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Incestos en Familia

Cuando Todo Cambia

Molly siempre había tenido el control de su vida. Como autora y editora de guías de viaje, estaba acostumbrada a planear cada paso, cada detalle. Junto a Tony, su esposo desde hace más de diez años vivía una relación estable, marcada por la comodidad y la complicidad. La decisión de tener un hijo, t.
Molly siempre había tenido el control de su vida. Como autora y editora de guías de viaje, estaba acostumbrada a planear cada paso, cada detalle. Junto a Tony, su esposo desde hace más de diez años vivía una relación estable, marcada por la comodidad y la complicidad. La decisión de tener un hijo, tomada casi al cumplir los cuarenta, fue una elección cuidadosamente meditada… pero nada pudo prepararla para lo que vendría. Sarita nació en pleno invierno, envuelta en la quietud de una casa que se creía lista para recibirla. Sin embargo, desde sus primeros llantos, algo comenzó a resquebrajarse. Las noches se hicieron eternas, la conexión con Tony se volvió tensa, y el reflejo de Molly en el espejo comenzó a mostrar una mujer distinta: cansada, insegura, sola.
Desde su nacimiento, Sarita ha sido el centro de gravedad en su familia, para bien o para mal. Sin embargo, lo que pocos imaginaban era que esa elección estaba sostenida en un cansancio profundo, en silencios acumulados y en una sensación persistente de estar desbordados por algo que no supieron nombrar a tiempo.
Entonces llegó la Navidad. Con la casa decorada, los regalos bajo el árbol y la mesa puesta para una celebración que intentaba mantener las apariencias, la noche se convirtió en escenario de silencios, revelaciones y decisiones que cambiarían el curso de sus vidas. Entre luces parpadeantes y una canción de fondo, Molly entendió que no todo se puede planear… y que a veces, lo que parece rompernos puede también reconstruirnos.
La casa olía a canela y pino, y las luces del árbol parpadeaban con cierta melancolía. Molly se detuvo en el umbral del salón, con la bandeja del pavo entre las manos, y miró a su familia en silencio. Su cabello castaño, ahora con mechones grises que no se molestaba en ocultar, caía desordenado sobre los hombros de su suéter rojo. Tenía ojeras profundas, y una línea de expresión nueva junto a la boca, como si cada noche sin dormir hubiera firmado su paso en su rostro.
Tony estaba sentado en el sofá, inclinado hacia adelante con una cámara vieja entre las manos. Aunque la usaba poco últimamente, era su refugio. Su cabello negro, aún espeso a sus cuarenta y tantos, contrastaba con la barba salpicada de canas. Tenía los ojos hundidos, como si llevara años mirando algo que los demás no podían ver. Vestía con la misma despreocupación de siempre: jeans, camisa abierta sobre una camiseta blanca, y un gesto distraído, como si estuviera presente a medias.
Sarita, sentada en el suelo sobre una manta de estrellas, estaba concentrada en desarmar un carro de barbie de juguete. A sus tres años, tenía los rizos castaños de su madre y los ojos oscuros de su padre, grandes y atentos, siempre observando. Vestía un pijama verde con renos bordados, y su manita izquierda sostenía una rueda como si fuera un tesoro. Tenía algo serio en la mirada, algo que no encajaba del todo con su edad.
—¿Tomamos una foto? —preguntó Tony, alzando la cámara sin mirar a nadie en particular.
Molly forzó una sonrisa, la misma que usaba en las cenas familiares o cuando alguien le decía «qué suerte tienes de tener un hija tan linda». Se sentó junto a Sarita y la atrajo hacia su regazo. La niña no protestó, pero tampoco sonrió. Tony apretó el obturador. El clic seco de la cámara rompió el silencio.
Esa noche se acostaron temprano. Sarita había caído rendida tras el tercer cuento —aunque nunca pedía cuentos, solo los escuchaba en silencio, mirando al techo como si buscara otra historia más allá de las palabras. Molly le acarició el cabello hasta que su respiración se hizo rítmica, luego se levantó despacio y apagó la lámpara.
