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Incestos en Familia, Sexo con Madur@s, Voyeur / Exhibicionismo

Cuando el culito de la niña de 6, manda!

¿Qué padre puede resistirse a jugar con su hija?.

Era una de esas tardes de verano que te derriten el cerebro. El aire parecía gelatina caliente. En el salón, con las persianas bajas a medias, Miguel estaba tirado en el sofá, en pelotas. El periódico lo tenía abierto encima del pecho, pero no leía; miraba al techo, a una mosca que daba vueltas alrededor de la lámpara.

Lara, también desnuda, no podía estarse quieta. La energía de los seis años es un motor que no tiene freno. Saltaba de un cojín a otro, hacía piruetas torpes, sus pies descalzos chapoteando en su propio sudor sobre el piso de terracota.

De repente, se detuvo frente a él. No dijo nada. Solo le dio la espalda, se agachó con una flexibilidad de goma, y se agarró los tobillos. Ahí se quedó, formando un arco perfecto.

Desde el ángulo de Miguel, la vista era… definitiva. El culito redondo y dorado de su hija, a la altura de su cara. Y entre las dos nalgas, cerradito como un botón de rosa, el agujerito. Rosadito, perfecto. Un centro de gravedad.

A Miguel se le puso dura al instante. Fue una reacción pura, sin pasar por el cerebro. Sintió cómo la sangre le abandonaba la cabeza, dejándole un zumbido en los oídos, y bajaba toda, toda, para llenar esa parte de su cuerpo que ya no le pertenecía.

—Papá —dijo Lara, su voz un poco ahogada por la postura—. Tu oruga. Se está poniendo dura. Mira.

Miguel bajó la mirada. Su pija, que reposaba floja sobre su muslo, se estaba alzando, palpitando, como si alguien la hubiera inflado con una bomba invisible. La punta, ya húmeda, brillaba a la luz del salón.

—Sí —logró decir, con la voz pastosa—. Es que… cuando ve tu puerta, le entran ganas de llamar. De hacer… ding-dong. Como un timbre.

La lógica del Edén era infalible: cualquier cosa podía convertida en juego. Era el hechizo que lo permitía todo.

A Lara se le iluminó la cara, o lo que Miguel podía ver de ella entre sus propias piernas.
—¡Ah! —exclamó, como si le hubieran explicado la regla de un nuevo deporte—. ¿Jugamos? Tú tocas el timbre con la oruga, y yo digo ding-dong y… ¡abro la puerta!

Miguel tragó saliva. Un nudo grueso y caliente se le formó en la garganta. Ya se estaba moviendo, como un autómata. Dejó el periódico a un lado, se puso de rodillas detrás de ella. La vista desde aquí era aún más potente. Estaba tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su piel. Olía a jabón de glicerina, a polvo de talco, a niña limpia. A él le olía a precipicio.

Con la mano que le temblaba apenas, agarró su pija. Estaba dura como un mármol, la piel tirante, y el glande, empapado de su propio fluido, resbaladizo. Con un cuidado exagerado, como si manipulara un artefacto delicado, acercó la punta y la posó, suavemente, justo en el centro del diminuto culito de su hija.

Pum.

Un golpecito suave, casi un roce. La carne infantil cedió un milímetro, una elasticidad sorprendente.

—¡Ding-dong! —cantó Lara, y su risa era cristalina, de pura diversión—. ¡Funciona! ¡Otra vez, papá!

Pum. Pum.

Dos toques más firmes. Esta vez, Miguel aplicó un poco de presión. Sintió cómo el músculo anular, increíblemente tenso a pesar de su tamaño, se resistía y luego cedía ligeramente bajo la presión redonda y húmeda de su glande. Era una sensación eléctrica, prohibidísima, que le recorrió la columna como un calambre.

—¡Ding-dong! ¡Ding-dong! —gritaba Lara, balanceándose hacia atrás y adelante, jugando—. ¿Abro ya? ¿Puedo abrir?

—Todavía no, cariño —jadeó Miguel, ya completamente atrapado en la mecánica del juego—. Deja… deja que el timbre toque un poco más. Tiene que sonar bien fuerte.

Y aceleró. Pum-pum-pum-pum. Los golpes se hicieron más rápidos, rítmicos, casi una percusión. Ya no era un juego de toques aislados; era un asedio. Con cada embestida, el glande resbalaba sobre el terreno prohibido, humedeciéndolo con su fluido, calentándolo con la fricción. No entraba, pero el casi era tan delgado que el aire entre ellos parecía vibrar.

