Culito Rosado vs. Vagina Experimentada
El Ladrido no Bastó, el Gemido Sí: El Goce Adulto superó al Juego Infantil.
La tarde caía pesada y húmeda sobre la casa. Lara, de ocho años, sentía ese hormigueo familiar que empezaba en la base de la columna y se concentraba en su «agujerito que hace wink». Un picor dulce, una necesidad de presión redonda y caliente. No era hambre, no era sueño. Era el deseo específico de jugar al juego del punteo.
Desnuda, como siempre en casa, se puso a cuatro patas en el centro del salón. Respiró hondo, y dejó escapar un ladrido perfecto, claro, juguetón:
—¡Guau! ¡Guau-guau!
Esperó. Normalmente, uno de los dos acudía. Papá con su oruga ya medio despierta, o Leo con su mástil rápido como un resorte. Pero solo llegó el silencio, cargado de los sonidos distantes de la casa: el rumor de un grifo en la cocina, el crujido de una página al voltearse.
—¡GUAU! —insistió, más fuerte, arqueando la espalda para que la curva de sus nalgas fuera más pronunciada, más invitante.
Desde la cocina, Miguel apretó los nudillos alrededor del vaso que estaba lavando. Conocía ese ladrido. Era el ladrido de «quiero jugar al perrito». Sentía, como un latido de culpa anticipada, cómo su pene respondía levemente al recuerdo. Un pequeño tirón, un despertar involuntario. Pero hoy no. Hoy no podía. Había prometido no hacerlo. O, más precisamente, se lo había prometido a esa vocecita de su conciencia que últimamente gritaba más fuerte.
«Estoy ocupado, cariño», dijo hacia el pasillo, sin asomarse.
Lara frunció el ceño. Ocupado. ¿Ocupado haciendo qué? El juego era más importante. Se arrastró por el suelo, sus rodillas rozando la madera pulida, hasta la puerta de la cocina. Allí estaba papá, lavando platos. Pero no era el papá de los juegos. Era un papá rígido, de espaldas tensas.
—¿Papá? —ladró suavemente, esta vez con una nota de pregunta.
—No ahora, Lara. Tengo cosas que hacer.
Pero ella vio. Vio el bulto en la entrepierna de su pantalón de pijama (él, inusualmente, llevaba ropa). Una protuberancia suave pero inconfundible. La oruga estaba despierta. Solo era perezosa.
—Pero tu oruga quiere jugar —insistió, acercándose y frotando su cabeza contra su pierna, como un cachorro verdadero—. La veo. Está diciendo hola.
Miguel cerró los ojos. Ella tenía razón. Su cuerpo lo traicionaba. El calor de ella contra su pierna, el olor a niño y jabón, era suficiente. Sintió cómo se ponía más firme, más pesado. Maldijo en silencio su propia carne, siempre tan dispuesta, tan cómplice de este pecado.
—No hoy —murmuró, pero su voz carecía de convicción.
Lara, experta en el lenguaje corporal de su padre, detectó la rendición antes de que ocurriera. En su voz no había un «no» rotundo, sino un «no… a menos que insistas mucho». Y ella era experta en insistir.
Se sentó sobre sus talones, justo frente a él, y miró hacia arriba con sus ojos grandes y claros. No dijo nada. Solo miró. Y luego, lentamente, se lamió los labios, un gesto que había visto hacer a su madre y que, instintivamente, sabía que era poderoso.
Miguel sintió que se derretía por dentro. La culpa y el deseo libraban una batalla brevísima y amarga. El deseo ganó, como casi siempre, pero esta vez con la amargura de la derrota moral.
Con un suspiro que era casi un gemido de derrota, dejó el plato. Sin mirarla a los ojos, desabrochó su pantalón. Su pene, semierecto, surgió del vello oscuro. No estaba en su plena potencia, pero estaba allí, cálido y familiar.
—Un ratito —dijo, y su voz sonó ronca—. Solo un ratito.
Lara no necesitó que se lo repitiera. Con una sonrisa de triunfo, se giró y volvió a ponerse a cuatro patas, presentándole su culito, ese perfecto centro de su universo sensorial. Esperó, conteniendo la respiración, el culito palpitando de anticipación.
Miguel se arrodilló. Su movimiento era lento, cansado, como si cada centímetro que avanzaba le pesara. Tomó su pene en la mano. Ya estaba más duro, la sangre acudiendo al llamado de la escena, a pesar de su voluntad. Acercó la punta del glande, ya húmeda, a aquel «agujerito» rosa y perfecto.
