Cinco Pasos Hasta el Paraíso (Introducción)
Antes de sumergirte en esta historia, quiero hacer una aclaración. Esta introducción, quizás más extensa de lo habitual, no es solo un preámbulo al erotismo, sino una construcción necesaria. Una buena historia no se trata solo de sexo, sino del contexto que lo rodea.
Las reglas estaban escritas, inquebrantables como piedra, diez mandamientos de una verdad absoluta. Pero la verdad es un animal inquieto, y cuando la realidad se partió en cinco fragmentos, también lo hicieron las normas. Ahora, cada principio debía sobrevivir en su propia contradicción, en cinco versiones de la misma historia, en cinco caminos que nunca debieron cruzarse. Pero lo hicieron. Y el decálogo… ya no era el mismo.
Las horas se diluían en nuestras conversaciones, cada intercambio de palabras tensando una cuerda invisible entre el juego y la realidad. Al principio, me dejé arrastrar por la dinámica, por la provocación implícita en cada mensaje. Pero con el tiempo, algo cambió. Su entusiasmo no parecía espontáneo, sino ensayado, como si siguiera un guion que yo desconocía. Me di cuenta de que todo podía ser solo una farsa, un acto donde yo no era más que un personaje incidental. Fue entonces cuando decidí apartarme. Mi indiferencia no pasó desapercibida; su tono se tornó más contenido, más inquisitivo. Tal vez esperaba una reacción diferente. Pero en lugar de prolongar la incertidumbre, opté por la verdad. Le escribí con franqueza, hablándole de mis gustos, mis experiencias, de lo que realmente pensaba. Un mensaje extenso, más cierre que confesión. Al día siguiente, su silencio confirmó lo que ya intuía. No hizo falta despedida, porque en realidad, ya todo había terminado.
O eso creí.
El peso de la despedida no desapareció con la mañana. Mi mente volvía una y otra vez a cada conversación, a cada risa compartida, a los silencios que se habían colado entre nosotros cuando las palabras ya no bastaban. Me convencí de que había hecho lo correcto, de que no había nada más que decir, pero la inquietud se aferraba a mi pecho como un eco persistente. Traté de seguir con mi día, de fingir normalidad, pero al final, mis pasos me llevaron al metro, como si en su vaivén pudiera perderme lo suficiente para dejar de pensar.
Pensaba en ella, y ella vivía allí. O eso me había dicho.
Salí en el centro sin un rumbo fijo, pero mis pies parecían conocer la dirección mejor que mi razón. Sin darme cuenta, estaba frente a su edificio. Miré hacia las ventanas, tratando de adivinar cuál era la suya. Tal vez ni siquiera estaba ahí, tal vez nunca había estado realmente en ningún sitio. Detrás de mí, los baños públicos ofrecían un reflejo distorsionado en sus espejos. Observé mi propia imagen, los contornos de mi cuerpo bajo la tela. Pensé en las fotos que me había enviado, en la manera en que su ropa insinuaba más de lo que cubría, en cómo jugaba con la frontera entre la seducción y la provocación. Una corriente de adrenalina recorrió mi piel. Unas voces me sacaron de mi ensimismamiento. A un lado, un grupo de personas conversaba en la entrada del edificio. Entre ellas, distinguí una figura que llamó mi atención. No era ella, pero algo en su presencia atrapó mi mirada. Era una joven de estatura diminuta, no debía medir más de metro y medio. Su silueta era un juego de contrastes: cintura estrecha, caderas pronunciadas, un equilibrio delicado entre inocencia y madurez. Tenía el rostro de una muñeca, con ojos verdes que parecían iluminarse bajo la luz de la calle. Hubo un instante en el que nuestras miradas se cruzaron, un destello fugaz que pareció cargar el aire de una tensión apenas perceptible.
Respiré hondo.
Volví mi atención al edificio.
Apartamento 403, dije para mí mismo.
Mi mano tembló un instante antes de presionar el timbre.
Un chasquido en el altavoz rompió el silencio.
—¿Buenas?
Reconocí su voz al instante.
Y, de repente, no estuve seguro de qué era lo que realmente buscaba al estar allí.
El silencio se alargó un segundo más de lo normal. Tragué saliva antes de responder.
—Soy yo, Darío. Estoy aquí.
