¿Cómo se puede ser una BBW a tan corta edad?
La historia de un padre que sin saberlo crio a la BBW de sus sueños más retorcidos….
Todos los personajes de este relato ficticio tienen 18 años o más
¿CÓMO SE PUEDE SER UNA BBW A TAN CORTA EDAD?
Resulta obra purísima del karma que yo, hombre aficionado a las mujeres grandes y bonitas —me refiero, a las BBW, el tipo de mujeres que en su mayoría existen en ilustraciones hiperbólicas o en imaginaciones de hombres desensibilizados, pero que pocas veces se llegan a ver en la vida real— criaba a una sin saberlo.
A veces la vida te pone en tu sitio, ¿no? Así fue como me enamoré de Elizabeth, que no era ni mucho menos de dimensiones grandes, sino todo lo contrario: era una mujer de estructura fina, de extremidades largas, atlética, de 1.65 cm de altura, con un rostro celestial, pero que en nada se parecía a una BBW. A pesar de ello, me enamoré a primera vista y solo 5 años más tarde lo dejé todo: mi empleo, mi familia, mis amigos… para irme a vivir lejos con ella a una ciudad prometedora. Para nuestro segundo año de casados, Elizabeth me regaló a mi primera hija, Bety, la persona más importante de mi vida hasta el día de hoy. Me fui olvidando de mis viejos fetiches y pasiones, de mis vicios y adicciones, porque ahora me dedicaba de tiempo completo a ser esposo y padre. Y cuando eres padre lo dejas todo.
Desde que empezó a coger identidad, a Bety la recuerdo ingenua e inocente. Se mantenía justo como un ángel, carente de cualquier clase de malicia y dotada con la habilidad de hacer un millón de veces mejor la vida con el simple hecho de mirarla; era la niña más tierna y risueña del universo, con el rostro igual de perfecto que el de su madre. Y la verdad es que duele ver crecer a un hijo, sobre todo si es mujer. Lloras. Deseas con el alma que se mantenga pequeña, inmaculada, sobreprotegida, inocente…, pero no puede ser así por siempre. Y quizá el error más grande de mi vida fue intentarlo.
Bety llegó a la pubertad y sus caderas comenzaron a ensancharse y su pecho a adquirir una nueva dimensión, pero a los 14 años todavía vestía a sus muñecas. A esa edad las formas de su cuerpo apuntaban directamente a las de su madre, sería su viva imagen. Pero nunca supimos en qué momento exactamente o por qué motivo su desarrollo físico decidió tomar una senda diferente. A los 16 tan solo conservaba el rostro angelical de aquella niña tierna que un día fue, pero todo lo demás desfiguraba escabrosamente con la dulzura de sus ojos. Era como si el karma se estuviera cobrando las cuentas de todos mis malos pensamientos de antaño, cuando solía ser un hombre al que lo movía el puro morbo. Sus caderas se ensancharon de manera exagerada, y creció tanto de altura que ya ni parecía de su edad. Su pecho cogió el volumen de un par de sandías, era inevitable mirarla a la cara en un primer lugar. Su trasero y sus muslos se agigantaron y hasta comenzaban a desarreglar su caminar. Sus atributos de mujer cogieron demasiada carne en tan poco tiempo que ya nadie más que sus padres la reconocían. Pero ella ni se inmutó por esto. Y es más, a los 16 todavía le temía a los chicos, seguía prefiriendo sus muñecas y el resto de cosas de niña en general y se había distanciado ya de la mayoría de sus amigas por tal motivo. Y lo más grave de todo: seguía siendo mi princesa.
Tanto a mi mujer como a mí nos daba grima, nos daba pudor hablar del tema. Evitábamos a toda costa mencionar cualquier cosa que tuviera que ver con las desvariadas proporciones que hasta hace poco había adquirido el cuerpo de nuestra niña. Pero sobre evadíamos las innumerables advertencias sobre un comportamiento infantil rezagado que se exacerbaba con el pasar de los días. Había algo de malo en ella, claro estaba, algo que yo más que nadie pero que ambos a fin de cuentas habíamos propiciado. Algo de lo que sus padres éramos los únicos culpables, porque se nos advirtió por todas partes, pero no quisimos escuchar: la habíamos sobreprotegido horrores.
—¿Crees que… deberíamos llevarla a un psiquiatra? —se atrevió a preguntarme Elizabeth un día sentada a mi lado en el sofá mientras delante nuestro, tendida sobre la alfombra de la sala, Bety pintaba una revista de dibujo con sus lápices de colores .
