Cálido y sentimental
“¡Bienvenida al mundo, pequeñita! Tu llegada trae tanta alegría a nuestra familia. Estamos felices de verte crecer y acompañarte en este camino.”.
“Un nuevo bebé es como una flor que acaba de nacer en el jardín de la vida. ¡Felicitaciones por esta hermosa bendición!”
“Nuestra familia acaba de crecer y se volvió aún más maravillosa. ¡Bienvenido, angelito!”
“De corazón a corazón, felicitaciones por este nuevo integrante. Estamos felices de tener otro miembro en nuestra familia.”
“¡Dormir está sobrevalorado de todos modos! Bienvenidos a la montaña rusa de la paternidad… ¡Felicidades!”
“Pañales, teteros y noches sin dormir… ¡ahí vamos! Que empiece la aventura. ¡Muchas felicidades!”
“¡Qué alegría por la nueva vida que llega a su familia!”
“Les deseamos todo el amor y la felicidad que un bebé trae consigo.”
En la quietud de una tarde de abril, cuando el viento acariciaba suave las hojas del mango del patio y el sol se filtraba dorado entre las cortinas, nació una nueva historia en nuestra familia. No una cualquiera: esta historia llegó con un llanto dulce, unas manos diminutas y un corazón latiendo con fuerza por descubrir el mundo. Así nació Emilia, nuestro rayo de luz, el nuevo integrante de los Hernández Ramírez. Esta es una historia cargada de incesto y amor libre.
Pero para entender la magnitud de su llegada, hay que retroceder un poco en el tiempo, a los días donde su presencia apenas era un susurro, una ilusión soñada entre miradas y promesas. A aquellos días en que entendimos que la vida como la conocíamos había cambiado para siempre.
Yo soy Valentina, su mamá, y aún me tiemblan las manos al recordar la primera vez que supe que un bebe estaba en camino. Fue una madrugada cualquiera, con una luna tímida escondida tras las nubes, y ese presentimiento que solo una madre puede tener: algo dentro de mí ya estaba cambiando.
Samuel, su papá, no lo creyó al principio. No porque dudara de mí, sino porque la emoción le ganaba la lógica. Le temblaban los labios cuando lo supo y me abrazó como si en ese instante pudiera protegernos del mundo entero. Siempre soñamos con una familia incestuosa, pero ese día el sueño se volvió carne, se volvió promesa.
La noticia corrió como fuego dulce por todos los rincones del hogar. Mis padres, Clara y Efraín, lloraron al enterarse. Su primer nieto. Y no hubo rincón de esta casa donde no se escuchará una risa, un consejo, o un plan para recibir al bebé. Mi hermana Camila, que siempre decía que los niños eran complicados, fue la primera en salir a comprar un mameluco con estampado de dinosaurios, esperando que fuera niño.
Y así, entre antojos, sueños y algunas noches en vela, el amor se fue multiplicando. No solo esperábamos un hijo. Esperábamos un universo nuevo.
El día que Emilia nació, el tiempo pareció detenerse. Entre lágrimas, besos y susurros de bienvenida, comprendimos que este no era solo el inicio de una nueva etapa. Era el comienzo de una historia llena de amor libre, sin condiciones, sin estructuras rígidas… solo puro, genuino amor.
Una mañana soleada, de esas en las que el café sabe mejor y el pan recién horneado llena la casa con promesas de un día tranquilo. Mi madre estaba barriendo el patio, tarareando una vieja canción de Julio Jaramillo, cuando de repente frunció el ceño.
—¿Y Emilia? —preguntó, deteniendo su escoba en seco.
Yo estaba en la cocina, tratando de recordar si había dejado algo en el horno, mientras Samuel cambiaba a Emilia en la habitación. La pregunta quedó flotando por un segundo, hasta que mi papá, desde su hamaca, respondió sin abrir un ojo:
—¿Está con Samuel?
Mamá suspiró con fuerza al no recibir respuesta, como quien sigue el rastro de algo importante, casi detectivesco.