Del otro lado, escuché una respiración entrecortada. No contestó de inmediato, pero supe que me había reconocido. Luego, su voz emergió, sorprendida, casi incrédula.
—¿Darío? ¿Eres tú?
—Sí, Helena…
Un ruido tenue sonó a través del altavoz, como si algo se hubiera caído. Luego, una pausa, y un susurro apenas audible.
—Sube.
El portón se abrió con un chasquido mecánico. Crucé el umbral con el pulso acelerado y las piernas más pesadas de lo que esperaba. En el ascensor, mi reflejo en las puertas metálicas me devolvió una mirada inquieta. Había tomado la decisión de venir, pero ahora, frente a la inminencia de verla, todo en mí se debatía entre el impulso y la duda.
Frente a la puerta del 403, respiré hondo y toqué.
La puerta se abrió casi al instante.
Helena estaba ahí, con el cabello suelto, los ojos abiertos de par en par, como si aún no creyera que era real. Nos miramos por un momento que se sintió eterno. Tantos mensajes, tantas palabras lanzadas al vacío de la pantalla, y ahora… aquí estábamos. No sé quién se movió primero, pero de repente estábamos abrazándonos. Al principio fue torpe, casi dubitativo, como si nuestros cuerpos tardaran en reconocer la familiaridad que nuestras voces habían construido. Pero luego el abrazo se afianzó, fuerte, necesario.
Helena apoyó el rostro en mi hombro y soltó el aire con un temblor.
—No pensé que vendrías —murmuró.
—Yo tampoco —admití, con una risa nerviosa.
Se apartó solo un poco, lo suficiente para mirarme a los ojos. Algo en su expresión cambió, sus labios temblaron con una confesión que parecía haber estado reteniendo demasiado tiempo.
—No fui completamente sincera contigo…
Fruncí el ceño, sin soltarla.
—¿A qué te refieres?
Antes de que pudiera responder, una voz infantil rompió el silencio.
—Mami…
Me giré hacia el pasillo.
Allí, aferrada al marco de la puerta, estaba la niña que había visto en la entrada. La misma que me había parecido una muñequita con su pequeño cuerpo y su mirada curiosa.
—Ella es Luna —susurró Helena, con una sonrisa nerviosa—. Mi hija.
La niña me observaba en silencio, como evaluándome. Miré a Helena, luego de nuevo a la niña. Algo dentro de mí encajó en su sitio, como si todas las piezas sueltas finalmente hubieran encontrado su forma.
No dije nada. Solo asentí.
Y me quedé.
Nos instalamos en la sala, donde una luz cálida iluminaba la estancia con un aire de intimidad imprevista. Luna se había acurrucado en un sillón con una tablet entre las manos, lo suficientemente distraída para darnos un respiro, pero no lo bastante lejos como para que su presencia se desdibujara del todo.
Helena y yo hablábamos con la soltura incómoda de quienes aún no saben cómo acomodarse en la realidad después de haberse conocido en la distancia. Nos movíamos entre temas livianos, el clima, el barrio, el trabajo… cualquier cosa que no nos empujara a la grieta que se había abierto con mi último mensaje.
Yo lo sentía ahí, flotando en el aire como una nota inconclusa. Sabía que ella también.
La conversación tropezó en un breve silencio, y fue entonces cuando Helena bajó la mirada, acariciando con la yema de los dedos el borde de la mesa de centro.
—Cuando leí tu último mensaje —dijo de pronto, sin mirarme—, no supe qué sentir. Mi respiración se pausó apenas un instante, pero ella lo notó.
—Fue… mucho —continuó, ahora encontrando mis ojos—. Te leí tantas veces. Intenté responder, pero ninguna palabra me parecía la correcta.
—Por eso no dijiste nada —dije, más como una afirmación que una pregunta.
Asintió.
—No quería que todo terminara así. No quería perderte, Darío. Pero tampoco sabía qué más podía ofrecerte.
Me quedé en silencio, sopesando el peso de sus palabras. Allí estaba, la verdad que se había estado deslizando entre nosotros todo este tiempo. Asentí lentamente, dejando que sus palabras se asentaran en el aire entre nosotros.
—Entonces… ¿por qué no me detuviste? —murmuré al final. No era la pregunta correcta, pero era lo más cercano a lo que realmente quería decir.
Helena me miró, sus labios se separaron levemente, como si fuera a responder de inmediato, pero algo la hizo vacilar.