En la habitación, todo parecía en orden: la colcha extendida, la ropa doblada sobre la silla, el silencio de un hogar que ha cumplido con el deber de festejar. Tony se cambió sin decir nada, y se metió en la cama con movimientos automáticos. Molly se demoró más, como si necesitara recorrer la casa con la mente antes de apagarse del todo. Cuando finalmente se acostó, no se acercó a él.
Miró al techo por un rato, las luces de la calle entrando a rayas por las cortinas. Y entonces, sin ruido, sin sacudidas, sin siquiera una respiración temblorosa, rompió en llanto. Un llanto suave, contenido, como si hasta el dolor debiera ser discreto. Le caían lágrimas tibias por las mejillas hasta empapar la almohada. Pensaba en todo y en nada: en lo sola que se sentía, en el esfuerzo de sonreír, en la certeza de haber perdido algo de sí misma que no sabía cómo recuperar.
Tony no se movió al principio. Pero la conocía. Habían compartido suficientes inviernos como para saber cuándo ella fingía dormir, cuándo callaba con intención, y cuándo, como ahora, lloraba intentando ser invisible.
Giró el rostro hacia ella y, con una voz baja, apenas un susurro, dijo:
—Molly… ¿estás llorando?
Ella se quedó quieta, como si el reconocimiento la expusiera más.
—No —respondió al fin, con la voz rota por la mentira.
Tony no insistió. Se acercó lentamente y le tocó el hombro con torpeza, como si no supiera si podía hacerlo. Ella no se apartó, pero tampoco respondió al gesto. El silencio volvió a instalarse, más pesado que antes.
—Estoy… cansada —dijo ella, como si esa palabra pudiera abarcarlo todo: el cuerpo, la mente, el amor, el miedo.
Tony asintió, aunque ella no lo vio.
—Yo también —dijo él.
Pasaron unos minutos sin hablar. Luego, Tony se atrevió:
—No sabía que te dolía tanto.
Molly se giró hacia él, los ojos hinchados y húmedos, la cara desencajada por la tristeza.
—Ni yo —murmuró.
El cuarto estaba en penumbra, apenas iluminado por las luces navideñas que se colaban a través de las cortinas. El silencio era tan frágil como una hoja de invierno a punto de romperse. Molly seguía con los ojos húmedos, acostada de lado, de espaldas a Tony. Él no la había tocado más desde aquel roce en el hombro. Pero no dormía. Ninguno de los dos lo hacía.
Fue ella quien habló de nuevo, con la voz rasgada, pero firme:
—¿Tú… me sigues queriendo?
Tony no respondió de inmediato. No por duda, sino porque la pregunta lo golpeó en un lugar que él mismo había dejado de visitar. Se incorporó ligeramente, apoyado sobre un codo.
—Sí —dijo con una honestidad que no necesitaba adornos—. Pero creo que nos hemos olvidado de cómo hacerlo.
Molly giró despacio hasta quedar frente a él. Por un momento se miraron como dos personas que se reconocen tras un largo viaje, sorprendidas por los rastros del tiempo en el rostro del otro.
—Yo también te quiero —susurró—. Pero me he sentido tan sola…
Tony bajó la mirada.
—Yo también. Pensé que tenía que ser fuerte. Que si me enfocaba en cuidar de ustedes, lo demás se acomodaría solo.
—Y yo pensaba que si no molestaba, si no me quejaba, si no decía nada… tal vez todo volvería a sentirse bien.
Hubo un silencio tierno, distinto al de antes. Un silencio que no pesaba. Tony extendió la mano y le acarició la mejilla con torpeza, como si reaprendiera el gesto. Molly cerró los ojos al sentir su tacto, y se dejó hacer. Él se acercó más, apoyando la frente contra la de ella.
—Te extraño —dijo él.
—Yo también te extraño —respondió Molly, con un nudo en la garganta.
Y entonces, sin planes, sin dramatismos, sin prisa, se besaron. Fue un beso lento, casi torpe, pero honesto. No era pasión de reencuentro ni alivio inmediato: era un acto de reconocimiento. Un “aquí estoy”, un “aún somos nosotros” entre todo lo demás.