—¿Por qué preguntas eso? —solo pude responder yo.
—Pues creo que tiene razón mi madre… y el resto de la gente. ¡Mirala, no es normal! ¡No es normal que prefiera quedarse en casa pintando revistas infantiles estúpidas mientras todos sus compañeros disfrutan del baile de fin de curso!
—Elizabeth, sabes que Bety es diferente…
—Es porque nosotros la hemos hecho diferente. La amo, tanto como tú, y lo sabes, pero no podemos seguir así, fingiendo no pasa nada.
Eran contadas las veces en que veía a mi mujer llorar, pero me estremecía en cada una de ellas.
—Mauricio… —dijo mi nombre en sus sollozos—, ha sido culpa nuestra.
Mi gran esfuerzo hasta el momento había sido aguantar, jamás fijarme en el cuerpo de mi hija ni entenderla como la mujer que era, como debió seguir siendo para siempre. Pero su ingenuidad una noche de verano me hizo replantearme las cosas para mal, para cambiar radicalmente nuestras vidas, para dejar de ser para ella únicamente su padre. Elizabeth no se encontraba en casa, había ido por el fin de semana a visitar a su padre enfermo como cada viernes. La niña, Bety, prefería quedarse en casa conmigo, siempre fui su favorito. A pesar de nuestras frágiles circunstancias, nunca habíamos vivido juntos un momento embarazoso. Nos encantaba jugar a juegos de mesa, cenar pizza, mirar series de televisión…, a veces le hablaba sobre mi infancia, pero siempre uno respetando el espacio de otro. Hasta aquella noche, en que me encontraba a punto de dormir, recostado en la cama matrimonial que solía compartir con Elizabeth, y mi hija tuvo que llamar a la puerta.
—Papi, ¿te has dormido ya? —la escuché decir afuera.
Abrí, apareciendo Bety al otro lado con una larga bata de pijama púrpura espantada con dibujitos aniñados.
—Aún no, princesa, ¿qué sucede?
—Es que vine a mostrarte algo.
—Oh, vale, muéstrame…
Entonces introdujo un brazo en el interior de la habitación para encender la luz y de inmediato adentró campante el cuerpo entero. Miré sus ojos a la altura de los míos, medíamos lo mismo. Cuando hubo llegado al centro, justo debajo de la lámpara incandescente, me pidió de favor que volviera a la cama. Y yo lo hice. Fui a sentarme con los ojos medio cerrados, cansado de un viernes duro de trabajo, con ganas de que el día terminara ya.
—Y bien, princesa, ¿qué es lo que vienes a mostrarme?
—Aquí voy… —dijo ella a solo un metro de mí, de pie entregándome la espalda.
Podía ver cómo le resbalaba el cabello de los hombros, tenía que fijarme solamente en eso, aunque debajo centellearan las curvas y protuberancias. Ese era mi único trabajo. Y lo estaba haciendo bien, pero Bety giró el cuello a un lado como buscándome con la mirada, advertí una traviesa y corta sonrisa de parte de sus labios y luego, insensatamente, dejó caer su bata íntegra al suelo.
—¡Be-bety! ¡¿Qué estás haciendo?!
Me precipité. Me puse de pie, la fui a alcanzar hasta su lugar y me agaché para recoger su bata y volver a vestirla. Pero ella me tomó de los hombros y me detuvo:
—Papi, je, je, je, ¿qué te sucede? Tranquilízate, solo quiero que veas algo…
—¡Sí-Sí pero no tienes que desvestirte!
—Es que tiene que ser así. Vamos, vuelve a sentarte.
Regresé mi lugar resignado, derrotado por una niña, sin decir nada ya. Me hacía daño, me destruía contemplar su cuerpo a solo un paso de desnudarse. Su ropa cotidianamente llevaba dibujitos y figuras por todas partes. Sus blusas, faldas, pantalones y vestidos eran en su mayoría de colores vivos, fuertes y juveniles. Pero ahora y por primera vez la conocía en ropa interior. Ambas prendas eran negras y de encaje. En su espalda corría horizontalmente una tira elástica que se sujetaba de dos tirantes prendidos a sus hombros. Su piel de noche se veía mucho más blanca, tersa y vulnerable de lo habitual. La amplitud de su torso se iba reduciendo a medida que mis ojos descendían y se acercaban a su cintura. Un par de rollitos se tambaleaban a cada lateral, y más abajo todo volvía a ensancharse desmesuradamente. Las dos enormes bolas de carne madura que eran sus nalgas se escapaban de unas bragas de tiro alto que ya de por sí eran muy grandes. Sus muslos como siempre lucían enormes, y me resultaba inverosímil que a pesar del tamaño aquella zona careciera de asperezas.