—No lo sé —admitió—. Supongo que…
La observé en silencio, tratando de descifrar si eso era cierto o si solo se estaba convenciendo a sí misma.
—Cuando te escribí —continué, mi voz más baja ahora—, no esperaba respuesta. No la necesitaba. Lo dije todo porque sentí que debía hacerlo. Que te debía esa verdad, aunque me costara.
Ella asintió lentamente, su expresión transformándose en algo más serio.
—Lo leí muchas veces, Darío. Y no voy a mentirte… Me asustó.
La confesión era honesta, sin juicio, pero no dejaba de golpearme en el pecho. Bajé la mirada, apoyando los codos sobre las rodillas.
—Lo entiendo.
—No creo que lo hagas del todo —su voz era un susurro, casi como si hablara consigo misma—. No fue por lo que dijiste. Fue por cómo lo dijiste.
Eso me hizo mirarla otra vez.
—¿Cómo lo dije?
—Con la certeza de alguien que se estaba despidiendo de verdad. Como si al soltar esas palabras estuvieras cerrando una puerta para siempre.
Me quedé en silencio. —¿Eso querías? —preguntó entonces, su mirada clavada en la mía.
No supe qué responderle. Porque lo cierto era que cuando lo escribí, lo había hecho con la intención de terminar con todo, de romper esa dinámica que se había vuelto vacía, mecánica. Pero ahora, sentado en su sala, con su mano aún sobre la mía, con su hija en la otra esquina de la habitación, sintiéndome más expuesto de lo que jamás me había sentido en nuestras conversaciones… ya no estaba tan seguro.
Helena suspiró y se inclinó apenas hacia adelante.
—Sé que no fui del todo sincera contigo —dijo, y en su voz había algo parecido a la culpa—. No era solo un juego para mí, aunque muchas veces lo hiciera parecer así.
Su confesión me tomó por sorpresa.
—Entonces, ¿qué era?
Ella no respondió de inmediato. Sus dedos tamborilearon suavemente sobre mi piel, como si las palabras se resistieran a salir.
—Era una forma de… explorar sin arriesgarme demasiado. Sin enfrentar lo que realmente significaba.
No estaba seguro de si se refería a nosotros o a algo más profundo, pero no quise presionarla. Ya era suficiente que lo estuviera diciendo en voz alta.
El silencio que se instaló entre nosotros no era incómodo, sino denso, cargado de cosas que aún quedaban por decir.
—No sé qué hacer con esto —dije al final, con honestidad.
Helena sonrió, y por primera vez en toda la noche, su expresión se suavizó.
—Podemos empezar por no fingir que no pasó. Me hablaste de incesto y de cuanto te gustaba ese tema.
Un escalofrío recorrió mi espalda al escucharla decirlo en voz alta. No con asco, no con burla, sino con una calma que me desarmó.
—Sí —admití, tragando saliva—. Te lo dije porque… porque sentí que tenía que ser honesto contigo.
Helena asintió lentamente.
—No esperabas que lo mencionara, ¿verdad?
Negué con la cabeza, sintiéndome repentinamente vulnerable.
—No —dije con sinceridad—. Pensé que era algo que preferirías olvidar.
—Tal vez lo habría hecho —susurró, con la mirada perdida en algún punto entre nosotros—, si no fuera porque… entendí algo cuando lo leí.
—¿Qué cosa? Se humedeció los labios, dudando un instante.
—Que en todas nuestras conversaciones, en todos esos juegos, nunca habíamos sido realmente honestos.
Parpadeé, sorprendido.
—¿A qué te refieres?
—A que siempre estábamos representando algo. Un papel, una fantasía. Nunca nos permitimos ser completamente nosotros mismos. Pero en ese mensaje… tú fuiste real. Me mostraste algo que no era solo excitación o juego, sino una parte de ti que nunca habías dejado ver.
Sentí que el aire en la habitación se volvía más denso, como si nos envolviera en un velo de intimidad que no tenía nada que ver con el deseo inmediato, sino con algo más profundo, más aterrador.
—¿Y eso que significó para ti? —pregunté, con la voz apenas audible.
Helena tardó un momento en responder.
—Que tal vez… yo también he estado huyendo de ciertas verdades.
Su confesión quedó flotando entre nosotros, sin necesidad de ser explicada de inmediato. Su hija, Luna, seguía jugando en la otra esquina de la sala, ajena a la conversación cargada de tensión que su madre y yo manteníamos.
