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Incestos en Familia

Cinco días antes del fin de año

Lucía dejó que el agua de la ducha corriera más de lo necesario. No tenía frío, pero tampoco sentía calor. Se miró las piernas temblorosas, el estómago hundido, las ojeras nuevas que no se iban. No era que no durmiera: dormía demasiado. Cada vez más..
Últimamente todo le dolía, pero en un lugar que los médicos no encontraban.

No respondía llamadas. Apagaba el celular durante horas. En el fondo, temía que alguien le dijera que aún tenía tiempo, que debía salir, que debía aprovechar lo que quedaba del año. Y ella no tenía fuerzas para sonreír de mentira. Ni para seguir fingiendo que sí quería estar viva.

Comía poco. A veces abría una sopa instantánea y la dejaba sobre la mesa sin tocar. Las cortinas permanecían cerradas. Las luces, también.

________________________________________

Tres días antes del fin de año

Fue al médico, por insistencia de su tía, con quien vivía. Salió con un volante arrugado que decía: posible depresión moderada – sugerido acompañamiento psicológico. Lo tiró a la basura antes de llegar a casa.

Caminó mucho ese día, sin rumbo. Cruzó una plaza donde los niños corrían con gorritos de Santa Claus y escuchó a una mujer decir: “¡Este año fue una locura, pero valió la pena!”. Lucía sintió una punzada absurda de culpa, como si fuera ella quien estuviera fallando.

Esa noche soñó que caía al mar. Se hundía, y debajo del agua alguien la abrazaba fuerte. Al despertar, el pecho le dolía tanto que tardó un minuto en recordar que estaba viva.

________________________________________

El día anterior

Miró el calendario sin querer. El 31 la esperaba como una burla. ¿Qué se suponía que debía celebrar? No había logros, ni amor, ni siquiera enojo. Solo un vacío suave, como una sábana húmeda pegada al cuerpo.

Salió a caminar, otra vez. Llevaba los audífonos puestos, pero no música. Fingía que estaba ocupada, para que nadie se acercara.

Pasó frente a un edificio abandonado. Un perro viejo dormía en la entrada. Pensó en sentarse, hablarle. Pero no lo hizo.

Esa noche lloró sin ruido. No por algo en particular. A veces lloraba solo por existir.

________________________________________

El día que conoció a Bruno

Lucía no pensaba salir. Pero algo —una mezcla de hartazgo y necesidad de aire— la empujó. Caminó sin dirección, como si buscara una salida de sí misma.

Se detuvo junto a una reja rota, sacó un cigarro que no pensaba fumar, solo para tener algo entre los dedos. Entonces lo vio.

Un hombre sentado en el suelo, los brazos cruzados, los ojos perdidos. Tenía el rostro de alguien que llevaba demasiado tiempo esperando algo que no iba a llegar.

Bruno.

Lucía no sabía por qué se detuvo. Tal vez fue el cuerpo encorvado de él, o esa forma en la que parecía no estar pidiendo ayuda, pero tampoco oponiéndose a nada. Se quedó parada a unos pasos. Dudó.

Se quedó mirándolo. Estaba apoyado contra la pared. No pedía nada, pero tampoco parecía estar esperando a nadie. Tenía la mirada baja, los codos sobre las rodillas, como si llevara un buen rato ahí.

No sabía por qué cruzó la calle. Solo lo hizo. Se detuvo a unos metros.

—Hola —dijo, sin pensarlo demasiado.

Él levantó la vista con algo de desconfianza, pero no dijo nada. Asintió, apenas.

—¿Estás bien? —preguntó ella, sin sonar insistente.

Bruno dudó un segundo. Luego se encogió de hombros.

—Solo estoy descansando —respondió.

Lucía no supo qué decir, pero tampoco sintió que tuviera que decir algo. Se sentó a su lado, dejando un espacio prudente entre ambos.

Pasaron unos minutos sin hablar. Luego él se levantó, sacó una dirección arrugada del bolsillo y la miró.

—¿Sabes dónde queda esa dirección? —preguntó Bruno, mirando el papel arrugado en su mano.

Lucía lo observó un momento, percibiendo que él no estaba seguro.

—Más o menos… —dijo—. Podemos caminar. Te acompaño.

Él dudó un segundo. Luego asintió, como si no tuviera una mejor opción.

Y ella lo hizo.

Caminaron en silencio por varias cuadras, sin prisa, como si ninguno tuviera realmente a dónde llegar, pero aun así les bastara con moverse. A veces él miraba el papel; ella, los árboles o las ventanas de los edificios, cualquier cosa menos sus propios pensamientos.

No hablaron mucho. No hacía falta. El silencio no pesaba. Era raro, pero tranquilo.

Lucía no se sentía mejor. Pero no se sentía sola. Y eso, para esa noche, ya era suficiente.