El contacto fue, como siempre, eléctricamente perfecto. El acople. El sello. Lara contuvo un gemidito de placer. Ella quería eso.
Pero entonces, en vez del juego rítmico de «toc, toc, toc», en vez de los punteos insistente que hacían que su interior se convirtiera en un fuego artificial, solo hubo… casi nada.
Miguel se movió con una desgana absoluta. Un roce suave, dos o tres punteadas lentas, sin fuerza. Su mente no estaba en el juego. Estaba en la mancha de humedad en el techo, en la factura del taller sin pagar, en cualquier parte menos aquí, en este momento que tanto había anhelado su cuerpo y que ahora su alma rechazaba.
—Más fuerte, papá —susurró Lara, frustrada—. Como antes.
—Es que ya no quiero —murmuró él, más para sí mismo que para ella.
Y tras apenas un minuto de este simulacro de juego, antes de que Lara pudiera siquiera concentrarse en la sensación, Miguel se detuvo. Se retiró. Su pene, aún semierecto, parecía tan desinteresado como su dueño.
—Ya está. Se acabó el ratito.
—¡Pero si no ha pasado nada! —protestó Lara, girándose, su carita roja de frustración—. ¡No ha salido la lechita, ni nada! ¡Ni siquiera has hecho los golpecitos mágicos!
Miguel ya se estaba subiendo los pantalones, evitando su mirada. La culpa, ahora, era un sabor metálico en su boca.
—Hoy no, Lara. Otro día.
—¿Y Leo? —preguntó ella, desesperada, la necesidad aún ardiendo en su pequeño cuerpo—. ¡Leo sí juega fuerte!
—Leo no está —mintió Miguel, aunque sabía que su hijo estaba encerrado en su habitación, con los auriculares puestos a todo volumen, precisamente para no oír los ladridos.
Lara se quedó sentada en el suelo, desnuda y confundida, mirando cómo su padre huía de la cocina. El deseo en su culito no había desaparecido; al contrario, se había avivado con el roce insatisfactorio. Era como si le hubieran dado un solo caramelo cuando su cuerpo pedía la bolsa entera.
Se quedó con las ganas. Con unas ganas brutales, concretas, que se ubicaban justo en ese lugar que nadie quería puntear ya con verdadero interés. En ese instante,
Elena entró con su bolso de lona colgando del hombro, cargado de libros y la laptop donde escribía sus Crónicas. El aire en la casa era diferente. No el silencio habitual del Edén —ese silencio poblado de respiraciones y pequeños ruidos corporales— sino un silencio cargado, como si alguien hubiera dejado una pregunta sin responder flotando en el salón.
Y allí, en medio de ese silencio, estaba su hija.
Lara estaba sentada en el suelo, desnuda, con las piernas cruzadas. No jugaba. No leía. Solo miraba fijamente la alfombra, con el ceño ligeramente fruncido. Una mano descansaba en su regazo; la otra, de forma casi inconsciente, presionaba suavemente su bajo vientre, justo por encima de ese lugar que tanto protagonismo tenía en sus juegos.
Elena dejó el bolso caer suavemente junto a la puerta. Se quitó los zapatos —unos sencillos alpargates— y los alineó con cuidado. Luego, con los movimientos pausados y rituales de quien vuelve a su hábitat natural, se desvistió. La falda ligera, la blusa de lino, la ropa interior. Cada prenda, un estrato de la vida exterior que se depositaba en el suelo. Al quedar desnuda, respiró hondo, como si su piel necesitara el aire de casa.
Se acercó a Lara y se sentó en el suelo a su lado, sin tocarle al principio. La observó. La niña no se movió, pero su labio inferior tembló levemente, un indicio de un nudo emocional que no sabía deshacer.
—Hola, mi cielo —dijo Elena, con una voz que era una caricia audible—. ¿Qué está pasando en este pequeño universo?
Lara alzó la mirada. Sus ojos, normalmente brillantes con la curiosidad del juego, estaban opacos, confundidos.
—Papá no quiso jugar bien —dijo, y la frase salió como un lamento pequeño y concreto.
—¿Ah, no? —Elena se recostó sobre un codo, adoptando una postura de atención total, pero relajada. Era la postura de la etóloga perfecta, lista para observar sin alterar el comportamiento del espécimen—. Cuéntame.
