Descubriendo el taboo con mis padres
Juan, un joven de 15 quiere saber lo que es un cuerpo desnudo, ve a su madre sin ropa y eso desata una historia de taboo entre la familia.
«¿Por qué me pegas, mamá?» El joven de cabello castaño, Juan, de 15 años, levantó la mirada a su progenitora, Ana, sus ojos llenos de inocente curiosidad. Ella suspiró, su rostro delicado lleno de arrugas de preocupación.
«Lo siento, cariño. Tu papá y yo tenemos que hablar contigo.» La habitación se llenó de un silencio incómodo. Juan se sentó en la cama, su pene ya no erecto, la inseguridad empezando a envolverlo.
«¿Qué pasó?», preguntó Carlos, el esposo de Ana, entrando en la habitación, su rostro reflejando la sorpresa.
«Lo descubrí…» Comenzó Juan, la respiración entrecortada. «Estoy viendo a mamá… a mamá desnuda…»
Carlos se detuvo; su rostro se suavizó. «Ah, ya veo.» Dijo con una sonrisa. «Creo que es hora de que tengas una charla, no conmigo, sino con tu mamá.»
Ana lo miró, sus ojos abriéndose en shock. «¿Qué? Carlos, no creo que…»
«Shh», él interrumpió, acercando su dedo a sus labios. «Deja que la naturaleza siga su curso. Es normal que quiera saber».
Con eso, salió de la habitación, cerrando la puerta suavemente. Juan y Ana se miraron el uno al otro, la tensión sexual en el aire palpable.
«¿Qué quieres saber, Juan?», preguntó Ana, suavizando su tono.
«¿Cómo se siente?», balbuceó Juan. «¿Cómo se siente que alguien esté adentro?»
Ana tragó saliva. «Juan, eso no es apropiado.»
Pero Juan ya no podía contenerse. «Por favor, mamá», susurró, acercando su cara a la de su progenitora. «Solo un poquito…»
SUMMARY^1: Juan, un adolescente de 15 años, es descubierto por su madre Ana y su padrastro Carlos espiando a su hermana menuda desnuda. Carlos sugiere que Juan tenga una charla privada con Ana, lo que deja a la pareja en una situación tensa y cargada de deseo. Juan le pide a Ana que le explique qué se siente al ser penetrada, y la atmósfera se torna aún más erógena.
Ella se puso tensa, luchando internamente. Finalmente, con un suspiro, se inclinó y acercó su boca a la de su hijo. El beso fue corto, suave y lleno de un deseo reprimido que no debería existir entre una madre y su hijo.
Ana se levantó y se quitó la blusa, revelando sus pechos voluptuosos. «Ven», dijo suavemente, «te lo mostraré».
Juan palpó los pezones de su mamá, sus dedos temblorosos. Ella cerró los ojos, intentando ignorar la oleada de placer que se apoderó de su ser.
«¿Puedo meter la lengua?», preguntó Juan, sus ojos llenos de ansias.
Ana asintió con la cabeza. El chico se acercó y empezó a lamer sus pezones, sus labios apretando contra su piel. Ella jadeó; la sensación de su boca era increíble.
«¿Te gusta, mamá?», preguntó Juan, mirando a su mamá a los ojos.
«Sí, cariño», susurró Ana, sus ojos brillando. «Me gusta.»
La habitación se llenó del sonido de la respiración agitada de la pareja, el sonido de la ropa arrastrando por el piso y el suave sonido de los labios y las lenguas en acción.
«Ahora, mamá, dame tu vagina», dijo Juan, su rostro ahora determinado.
Ana se sentó en la cama, abriendo sus piernas. Juan se acercó, su pene ya de nuevo duro. Ella se lo mostró, su cara roja de la vergüenza.
«¿Puedo tocarla?», preguntó Juan.
Ana asintió, su corazón latiendo salvajemente en su pecho.
Con cuidado, Juan metió sus dedos en la abertura húmeda de su mamá. Ella gimió, sus piernas temblando.
«Mamá, ¿qué es este?» Juan tocó suavemente el clítoris de Ana, que respondió con un jadeo ahogado.
«Eso es… un… un botón que… que a las chicas les gusta que se les toque», dijo Ana, luchando por mantener la compostura.
«¿Y si meto mi dedo?» Juan se atrevió a insertar su dedo en la vagina de su mamá, la curiosidad en sus ojos.
«Sí, puedes… puedes… solo un poquito, cariño», murmuró Ana, su aliento entrecortado.