Se abrazaron sin dejar de besarse. Se abrazaron por largo rato, como si en ese gesto pudieran volver a armar los fragmentos dispersos del otro. La mano de Tony acariciaba el cabello de Molly con un ritmo tranquilo, y ella se quedó así, permitiendo la entrada de la lengua de él en su boca y escuchando su respiración.
Ambos sabían que al día siguiente nada sería perfecto. Que Sarita seguiría despertando temprano, que el cansancio seguiría allí. Pero esa noche, por primera vez en mucho tiempo, sintieron que no estaban solos.
Se buscaron con lentitud, sin apuro, desvistiendo más la tristeza que las ropas. Cada caricia era también una disculpa, un “perdón por haber estado lejos”, un “aquí sigo”. Los senos de Molly quedaron al descubierto y Tony, con esa mezcla de torpeza y deseo los acarició. No hubo prisa ni artificio. Solo dos cuerpos reencontrándose porque, por fin, sus almas se habían dado permiso.
Después, ella se volteó sobre su propio pecho, recordando lo mucho que esa posición le gustaba a su esposo, no había necesidad de mucho más preámbulo. Respirando con calma por primera vez en mucho tiempo Tony se colocó sobre ella, admiró por un instante esa cola que llevaba tanto tiempo sin tocar, sin probar. Abrió las nalgas con sus manos y escupió en el ano de Molly, con su mano esparció la saliva alrededor y aprovechó para meter un dedo y hacer un torpe trabajo de dilatación. Cuando se sintió preparado, se acomodó sobre ella, le acarició el cabello, y aunque no hablaban, había algo distinto en el aire: una quietud cálida, una complicidad tímida, un puente reconstruido.
La penetró. Molly sintió dolor al tiempo que intentaba recordar la ultima vez que Tony le había hecho sexo anal, no logro hacerlo, lo que si recordó era lo fuerte que a él le gustaba, y por qué mentir, a ella también. Gritaba al mismo tiempo que Tony avanzaba sin reparo sobre ella, hasta que sus testículos chocaban con las grandes nalgas de Molly.
—Te extrañaba mi putita —le dijo Tony, con un bufido que salía de lo más profundo de su garganta. Mientras Molly gemía, intentando reprimir su llanto. —Había olvidado lo bien que se siente tu culo, ¿Esto querías, no? Puta
Molly apenas movía su cabeza al ritmo de las cada vez más fuertes penetraciones, y era verdad, a Molly le encantaba sentirse usada por él, por su Tony.
Tony salió de su ano e inmediatamente aproximo su verga a la cara de su esposa, como siempre hacían en el pasado. Molly, consciente de lo que debía hacer, en un solo movimiento atrapo la verga de Tony hasta su garganta.
Molly hacía muchos años había aprendido de su condición durante el sexo con su esposo, de hecho lo disfrutaba y lo había extrañado desde su embarazo.
—¿Te gusta puta? —A Molly le encantaba que su esposo le hablara mientras tenían sexo, que la llamara por lo que era en esas ocasiones, una puta.
Sus tetas ahora se movían rítmicamente a medida que metía y sacaba la verga de su esposo de su boca y concentrada en su tarea no tenía mente para percibir el ardor que debía continuar latente en su ano.
Molly succionaba desesperadamente esa verga que tantas veces antes la había hecho feliz.
—Eres mi puta y te voy a dar la leche para que te duermas — Molly asintió con la verga de Tony en su boca.
De repente, la puerta se abrió con ese chirrido leve que ambos conocían bien, y allí estaba Sarita.
Pequeña, con el pijama verde arrugado y un peluche apretado contra el pecho, parada en el umbral con los rizos despeinados y la expresión seria que solía tener incluso al dormir.
Molly se incorporó enseguida, cubriéndose con la sábana en un gesto instintivo, pero sin sobresalto. Tony, en cambio, giró la cabeza y sonrió con suavidad, sin cubrirse, aun arrodillado sobre la cama y con la verga apuntando a Molly.
—Hola, princesa —susurró él.
Sarita no dijo nada. Avanzó en silencio hasta el borde de la cama, con ese caminar adormilado de las niñas que no saben si están soñando o despiertas. Molly le extendió los brazos, y ella se subió con torpeza, acomodándose entre ellos como si ese fuera su lugar natural.