—Estaba con muchas ganas de jugar al perrito. De los golpecitos mágicos, ya sabes —explicó Lara, haciendo con un dedo un movimiento de «toc-toc-toc» en el aire—. Ladré, y ladré fuerte. Pero papá dijo que estaba ocupado.
—¿Y luego?
—Fui a la cocina. Él lavaba platos. Pero vi que su oruga estaba despierta. Se le notaba en el pantalón. Le dije: ‘Tu oruga quiere jugar’. Y él… al final dijo que sí.
Elena asintió lentamente, una sonrisa casi imperceptible en los labios. ‘Su oruga estaba despierta’. Qué precisión en la observación. Qué lógica infantil perfecta.
—Pero fue un juego raro —continuó Lara, y su voz se quebró un poco—. Se arrodilló, pero… estaba como dormido. Hizo uno, dos, tres golpecitos, pero sin fuerza. Como cuando le das cuerda a un juguete y solo se mueve un poquito y se para.
‘Como un juguete sin cuerda’. Elena sintió un pequeño escalofrío de deleite literario. La metáfora era inocente, vívida, y capturaba la desgana masculina con una precisión que ninguna de sus propias frases rebuscadas lograría.
—¿Y tú qué sentiste, preciosa? —preguntó, manteniendo la voz suave, terapéutica.
—Sentí… ganas de más —confesó Lara, y ahora se tocó claramente su ano con la punta de los dedos, un círculo pequeño y frustrado—. Aquí dentro se puso todo… esperando. Como cuando oyes que va a empezar la música y solo suena una nota y se calla. Se queda uno con las ganas puestas, aquí, en este punto.
Señaló con precisión anatómica absoluta el lugar. No había pudor, solo la descripción técnica de una sensación frustrada.
Elena registró mentalmente: ‘Las ganas puestas en un punto’. La localización exacta del deseo infantil. Esto era oro puro. Podía escribir un ensayo completo sobre la geografía corporal del deseo pre-púber.
—¿Y la lechita? —preguntó, como si preguntara por el final de un cuento.
—¡No salió! —exclamó Lara, y por primera vez hubo un atisbo de rabia en su voz—. ¡Ni siquiera se puso dura de verdad! Se cansó rápido y se fue. Y dijo que Leo no estaba, pero yo… yo creo que sí estaba. Oí música en su cuarto.
Ah, la mentira paterna. La evasión. La cobardía del patriarca que aún no se atreve a mirar de frente su propio deseo. Elena casi podía ver el título del post: «La Erección Evasiva: Sobre la Fatiga Moral del Patriarca en el Juego Intergeneracional».
—Entonces te quedaste con las ganas —resumió Elena, y acarició el pelo de su hija—. Con ese picor dulce en tu botón secreto que nadie quiso rascar hoy hasta el final.
—Sí —murmuró Lara, y se dejó caer contra el costado de su madre, buscando consuelo—. Y ahora duele un poco. No duele-duele, pero… molesta. Como una cosquilla que no se puede quitar.
Elena abrazó a su hija, pero su mente ya estaba lejos, tejiendo párrafos. ‘Una cosquilla que no se puede quitar’. La definición más perfecta del deseo insatisfecho. La niña, sin saberlo, había articulado la esencia de la libido: un picor que exige ser rascado por el objeto correcto.
—Tu cuerpo es sabio, Lara —murmuró contra su cabello, pero sus ojos miraban hacia la ventana, viendo ya las palabras desfilar en la pantalla de su blog—. Sabe lo que necesita. Y a veces los demás, incluso los que más te quieren, no tienen la energía para seguirle el ritmo.
—¿Y qué hago? —preguntó la niña, con la voz apagada por el pecho de su madre.
—Lo apuntas —dijo Elena, y esta vez no hablaba solo para consolar—. Lo recuerdas. La próxima vez que juegues con papá, tú guíale. Dile: ‘Más fuerte aquí’. ‘Más rápido’. Tu cuerpo tiene voz. Úsala.
Era un consejo genuino, dentro de su marco. Y también era instrucción para futuras observaciones. Si Lara aprendía a verbalizar sus necesidades, Elena tendría aún más material: los diálogos directos, las negociaciones íntimas entre el deseo infantil y la respuesta adulta.
—¿Y si no quiere?
—Querrá —dijo Elena con suavidad, pero con una certeza que venía de años de programar los reflejos de su marido—. Su cuerpo querrá, incluso cuando su cabeza proteste. Tú solo tienes que ser paciente… y persistente.