Más allá de la puerta, Carlos se encontraba en la sombra, escuchando la escena que se desplegaba. Su propia excitación era evidente, su respiración pesada y su pene duro en la mano.
Ana se recostó en la cama, permitiéndole a Juan explorar su interior. Su propio deseo la superaba, y la culpa se desvanecía lentamente, reemplazada por la sensación de que este era un ciclo natural que debía cumplir.
«¿Cómo se siente, mamá?» Juan jadeó, su dedo moviéndose en círculos.
«Se… se siente… bueno, Juan. Muy… bueno.» Ana no podía creer que estuviera permitiéndole a su propio hijo tocarla de aquella manera.
Pero la curiosidad de Juan no se detenía ahí. «¿Puedo intentar… intentar con mi pene?»
Ana se detuvo, sus ojos abriéndose de par en par. «¿Quieres… metérmelo?»
«Sí, mamá. Quiero… quiero saber.»
Con la mirada de su marido en la mente, Ana vaciló. «Pero, Juan, eso no… no es correcto.»
Pero la tentación era demasiada. Con cuidado, la guio a su pene erecto, que se enfriaba por la emoción. «Por favor, mamá. Solo una vez. Solo para saber.»
Ella suspiró, su propia voluntad cediendo. «Bien, cariño. Solo una vez. Y solo un poquito.»
Juan se acercó a la vagina de su mamá, la punta de su pene tocando suavemente sus labios. Con la ayuda de su dedo, la introdujo lentamente. Ana jadeó, su rostro contorsionado por la combinación de placer y miedo.
«¿Te duele, mamá?», preguntó Juan, deteniéndose.
«No, no duele. Sigue, Juan, sigue…»
El chico empujó un poquito más, llenando a su mamá con su miembro viril. Ana se estremeció, su marido acercándose a la puerta, la excitación en su cara.
«Mamá», dijo Juan, notando el silencio en la habitación. «¿Estás segura?»
«Sí, Juan. Sigue.»
Con la aprobación de su esposo en silencio, Juan empezó a moverse lentamente, empujando su pene en la vagina de su mamá. Ella lo rodeó con sus piernas, sus uñas hundiéndose en la espalda de su propio hijo.
El sonido de la respiración agitada y los suaves gemidos llenaron la habitación, la realidad de la situación desvaneciéndose ante la ola de placer que se apoderó de los tres.
Y así, en la penumbra de la habitación, la inocencia de Juan se desvaneció, dando paso a un despertar sexual que marcaría la vida de la familia para siempre.
«Mamá, me gusta», susurró Juan, empujando aún más su pene adentro de la vagina de su mamá. Su inexperiencia se hacía evidente, cada movimiento torpe, cada pausa llenando el aire con la tensión de lo prohibido.
Ana cerró los ojos, sus manos aferradas a la sábana. No podía creer que estuviera permitiéndole a su propio hijo follarla, que su marido lo estuviera observando, inclinando la balanza de la moral en un acto de incesto que jamás hubieran imaginado.
«Sigue, Juan, hazlo», dijo Ana, su propia excitación superando su incredulidad. «Hazlo duro.»
Su marido, Carlos, se acercó a la cama, su pene duro en la mano, observando a su esposa y a su propio descendiente en el acto. La escena lo emocionaba; la idea de que su propia progenie se acercara a la edad adulta de la forma más tabú lo hacía sentir extrañamente orgulloso y excitado.
«¿Te gusta, cariño?», preguntó Carlos, su aliento caliente en el oído de Ana. «¿Te gusta que nuestro niño te folle?»
Ana no pudo contestar, su boca abierta en un grito silencioso, su respiración jadeando en la almohada. Juan, cada vez más seguro de sus movimientos, empezó a follar a su mamá con la pasión de un joven deseando aprender.
Con cada embestida, el placer de Ana se intensificaba. Ella sabía que no debía disfrutarlo, que era incorrecto, que su matrimonio podía arder en llamas por este desliz, y sin embargo, su propio deseo la traicionaba, empapando la cama con su humedad.
Mirando a su esposo, supo que la situación se le escapaba de las manos. Carlos la miraba con hambre en sus ojos, su pene en la mano, el deseo de unirse a la intimidad que supuestamente solo debería ser de la pareja.
«Ana», susurró Carlos, «¿Te gustaría que yo me uniera?»
Ella lo miró, la duda luchando contra la pasión que ardía en sus entrañas. «¿De verdad?»
Con un asentimiento, Carlos se acercó a la cama. «Sí», dijo, su aliento cargado de excitación. «Deja que te muestre lo que realmente siento.»
