Cura para mi disfunción: ¡Mi hija!
Salí de la cárcel directo a reencontrarme con Yuri.
Cura para mi disfunción: ¡Mi hija!
Salí de la cárcel directo a reencontrarme con Yuri
A mi hija le había ido bien, puesto que su casa era mucho mejor de lo que yo habría soñado una para mí. Odiaría pensar que su éxito se debiera aunque fuese en mínima medida a la fama que se ganó a los dieciséis años, cuando rebeló ingenuamente lo que ella y yo veníamos haciendo desde hacía años. Desde que ella tenía catorce, para dar en el clavo. Durante cada día de los diez años que han pasado, he tenido presente en la cabeza como si hubiese sido ayer, el momento en que la policía derrumbó la puerta y entraron todos esos hombres, no solo con armas en ristre sino con cámaras: Su acto ‘heroico’ debería ser muy bien vendido. ¡Y lo fue! Llamaron a nuestra historia “el depredador de Santarem”. De ello hubo prensa durante unos cuatro meses, documentales en TV y al poco una lacrimógena película. Todos hicieron mucho dinero a expensas de mi hija y un poco menos, a expensas de mí. Pero sobre todo, se hizo mucha política. Salieron viejas histéricas aprovechando el furor de la historia para hacer campaña electoral y obtener la cantidad necesaria de atención para posicionarse en codiciados puestos de gobierno. Mi hija Yuri y yo les hicimos la feria a más de diez. Los años pasaron, ella soportando a escritores y periodistas, y yo en prisión. Pero aquí estoy de nuevo, en casa de Yuri.
Mi hija es excepcional. La sigo amando más que a nada. Ayer nos encontramos y me brincó el corazón casi hasta la garganta, producto de la emoción. A causa de una natural condición de padre, la seguía viendo como una niña, aunque ella tenía ya veinticinco. Mis ojos vieron a una mujer hecha, elegante y cultivada. Llevaba un delgado suéter escotado en el que un gato daría un par de vidas por dormir, una falda larga con abertura y botas altas. Fue lo que vieron mis ojos. Pero mi corazón vio exclusivamente a la espectacular zurrona de catorce que andaba en faldita de tenis por toda la casa —sobre todo después de la partida de mi esposa— y que me mantenía caliente como si fuera apenas un imberbe que experimenta las primeras erecciones de su vida.
Con él iba su esposo, Cibrán:
—Señor Rodriguês —apretó con sus dos manos la mía— estoy muy feliz de conocerle al fin en persona —agachó ligeramente la cabeza en señal de respeto.
Yuri me había hablado durante años de él, y me asombraba en especial que el hombre fuera admirador mío. La verdad, mi primer sentimiento al respecto era de desconfianza. Además, como entenderá el lector, me quedaba muy difícil aceptar que ahora él era el dueño del culito de mi hija.
Estábamos los tres graciosamente de incógnito. La situación era toda una bomba, como para que otros parásitos más hicieran una película, ganaran premios y se llenaran de fama y dinero: Yuri acababa de publicar un libro en el que relataba nuestros tórridos encuentros sexuales, entre sus catorce y dieciséis años; contaba cómo la prensa y la ley la torturaron por años intentando convencerla de que yo era un horripilante monstruo, de que ella había sido víctima de un atroz y despiadado crimen y de que, tenía algo espantoso ‘qué superar’ en su vida y dizque debía ‘salir adelante’. Empero, todas esas serían posiciones, decía el libro, que buscaban encajar en los cánones de una sociedad miedosa y desvergonzadamente hipócrita. Que, por el contrario, su ‘perpetrador y verdugo’ o sea yo, había sido su más grata experiencia de juventud y un prolongado primer amor. Relata también en él cómo tuvo la enorme fortuna de conocer a Cibrán, que compartió su posición respecto a mí, de quien se enamoró y bla… bla… bla…
—Papá —se quedó viéndome desde donde estaba, con las manos unidas por delante.
Cibrán, presintiendo inteligentemente un momento perentorio entre nosotros, se apartó y se hizo el que miraba a otra parte.