Para Lara, la sensación comenzó a cambiar. Las primeras veces eran como un cosquilleo externo, gracioso. Pero ahora, con la insistencia y la presión, el cosquilleo se internalizó. Era como si cada pum no golpeara la piel, sino que resonara dentro de su bajo vientre, en un lugar profundo y desconocido que nunca había notado. Una onda cálida, honda, que se expandía con cada golpe.

Dejó de gritar «ding-dong». Un gemido leve, involuntario, le escapó de los labios con cada impacto. Su cuerpo respondía por su cuenta: la piel de los brazos y la espalda se le puso de gallina.

—Papá… —susurró, y su voz tembló—. Se siente raro… como cosquillas, pero por dentro. Cosquillas… calientes.

Esa frase, dicha con esa inocencia confundida, fue la última cerilla. Le prendió fuego a los últimos restos de su contención. Miguel perdió el ritmo, el control, la respiración. Los golpes se volvieron frenéticos, brutales, un martilleo salvaje contra aquella puerta minúscula. Jadeaba, gruñía, el sudor le corría por la sien y le goteaba sobre la espalda de Lara. Ya no era un juego. Era la bestia, el animal que llevaba dentro, embistiendo contra la última frontera.

—¡LARA! —rugió, y fue un grito desgarrado, de triunfo y de derrota a la vez.

El orgasmo le explotó desde la base de la columna, una descarga brutal que lo dobló sobre sí mismo. Se inclinó sobre el cuerpo arqueado de su hija mientras su pija, todavía presionando contra ella, descargaba chorros espesos y calientes de semen sobre sus nalgas, la espalda baja, la hendidura misma. La leche blanca corrió por la piel dorada, pintando un mapa vergonzoso y brillante.

Quedó desplomado sobre ella, jadeando como si se ahogara, el peso de su torso sobre su espalda. Al rato, Lara se movió, incómoda. Él se dejó rodar a un lado. Ella se enderezó, se dio la vuelta. Tenía la cara arrebolada, los ojos brillantes de una excitación que no entendía. Se miró el cuerpo, manchado de blanco pegajoso que ya empezaba a secarse al calor.

—¿Ya terminó el juego? —preguntó, y había una nota de decepción genuina en su voz. Con un dedo, tocó una gota que le bajaba por el muslo y se la llevó a la boca, por pura curiosidad. Hizo una mueca—. Sabe salado.

—Sí, cielo —murmuró Miguel, vacío, con la respiración aún entrecortada—. La oruga… se cansó. Se durmió.

—Pero apenas estaba empezando a sonar bien el timbre —se quejó Lara, con el desencanto simple y absoluto de la infancia—. Sonaba fuerte, por dentro. Quería más ding-dongs. Muchos, muchos más.

Miguel la miró. En sus ojos no había trauma, ni miedo, ni siquiera confusión duradera. Solo las ganas de seguir jugando. Para ella, esto era solo otro juego extraño y nuevo, donde el cuerpo de su papá era el juguete más fascinante e impredecible. Eso lo alivió y lo condenó al mismo tiempo.

—Otro día —prometió, con una sonrisa cansada que le llegaba a los ojos—. Otro día, jugaremos otra vez. Te lo prometo.

La sonrisa que Lara le devolvió fue radiante, pura. La promesa de futuro juego era suficiente. Dio un salto y salió corriendo, sus pies descalzos sonando en el suelo, hacia el jardín y la piscina. Las manchas blancas en su piel se iban secando y cuarteando bajo el sol de la tarde.

El agua fría de la piscina le dio un shock delicioso. Lara se sumergió, dejó que el agua le limpiara las costras secas de semen, que se desprendieran como escamas y flotaran. Luego, nadó hasta el centro y se puso a flotar boca arriba, mirando el cielo que empezaba a teñirse de naranja.

Y ahí, en la quietud, lo sintió otra vez. No era un recuerdo, era una sensación física persistente. Entre las piernas, no en el frente (ése era un territorio que apenas conocía), sino atrás, justo en el punto donde la punta redonda y caliente de papá había hecho pum-pum-pum.

Era un cosquilleo profundo, un latido suave y caliente que parecía haberse instalado dentro de su cuerpo. Un eco corporal. Cada vez que apretaba los glúteos para mantenerse a flote o para sumergirse, sentía una onda de ese calor, una vibración dulce y extraña que le hacía sonreír bajo el agua.

Nadó hasta el borde, de espaldas, y con una mano se tocó allí, con curiosidad. La piel alrededor del pequeño orificio estaba sensible, un poco hinchada, caliente al tacto. No le dolía. Al contrario, la sensación al presionar suavemente era… agradable. Era la marca física del juego, la prueba de que había sucedido. Y a ella le gustaban las pruebas, las marcas. Eran trofeos.

Miró hacia la casa, a través de la ventana abierta del salón. Vio a su padre, todavía en el suelo, ahora sentado, con la cabeza entre las manos. Parecía cansado, lejano.