—No sé… Amor!!!, pero… ¿Qué está haciendo que no pueda contestar?
Dejé la cuchara y salí al pasillo, donde el sol entraba con descaro, iluminando cada rincón. Volví a llamarlo. No hubo respuesta. El ambiente era tibio… y algo más.
Y ahí fue cuando lo escuchamos: un suave «¡aaaaah!» Emilia. Samuel salió con la bebé envuelta en una mantita rosa, y una expresión entre divertida y resignada. El rostro de mi bebe estaba manchado con una enorme sustancia blanca que no tardé en dilucidar que se trataba del semen de mi esposo.
Todos reímos, incluso papá que ahora sí abrió los ojos. Mamá, con una sonrisa de oreja a oreja, se acercó a mirar a su nieta.
—Ay, Emilia… tan pequeña y ya marcando territorio —dijo entre carcajadas.
Tenía el característico olor del semen que invadía el ambiente, causó revuelo, terminó siendo el primera gran experiencia incestuosa alrededor de nuestra bebé. Porque con Emilia, cada día venía con una sorpresa, a veces fragante, a veces explosiva, pero siempre llena de amor.
Samuel era un amante del fútbol. De esos que se emocionan con levantarse los domingos a ver partidos de ligas que nadie más sigue, y que siempre tienen una excusa para ponerse los guayos y salir a jugar, aunque fuera a jugar con amigos del barrio en una polvorienta cancha al lado del río.
Aquel domingo, el sol no daba tregua. Parecía que todo el calor del universo se había concentrado sobre ese pedazo de tierra donde, una hora después, veinte adultos corrían como si estuvieran disputando la final del mundo. Y Samuel, con su camiseta empapada y el rostro rojo como un tomate, volvió a casa con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Metí dos goles, amor! —gritó desde la puerta, antes de siquiera entrar.
Lo escuché desde la sala, con Emilia en brazos, dormida. Pero apenas lo vi aparecer, me llegó un olor que me golpeó como una patada de chilena mal hecha.
—¡Samuel, por Dios! —le dije entre risas—. ¿Qué te pasó? ¿Jugaste fútbol o te revolcaste con un buey?
Él se rio, levantando los brazos como si esperara una ovación.
—Esto, querida mía, es el olor de la gloria deportiva.
—¡No! Eso es el olor a humanidad descompuesta —respondí, cubriéndome la nariz con una toalla.
Mamá apareció con un balde y una cara que no ocultaba nada.
—¡Ay, mijo, quítese esos zapatos afuera! Eso no es olor a sudor, eso es un atentado nasal. Mi niña se va a desmayar.
Samuel, todavía orgulloso, dejó los guayos en la puerta, se fue directo al baño y desde allí gritó:
—¡Pero metí dos goles!
—¡Y espantaste a tres pájaros y un gato con ese olor! —le respondió Camila desde el comedor, muerta de la risa.
Mientras Samuel se duchaba y la casa recuperaba el aire fresco, Emilia hizo su parte también: un pañal de esos que ganan medalla al mérito. Era como si padre e hija se hubieran puesto de acuerdo para compartir protagonismo… y olores.
Samuel recibió a Emilia en la ducha desnudita para aprovechar el agua, me quede observando como él la limpiaba con cariño y como ella se emocionaba con las cotas cayendo por su cara y su cuerpo. La tomaba entre sus brazos, la miró y le decía:
—Bueno, princesa… que sepas que el fútbol es hermoso, pero tu mamá siempre tendrá la última palabra.
Tener a Emilia en sus brazos causaba que la verga de Samuel comenzara a ponerse dura poco a poco, él suspiro al notarlo y observaba a su pequeña hija recostada en su pecho chupando uno de sus propios dedos, con el agua respaldándole por su pequeña espaldita. La mirada de la niña estaba centrada en mi que me estaba recostada en el marco de la puerta de la ducha observándolos.