—Mi Yuri…
Recordé aquél momento en el baño, justo antes de hacer el amor por primera vez. La mujer brincó a mis brazos y me abrazó con enorme fuerza. Puso su cara en mi cuello y presionó con energía. Se paró en puntitas para alcanzarme. El olor de su cabello era algo que hacía valer la pena existir, y ni se diga del tacto de sus tetas presionadas contra mi pecho. Le habían crecido muy bien. Ah, y otra cosa: se me paró mientras la abrazaba. Al sentir la inyección de vitalidad desde dentro y cómo se me encañonaba otra vez, abrí los ojos con preocupación y disimulé pena para retirarla un poco.
—no te preocupes, papá, nadie sabe quiénes somos, no me niegues tu abrazo.
Y no se lo pude negar, así que me tocó sacar el culo como un pato para no rozarle mi proyectado miembro en su abdomen. El condenado parecía tener mente propia y acordarse de las glorias que había vivido con semejante banquete de muchachita. No quiero alardear, pero es que de verdad había sido la sardina más bonita del barrio, de su colegio y de mi vida. Y qué bien estaba aún. Sobre todo, nunca dejaría de ser mi hija.
Me pregunté si acaso esa era la cusa de la fenomenal erección, a mis 44 años y después de largos tiempos de penuria de disfunción, motivada, según creo, por la presión social y la culpa que tan desesperadamente querían que sintiera.
—vamos, no dejes a tu esposo ahí.
—Qué bonita casa. Yuri, me alegra mucho verte bien —le dije cuando al fin me senté en su sala.
—gracias papá. Si fuera mi mamá, habría empezado a criticar desde las plantas en la entrada —rió.
Llegó lo que se hubiera convertido en un silencio incómodo, de no ser por la astucia de Yuri:
—¿Quieres ver el libro?
—claro que quiero —repuse.
Ella hizo a un gesto a su esposo que, amablemente se levantó y en un segundo regreso con el libro. Lo puso en mis manos. Era una copia nuevecita, con un moño de brillante cinta roja y una tarjeta que decía a mano con cuidada caligrafía: “para mi Papi”. Le regalé una mirada de adoración más. Quité el adorno para ver la carátula, que según sabía yo, había hecho un artista mexicano. Era una imagen que parodiaba un viejo y trillado meme: Un hombre con el cinturón suelto y todavía ajustándose la bragueta, alejándose (en dirección al espectador) de una chica que queda atormentada en un rincón con cara de que le han destrozado la vida. En la carátula del libro de mi hija, la chica tenía en vez de eso, cara de dicha y agitaba la mano despidiéndose de su amante. Además, un globito de diálogo la hacía decir: “Gracias, papi”. Solté la risa, pero de inmediato me reprimí por la pena que tantos años de esfuerzo social habían logrado inocular en mí.
—Señor Iván, no tiene por qué avergonzarse. En absoluto —declaró Cibrán— yo soy partidario de cada cosa que plantea Yuri ahí. Y de las que no plantea en el libro, también.
Lo miré con incredulidad y a continuación abrí el libro. Raspé el grueso de las hojas con el pulgar y me detuve en el índice. El segundo capítulo, después de un prefacio, decía: Relato erótico – “Mi papá se vino dentro de mí”. Dejé que quijada se descolgara de mi cara como ropa mojada de una holgada cuerda.
—¿En serio? —le pregunté.
—Sí, es el relato de nuestra primera vez —sonrió.
Mientras lo dijo, pude ver un nubarrón de corazones rosados salir de detrás de su cabeza y esfumarse después, dejando un dulce aroma a fresas. Cibrán, por lo que yo deduciría luego, entendió que había llegado el momento de irse. Se levantó de su silla casi de un salto, se despidió de mí con cortesía y luego de Yuri. Tomó su mano y ella levantó la carita para recibir el sonoro y tierno beso.
—Tengo cosas qué hacer, los dejo solos —dijo.
Yuri y yo leímos el cuento. Aunque tuvimos que hacer varias paradas para que yo tomara aire. Yuri se había sentado a mi lado al principio, pero conforme el cuento avanzaba se me acercaba más. Tenía sus tremendos muslos pegados a mis piernas y sus senos de diosa antigua recargados en mi brazo derecho. Se había colgado a dos manos de mi hombro y recostado su cara para oírme leer. En un punto cerré el libro de golpe y exhalé como un toro.