«La oruga se durmió», pensó, recordando sus palabras. Pero luego recordó la promesa: «Otro día jugaremos otra vez». Eso la llenó de una anticipación dulce. Había más ding-dongs en el futuro. Más de esa sensación rara y caliente por dentro.

Se sumergió de nuevo, esta vez hasta el fondo. Abrió los ojos bajo el agua clorada, azulada. Vio cómo los últimos restos del semen de su padre, que se le habían adherido al incipiente vello púbico, se desprendían y flotaban como finísimos velos de seda blanca, disolviéndose lentamente en el agua. La leche de papá se convertía en nubes submarinas, efímeras y silenciosas. Le pareció hermoso, un espectáculo secreto. Nadó a través de ellas, sintiendo cómo los últimos hilos viscosos se enredaban en sus piernas.

Cuando salió a la superficie, tomó aire y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Papá! ¡Tu leche hace nubes en el agua! ¡Nubes blancas!

No hubo respuesta. Solo el zumbido perezoso de las cigarras y el chapoteo del agua contra el borde de la piscina.

Miguel, en el suelo, escuchó el grito. Abrió los ojos. Sentía las baldosas frías bajo su espalda desnuda, un contraste con el calor residual que aún ardía en su piel. Su pene, ahora flácido y exhausto, yacía como una cosa ajena, una criatura marina varada en la orilla de su muslo. Sentía el latido lento en las ingles, pero por lo demás, había un vacío extrañamente tranquilo.

Alzó la vista. Allí estaba, como siempre después de estos episodios: la grieta en el yeso del techo. Una línea fina, irregular, que iba de la lámpara a la esquina. La conocía de memoria. Cada vez que terminaba uno de estos «juegos», sus ojos buscaban esa grieta. Era su ancla, su punto de referencia en un mundo donde los puntos de referencia se habían disuelto hacía mucho. Era parte del ritual.

Se puso de pie con un gemido. Las rodillas le crujieron. Caminó desnudo y sudoroso por el pasillo fresco hasta el baño. Bajo la ducha fría, dejó que el agua le golpeara la nuca y la espalda, tratando de borrar no el acto (eso era imposible), sino la confusión de sentimientos que lo rodeaba. Bajo el chorro, con los ojos cerrados, vio de nuevo la imagen de Lara nadando entre las «nubes» de su propio semen. Y, contra toda lógica, sonrió. Su hija, convirtiendo su vergüenza en un juego acuático. Era la lógica final de su mundo: todo se transformaba, nada era demasiado crudo para ser redimido por una mirada «poética».

Cuando salió, se secó con una toalla áspera. Ya no sudaba. El crepúsculo entraba por la ventana del baño, tiñendo todo de un color melancólico. Salió al jardín, el aire de la tarde empezando a refrescar sobre su piel limpia.

Elena y Lara estaban en la gran hamaca colgada entre dos naranjos. Elena leía en voz alta un cuento de princesas que hablaban con animales. Lara estaba recostada sobre ella, casi dormida, envuelta en una toalla.

Al verlo acercarse, Lara abrió un ojo. Su mirada bajó, automáticamente, a su entrepierna. Allí colgaba, pequeña, inofensiva, la «oruga» dormida. No hubo sorpresa, ni morbo, ni vergüenza en su mirada. Fue una mirada de reconocimiento familiar, como quien ve las llaves del coche sobre la mesa. Era parte del paisaje de papá.

—¿Mañana jugamos otra vez al timbre, papá? —preguntó, su voz cargada de sueño pero con un hilo de esperanza clara. Era la pregunta más natural del mundo.

Miguel miró a Elena. Ella no alzó la vista del libro. Pero en la comisura de sus labios, Miguel vio esbozarse la sombra de una sonrisa. Una sonrisa de complicidad, de aprobación. Era el permiso eterno, el termostato del Edén siempre en «encendido».

Un suspiro profundo, que era resignación y aceptación, le llenó los pulmones. El aire olía a jazmín y a tierra húmeda.

—Claro que sí, cielo —respondió, y su voz sonó sorprendentemente normal, tranquila, como si hablara de ir al parque—. Mañana, si quieres, jugamos otra vez.

Porque en esa casa, los juegos nunca terminaban. Solo hacían una pausa, esperando a que el sol saliera de nuevo para reinventar las reglas, para encontrar nuevos nombres a lo innombrable, y para seguir jugando en el fino, peligroso y único filo de su mundo particular.

75 Lecturas/7 diciembre, 2025/0 Comentarios/por Mercedes100
Etiquetas: baño, culito, culo, hija, orgasmo, padre, parque, semen
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