El camino con mis hermanos y hermanas
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Me siento raro, el sol está caliente, deben ser las diez de la mañana, o algo así. Desnudo en la cama, algo sudado y pegajoso, siento la pierna de una mujer sobre la mía, pisando mi polla, la logro sacar y que alivio. Al voltear al otro lado doy con una polla que no es la mía. Estoy en un sandwiche hombre mujer, mareado, cansado y ajeno de la realidad, caigo de nuevo dormido recordando o soñando una situación parecida hace mucho tiempo. El sueño me lleva al pasado, y recuerdo los relatos de mi madre trabajando en una fábrica de franelas para un señor árabe, Elías.
El tipo era conocido como la rata o el guacamayo, por su prominente nariz. Flaco, no muy alto, como de cuarenta, siempre vestía muy bien con pantalones ajustados que marcaban su largo, pero más bien delgado pingajo. “El guevo de la rata no tiene cabeza”, decían las mujeres, “pero pica”.
Elías era un miembro respetado de lo que llaman la clase media alta, casado, con familia, muy recto y de conducta intachable, ¡en la iglesia! Pero en su fábrica, ubicada en una zona industrial con cordón de miseria alrededor, se convertía en un pervertido a quién le gustaba preñar mujeres o más bien niñas, como mi madre. Todas las obreras de la fábrica en algún momento habían tenido un encuentro del tipo penetrante con la guacamaya y muchas de ellas quedaron como él quería, preñadas.
Mi madre tuvo que ser una de ellas, yo soy igual al árabe, flaco, narizón y con una polla larga y delgada, sin cabeza y unas bolas pequeñitas que hacen que la paloma se vea aún más larga. Por si fuera poco, también me dicen que mi verga pica, pero rico, a las mujeres y hombres les gusta la sensación. Estando preñada, mi madre no tuvo más remedio que mudarse con el capataz de la rata, conocido como el cochino maldito.
Antonio también era árabe, pero de los que salen en las películas de los ladrones de Bagdad, grandote, gordo desalineado, peludo como un oso de circo, hediondo a sudor, café, tabaco, cebolla y quien sabe cuántas porquerías más. Era el propio cerdo, siempre manoseando a cuanta mujer se le ponía cerca. Siempre vestía una franelilla con la inmensa barriga apoyada sobre un pantalón amplio que dejaba ver la inmensa pinga del tipo, envuelta en un chinchorro de bolas, también inmensas. No dudaba en sacarse la pinga y rascarse con gusto en cualquier sitio dentro de la fábrica, pidiéndole ayuda a cualquier obrera, de mala manera.
Para no perder el trabajo ninguna de las mujeres se negaba, las que lo habían hecho ya no estaban. Todas sabían qué hacer y si había que rascar o mamar esa verga, se hacía y más nada. Al cochino le gustaba que lo vieran mientras le chupaban el chaparro y si nadie se fijaba, le bajaba las pantaletas a la chica y le enterraba la yucota en la cuca o el culo, donde primero cayera, sin anestesia ni lubricante. ¡Ahora si lograba la atención de su público! Antonio disfrutaba que lo vieran mientras que la leche chorreaba por las piernas o las tetas de la chica escogida, siempre abundante y espumosa de tanto batirla con fuerza y sin piedad.
Al rato el maldito se la sacudía y terminaba orinándose en la víctima de turno, quien además tenía que lamerle el ahora flácido trozo de carne hasta dejárselo limpiecito. De allí todas las mujeres siempre llegaban al trabajo con el culo bien lavado, nunca sabían cuando les iba a tocar y no querían comer mierda.
Pronto mi madre descubrió la fantasía del cochino maldito, – tirarse a las mujeres embrazadas -, como ella. Mientras yo iba creciendo dentro de mi madre el infame se la cogía todos los días llegando a la casa. A veces también tuvo que aguantarse a los amigotes de Antonio, quienes se turnaban con las otras mujeres que vivían con ella. Era una casa cerca de la fábrica, con muchos cuartos y albergaba a unas cinco o seis mujeres con sus hijos, la mayoría de Elías, mis medio hermanos.
Cuando nací, poco cambió. A mi madre se la seguían cogiendo los amigos de Antonio y a medida que yo iba creciendo me parecía algo normal, también a mis medio hermanos y hermanas, que pensaban lo mismo. Algunos ya mayores de quince años eran los dominantes y sometían a los chiquitos como yo. Quizás de todos los hijos de Elías yo era el más parecido a él, heredé su pinga tipo pitillo y muchas veces fui víctima de burlas.
Cuando llegaban los amigos de Antonio, los hermanos mayores se desaparecían a la calle y los pequeños nos resguardábamos todos juntos, escondidos y viendo lo que hacían esos hombres con nuestras madres.
Con la esperanza de ser tratadas mejor, los fines de semana las señoras se bañaban y perfumaban, quizás les dejarían alguna propina. También, los fines de semana eran días de desvirgue. Los padrinos llevaban muchachos adolescentes para su primera experiencia sexual. Una amiga de mi madre era considerada la especial para el trabajo y hacían cola.
Inés era una vieja cuarentona que cuando se desvestía era como las chicas que salen en las revistas con las que se masturban los hermanos mayores. Tenía unas tetas grandes y redondas siempre muy paradas, decían que un proxeneta se las había mandado a hacer a la medida. No tenía barriga, pero si unas inmensas nalgas que se abrían cuando se agachaba y dejaban ver un inmenso hueco del culo, siempre limpiecito y perfumado.