—¿qué pasa? ¿Te estás calentando? ¿quedó bien escrito? Quedó bien escrito ¿no? ¡estás reviviendo todo!
Puso su mano en mi pierna y yo brinqué.
—no me digas que lograron convencerte de que lo que hiciste fue algo malo —me preguntó con preocupación— ¡muy malo! —añadió teatralmente.
—no, bebé…
ese ‘bebé’ se me salió sin pensarlo. Es como le había dicho toda la vida. Al oírlo, Yuri sonrió tanto que casi se le parte la cara.
—…es que… si supieras —seguí— que… ¡uff!
—¿qué pasa papi? Puedes decirme lo que sea
—es que… ¡vaya! Tenías que ser tú.
—Tenía que ser yo ¿qué?
Me levanté y me arrodillé ante ella.
—no había tenido una erección en años —confesé.
Ella inspiró una bocanada de aire. Estaba procesando un montón de cosas en su cabecita pero no decía nada, así que yo seguí:
—la terapia de que uno es un monstruo es muy dura…
pero ella se apresuró a arrastrar la cola para salirse del asiento y sentarse ante mí. Puso su dedo en mi boca para callarme.
—no vuelvas a hablar de eso
—está bien —obedecí
—deja al mundo con su infinita estupidez allá, donde está. Nosotros estamos aquí.
Otra vez rememoré cosas de cuando ella tenía catorce, o incluso menos: doce. Cuando todavía no le había puesto un dedo encima pero la veía por ahí en las mañanas con sus diminutas camisilla esqueleto y pantaloneta de dormir. Se le asomaban sus nalguitas. Yo me mataba a pajas por mi hija, y después de cada descarga, salía del baño y volvía a verla y me sentía tan enamorado que me daba miedo. “¿Por qué había tenido una hija tan hermosa? ¿Será por que soy el papá que la veo así? No, porque todo mundo lo dice… “Yuri podría ser reina o modelo” ¿soy un monstruo por verla como mujer?” me destrozaba la cabeza pensando. Y ahora, más de una década después, volvía a sentir ese nefasto amor. Mi Yuri era la misma, un angelito de bondad y pasión.
—desde que te abracé en el aeropuerto me emocioné, y… —agregué a mi confesión.
Ella sonrió con picardía y acercó su rostro al mío.
—pues te voy a dar una sorpresa, señor Stregoika.
Se me abrió la boca. “¡Mi seudónimo! ¿Habrá leído mis cuentos? Ya debe saber que me obsesionan las colegialas” razoné. Ella se levantó y se fue a su habitación. ¿qué sorpresa iba a darme?
Pasó más de una hora durante la que me pregunté qué demonios hacía.
—¡Papi! —me gritó desde donde diablos estaba.
“¿Por qué sonará tan rara? hace un ratito estábamos que nos comíamos aquí en la sala y ahora está como si nada. Debe estar bien loca”. Pensé.
—Papi ¡ven!
Y fui. Me asomé con premura al lugar de donde venía su voz. Era su habitación, pero aunque era la primera vez que la veía, no pude detenerme a ver nada más que aquello que había en un rincón. Yuri estaba con la cabeza clavada debajo de un escritorio y la cola en alto, con sus blancas piernas bien estiradas y unidas. Parecía una palmera que en vez de palmas verdes tenía una tela de tejido tartán escocés, color azul rey. O sea entramado de uniforme de colegio, y es que eso precisamente era: Yuri se había puesto su viejo uniforme. Se le veían las piernas completitas y para que se viera su entrepierna faltaba solo un centímetro, no; menos: un milímetro. No, menos: ¡un átomo! Qué sensualidad tan macabra, en el nombre de Dios Padre.
—¡papi, no encuentro mi cuaderno! Anoche me ayudaste con la tarea de matemáticas y no sé donde lo dejamos ¿tú sabes? …¡papi, háblame!
Yo estaba como una estatua, boquiabierto y apenas respirando. ¿Alguien dijo disfunción? ¿quién? ¿qué es eso de ‘disfunción’? Lo único que sabía era que tenía que ir a taladrar a mi hija. Yuri traviesa, había encontrado y leído mis cuentos en Internet y sabía que las colegialas me ponían como un tigre.