—¿Tuviste una pesadilla? —preguntó ella, acariciándole la espalda.
Sarita negó con la cabeza. Luego murmuró algo, tan bajo que apenas la oyeron.
—¿Qué dijiste, amor? —preguntó Tony, acercándose más, su verga palpitaba excitada a escasos centímetros de los rostros de su esposa y su hija.
—Escuché que ustedes… estaban tristes.
La frase los dejó quietos. Molly sintió un nudo subiéndole por la garganta. La abrazó más fuerte.
—Ya no, mi amor. Ya no estamos tristes.
Tony acarició su mejilla también, y por primera vez en mucho tiempo, los tres se sintieron como una familia entera. No perfecta, no brillante como las postales navideñas, pero sí real. Juntos, de nuevo.
Sarita se acurrucó en medio, y al poco rato, volvió a dormirse. Molly y Tony permanecieron despiertos un rato más, mirándola, abrazándose sin palabras.
Y en medio de esa cama apretada, con un niña entre ellos y una historia rota que apenas comenzaba a recomponerse, supieron que algo había cambiado. No todo estaba resuelto, pero el amor —el suyo— aún estaba vivo.
Las tetas de Molly se aplastaban contra la espalda de Sarita. Tony al notarlo, despejo nuevamente el cuerpo desnudo de su esposa y la admiró al tiempo que ella lo miraba a los ojos sin pronunciar palabra, pero notando su excitación, elevó una de sus piernas haciendo un pequeño triangulo con la otra, bajó su mano izquierda y comenzó a tocarse sin dejar de mirarlo.
Molly quería seguir, quería volver a sentir la verga de su esposo, pero ahora, con Sarita en medio las cosas se complicaban, al menos llevaría este pequeño juego de seducción en silencio. Tony hizo lo mismo y de momento se encontraron ambos masturbándose con su hija en medio, mirándose y comiéndose con sus ojos.
Fueron alrededor de 3 minutos en que lo único que hacían era tocarse cada uno y mirarse, sentir sus gestos de bizarro placer. Hasta que Molly sintió su orgasmo llegar, sus piernas temblaban y dejó su vagina libre cuando el placer la invadía, obligándola a cerrar los ojos y disfrutar.
—¿Ya estas apunto, mi amor? —Preguntó Molly, recuperándose levemente.
Sentir la espaldita de su hija apretando su pecho derecho y ver tan cerca la verga caliente de su esposo la hacía sentir afortunada. Pero Tony también lo estaba disfrutando, se masturbaba lentamente con la imagen de su esposa y su hija. Molly ya había bajado su pierna y solo lo miraba hacer, acariciaba el cabello de Sarita, inocente, dormido. Eso sobrepaso los limites de Tony que empezó a sentir como la corrida era inevitable, apretó fuertemente su verga.
—¿Quieres lechita de, papi? —Preguntó a Molly, quien con una sonrisa, al notar que era la primera vez que Tony se hacía llamar a sí mismo “papi”, asintió. Tony soltó suavemente su verga y la leche comenzó a brotar. Tony se inclinó más y Molly dentro de sus posibilidades también intento acercarse para que el semen llegara directamente a su boca.
Fueron 8 hilos de semen espeso, más de lo que alguna vez ambos recordaban haber visto antes, sin embargo, no todo cayo dentro de la boca de Molly, de hecho la mayoría se estrelló contra su rostro y tres de estos se estrellaron contra la cara dormida de Sarita. Molly, con la ayuda de sus manos recogió todo el semen, primero el de su propia cara, arrastrándolo hasta su boca para saborearlo a su gusto. Miraba a Tony con morbo mientras saboreaba con su lengua su esencia y recogía ahora con sus dedos el semen estante sobre el rostro de Sarita.