Samuel salió del baño con el cabello húmedo, y esa sonrisa suya que a Valentina le seguía robando suspiros, incluso después de tantas madrugadas sin dormir. Se sentó en el borde de la cama con Emilia adormilada sobre su pecho, respirando tranquila, como si supiera que en los brazos de su papá nada malo podía pasar.
La televisión estaba encendida, pero nadie la miraba. Afuera, uno que otro perro ladraba sin razón. En esa calma, me acerqué, me arrodillé a su lado, apoyé mi cabeza sobre su muslo y miré su verga empalmada con una ternura que no se puede describir, solo sentir.
—No cambies nunca, amor —le dije en voz baja, casi como un secreto.
Samuel sorprendido, sin decir nada al principio. Solo asintió suavemente, balanceando a nuestra hija en sus brazos por un instante como quien guarda una promesa muy dentro del alma.
Mientras que el hombre del que me había enamorado hace ya varios años, cansado pero feliz, se sentaba a arrullar a su hija con todo el amor del mundo, en silencio lamí su verga.
Camila tenía 16 años y una energía que no cabía en su cuerpo. Era la clase de chica que podía despertarse con cara de pocos amigos, pero una hora después ya estaba saltando por la casa con audífonos puestos, cantando alguna canción de rock que solo ella entendía.
Tenía el cuarto decorado con pósters de bandas, luces de colores, y una guitarra eléctrica que había heredado del primo Andrés, aunque más de una vez la había colgado como adorno porque, según ella, “la inspiración no se fuerza, se espera”.
Según lo que decía últimamente, gustaba más de las mujeres que de los hombres, pero eso no evitaba que chupara la verga de Papá o la de Samuel cuando podía. Vivía en el filo entre la rebeldía y la ternura. Un día decía que todo le daba igual, que los adultos eran “dramas con patas”, y al otro, se le notaba en los ojos cómo se le derretía el corazón cuando cargaba a Emilia, aunque lo negara con vehemencia.
—No me gusta cuando llora, me estresa —decía, pero era la primera en correr a ver si necesitaba algo cuando la bebé soltaba un quejido.
Camila estaba enfrentando lo que ella misma llamaba «el caos bonito de la adolescencia». Un remolino de pensamientos, dudas sobre quién era y quién quería ser, emociones que venían sin avisar y un corazón que empezaba a latir por cosas nuevas —y por personas nuevas también.
Mientras lamía la verga de mi esposo con nuestra hija en sus brazos, Mamá tejía en la sala, Camila subió y se paró en el marco de la puerta a observarnos, llevaba puesta su camiseta de Nirvana, el delineador corrido y una libreta en la mano.
—¿Quieres? —le pregunté, con una sonrisa.
Ella se encogió de hombros, como si no quisiera admitirlo.
—Quizás. A veces es más fácil chupar un pene que una vagina.
Esa frase me quedó dando vueltas. Porque sí: Camila era un torbellino, pero también una chica que sentía todo intensamente. Que quería encontrar su lugar en el mundo sin dejar de ser quien era. Que amaba fuerte, dudaba más fuerte aún, pero jamás dejaba de sentir.
Entro lentamente a nuestro cuarto. No era una chica perfecta, ni afinada… pero tenía algo que no se puede enseñar: verdad.
Y ahí entendí que Camila también estaba naciendo, de alguna forma. No como Emilia, entre pañales y mimos, era diferente, ella no experimento las mieles del incesto desde pequeña. Era una adolescencia como tantas, sí, pero también única. Irrepetible.
Era como si yo pudiera ver el futuro, porque en medio del caos de pañales, risas desordenadas, olor a semen, gemidos desafinadas y café a medio tomar, presentía lo que nuestra familia se convertiría.
No perfecta. Nunca lo fuimos.
Pero sí verdadera.
Sabía —como si el alma me lo susurrara— que estábamos sembrando algo que florecería con el tiempo: un amor sin manual, una complicidad que sobreviviría a los errores, y un hogar donde siempre habría espacio para llorar, reír y volver a empezar.