Lara asintió, algo reconfortada. El abrazo de su madre, su calor familiar, aliviaban la frustración física. Pero el deseo, ese «picor dulce», seguía allí, latente.
Elena la sostuvo un rato más, acariciando su espalda, pero su mente ya estaba en otra parte. En la laptop. En el título. En cómo capturar la textura de esta frustración infantil sin adornos, en cómo convertir la confusión de Lara en una reflexión sobre la economía del deseo en el núcleo familiar.
Cuando finalmente Lara se durmió, agotada por la emoción contenida, Elena la acostó suavemente en el sofá y se dirigió a su habitación. Allí lo encuentra a su marido y apoyando la cabeza sobre el pecho de Miguel, le pregunta por qué no quiso jugar al perrito con Lara.
Miguel sintiendo el peso de la cabeza de Elena sobre su pecho, un peso familiar que, en lugar de calmar, aumentó la opresión en su garganta.
—Fue… no sé —comenzó, evasivo, mirando el techo—. Ella estaba ahí, ladrando, con esas ganas suyas que parecen de verdad. Y yo… mi cuerpo respondió, claro. Siempre responde. Pero algo dentro de mí gritó que pare.
Elena no dijo nada. Solo deslizó una mano por su torso, los dedos recorriendo el vello entrecano de su pecho con una lentitud deliberada.
—¿Y qué gritaba ese algo, mi amor? —preguntó, su voz un susurro curioso, profesional.
—Que ya basta —confesó Miguel, y las palabras le quemaron al salir—. Que tiene ocho años. Que cada vez que lo hacemos, le robamos algo que no vamos a poder devolverle. Que yo… que yo me estoy convirtiendo en un monstruo que se excita con el culo de su hija.
La mano de Elena se detuvo un momento, justo sobre su corazón. Él sintió que ella sentía el latido acelerado, traidor.
—¿Monstruo? —repitió ella, y había un dejo de decepción en su tono, como la de un maestro cuyo alumno favorito da una respuesta obvia y errónea—. ¿Por usar el lenguaje que tu cuerpo comparte con ella? ¿Por responder al deseo que ella misma expresa con total libertad? Eso no es monstruosidad, Miguel. Es coherencia.
Su mano reanudó el camino, bajando por su abdomen, pasando por el ombligo, hasta llegar al borde del elástico de su pantalón de pijama. Allí se detuvo, los dedos acariciando la piel sensible de la cadera.
—Quiero entender —murmuró, acercando los labios a su oreja—. Para ayudarte. Para escribir sobre esto. La ‘Erección Evasiva’. La fatiga moral del patriarca. Pero necesito los detalles, amor. ¿Cómo era su carita cuando viste que no le darías lo que quería?
Miguel apretó los párpados. Quería resistirse, pero el calor de la mano de Elena en su cadera, el aliento cálido en su cuello, la voz que convertía su culpa en teoría interesante… era un cóctel al que nunca había podido oponerse.
—Estaba… confundida. Frustrada. Me miraba como si le hubiera fallado en una promesa muy importante.
—¿Y su cuerpo? ¿Cómo lo presentaba?
—Arqueado. Perfecto. Su… su culo latía, lo juro. Se veía palpitando. Emanaba ese olor único y delicioso. Rosado y perfecto. Y yo… yo tenía la pija dura en la mano, dura, porque verla así siempre me la pone dura, pero no podía moverme. Sentía asco. Asco de mí.
—Asco —repitió Elena, y la palabra sonó en su boca como un término clínico—. Interesante. El rechazo del propio deseo. La disociación. Sigue.
Su mano se deslizó dentro del pantalón. Sus dedos envolvieron su pene, que, pese a la angustia de Miguel, ya estaba semi-erecto, respondiendo al tacto experto y a la intimidad prohibida del relato.
Miguel contuvo un gemido.
—Toqué la punta contra ella —continuó, su voz cada vez más ronca, dividida entre el placer físico que crecía y el dolor de la confesión—. El acople… ese acople perfecto que hace. Pero no había… nada. Mi cabeza estaba en otra parte. En lo que le estamos haciendo. En lo que soy.
—¿Y qué eres, Miguel? —preguntó Elena, comenzando a masturbarlo con movimientos largos y lentos, sincronizados con sus palabras.
—Un padre que usa a su hija.