—Darío… —susurró Helena, y su mano se deslizó apenas sobre la mía—. ¿Sigues queriendo marcharte?
No respondí de inmediato. Porque la verdad era que no lo sabía. No en ese momento.
El silencio entre nosotros no duró mucho. No había necesidad de más palabras. Helena me sostuvo la mirada, y en ese instante entendí que la verdad que habíamos compartido no nos alejaba, sino que nos unía de una manera inesperada.
Nos besamos con hambre contenida, con la intensidad de dos personas que se han deseado por demasiado tiempo y que, por fin, tienen la oportunidad de abandonarse el uno al otro sin miedo. Pero no fue solo deseo lo que nos movió. Hubo ternura en la forma en que deslizamos nuestras manos sobre la piel del otro, en la manera en que nuestros cuerpos se buscaron, no solo para saciar la pasión, sino para comprobar que estábamos allí, juntos, sin máscaras, sin personajes, solo nosotros.
Al final del beso, los ojos de Helena se detuvieron en mis labios. Mordió los suyos, como si anhelara otro beso, como si estuviera debatiéndose entre el impulso y la razón.
—Eso fue bastante excitante… —susurró, su voz apenas un aliento contra mi piel—. Hace mucho tiempo que no me sentía así. Antes de que pudiera responder, su mirada se desvió hacia Luna. La niña nos observaba con una mezcla de sorpresa y confusión, su pequeña figura apenas iluminada por la luz tenue de la sala.
Helena tomó aire y se acercó a ella con cautela.
—Luna, cariño… —comenzó con suavidad, arrodillándose para estar a su altura—. Darío y yo… nos hemos acercado en las últimas semanas. Comenzó como una amistad, pero se ha convertido en algo más…
Extendió la mano y tocó el brazo de la niña en un gesto tranquilizador. Luna no apartó la mirada, pero su expresión seguía siendo indescifrable.
—Quiero que te quedes aquí, ¿sí? Darío y yo vamos a hablar un momento en mi habitación —continuó Helena, acariciando su cabello con ternura—. No tardaremos.
Luna asintió lentamente, aunque sus ojos se posaron en mí por un instante, como si intentara descifrar algo en mi rostro. No dijo nada, solo abrazó su almohada y se hundió en el sofá, girándose hacia la Tablet en sus manos sin añadir palabra.
Helena me tomó de la mano y me guio hacia la habitación. Su agarre era firme, decidido, pero podía sentir el temblor en sus dedos, la tensión que aún no terminaba de disiparse.
La puerta se cerró tras nosotros con un suave clic, y en la penumbra del cuarto, nos quedamos en silencio por un instante.
—No me mires así —susurró Helena, apoyándose contra la puerta—. No quiero arrepentirme de esto.
—No tienes por qué hacerlo —murmuré, acercándome con cautela—. No estamos haciendo nada malo.
Ella exhaló con fuerza, como si intentara soltar un peso invisible.
—Lo sé… Pero hace tanto que no me permito sentir algo así.
Puse mis manos en su cintura, atrayéndola hacia mí.
—Entonces deja de pensar.
Nuestros labios se encontraron de nuevo, y esta vez no hubo dudas, solo deseo.
Sus manos recorrieron lentamente mi espalda, trazando los contornos de mi cuerpo a través de mi ropa. Mordisqueo suavemente mi labio inferior antes de retroceder un poco. Sus manos se deslizaron por debajo del dobladillo de mi camisa, acariciando la piel de mi cintura y mi abdomen. Volvió a capturar mis labios en un beso más profundo y apasionado. Nuestros cuerpos presionados cayeron juntos sobre la cama.
Sus piernas a horcajadas sobre mis caderas, se sentó sobre mí y lentamente se quitó la blusa, revelando el sujetador de encaje que tenía. Se inclinó hacia delante y apoyó sus manos sobre mi pecho. Comenzó a mover sus caderas sobre mí. Mi pene endurecido presionaba contra su cuerpo a través de nuestras ropas. Se quito el sujetador, sus senos libres quedaron ante mis ojos, sus pezones estaban duros, los toque, los agarre con firmeza. Se deslizó por mi cuerpo, besando y lamiendo un rastro desde mi cuello, abriendo mi camisa hasta mis abdominales. Engancho sus dedos en la cintura de mis pantalones y ropa interior, tirando de ellos hacia abajo con un movimiento rápido. Mi pene duro y palpitante se liberó y se detuvo un momento solo a mirarlo, se lamió los labios con avidez. Envolvió su mano alrededor de mi pene, acariciándolo lentamente mientras me miraba con deseo. Se inclinó y paso su lengua por la parte inferior de mi pene, acariciando el punto sensible que hay justo al comienzo de mis testículos. Luego, sin previo aviso, se lo llevo a su boca, chupando con fuerza mientras su cabeza bajaba lo más que podía.