Emilia sería nuestro eje, pero no nuestro único milagro.
Camila encontró la verga de Samuel en mi mano, aunque aún le costaba chupársela toda, Samuel le tenía la paciencia que se le tiene a una inexperta adolescente. Él era ese hombre que me mira como si aún estuviéramos en la primera cita.
Y yo… seguí ahí también, arrodillada viendo como mi hermanita hacia el mayor esfuerzo por metérsela toda.
Porque hay momentos que parece pequeña, pero con el tiempo lo logrará.
Fue papá quien me presentó a Samuel.
Lo contrato en el taller de mecánica de su propiedad y durante años trabajaron juntos, tomando tinto cargado, y arreglando el mundo entre risas y tuercas oxidadas, se conocieron íntimamente con el tiempo, tras cervezas compartidas y secretos revelados con prudencia papá entendió que Samuel era el tipo de hombre que quería para mí.
Me acuerdo perfectamente de ese día. Era un viernes por la tarde, el sol se estaba escondiendo y el cielo tenía ese tono naranja que parece prometer cosas buenas. Papá llegó a casa con una sonrisa misteriosa, de esas que solo se le veían cuando tenía un as bajo la manga.
—Valentina, ven. Quiero que conozcas a alguien —dijo, limpiándose las manos llenas de grasa en un trapo viejo.
Y ahí estaba él: Samuel. Camiseta blanca manchada de aceite, manos grandes, y una mirada tímida pero firme. Me saludó con una sonrisa torcida, como si no supiera muy bien qué decir… pero que ya decía todo.
—Él es buen muchacho —dijo papá, dándole una palmada en la espalda—. Juega fútbol como los dioses y arregla motores como si hablara con ellos.
Yo sonreí, más por no quedarme callada que por otra cosa. Pero algo dentro de mí… hizo clic. Fue rápido, imperceptible, pero claro. Como si el universo me susurrara: “pon atención, este man va a ser importante”.
Esa noche hablamos poco, pero sus ojos se quedaron conmigo más tiempo del que me gusta admitir.
Con el tiempo descubrí que papá no solo me había presentado a un mecánico o a un jugador de domingo. Me había presentado al amor de mi vida, al padre y protector de la familia que esperaba crear, a mi compañero de esta historia que todavía estamos escribiendo.
Y a veces pienso… ¿será que él lo sabía? ¿Será que ese día, cuando me lo presentó, ya intuía en su corazón de papá lo que se venía?
Porque si es así, entonces sí: el amor tiene aliados invisibles.
Y uno de ellos, en mi caso, fue mi viejo querido.
Yo no era la mujer que soy ahora cuando conocí a Samuel.
Era más callada, aunque eso no quiere decir que no pensara mucho. Lo hacía… demasiado. Guardaba todo: los enojos, las ganas, los miedos, las preguntas que nadie respondía. Sonreía por cortesía, pero en el fondo sentía que algo me faltaba, aunque no sabía qué.
Era fuerte, sí, porque me tocó serlo. Pero también era desconfiada. Había visto lo suficiente como para saber que no todo lo que brilla es oro… y que hay promesas que se rompen con el primer aguacero.
Y entonces apareció Samuel.
No como en las películas. Nada de cámara lenta ni violines. Fue más bien un: “Valentina, este es Samuel. Se la pasa en el taller conmigo. Es buen muchacho”. Así, seco. A lo papá.
Él me saludó con una sonrisa un poco torpe, como si le diera pena estar ahí. Tenía las manos manchadas de aceite, una camiseta deslavada, y esa manera de mirar directa, pero sin presionar.
Fue raro. Porque en vez de sentir que tenía que impresionarlo, sentí que podía respirar.
Recuerdo que me hizo una pregunta tonta. Algo como: “¿A ti también te gusta el café sin azúcar?”
Y sin saber por qué, me reí.
No por la pregunta, sino por cómo la hizo.
Como si estuviera hablando de algo mucho más importante.