—No —corrigió ella, apretando suavemente el glande—. Eres un hombre que ama a su hija de una manera tan completa, tan radical, que no le niega el conocimiento de su propio cuerpo ni el poder sobre el de los demás. Eso es lo que eres. Y ahora ella ha aprendido algo nuevo: que el deseo del otro no es infinito. Que tiene límites. Y eso también es aprendizaje, ¿no?
Su razonamiento se enredaba con el placer que sus manos le proporcionaban. Miguel sintió que la erección se hacía total, dolorosamente dura, traicionando cada una de sus palabras de culpa.
—Pero la dejé con las ganas —jadeó—. Le hice daño.
—Le hiciste sentir deseo insatisfecho —rectificó Elena, subiéndose a horcajadas sobre él, frotando su sexo contra su pene a través de la tela del calzoncillos—. Y el deseo insatisfecho es el motor de todo crecimiento. Sin él, no hay búsqueda. Sin él, no hay curiosidad. Le diste un regalo, Miguel. La frustración como pedagogía.
Y entonces, con un movimiento brusco, le quitó la ropa interior y guio la verga de su marido dentro de ella. Estaba húmeda, preparada. Había estado excitada desde que escuchó el relato, desde que vio la frustración de Lara y la culpa de Miguel. Todo era material. Todo era combustible.
El sexo fue desenfrenado, pero no de pasión romántica. Fue una reafirmación violenta del sistema. Elena cabalgaba sobre él con una intensidad feroz, sus uñas clavadas en sus hombros, sus gemidos no solo de placer, sino de triunfo. Cada embestida parecía decir: «Ves, esto es lo real. Esto es lo que importa. Tu cuerpo me quiere a mí, me responde a mí. Lo de Lara es solo un juego, un ensayo. Yo soy la obra maestra.»
Miguel, atrapado bajo ella, se abandonó. La culpa se fundió con el placer físico, creando una mezcla tóxica y adictiva. Cerraba los ojos y veía el culito rosado y palpitante de Lara, y eso lo excitaba aún más, lo cual a su vez lo horrorizaba, lo cual lo excitaba en un círculo vicioso. Agarró las caderas de Elena y la embistió con fuerza, como castigándola, como castigándose a sí mismo.
—¿Lo ves? —jadeaba Elena, su voz entrecortada por los movimientos—. Tu cuerpo no miente. Tu cuerpo sabe que esto, esto es donde perteneces. Conmigo. Lara tiene su juego. Tú tienes el tuyo. Y yo tengo el mío: observar, anotar, entender. Y ahora entiendo. Entiendo tu fatiga moral. Es hermosa. Es la resistencia última del patriarcado interiorizado antes de rendirse a la evidencia del placer compartido.
Miguel no pudo aguantar más. Con un gruñido que era de agonía y éxtasis, eyaculó dentro de ella, profundamente, mientras mordía el hombro de su mujer para no gritar algo que nunca se atrevería a decir.
Elena se dejó caer sobre él, jadeante, sudorosa, victoriosa. Pasaron varios minutos en silencio, solo el sonido de su respiración entrecortada llenando la habitación.
—Escribiré sobre esto —murmuró ella al fin, dibujando círculos en su pecho—. Sobre tu erección evasiva y tu posterior rendición total. Será una de las mejores entradas. Mostrará la dialéctica: la negación inicial, el conflicto, y la inevitable capitulación ante la verdad biológica y emocional. Y Lara… Lara aparecerá como la pequeña diosa del deseo que, sin saberlo, provocó la crisis que llevó a esta maravillosa reconexión nuestra.
Miguel no respondió. Sentía el semen de él dentro de ella, caliente, y el peso de su propio vacío. Sabía que, en unas horas, Elena estaría frente a la laptop, traduciendo su vergüenza y su lujuria en prosa elegante. Y que él la leería, y sentiría ese alivio perverso de ver su monstruosidad convertida en teoría, en poesía, en algo que, si no era bueno, al menos era interesante.
Y mientras Elena se dormía sobre su pecho, satisfecha, Miguel miraba la mancha húmeda en el techo y pensaba en el ano palpitante de su hija, en la frustración de sus ojos, y en cómo, una vez más, había elegido el placer de su mujer y la comodidad de la teoría sobre la pureza imposible de decir «no» para siempre.
El Edén seguía en pie. Las erecciones, aunque evasivas, seguían siendo el combustible. Y él, Miguel, seguía siendo el motor principal, aunque cada vez más cansado de quemar en sus cámaras la poca decencia que le quedaba.


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