—Lo siento Molly, no quería ensuciarla, ¿Me perdonas?—Preguntó Tony apenado y nervioso
Molly soltó una pequeña risita, esparciendo lentamente el semen que había recogido sobre la misma mejilla de Sarita
—No te preocupes mi amor, ven aquí—Tony se acomodo finalmente a la altura de sus dos mujeres, recostado beso suavemente a Molly en sus labios húmedos, donde sus lenguas jugaban entre sí, se abrazaron como al comienzo, pero esta vez con Sarita en medio. Molly la observó unos segundos. Su respiración pausada, los rizos desordenados sobre la almohada, esa inocencia intacta que a veces olvidaba entre el cansancio y las rutinas. Besó su frente con suavidad, se deslizó fuera de la cama con cuidado y caminó descalza hasta el baño.
Encendió la luz tenue y se miró en el espejo. No era la misma mujer que había sido antes de ser madre, ni la de hacía un año, ni siquiera la de hace unas horas. Tenía el rostro cansado, pero la mirada distinta. Se lavó el rostro, se recogió el cabello, y por primera vez en mucho tiempo, se permitió sonreír sola, sin que nadie la mirara.
Cuando volvió a la habitación, la escena era de una ternura silenciosa: Tony y Sarita dormían en la misma postura, ambos con el entrecejo apenas fruncido, como si soñaran con lo mismo. Se deslizó de nuevo en la cama, rodeando a Sarita con un brazo y buscando con los pies el calor de Tony bajo las sábanas.
Suspiró profundo. Ya no había ruido en su mente. Solo una certeza cálida y tranquila.
Aquella Navidad no había tenido risas desbordadas ni fotos perfectas, pero le había devuelto algo sagrado: el amor en su forma más honesta, más vulnerable, más viva.
Y así, con su hija dormida entre ellos y el corazón menos solo, Molly cerró los ojos.
La mañana siguiente
El sol entraba tímido por las rendijas de la cortina, tiñendo la habitación de un dorado suave. Molly fue la primera en abrir los ojos. Por un instante no supo en qué día estaba, hasta que recordó el peso cálido del cuerpo pequeño entre ella y Tony, y una paz poco habitual que se había instalado en su pecho, su pecho. Molly levantó las sábanas y se vio desnuda, sus tetas grandes, se desbordaban hacia los lados de su cuerpo, Habían crecido mucho más de lo que ella había esperado tras el embarazo.
Sarita aún dormía, encogido como un gatito, con una pierna sobre su padre y un mechón de cabello cubriéndole los ojos. Tony también dormía, con el rostro más relajado que de costumbre, sin ese gesto tenso que se le había vuelto permanente en los últimos meses. Molly los observó unos segundos y sintió una ternura tan pura que casi se le escapó una lágrima. Pero esta vez, de gratitud.
Se levantó en silencio, y en lugar de arrastrar los pies para buscar con que cubrirse, decidió caminar así, desnuda hasta la cocina, fue tarareando una melodía antigua, una que no sabía que aún recordaba. Se ató el cabello con un lazo desordenado, y se fue directo a preparar el desayuno.
Batió los huevos, puso pan a tostar, sirvió jugo de naranja y cortó frutas con una energía distinta, ligera. Abrió la ventana y dejó que el aire frío de la mañana entrara. Por primera vez en semanas, no la molestó.
Tony apareció minutos después, con la camiseta arrugada y el cabello revuelto, pero con una sonrisa que, aunque tímida, era sincera.
¿Estás… cantando? —preguntó, aún medio dormido, acercándose a la cocina.
Molly se giró, con una cuchara en la mano y una media sonrisa dibujada en los labios.
—Tal vez.
Se acercó a él, le dio un beso corto en los labios, y luego siguió revolviendo los huevos. Tony parpadeó, sorprendido, y luego sonrió. No hacía falta decir nada más. Se puso a poner la mesa sin que ella se lo pidiera.
Sarita apareció poco después, caminando descalza, arrastrando su peluche. Tenía los ojos aún hinchados por el sueño, pero en cuanto vio a sus padres juntos en la cocina, se frotó los ojos y se les quedó mirando, como si intentara comprobar si aquello era real.
—Tengo hambre —dijo, simplemente.
—Entonces llegaste justo a tiempo —respondió Molly, acercándose con el plato y una sonrisa cálida.
Tony la levantó en brazos y la sentó en la silla, le sirvió jugo y le revolvió los rizos con ternura.