Caminaron durante un rato largo. Las calles estaban medio vacías, como si la ciudad también estuviera esperando que el año terminara. Algunas luces navideñas seguían encendidas, pero ya no parecían alegres. Solo estaban ahí, porque sí.

Lucía iba a su ritmo, sin adelantarse ni quedarse atrás. Bruno no hablaba, pero no parecía incómodo con su compañía.

En una esquina, sin mirarlo, ella le tomó la mano. Lo hizo despacio, como si no estuviera segura de si podía.

Él no se la quitó. Tampoco reaccionó de forma evidente. Solo la dejó ahí, entre la suya, callado.

Siguieron caminando así. Nadie lo mencionó.

Cuando llegaron, el lugar era más triste de lo que él recordaba. Una casa pequeña, medio apagada, con el portón roto.

Bruno soltó un suspiro. No de alivio, ni de tristeza. Algo en el medio.

—Gracias —dijo, sin mirarla.

Lucía lo observó un momento y dijo, bajito:

—¿Puedo entrar contigo?

Él la miró, más sorprendido que incómodo. Tardó unos segundos en responder.

—Si no tienes nada mejor que hacer.

Ella asintió. No era una sonrisa, pero algo se le suavizó en la cara.

Y entraron juntos.

El interior olía a encierro y a polvo. Pocas cosas: una mesa, dos sillas, un colchón sin cobija. Nada en las paredes. Nada que diera la impresión de hogar.

Bruno cerró la puerta sin apuro. Lucía dio un par de pasos, miró alrededor sin juicio.

—¿Hace cuánto no estás aquí? —preguntó.

—Mucho —dijo él, y luego agregó—. Duermo en la calle, casi siempre.

Lo dijo sin vergüenza ni dramatismo. Como si solo estuviera nombrando un hecho, uno más entre muchos.

Lucía se quitó el saco y lo colgó en una silla. Luego se acercó a él, despacio. Lo miró de frente, sin pena.

Se sentaron juntos en el borde del colchón, uno al lado del otro. La tela estaba áspera, fría, mal estirada sobre la espuma vieja. Durante unos segundos, no se tocaron. Solo respiraron cerca.

Lucía fue quien dio el primer paso. Lo besó, despacio, sin ansiedad. Él no reaccionó de inmediato. Luego, como si algo se soltara por dentro, correspondió.

No hubo prisa ni euforia. Solo dos cuerpos agotados encontrando un lugar donde no doliera estar. Se acostaron sin decir palabra. En ese colchón sin sábanas, con los zapatos aún puestos, con todo por resolver.

El colchón crujió leve cuando se movieron. No había sábanas que ocultaran nada, ni la desnudez, ni el silencio.

Lucía se desabotonó la blusa sin prisa. La dejó doblada sobre una esquina del colchón. Luego el pantalón, que acomodó encima, como si ese cuidado dijera más de ella que cualquier palabra.

Bruno la observó con los ojos bajos. No había deseo urgente en su mirada, sino respeto. Cansancio. Necesidad.

Él se quitó la chaqueta, los zapatos, la camisa. Nada de eso parecía tener peso hasta que estuvo en el suelo. Después, se sentó a su lado, descalzo, con la piel llena de marcas que no venían del frío.

Se metieron bajo la misma manta vieja que él había traído de otro lado, más por costumbre que por abrigo. No había sábanas, ni perfumes, ni suavidad. Solo el colchón áspero, el aire denso y ese olor: agrio, penetrante, mezcla de sudor, calle y abandono.

Lucía lo notó, por supuesto. Pero no se echó atrás.

En cambio, lo miró a los ojos. Se despojó de la ropa sin prisa, como si estuviera arrancándose también algo más pesado: el miedo, la costumbre, la necesidad de estar siempre en control. Quizás —solo quizás— pensó que eso, precisamente eso, era lo que le hacía falta. Romper el guion de su propia vida.

Él, sorprendido, no se movió al principio. Pero cuando ella se acercó, lo tocó. Su piel temblaba, no de frío, sino de todo lo que no se había permitido sentir.

Lucía se recostó a su lado, completamente desnuda, y lo atrajo hacia sí. La manta los cubrió a medias, pero no les importó. Se buscaron con las manos, la boca, los cuerpos exhaustos. No fue dulce. Fue intenso. Un momento ajeno al juicio, a los nombres, al pasado.

Bruno olía a calle. A noches enteras en el suelo. Y aun así, Lucía lo abrazó más fuerte.

Después, con el sudor aún fresco en la piel, ella apoyó la cabeza en su pecho. El calor de él era real, vivo, crudo. No decía nada. No prometía nada.

Bruno la sostuvo unos segundos, sin saber qué hacer con esa entrega. Y luego, despacio, la acostó boca arriba. La miró un momento. La fragilidad de Lucía no era solo física. Era otra cosa. Algo más hondo. Algo que, sin saber por qué, no le dio miedo.