Ese día, algo en mí se aflojó. Un nudo chiquito, pero viejo.
Y aunque no me enamoré en ese instante, algo en mí despertó. Como una puerta que se entreabre y deja pasar un rayito de sol.
No sabía si él iba a quedarse, si era uno más, si iba a gustarme o a herirme. Solo sabía que, por primera vez en mucho tiempo, tenía ganas de que alguien me conociera. De verdad.
Y eso, en mi caso, ya era muchísimo.
Mientras observaba a Camila devorar como podía el tronco de la verga de Samuel, me acerqué a sus testículos, y los lamí a la vez, algo que sabía que le encantaba. Notaba en Camila algo que no andaba bien.
No era algo obvio. El único sonido que escuchaba era el de la succión. Pero su morbo tenía bordes filosos.
Chupaba, sí, pero a medias, bajaba la cabeza con lentitud, bajaba más de lo que subía.
Y yo… la sentía. Desde abajo.
No era fácil. Porque la verga de samuel es bastante grande, abrazarla con la boca en su totalidad no es sencillo, eso lo sabía yo. Pero yo entendía que hay batallas que no se pueden invadir.
Y también, siendo honesta, me concentraba en los testículos de Samuel.
En el amor que estábamos cultivando, y los sonidos de Emilia que empezaba a quedarse dormida. Me estaba reencontrando conmigo misma a través de él. Me sentía viva, feliz, acompañada.
Pero incluso en medio de esa felicidad, volvía a pensar en Camila, preguntándome si estaba disfrutando, si se sentía agobiada, si necesitaba una mano o simplemente silencio.
A veces, amar también es saber esperar.
Y yo esperaba. Con el corazón alerta.
Como quien guarda una manta en el sofá por si alguien baja de madrugada a buscar consuelo.
De pronto escuche el sonido que hace una boca cuando una verga ya no la ocupa, me enderece y la vi partir a pasos apresurados. Y salió.
Cruzo la puerta sin ruido, como si no quisiera interrumpir nada.
Camila volteó la cabeza, el pelo revuelto, los ojos rojos pero secos. No era la misma mirada altiva de siempre; era otra… más frágil.
Más de verdad.
Yo estaba arrodillada mirándola, Samuel arrullaba a Emilia que justo acababa de dormirse. La tele estaba encendida se escuchaba, como si hasta la casa entendiera que había que guardar silencio.
No sabía si bajar la voz o dejarla subir.
No sabía si levantarme, si llamarla, si preguntarle.
Fue uno de esos momentos donde el amor se convierte en duda. Donde uno quiere hacer lo correcto, pero no tiene el mapa.
Ella siguió su camino, caminaba como si pesara más. —¿Quieres algo? —pregunté, suave, esperando que volviera sus pasos.
—No —dijo desde lejos.
Pero sentí que se había detenido. De pie. Como si estuviera esperando que yo le ofreciera algo que no sabía pedir.
—Puedes hacer lo que quieras.
No dijo nada. Solo vino, despacio, y se arrodillo de nuevo a mi lado. No me miró. No hizo contacto. Solo se quedó ahí, mirando la verga de Samuel, las sombras que hacía en el suelo, a Emilia que dormía con su manito abierta.
Pasaron minutos. Quizá fueron pocos, pero se sintieron como una tregua.
Y entonces, con voz apenas audible, dijo:
—A veces no sé si encajo en esta familia.
Y a mí se me rompió algo por dentro.
Pero no lo demostré. Solo la miré, le pasé la mano por el hombro, y le dije:
—Yo también me he sentido así. Pero aquí no se trata de encajar. Se trata de quedarte. De quedarnos.
Y ella no respondió. Pero no se fue. Y eso, para mí, fue suficiente.
—No soy tan buena con los hombres como tu —dijo Camila.
Así, de repente. Como quien suelta una frase cualquiera, pero espera que alguien la escuche de verdad.
No era una confesión dramática. No lloraba, no se quejaba.