Ana se sentó, permitiéndole a su marido acercarse. Juan, ahora en la cima del deseo, la miraba, confundido, excitado. Carlos le sonrió, tomando la base del pene de Juan en su propia mano.
«Eso es, cariño», dijo, guiando a Juan en la penetración. «Folla a tu mamá.»
Con la guía de su papá, Juan continuó, sus caderas chocando contra las de su mamá, la habitación llenando con el sonido de la carne contra la carne. Ana no pudo contenerse; la sensación de su pene en la vagina la hacía sentir sucia y, a la vez, increíblemente deseada.
«Ana», murmuró Carlos, «¿quieres que lo hagamos todos?»
Sin responder, Ana se acostó boca abajo, ofreciendo su culo a su marido, su vagina ya receptáculo del deseo de su propio hijo. Juan se detuvo, su rostro enrojecido.
«¿Papá?»
«Sigue, Juan», dijo Carlos, «Mamá quiere que tú y yo la follemos al mismo tiempo. Es nuestro secreto, nuestro espejo de la vida.»
Juan se acercó a la cama, su pene aún duro, su corazón latiendo con la emoción de lo que sucedería a continuación. Ana se puso en cuclillas, su culo al aire, la humillación y el placer luchando en su rostro.
«¿Papá, estás seguro?»
«Sí, Juan», respondió Carlos, «esta es la vida, la vida real».
Con cuidado, Juan se acercó a la entrada de la vagina de su mamá, su pene temblando por la emoción. Carlos se puso detrás de ella, su pene erecto presionando contra su ano.
«Relájate, cariño», susurró Carlos. «Vamos a mostrarle a Juan lo que es un buen polvo.»
Ana jadeó, su respiración profunda y agitada, su propia excitación incontrolable. Juan la penetró lentamente, su pene deslizándose en la humedad que ya se encontraba en la vagina de su mamá. Ella se estremeció, sus ojos cerrando por la intensidad de las sensaciones que la atravesaron.
Al sentir la penetración de Juan, Carlos empujó, su pene entrando en el culo de su esposa. Ana gritó, la sensación de ser penetrada por los dos a la vez demasiado intensa para ignorar.
«¿Mamá?» Juan se detuvo, preocupado.
«No te preocupes, Juan», dijo Ana, entre jadeos. «Sigue, por favor, sigue…»
Con cada empujón de Carlos, Juan se movía en sincronía, llenando a su mamá, su pene adentro y afuera, creando un ritmo que los tres sentían en cada fibra de sus seres. La habitación se llenó del sonido de la carne chocando, de los jadeos de Ana y de las respiraciones agitadas de los dos jóvenes.
«¿Te gusta, Juan?», preguntó Carlos, su propia excitación evidente.
«Sí, papá», jadeó Juan, «me gusta».
Ana, la cara enterrada en la almohada, no podía creer lo que sucedía. Su marido la penetraba por el culo, su propio hijo la follaba y, aun peor, ella lo disfrutaba. La culpa y la emoción la consumían por completo.
«Vamos, Ana», dijo Carlos, «estoy a punto…»
«Yo… yo… estoy… estoy…» Gimió Ana, su cuerpo temblando al borde del orgasmo.
«¿Estás a punto, cariño?», preguntó Carlos, su propia respiración acelerada.
Ella asintió, su culo en el aire, abriéndose camino a cada embestida de Carlos, acogiendo al pene de Juan en su vagina. La sensación de ser penetrada por sus dos seres queridos era demasiado para que su mente la rechazara.
Juan, lleno de adrenalina y sin experiencia, se movía con la intensidad de la desesperación por sentir lo que su pene le decía que sentía. La humillación se transformó en deseo puro, en cada pulso de su miembro en la vagina de su mamá.
De pronto, Carlos gritó, su semen llenando el interior del recto de Ana, la haciéndola estremecer de placer. Ella jadeó, la sensación de ser llenada al límite. Juan, inspirado por el sonido de la eyaculación de su papá, aceleró el ritmo, sus caderas golpeando contra la cara de la cama.
«Ven, Juan, siéntelo», dijo Carlos, su pene aún adentro del culo de Ana. «Ven, siéntete un hombre.»
Con un grito ahogado, Juan eyaculó en la vagina de su mamá, su semilla adolescente inundando su interior. Ana se retorcía; la sensación de ser rellenada por los dos a la vez era demasiado. Su orgasmo la envolvió por completo.
Cuando la tormenta de placer se desvaneció, la habitación cayó en un silencio tenso. Los tres se miraron, la realidad de lo que acababan de compartir asentándose en sus mentes.