—¡Papi! Ayúdame a buscar ¿no ves que me agarra el tarde? ¡Tengo que ir al colegio! Papi, papi ¡reacciona!
Yo estaba fuera de forma para jugar, pero por nada del mundo dejaría de complacer a mi amada Yuri, así que hice mi mejor esfuerzo.
—a ver, a ver ¿por qué eres tan desordenada? —entré— ¿siempre tengo yo qué encontrarte las cosas?
—¡aich! —se quejó ella.
Pasé a su lado y aspiré fuerte. Olía como debe oler el paraíso. No puedo explicar bien qué era, pero olía a colegiala. No a exitosa arquitecta, con perfumes caros y ropas finas, sino a jabón de baño y uniforme planchado. Solo mi hija podría ponerme así, por todos los cielos ¡Yuri! Hasta tenía el pelo amarrado a los lados en coletas que parecían pompones y ya no estaba pulcramente maquillada como cuando nos encontramos en el puente aéreo, sino que tenía apenas una pasada de labial rosado y una línea muy discreta bajo los ojos.
Ella se metió bajo otro mueble, esta vez bajo la mesa del TV. Puso la mano en el borde y se hincó otra vez, ofreciéndome su redonda y robusta cola. Además de en su provocativo derrière, reparé en su manita puesta puesta en el mueble: También se había quitado el barniz de uñas. ¡Estaba dispuesta a volverme loco! Sentí muchos deseos de, así como estaba, agachadita, mandarle mi mano a su sexo y tanteárselo, así como sólo había soñado con volver a hacerlo durante más de una década. Cuánto extrañaba ese calor delicioso. Los tiempos de gloria celestial cuando la mandaba al colegio recién lamida, comida y complacida, con ese mismo uniforme… uff… ¡acababan de regresar!
—Aquí tampoco está ¿Papi, qué hago? —volvió a erguirse y se puso frente a mí.
—tu cuaderno está escondido —le dije, cínicamente.
—¿por qué?
—porque si lo encuentras te vas, y no quiero que te vayas. Tú te vas cuando yo diga —me le acerqué.
—Ay ¡papi! —sonrió y se retorció como gata.
—síguelo buscando —ordené.
—sí señor —dijo y empezó a moverse.
—¿ya buscaste encima de los muebles, en el chiffonier, en la biblioteca..?
—ya voy —dijo, regañada.
Arrastró una silla y se subió para buscar encima del chiffonier. Se quedó parada en un pie y dobló la otra pierna. Se estiró hasta donde pudo para alcanzar la pared con la mano.
—aquí tampoco está…
—sigue mirando. ¡Mira bien!
—sí señor.
Me tiré de cola a la cama y le miré bien sus exquisitas piernas. Sin ninguna cautela hinqué la cabeza para ver bajo su falda —y me empapé de su aroma—, pero por más que pegué la cara, solo seguía viendo hasta el final de sus piernas, como si por un encantamiento la primer célula de su entrepierna, o la primer molécula de su panty o lo que fuera que llevaba, estuvieran censurados. La vida me decía ‘eso no lo puedes ver’ y yo le contestaba ‘¡claro que puedo, soy su padre!’ me froté el pantalón con la mano, puesto que el endurecimiento estaba insoportable y las ganas aún más. Me lo halé por sobre la tela de jean.
—¿qué haces, papi? —asomó la cabeza.
—¿qué hago de qué? En vez de estar preguntando, ve a buscar a la biblioteca.
—sí señor.
A la biblioteca tenía acceso desde la cama, por lo que se sacó los zapatos usando la punta de sus pies para empujar por atrás. Los arrojó y caminó sobre la cama. Pasó su cadera sobre mi cabeza y el ruedo de su falda me rozó la frente. Pero adivinen: no le vi nada. Me pasé las manos por la cara con ira. “¿Cómo hace? ¿Por qué tiene las piernas tan largas?” me pregunté.
—cálmate papito
pero ¿cómo iba a calmarme? Tenía los pantalones más apretados que nunca y me empezaba a fastidiar el charquito de lubricante que se enfriaba al rededor del glande. ¡Qué ganas de dar taladro tan insoportables!
—Yuri, olvídate de ese cuaderno y ven aquí. No te bajes de la cama.
—¿señor?