Lo dijo mirando al suelo, con la voz neutra. Pero yo la conozco… y cuando Camila habla sin emoción, es porque por dentro se le están moviendo todas.
La miré de reojo, sin invadirle el espacio.
—¿Y eso te duele? —le pregunté, sin juicio.
Ella se encogió de hombros.
—No sé. A veces sí. A veces no.
Acá en casa ustedes andan tocándose todo el tiempo, se hablan de una manera que no me hablan a mí, se pelean y se reconcilian… y yo… nada.
Quise decirle que hay tiempo, que el amor no tiene reloj, que lo importante es encontrarse a una misma primero.
Pero no lo hice. Porque a los 16 años, una no quiere filosofía, quiere certezas. Quiere sentirse elegida.
Y yo lo sabía.
—¿Sentís que nadie te mira así, como tú quieres? —le pregunté.
Ella no respondió. Solo apretó los labios, como quien guarda una lágrima que no quiere mostrar.
Entonces hice lo único que podía: la abracé. Sin palabras. Sin explicaciones. Solo la abracé.
Porque en ese momento no necesitaba respuestas.
Solo necesitaba que alguien le recordara que la amábamos.
Que hay muchas formas de amor, y que ella era, es, y será profundamente amada. Aunque todavía no lo entienda del todo.
Después del abrazo, nos quedamos ahí, arrodilladas ante la mirada de Samuel, con Emilia profundamente dormida en sus brazos y la tarde cubriendo la casa como una cobija liviana.
Camila no dijo nada por unos segundos…
Y entonces, como si necesitara cambiar el canal emocional, preguntó:
—¿Por qué los bebés huelen tan rico si no usan perfume?
Sonreí.
—Porque son nuevos —le dije—. Como los cuadernos al empezar el año. Todavía no tienen ni una mala palabra escrita encima.
Ella soltó una risita.
—¿Crees que Emilia va a ser como yo?
—Depende de si se junta más contigo—respondí, guiñándole un ojo.
—Entonces si—dijo.
Reímos. Esa risa liviana, chiquita, como quien no quiere despertar a nadie, pero siente alivio en el pecho.
Hablamos de todo y de nada.
De lo feo que se había puesto el uniforme del colegio.
Del helado de coco que ya no venden en la tienda.
De la vecina que siempre barre la acera dos veces al día, aunque no haya ni una hoja.
Camila se estiró, agarro la verga de Samuel con la mano y me preguntó:
—¿Y vos cómo sabías que Samuel te gustaba de verdad?
Pensé un segundo.
—Porque cuando hablaba, yo dejaba de pensar en todo lo demás.
Y porque me hacía reír. Pero de esas risas que te sacan aire, no solo sonrisa.
—Mmm… aún no me ha pasado eso —dijo.
—Entonces espera. No te conformes con menos.
Ella asintió, y acercó su cabeza a la verga, acariciándola con su rostro, o dejando que la verga acariciara su rostro, mejor.
Sin prisa. Sin más preguntas.
Y en ese momento, me atreví a darle un beso en la boca, el cual ella aceptó con agrado, mi lengua entro en su boca como tantas veces, pero en el medio del beso, noté que se excitaba mucho más, pensé que quizás ella se sentía más cómoda con mi lengua en su boca que con la verga de Samuel.
Camila se separó de mí.
Samuel se recostó en la cama con Emilia en su pecho y su verga totalmente empalmada, sus piernas abiertas nos abrigaban a ambas, una lagrima salió de los ojos de Camila… y hablo con rabia contenida, como quien se habla a sí misma para evitar sentir demasiado:
“No puedes enamorarte, tú lo sabes.”
Lo repitió.
Y luego lo dejó ahí, mirándome.
Esto parecía una montaña rusa. Había pasado de la euforia, la felicidad y la satisfacción a sentirse dominada por una desesperada necesidad de amor, y esa ansia empeoraba cuanto más tiempo nos quedáramos en silencio.
—Porque si te enamoras, te vuelves débil.
Porque si te enamoras, te distraes.