«¿Estás… estás bien?», preguntó Juan, con la preocupación en su rostro.
Ana, jadeando, asintió lentamente. «Sí, cariño, estoy… estoy bien.»
Carlos se apartó de su esposa, su pene ahora flojo. «Lo siento, Ana», dijo, «pero no pude resistirme».
Ana se volvió a sentar, su rostro lleno de emociones contradictorias. «Yo… yo tampoco pude.»
«¿Ves, Juan?», dijo Carlos, sonriendo. «Esto es lo que sienten las personas mayores.»
Juan se sentó a un costado, la confusión en sus ojos. «Pero… no deberíamos… no debería…»
«Sshh», le dijo su mamá, acariciando su mejilla. «Esto es nuestro secreto, cariño. Solo nuestro.»
Con la promesa del silencio, la vida de la familia tomó un giro inesperado. El deseo reprimido que alguna vez fue tabú, ahora se enfrentaba a la luz, listo para ser explorado de una manera que jamás hubieran imaginado.
Y a medida que los tres se vistieron y volvían a la normalidad, la sombra del incesto se deslizaba por las paredes; la noche ahora se sentía cargada de un secreto que solo podrían compartir. Ana se lavó la cara, intentando deshacerse del sabor de la culpa que se pegaba a su boca. Mientras se miraba en el espejo, no podía evitar sentir la humillación de lo que había permitido que sucediera. Sin embargo, la excitación que la inundó fue incontrolable.
Juan se sentó en su cama, la mente en un ciclón de emociones. Había experimentado un placer que no podía describir con palabras, y la imagen de su mamá, desnuda y enardecida, se arraigó en su memoria. Se prometió que no hablaría de ello, que no traicionaría la confianza que su papá y mamá le habían dado.
Carlos se sentó en la silla; la miraba a su esposa reflexionando. La vena de su cuello latía con la intensidad del deseo satisfecho. Se sentía extrañamente lleno de vida; la transgresión parecía revitalizarlo. «Ana, mi amor, no debes sentirte mal», susurró, «Esto nos acercó».
Ana se volvió para enfrentarlo, las lágrimas en sus ojos. «Pero, Carlos, eso no es normal. Nuestro propio hijo… eso es incesto.»
Carlos la tomó de la cintura, acercando su rostro al de ella. «Normal o no, es nuestro secreto. Lo que pasó fue hermoso, no deberíamos arruinarlo con prejuicios.»
Esa noche, la cena fue tensa. Juan comió en silencio, saboreando cada mordisco con la conciencia de lo que ocurría. Ana y Carlos intercambiaban miradas furtivas, sabiendo que la vida ya no sería la que alguna vez fue.
A la mañana siguiente, la rutina se reanudó. Juan fue a la escuela, y Ana se encargó de las tareas domésticas. Sin embargo, la tensión sexual no se desvaneció. Ella se detuvo en el pasillo, recordando la sensación de la boca de Juan en su vagina, la presión de Carlos en su culo. Ella no podía evitar que la excitación creciera en su interior, humedeciéndola de un deseo que ya no podía ignorar.
Cuando Juan volvió a casa del colegio, la situación se repitió. La curiosidad sexual del adolescente parecía insaciable, y la culpabilidad de Ana se desvanecía con cada gemido que emitía al sentir a su marido y a su propio hijo penetrándola.
Y así, la vida continuó; cada noche traía consigo la posibilidad de un nuevo acto de transgresión, un espejo que reflejaba la vida que una vez fue y la que ahora era. Juan aprendió a ser un amante, Ana se rindió a su propio deseo y Carlos se regodeó en la complicidad del acto prohibido.
Pero el espejo de la vida, a menudo, se rompe. Y la vida de la familia se vería alterada para siempre por la sombra que ahora habitaba en sus corazones. Meses pasaron, y la aventura se volvió rutinaria. Juan no solo se transformó en el amante de su mamá, sino que su papá se convertía en su guía en el camino del placer. Ana, aun luchando con su culpa, no podía negar que la sensación de ser deseada de la forma en que lo hacían sus dos varones la llenaba de un placer que jamás creyó que podía sentir.
Y así continuaron durante mucho tiempo: su hijo la follaba cuando su papá no estaba y otras muchas veces seguían en sus tríos amorosos, las dobles penetraciones, las degustaciones de semen del hijo hacia su mamá, a quien le gustaba que su mamá le diera tremendas mamadas y regarse en su boca. Las amaba, y su madre disfrutaba saborear ese semen en su boca…
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