—que vengas aquí te digo.
—sí señor.
—párate aquí.
—¿por qué? —se acercó a mi cara.
—más cerca. Yuri, esa falda está muy cortica. Ni creas que te voy a dejar a ir al colegio así.
—pero papi…
—‘pero nada’. ¿Crees que no sé cómo son los muchachitos, que se paran en las escaleras a verlas ustedes por debajo y tener con qué ir a reventarse a pajas?
—¡papi! —casi suelta la risa.
—a esa falda puede bajarle el ruedo. Bájaselo, hasta la rodilla.
—papi —ahora sí rió
—¿de qué te ríes?
—esta jardinera no tiene dobladillo qué bajar.
—Ay Yuri Natalia ¡ese cuento no te lo crees ni tú misma! Le bajas el condenado ruedo o se lo bajo yo.
—papi, no tiene ruedo qué bajar ¡lo juro por dios!
—no te creo.
—¡por dios! —se besó la uña del pulgar
—es mentira.
—¡mira entonces! —se subió la falda.
¡Al fin! Ay qué rico ¡qué rica es la vida! “Mi hija está subiéndose la falda delante de mi cara. Qué rico aroma tiene” pensé. Aspiré fuerte.
—¿por qué suspiras? —me preguntó.
No contesté, porque al fin estaba viendo ese ansiado triangulito de amor que cargaba entre sus piernas. Se había puesto, como si lo demás fuera poco, unas calzas blancas, sencillas, sin encajes, dibujos ni labrados y bien ajustadas. Era una mocosa colegial hasta el tuétano. Me saboreé.
—¿Si ves? no hay nada de ruedo qué bajar.
Me senté en la cama y le ordené:
—ven aquí —señalé mi regazo.
Ella obedeció. Sabía de qué se trataba. Iba a ser castigada. Apoyó su vientre en mis piernas y le subí la falda. Pero qué pedazo de trasero tenía mi Yuri. En medio del jueguito de rol y todo, yo me ahogaba en dicha por tener otra vez a mi Yuri así, ver lo bien que le había ido, lo bien que estaba y —uff, ese culo— cuán conservada estaba su belleza. Esas mismas nalgas que se apoderaban de mi mente cuando ella era una mocosa, todavía ahí, para mí. Hice un esfuerzo descomunal para no acariciarla y para no tocarle, todavía, sus partes privadas. Solo debía darle unas suaves pero sonoras nalgadas. ¡Y salió la primera!
—¿cómo es que tienes esa falda tan cortica y sin ruedo?
Y salió la segunda
—¿acaso te gusta ir mostrando los calzones?
La tercera. Ella gemía de gusto, y detecté sin esfuerzo que ya estaba dejando de jugar.
—¿tener a tus compañeritos con la pita parada y pajeándose por ti a toda hora? ¿te gusta eso?
Ella notó en su costado la situación en que estaba yo. Estaba como acostaba encima de la carpa de un circo. Se retorció un poco y metió la mano
—papi… mira cómo estás —dijo, con su voz mojada.
Yo, ya no podía seguir. Dejé de nalguearla y le acaricié las pompas con mi mano abierta y hambrienta.
—mi amor —susurré— es por ti, y sólo por ti.
Alzó la mirada desde su incómoda posición y con carita de regañada me suplicó
—Papi ¿me dejas que te ayude con eso?
—Pero, y ¿qué vas a hacer?
—lo que tú me digas
—tienes que darme de esto —toqué sus labios—, y de todo esto —amasé sus nalgas y al final me concentré en medio de ellas.
Se sentía calientita y al presionar con el dedo, se podía sentir su humedad. No hubo más palabras.
Ahí estábamos, mi hija yo, el tal ‘Monstruo de Santarem’, haciendo el amor otra vez, después de diez años de separación. Estaba de rodillas,y en uniforme, metida entre mis piernas haciéndome una mamada, de esas que solo ella podía hacerme. La agarré por sus coletas y halé con el fin de llegar más dentro de su boca. Los sonidos ahogados que salían de su garganta me enloquecían. A veces le soltaba las coletas para acariciarle los lados de la cabeza o los hombros. Sin darme cuenta cuando, me había apoyado con un brazo detrás de mi espalda y empezado a perrear sobre su cara.