Porque si te enamoras, te expones —susurró, repitiendo lo que alguna vez creyó verdad.
Pero estaba yo.
Yo la miraba diferente. La escuchaba sin corregirla.
No sabía de sus miedos, pero aun así me acercaba.
Y eso… la aterraba.
Camila cerró sus ojos de golpe. Agacho su cabeza y se escondido en la zona en que el muslo de Samuel se une con sus testículos.
—No puedes enamorarte… —repitió—.
Tú lo sabes.
Pero su corazón, rebelde como ella, empezaba a latir con preguntas.
Y en el fondo, bien en el fondo, ya no estaba tan segura de querer obedecer esa vieja advertencia.
—Desnúdate… —le pedí
Camila se levantó, si había algo que sabía hacer y que había aprendido de nuestros padres era a obedecer. Levantó su cabeza, ni la tristeza que la ahogaba le permitió dudar. Se puso de pie y lo hizo. Se quitó la ropa desenfrenadamente; le temblaban las piernas. Entonces, la miré completa, era una chica hermosa, mi hermana era la mas dulce de las jovencitas. La invité a arrodillarse nuevamente a mi lado y así lo hizo. Su mirada titulaba suplica mientras sollozaba, comenzó a prometer que haría cualquier cosa que le pidiera, cualquier cosa…
No podía soportarlo. Pero como un rayo que golpea de repente, lo entendí. Camila se había enamorado, se había enamorado de mí. Y comprendí lo difícil que podía ser para ella que agitaran delante de ella el objeto de su deseo. Por eso a veces nos evitaba, por eso en ocasiones era distante.
Su cabello liso y rubio rojizo enmarcaba su hermosa carita. Camila me sonrió. La habitación estaba bien iluminada y olía a lavanda, lo cual resultaba agradable. Camila se sentó en el suelo, olvidándose por un momento de la verga de Samuel y mirándome fijamente. De manera inconsciente se había declarado ante mí y lo sabía y además sabía que yo lo sabía. Entrelazó las manos. Cuando vi como se manejaba rectifiqué respecto a su edad. Tenía 16 años, pero yo a su edad era una niña crédula, virgen y solapada. Camila ya había vivido mucho más que yo. Camila pestañeó con gracia, haciendo que algunas gotas diminutas resbalaran por sus mejillas, se sacudió con suavidad, agitando su cabello.
Sonreí y la miré lentamente con gesto provocativo, riéndome de su turbación. Se encogió de hombros con despreocupación. Pero sentí su mirada sobre mí, sentí que también me quería desnuda.
—¿Te gusto?…
—¿Qué?
—¿Yo te gusto? —Le pregunte de nuevo
—No! —Me contestó fríamente
—¿Entonces no te gusta esto? —le dije al tiempo que me ponía de pie y me desnudaba. En ese momento pude ver la mirada de espectador de Samuel. NO le había prestado atención, pero estaba encantado, parecía en una sala de cine. —Camí! Se honesta conmigo, si me dices que no te gusto una vez más te pediré que te marches y me dejes divertirme con Samuel y mi hija…sí me dices que si te gusto, entonces mírame. Sabes, creo que necesito complacerme un poco y no quiero hacerlo con mis dedos.
Me sente en la cama, junto a Samuel, ladeé un poco mi cuerpo acariciando con mi mano el cuerpo desnudo de Emilia y espere. No tuve que hacerlo mucho, mientras miraba pícaramente a Samuel la sentí, sentí la lengua de mi hermanita jugando con mi vagina, no era la primera vez que la probaba, pero era como si lo fuera, ahora sabía que estaba lamiendo la vagina que amaba.
Mordía mi labio mientras disfrutaba el placer de la boca de Camila y sin dejar de mirar a Samuel me pude dar cuenta que él también se estaba masturbando con la situación. En ese momento su sonrisa sentencio su deseo, que con observarlo me latía con fuerza el corazón.