Mi hija era ya todo una mujer —¡en qué momento me fui a dar cuenta de ello!—, vistiendo la más sexy lencería del mundo.
—Ahora escucha esto, papi…
Elevó completamente ambos brazos, se tomó de las manos en el aire y entonces comenzó a dar pequeños saltos en su mismo lugar sin despegar los pies del suelo. Solo flexionaba y estiraba las rodillas, y lo volvía a hacer sin cuidado, sacudiendo todo su cuerpo en el proceso. Sus largos cabellos flameaban y los pliegues de su torso trepidaban, y se veía magnífico. Pero había algo que interrumpía y cortaba bruscamente la sintonía de sus movimientos. Y era que cada que su enorme trasero descendía y rebotaba contra la parte más alta de sus muslos, se emitía un estrepitoso sonido de azote, como una serie de latigazos, o de truenos que dejaban eco en lo más profundo de mis entrañas.
—¿Lo estás escuchando, papi? ¡Estoy aplaudiendo con mis pompis!
—Be-bety…
No paraba. Giró más el cuello hasta encontrarme por fin. Me sonrió, genuinamente entusiasmada, como si aquello que estaba haciendo fuera algo que pudiera hacer delante de su padre, sin repercusiones, sin efectos secundarios. Mas mi moral se corrompía. Me encontraba completamente idiotizado, absorto en su gran trasero que se azotaba al ritmo de unos saltos inocentes. Y la magnitud, el color claro y la grasa bien colocada del resto de su cuerpo no hicieron más que terminar de volarme la cordura.
Era cuestión de tiempo. Claro. Lo supe desde el principio, cuando su desarrollo comenzó a desbordarse. Era cuestión de tiempo para que sucediera lo que estaba a punto de suceder, lo inevitable. Nunca lo quise ver, y debí hacerlo cuando tuve oportunidad para estar preparado, para trazar un plan eficaz que me ayudara a escapar de algo tan mayor como esto. Pero hora no tenía nada, tan solo un morbo desvariado que resurgía desde mi malsana juventud; un morbo que sepulté cuando decidí casarme con Elizabeth y vivir feliz para siempre; un morbo que hoy resucitaba, en el peor momento posible tras de mi hija… Dios habrá de perdonarme, por haber nacido hombre, por enviarme a la Tierra débil y vulnerable. Por potencial tirano.
—¡Vaya, Bety, te sale de maravilla! —le dije.
—¿De verdad, papi? ¿Te gustan los aplausos de mis pompis?
¡Me encantan, cariño! Pero… ¿Podrías acercarte un poco más para que tu padre pueda verte mejor?
Sin detenerse todavía retrocedió a saltitos, tanto que llevó su culo a escasos centímetros de mi frente. No lo podía creer. No había cosa más grande en el mundo. Era simplemente lo mejor. Levanté mis brazos que habían estado pegados todo este rato a mis rodillas, los extendí uno a cada lado y cogí su piel. Comenzó a reír. Sus caderas se sentían extremadamente suaves y extensas y se moldeaban con solo el tacto de mis dedos. Bajé, pasando por sus muslos llenos y sentí un escalofrío terrible, que me advertía lo peor: se trataba de mi propia hija, ¡de mi niña, mi princesa!, vistiendo las pieles de la BBW de mis más retorcidos sueños.
Ascendí y fui a dejar mis manos, que ahora parecían diminutas, sobre la esponjosa textura de sus nalgas. Se detuvieron los saltos, pero no dejó de reír:
—Ay, je, je, je, papi, ¿qué le haces a mis pompis?
Mis pulgares cogieron furia, se hundieron, se zambutieron. Mi hija se reducía ante mis ojos a una masa de carne inmensa, tan cálida como peligrosa. Cogí sus bragas, las estiré y las tallé con las sucias yemas de mis dedos. Me enloquecieron las florecitas de su encaje. Y ya no pude soportar más.
—¿Qué te parece, princesa mía, si por esta noche te quedas a dormir conmigo, aquí, en mi cama, como lo hace tu madre?
Contacto: @mommysonshine en Twitter
Muy bueno, cuando el siguiente?