—tú siempre supiste como chuparla —dije con voz temblorosa.
Ella desocupó su boca para hablar:
—siempre me gustó tu pija, papi —dijo, imitando mi tono en la palabra ‘siempre’.
Se puso de pie, usó la palma de la mano para limpiarse la comisura de la boca y dijo:
—Hazme el amor, papi.
Al tiempo de ponerme de pie y deshacerme de mi saco y pantalón, ella asumió que debería hacer lo mismo. Se mandó las manos a un lado de su peto de tartán azul, para alcanzar la cremallera. Pero la detuve:
—No, bebé, déjatelo…
Haber dicho ‘bebé’, fue más afrodisíaco para ella que todo el previo juego de papito bravo y colegiala despistada, pues se me lanzó encima
—¡te amo, papi, te amo! —exclamó sobre mi cara, sin separar los dientes— hazme tuya otra vez, lo quiero todo ¡échamelo todo papi! —prácticamente gruñó.
La apreté y giré con ella. Besé su rostro con pasión y amor, mientras, con una torpeza que a mí me avergonzaba y a ella le parecía tierna, trataba de sacar uno de sus senos. Al fin lo logré, aunque con un poco de ayuda de ella. Su teta de buen tamaño estaba asomada como una joya lisa y blanca en medio de su peto, corrido hacia adentro y su blusa, corrida hacia afuera.
—Qué rico ¡mi amor, mi Yuri!
Nadie sabe qué es chupar unas tetas hasta que se las chupa a una de sus hijas. Hagan de cuenta que un buen día, dios mismo abre el cielo con sus manos, se asoma y nos dice a todos que todo aquello que creíamos perverso, no lo es. Que nos hicieron creerlo para negarnos la dicha y humillarnos, pero que ahora seríamos libres. Que todo lo hecho con amor y voluntad era bello.
Después de repetir la sesión con su otro seno, pasé a otro nivel de gloria: gateé hasta su pubis. Qué rico olía mi niña cuando estaba mojada. Ese aroma está diseñado para enloquecer a un hombre, y a mí, la fragancia de los fluidos de amor de mi hija me empañaban la consciencia. ¡Me la empañaban desde que ella tenía catorce! Como era costumbre vieja entre nosotros, nunca le quité la pantaleta, solo la jalé hacia un lado. La impresión fue grande. Me acordé de sus suaves vellitos, pero ya habían pasado diez años. Tenía delante de mí un chocho recorrido pero igual de rozagante, afeitado y muy bien cuidado. Aún Después de mirar y pensar tonterías por un segundo, miré ese montículo de vulvas brillantes y me antojé. Era el coñito de mi preciosa, claro que sí.
—Me la vas a comer o le vas a rezar —me reclamó.
Y claro, se la comí.
Ni para qué gasto tecla intentando describirles la magnificencia de comerme ese coño. Ustedes deben haber comido muchos coños. Quizá el efecto era psicológico, solo radicaba en mi cabeza: era el coñito de mi querida hija, el mismo que probé por primera vez cuando ella tenía catorce una vez que estaba escurriendo agua y jabón, en el momento más romántico de mi vida y creo que también de la de ella. Prueba de la especialidad de esa comida de coño y que no era una comida de coño cualquiera, fue que ella misma lo ratificó, sin que nunca lo acordáramos, ni siquiera habláramos de ello —aunque solíamos practicarlo tanto—:
—¡Papi! Nadie me lo come como tú ¡nadie…!
Y, como en el pasado, cerró sus piernas con fuerza casi hidráulica y presionó mi cabeza contra ella. Ondeaba su torso como un pez fuera del agua, todo para ‘darme más’. “¿Será que la puedo hacer venir, como en los viejos tiempos?” me pregunté. Puse toda la energía que me fue posible en los músculos de la base de mi lengua para moverla tan rápido de aquí para allá como fuera preciso, aún más allá del dolor. Quería agitar su encantador clítoris hasta hacerla temblar. ¡No podía fallarle! “¿Ves que no hay nadie como papi?” pensaba mientras lo hacía. Ella, según habría yo de entender cuando leyera su dichoso cuento, luchaba por controlar lo poco que le quedaba de respiración. Todo se le iba en contoneo y gemidos que nacían desde el vientre como bala de cañón. Entre más gemía ella, más ahínco le ponía yo. Creo que ya tenía inflamado el gañote de tanto esforzar la lengua, pero nada importaba más que el placer de mi hija. Y bueno, el mío, pues me ponía a mil verla disfrutando y, a riesgo que crean que soy un fantoche, no solo me proporcionaba placer sino felicidad. Mi hermosa hija, de la que me enamoré a sus doce años, retorciéndose de placer —una vez más— suministrado amorosamente por papi. “Goza, bebé, goza como loca que aquí está papi” pensaba yo. Los filósofos antiguos se enmarañaron en definir la felicidad, cuando pudieron decir “Cómele el coño a tu hija bonita y hazla girar de placer”. Y fin.