Luego se levantó y abrió ligeramente la cremallera de su falda, lo suficiente para que cayera al suelo. La pateó a un lado y quedó en bragas, las bajo lentamente y las coloco sobre la falda a un lado. Se mordió el labio, la noté vulnerable y ahora completamente expuesta a mí y a mis deseos. Se mantuvo esperando una acción mía, o quizá una instrucción o una orden quizás. Sus ojos bajaron.
Me puse de pie y la empuje sobre la cama, ella se dejó guiar con obediencia, arrastrándose sobre el colchón a cuatro patas. Su cola se movía de un lado a otro coquetamente. Arqueó la espalda, volteó la mirada con un toque de deseo, sus senos se balanceaban debajo de ella, en el aire. Estaba rogando que la tome, que la use para mí placer, yo la miraba agarrándome el pene, recordando cuantas veces habíamos hablado de esta situación que ahora era realidad.
Me acerque a ella, me agache, observé con deleite lo que tenía ante mis ojos y comencé a devorarla, mi boca se apoderó de su ano y su vagina, succione y lamí todo lo que estuvo a mi alcance. Helena jadeaba y empujaba sus caderas contra mi cara. Sus jugos fluían inundando mi boca y mi barbilla, había logrado que llegara a un orgasmo solo usando mi boca. No lo creía, nunca me había pasado antes. No pude soportarlo más, me incorporé y la penetré de un solo empujón.
Mi pene ingresó con total libertad y sin restricciones, el calor que sentí de su interior era embriagador. Helena enterró la cara en la almohada, porque sus gemidos se habían convertido en gritos. Pero estábamos coordinados, y los movimientos de ambos me hacían sentir que cada vez iba más profundo dentro de ella. Sus tetas se oprimieron contra el colchón en el momento en que más fuerte le empecé a dar.
Mi pene comenzó a palpitar dentro de ella y luego comencé a llenarla con mi semen. Ella volvió a gemir a la vez, era su segundo orgasmo en menos de 10 minutos. Sentí su orgasmo directamente con mi pene en su interior, sentía sus palpitaciones internas, sentía que me succionaba. Cuando le retire el pene, Helena se desplomó. Cayó rendida en la cama, respirando agitadamente, sus nalgas se movieron ante la inmensidad que las confirmaba, y sudaban, oh dios como brillaban. Giro la cabeza para mirarme.
Habíamos hecho el amor en la penumbra de su habitación, con la certeza de que nada más importaba en ese instante. Por primera vez, no éramos dos desconocidos jugando con la fantasía de la distancia, sino dos personas compartiendo algo real, algo que por un momento nos hizo sentir felices, plenos, como si todo hubiese valido la pena solo para llegar hasta allí. Después, entrelazados y aun temblando por la intensidad de lo que acabábamos de compartir, Helena me tomó de la mano y me llevó al baño. El agua caliente nos envolvió, y bajo la tenue luz del espejo empañado, nos miramos con la complicidad de quienes acaban de cruzar un umbral del que no hay retorno.
Fue entonces cuando lo escuchamos.
Un ruido sordo justo detrás de la puerta de la habitación.
Nos quedamos inmóviles. El sonido del agua amortiguó el latido acelerado de nuestros corazones.
Helena me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Escuchaste eso? —susurró.
Asentí lentamente.
Silencio. Pero esa clase de silencio denso, que se siente más que se escucha. Como si alguien estuviera ahí, justo al otro lado. Esperando.
Un segundo después, pasos suaves se alejaron por el pasillo.
Helena cerró los ojos y apretó los labios, conteniendo algo que no se atrevió a decir en voz alta.
Yo también lo entendí, pero ninguno de los dos pronunció su nombre.
Está historia continuará solo si los lectores así lo deciden.
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