Se recostó sobre ella. No hubo palabras. Solo piel contra piel, respiraciones entrecortadas, calor compartido. No fue dulce ni romántico. Fue fuerte. Necesario. Dos almas rotas aferrándose por un instante a algo que no se podía nombrar.

La beso con urgencia su frente, su boca, pasando su áspera lengua por su rostro, Lucía cerraba los ojos y lo dejaba hacer. Y él, él la lamía como a un trozo de dulce, lamía su cuello, su pecho, sus pezones en formación. Los pequeños senos de lucía cabían por completo en la boca de Bruno. Luego su vientre plano, metió su lengua en el ombligo de la niña y luego la vio, la detallo antes de lanzarse a ella, la vagina de Lucía con escasos pelitos que comenzaban a adornarla.

Con el sexo oral Lucía se estremecía, gemía de placer y se lo hacía saber intencionalmente a Bruno. Él le succionaba su clítoris sin el mínimo cuidado y le metía la lengua tan adentro como podía. Momento en el que Lucía alcanzó su primer orgasmo, del día y de su vida.

Bruno se incorporó apenas, y ella lo siguió con la mirada, sin decir nada. Lo atrajo con las manos, guiándolo con firmeza, como si en ese gesto quisiera tomar el control de algo, aunque fuera por unos minutos.

Él dudó, por pudor tal vez, o por la costumbre de no ser mirado así. Su cuerpo no estaba limpio. Olía a días enteros sin techo, sin jabón, sin tregua. Esa mezcla densa de sudor viejo, tierra seca y algo más agrio que subía desde su piel, desde su verga, era imposible de ignorar.

Lucía no se apartó. Lo sostuvo con la mano, lo acercó a su boca. El sabor fue amargo, metálico, vivo. No era agradable. Pero tampoco importaba. Lo hizo por decisión, no por ternura. Por deseo de sentir algo real, de probar lo más humano que tenía enfrente: un hombre cansado, roto, expuesto.

Bruno cerró los ojos. No se movió. No gemía. Solo respiraba hondo, como si no entendiera del todo qué hacía ella ahí, haciendo eso.

Y sin embargo, se dejó hacer.

Lucía no pensaba en romance. Ni en redención. Solo en el momento, en ese calor, en esa entrega sucia y honesta. En su propia necesidad de tocar fondo con alguien que también venía de allí.

Ella le acarició la cadera con la palma abierta, sin palabras. Y Bruno, colocando una mano en su frente, empujó, sin explicaciones, llenando la boca de la pequeña Lucía con su hombría que ya no parecía tan ajena.

Lucía era torpe, nunca había tenido una verga en la boca antes, eso o tal vez la verga de Bruno era demasiado gruesa para ella, sus dientes lo lastimaban pero él seguía empujando a pesar de eso. De repente se enderezó de nuevo, dejándola vacía y respirando agitadamente, se posesionó listo para penetrarla y vio en ella el miedo, la espera.

—¿Dolerá? —preguntó.

—Si, te dolerá—le contestó.

Bruno empezó a tallarla, intentando penetrarla con la urgencia de un hombre que estaba en el paraíso. Al ingreso del glande los sonoros quejidos de Lucía se hacían sentir en toda la habitación. Bruno colocó su mano izquierda tapando la boca de la niña y con la derecha la abrazó por su cintura, elevándola en el aire y en ese instante, con toda la fuerza que podía hacer, la penetro profundamente.

Lucía lanzo un grito ahogado y las lagrimas no se hicieron esperar. Bruno comenzó a moverla como si de una muñeca se tratara, subiéndola y bajándola a lo largo de su miembro. Cada vez más rápido, cada vez más fuerte hasta que no pudo aguantar más, probablemente fue menos de un minuto y el semen comenzó a brotar en el interior de Lucía.

La gruesa verga de Bruno había quedado pintada de rojo.

La manta seguía encima, aunque ya no abrigaba. Solo cubría. Lucía estaba dormida, o parecía. Su respiración era tranquila, pero no del todo en paz. Bruno la miró un rato sin moverse. Su cuerpo aún olía a ella, a sí mismo, a calle. A mezcla. A cruce de mundos que nunca debieron encontrarse, pero lo hicieron.

No sabía qué iba a pasar después. Ni si debía quedarse. Solo sabía que algo dentro de él se había aflojado un poco. Apenas un hilo. Pero suficiente como para volver a respirar.

Aferrado a ese colchón flojo, con el cuerpo aún caliente y la mente lejos, pensó en Miguel. En la bolsa de dinero que ya no tenía. En lo que debía hacer.

Lucía, medio dormida, buscó su pecho con la mejilla. Bruno no se apartó.

No había certezas. Solo esa pausa rara antes del próximo golpe.

Y Bruno, que ya había aprendido a escuchar el ruido de la tormenta que se acerca, sabía que no podía quedarse ahí mucho más.

Cuando amanezca, algo va a cambiar.

108 Lecturas/10 junio, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: ducha, mujer, oral, orgasmo, semen, sexo, vagina, verga
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