Tosí, me salió leche por la nariz, me ahogué, tragué y se me salió por las comisuras de los labios, pero el chico no me soltó la cabeza y mantuvo la verga incrustada sin ninguna consideración. Me encantó su brutalidad.
En la noche le conté todo a Rigo con lujo de detalles y mi hermano me tuvo que culear para sacarse la calentura que le provoqué. Hasta me preguntó el nombre del bruto, pero a mí ni se me ocurrió preguntarle.
Día a día me miraba en el espejo por si me crecían los pechos, porque yo sentía que sí estaban más grandes cada día, pero Rodrigo me decía que me veía bonita así y que no me preocupara más. Mi papá, por otro lado, había tomado por costumbre hacerme más cariñitos que de costumbre y eso me gustaba mucho y mi mamá también se veía contenta con que mi papi me dedicara mayor atención. Y eso me lleva a una tercera experiencia que ocurrió ese año, pero eso no se lo conté a Rigo porque sabía que se enojaría.
Ya conté que una vez mi papá fue a orinar y me dejó verle la verga que se le puso muy grande. Esa vez él estaba ebrio y fue cuando yo conocí de cerca a Manu.
Hubo una semana en que mi papá no apareció por el campo, porque estuvo con neumonía y no se cuidó lo suficiente. Cuando ya la enfermedad había pasado, mi mamá insistió en que se quedara un par de días más en cama para recuperarse bien. Para eso mi mamá mató una gallina, porque según ella un caldito de gallina de campo era lo mejor para recuperar fuerzas. En esos días, mi mamá envió una comunicación a la escuela con Lucía avisando que yo no asistiría ese día viernes por “asuntos familiares”.
Lo que quería mi mamá es que yo estuviera junto a mi papi por si necesitaba algo y así ayudarla a ella que tenía que continuar con las labores del hogar. Lucía era una adolescente rebelde y hubiera sido más una carga que ayuda.
Así fue como oficié de asistente de enfermera o algo así. Mi labor consistía en estar en la pieza de mi papi y atender a lo que quisiera: un vaso de agua, pañuelos, arreglarle las almohadas, avisarle a mi mamá de cualquier cosa que él pidiera y que no estuviera a mi alcance solucionar. Mientras tanto, yo podía leer tranquila mis novelas o hacer tareas.
Bueno, uno de esos pedidos fue que le alcanzara la bacinica. Eso mi mamá no me lo había dicho, pero cuando yo se la acerqué, él simplemente me pidió que la sujetara a orillas de la cama y él se puso de costado y levantando un poco las sábanas, sacó el pene y orinó en la pelela.
Eso significó tener la pichula de mi padre a escasos 40 o 50 centímetros de mis ojos. La pude observar con detención. Muy similar a la de Rodrigo, gorda, con huevos bien peludos y colgantes, más que los de Rigo. Cabeza de buen tamaño y el ojito del pico expelía un chorro poderoso de orina que me recordó el fin de semana en la playa.
En todo ese rato, mi papá se tapó los ojos con el brazo y no me miró a mí, pero yo no despegué la vista de su herramienta hasta que terminó de orinar y él se la sacudió con fuerza. Yo creo que él luchó porque no se le parara, pero igual se le engrosó bastante.
—Vaya a botar eso al baño y dígale a la mamá que lave la bacinica —me dijo.
Como mi mamá estaba ocupada decidí lavarla yo misma en la acequia y la volví a dejar bajo la cama de mi papá.
Durmió gran parte de la mañana, por lo que yo andaba entre su pieza y la cocina donde estaba mi mamá. Antes del mediodía despertó y me llamó. Me hizo un gesto para que me sentara a su lado en la cama y me estuvo preguntando cómo me había portado, qué cómo me iba en la escuela, etc. Me hizo muchos cariños en las piernas. Las manos de mi papá son ásperas porque son de un hombre que siempre ha trabajado en labores del campo por lo que la sensación era diferente; de rudeza, de brutalidad. En ese momento me acordé del bruto al que había mamado en el cobertizo y mi chorito empezó a pedir guerra. Pero me dio mucha vergüenza pensar en eso, porque él era mi papá. Aunque, por otro lado, yo desde los seis que era la mujer de mi hermano y eso no me daba ninguna vergüenza.
Me bajé de la cama y le dije a mi papá que venía enseguida. Fui al baño corriendo y luego pasé a mi pieza para regresar luego a la suya.
Me senté a su lado nuevamente y él me preguntó qué había ido a hacer. Yo le respondí simplemente que había ido al baño.
Él retomó las caricias de forma muy natural, lo típico de cualquier padre con su hija mientras me seguía conversando. Pero su mano estaba cada vez más peligrosamente cerca de mi cuevita que se me estremecía de ganas.
—Aurorita, ¿anda sin calzones? —susurró mi papá.
—Es que me mojé un poquito en el baño y me los saqué, papito —respondí.
—Mmm —rezongó él y puso un dedo en el choro al tiempo que yo abría más las piernas.
—Aurorita… —murmuró.
—Papá… —susurré yo.
Torux
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