Sentí las manos de Camila sobre mi abdomen, rozando mis tetas, mientras me pasaba la lengua por mi vagina, me lo hacía muy rico y yo a esa altura solo la dejaba hacer. Ella sabía perfectamente lo que me gustaba también y así, introdujo uno de sus dedos en mi ano, después dos y con la experiencia que yo ya tenía mi ano se expandía con mucha facilidad ante su toque.
Le pedí que se hiciera a un lado y eso la descoloco un poco, me enderece y me senté sobre Samuel, dándole la espalda y viendo directamente, en el suelo a los ojos a Camila. La verga de mie esposo de deslizó con facilidad por mi ano. Pasar de la punta a la base fue sencillo, cuando recién empezamos a tener sexo, tenerlo dentro de mi era realmente complejo pero ahora mis agujeros estaban totalmente acomodados a su tamaño.
Los quejidos de Emilia me hicieron voltear la cabeza, sin dejar de rebotar vie que Samuel la había subido hasta su boca y metía su lengua en la pequeña boca de nuestra hija, volví mis ojos hacia Camila, que no se había movido un centímetro y seguí metiéndome esa verga hasta el fondo. Le ordene que se acercara haciéndole gestos, ella gateó hacia mí. La tome del cabello y ella entendió, comenzó a pasar su lengua por mi vagina con una habilidad increíble, sopesando el movimiento de mi cuerpo por cada embestida.
Rebotaba muy rápido, estaba excitada y añoraba mi orgasmo. Sentí los gruñidos de Samuel en mi espalda e inmediatamente los chorros de su semen invadieron mi agujero anal. Podía haberme quedado allí, mi orgasmo estaba cerca y tenerlo dentro era un seguro que eso ocurriría. Pero se me ocurrió algo mejor, me puse de pie y nuevamente tomé del cabello a Camila. Ella intentaba meterme la lengua lo más al fondo posible mientras yo me aferraba a sus cabellos para que no se despegara ni un segundo.
Samuel, profundamente satisfecho se coloco de pie a mi lado, me entrego a Emilia totalmente despierta y llena de babas en su boca y barbilla. La recibí con un brazo, mi otra mano se negaba a soltar los cabellos de Camila. Bese a Emilia con la misma devoción que quizás lo había hecho su padre. Mientras él se ponía detrás de mí y mordía mis orejas, sentía su verga chorreante acariciarme las nalgas y su barba carraspearme el cuello. Baje a mi hija hasta mi pecho y permití que se alimentara un poco, eso aumentaba mi placer, me sentía en el cielo en ese momento. No tardé mucho más. Mi orgasmo me alcanzó sobre la boca de mi hermanita mientras sentía como el semen de Samuel ya resbalaba por mis muslos. Mire hacia abajo y Emilia me miraba fijamente mientras succionaba mi pezón.
La habitación estaba en silencio.
De ese silencio que no pesa, que no duele… ese que simplemente está.
Emilia succionaba con sus manitos en el aire, como si volara.
Samuel entro al baño, tarareando una canción que no reconocía, pero me sonaba a hogar.
Y Camila…
Camila estaba en el suelo.
Con gotas que iluminaban su barbilla con el reflejo del sol que entraba por la ventana, y con el corazón encendido.
Aún no sabía si estaba bien o mal. Solo sabía que estaba sintiendo, y eso ya era un avance.
La miré.
Pensé en los días difíciles.
En las risas. En las palabras que no se dijeron.
En ese “no puedes enamorarte” que flotaba en el ambiente como una advertencia antigua.
Y en todo lo que estábamos construyendo igual, con los pedazos, con los miedos, con los brazos abiertos.
Porque a veces el amor no es perfecto.
Pero es presente.
Y con eso, alcanza para seguir.
Le hice un gesto para que se pusiera de pie y la abrace de lado para no interrumpir la comida de Emilia. A quien Camila Besó en la frente.
Y se permitió un suspiro lleno de calma.
Afuera, el sol estaba en lo más alto.
Como nosotros.
Incompletos, pero creciendo.
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