Se sentaron los tres a la mesa. Era una escena sencilla: pan tostado, jugo, fruta, risas suaves. Pero lo extraordinario era la desnudes de Molly, era extraño para Sarita quien no sabía cómo exponer sus dudas, solo pidió permiso para saber si ella también podía estar como su madre. Un gesto pequeño —el cruce de miradas entre Molly y Tony, el roce de una mano, fue el clic que le permitió a Tony, en el tono más cálido decirle que sí a su pequeña hija— había una energía nueva. Había espacio para la ternura. Para el humor. Para ellos.
Con sus mujeres desnudas, Tony tomó una foto con su celular, sin pedir que posaran. Solo capturó el momento como era: un desayuno tranquilo, una mesa compartida, una familia reencontrándose.
Después de todo, pensó Molly mientras mordía una fresa, no se trataba de volver a ser quienes eran antes. Se trataba de descubrir quiénes podían ser ahora.
Tony con una sola mirada veía a Sarita completamente abierta de piernas, tocándose discretamente su vaginita, quizás por la falta de costumbre de encontrarse así, y al girar la cabeza a Molly, de pie corrigiendo la atadura de su cabello con una coleta con sus dos manos, proyectando sus pechos enormes hacia adelante y con la espalda encorvada. Era una locura.
Tony había terminado. Dejó el último bocado de tostada en el plato, se limpió las manos con la servilleta y se puso de pie. Sin decir nada, recogió su plato, el de Molly y el de Sarita —aún medio lleno de fruta— y los llevó al fregadero. Momento en el que, inevitablemente, dejo a la vista su excitación mañanera.
Molly también se puso de pie. Llevaba su taza aún a medio terminar, pero no quería quedarse sentada. Lo siguió hasta la cocina, sin decir nada, solo dejando que sus pasos hablaran por ella.
Se colocó arrodillo su lado, bajó el pantalón de su pijama y le pasó la lengua a la verga de Tony Tony la miró, apenas una fracción de segundo, con una mezcla de sorpresa y complicidad. No hizo falta decir “gracias”.
Trabajaron en silencio, codo a codo, como hacía mucho no lo hacían. Sin prisas. Como si ese momento —tan simple como lo era el sexo oral— fuera una pequeña celebración.
Mientras tanto, Sarita, completamente desnuda, había bajado de la silla y estaba sentada en el suelo del comedor, rodeada de sus juguetes. Había alineado un tren, un par de bloques y su peluche favorito, creando lo que para ella era una ciudad. Hablaba en voz baja, como si les diera instrucciones a los personajes de su mundo inventado.
—No se preocupen, todo está bien ahora. Ya no hay tormenta —decía, colocando cuidadosamente una figurita bajo un techo de cartón.
La escuchaban desde la cocina, con una mezcla de ternura y asombro. Ese pequeño universo que su hija construía con bloques parecía reflejar, sin saberlo, lo que también estaban haciendo ella y Tony: reconstruir.
Molly había olvidado lo que disfrutaba antes tener en su boca la verga de su esposo y que su sabor se mezclara con su saliva. Mamó, chupó desde la punta hasta la base y desde allí nuevamente a la punta. Tony estaba completamente excitado, y a medida que aumentaba su excitación lo hacía su dominancia, follaba con rudeza la boca de Molly, sus enormes tetas se movían en todas direcciones mientras aguantaba que la verga de Tony le llegara a gran velocidad hasta lo más profundo de su garganta.
El grosor de su pene la llenaba por completo. Tony presiono con sus manos para evitar que Molly se moviera mientras dejaba en el fondo de ella todo su semen.
Cuando terminaron, Molly apoyó sus manos en la encimera para ponerse de pie y miró a Tony con una sonrisa tranquila.
—¿Te parece si salimos a caminar después? Los tres.
Tony se secó las manos y asintió.
—Me encantaría.
Y así, entre abrazos, trenes de juguete y palabras suaves, la mañana siguió su curso. La casa seguía siendo la misma, pero algo en el aire era distinto. Más claro. Más cálido. Como si, al fin, empezaran a habitarla no solo como padres, sino también como pareja. Como familia.

76 Lecturas/10 mayo, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: anal, hija, hijo, madre, mayor, navidad, padre, sexo
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