En efecto, ‘fin’. Ella saltó como un gato con la mano en su vagina y volvió a caer, metiéndose el puño en la boca y respirando como un fiera. Le temblaban los muslos como gelatina. Al verle la cola descubrí que la tenía empapada, aunque no como yo soñaba. Pero la había hecho tener un orgasmo “¡bien hecho papi!” Me dije. Antes que se relajara, la ladeé, me puse detrás de ella y la penetré. El mensaje de sus gemidos era muy claro, como si dijera ‘uhy, papi ¿más? Uff, me vas a deshacer, pero ¡dale!’.
Y ahí estaba yo, estrellando mi pelvis contra sus preciosas nalgas, a mi hija, con su falda de colegio toda enrollada al rededor de su cintura.
—Te vas al colegio pero bien culiada, mi amor —le dije con la respiración a golpes.
—sí señor —me respondió apretando los ojos.
—si sientes la colita mojada ¡te acuerdas de papi todo el día!
—sí, papi.
—¿quieres pensar en papi todo el día?
—uhy ¡sí!
—¿te lleno la colita?
—¡lléname la colita papi!
Así estuvimos diciendo cosas durante un rato. Me gustaba decir cosas sucias y a ella alcahuetearlas, porque entre más sucio, por irreal que fuera lo que decíamos, yo me emocionaba más y le daba más duro, y a ella le gustaba.
—¿te gusta la verga de papi?
—¡me encanta, metémela toda, no pares papi!
le estrujé sus perfectas tetas y le mordí un hombro
—¡culéame papi! —dijo al poner su mano en mi costado
—ya viene tu papá con todo lo que te gusta mi amor —dije con voz casi de infarto— alista ese culo, que llegó papi con su pistolota de amor super-cargada ¡bebé!
Los gemidos de ella se convirtieron en gritos.
—¿Quieres leche de papi?
—SÍ
—¿QUIERES LECHE DE PAPI?
—SIII
Fue suficiente. Así, fue, le ‘llené la colita’. Lo saqué y me derramé sobre su atlética cola de colegiala. Hice una obra de arte en sus redondas nalgas como lienzo, con erráticas chorreaduras de esperma. ¡Qué puta felicidad!
—qué delicia mi amor —dije, ya sin el tono de gruñido
caí recostado detrás de ella y la abracé.
—Eres una delicia sin par, bebé —agregué y besé su cara
ella pronunció un gemido como cunado una niña descubre un pequeño gatito en un callejón. Se contoneó una vez más y se pegó a mí. Acarició un lado de mi cara por unos segundos y luego, se restregó la cola con la mano. Luego se llevó un poco de mi semen a su boca y lo probó agarrando pequeñísimas porciones con los labios.
Me agarró el sueño ahí, con la cara metida entre su melena.
—¿te gustó comerte a tu hija colegiala?
Entonces recordé lo que me había dicho, que tenía una sorpresa para Stregoika.
—¿Le preguntas a Iván Andrés, tu papá; o a Stregoika, el culiador de colegialas?
Ella, se interesó en ambas respuestas:
—¿qué dice Stregoika?
—Que eres la mejor colegiala que se ha echado en la vida.
—Y ¿qué dice mi papá?
—que eres la única colegiala que se ha echado en la vida y, adivina
—¿qué?
—no quiere echarse ninguna otra.
FIN
–Stregoika
PD
El cuento “Mi papá se vino dentro de mí”, escrito por Yuri Natalia, está disponible en sexosintabues30.com.
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