Puedo dar cuenta de ello porque fueron muchas las veces que me acerqué y lo constaté. Si se agachaba más se le salía un bollo de cuca, con una raja de fantasía y unos labios siempre abiertos y aleteando como una mariposa. A los seis años no sabía porque me gustaba tanto olerle la cuca a Inés, y se me pillaba en el acto me enterraba mi nariz de loro en la raja y me la frotaba suavemente. Inmediatamente se me paraba el chaparrito y a Inés se le alegraba el día. “¡Hay! gracias amorcito”, me decía, “¡que galán!”
Con el tiempo yo buscaba a Inés mientras limpiaba su cuarto o lavaba ropa, alejada de la vista de los demás, para olerle la cuca y esperaba con ansiedad que me enterrara la cara en esa jugosa ciruela. Aunque se hacía la loca, para que yo pensara que era un castigo, poco a poco fue extendiendo el tiempo en el que se metía mi nariz en la raja y finalmente una día me pidió que le lamiera el culo.
“Saca la lengua”, me dijo mientras mantenía mi cara envuelta en sus grandes labios, “y busca metérmela por el culo, por favor, cariño”.
Inés se fue arrodillando y con cuidado de no aplastarme, abrió las piernas separando las rodillas. Yo estaba en el suelo, boca arriba con mis piernitas saliendo por las nalgas de Inés con la cara en su coño y la lengua afuera, pero no le llegaba al hueco del culo. Me empujó la cara hacia atrás abriendo más aún las piernas y echando la cadera hacia adelante, ¡esto era de locos! la cuca se le abrió y el hueco del culo se acercó mientras se abría también. Ahora podía deslizar mi lengua dentro de ese orificio pulsante que me la quería atrapar. Si empujaba la lengua al hueco, se extendía y si la sacaba se apretaba buscando que volviera a entrar.
Se me fueron los tiempos a medida que los labios me masajeaban la cara y yo entraba y salía del culo. Inés, con mucho cuidado y delicadamente, pero a su vez con firmeza, me agarró la cabeza jalándola para llevar mi boca dentro de su pepa. Con mi nariz frotaba su clítoris, mi lengua le lamía sus labios y mi pito estaba que silbaba y echaba chorritos de un líquido transparente y pegajoso, con los brazos me agarraba de las nalgas de Inés y mis piernas me temblaban. De repente se me inundó la boca, se llenó de una exquisitez con un fuerte sabor amargo, pero sabroso, no dudé en tragármelo y seguir ordeñando con mi lengua, pidiendo más de aquello.
Mi pinga estaba reventando de dura, parecía que le quería crecer la cabeza que le faltaba. Fueron varias las descargas de placer de Inés y casi ahogado, yo quería más, pero Inés empezó a gemir, como lo hacía cuando se la cogían, pero esta vez sonaba más encantador, más real, se estaba relajando de placer. Sin soltar mi cabeza, Inés se fue echando hacia atrás mientras me jalaba hacia adelante y se agachaba para meter mi cara entre sus enormes tetas y apoyar sus majestuosas nalgas en mi barriga. Aunque todos estaban de acuerdo que mi chaparro era muy largo, en especial a mi corta edad, solo llegaba a rozar el culo de Inés y en cada roce soltaba pequeñas gotas de fluido.
Inés seguía gimiendo y babeando, mientras me frotaba entre sus sudorosas tetas impregnadas en saliva. Los pezones se le querían reventar, estaban duros y al chuparlos soltaban un líquido sabor a miel o lo que fuera, pero demasiado rico, no podía dejar de mamar. Inés tenía una hija de dos años y como que se le bajó la leche.
Interrumpiendo mi mamada, Inés me empezó a sacar por debajo de ella, levantándose un poco para colocarme arrodillado frente a ella y dejando caer sus ricas nalgas en el suelo, abrió las rodillas y recogió los talones para envolverme con sus piernas. Mi pinga ahora la tenía en su obligo, perdiendo fuerza y haciéndose cada vez más blandita. “Si tienes que orinar, no te de pena, ¡orínate!”, me dijo como sabiendo lo que iba a pasar. Sin querer la bañé en orina que se me salía sin cesar mientras que llevaba mi boca a la suya y me metía su lengua gigante y carnosa, con sabor a gloria. No podía respirar pero no quería que sacara la lengua, hay Inés que rico, no pares.
Ya había parado de orinar, cuando siento las manos húmedas y calientes de Inés bajar por mi espalda para envolver mis nalgas y finalmente, con mucha sensibilidad y muy cariñosamente sentir como me entra el dedo medio por mi culo. Casi de inmediato vuelvo a orinarme con un placer indescriptible. “¡No lo botes todo!”, me dice en tono firme sacando su lengua de mi boca, “párate y orina en mi boca, me encantan los orines de un carajito que todavía no eyacula, o al que no se le sale leche, para que me entiendas”.
Como un soldado me paro llevando mi pito a la boca de Inés y ella comienza a mamar y chupar y logra lo que quería, vuelvo a orinar. No sé de dónde salió tanta orina, pero estoy con las manos tocando el cielo.
Con un poco de orina en la boca, Inés me hace agacharme buscando mis labios para dejarme probar mi propia orina, es rica, apenas salada y con una mezcla de sabores totalmente nuevos. Mientras sigo desfrutando el manjar y la lengua de Inés recorre toda mi cara y pecho pegajoso de orina y fluidos vaginales para volver cargada a mi boca, siento como me entra el dedo por el culo y empieza a describir círculos.
“Sí que te gusta, ¡muérgano!”, me dice sonriendo con ironía, “¿cuántas veces te han cogido por tu culito? ¿Perdiste la cuenta?” Eran demasiadas emociones y no oí lo que me estaba preguntando. “Bueno no me digas, conozco a tus medio hermanos, seguro que te cogen a menudo”, comenta en el mismo tono de risa, “no te preocupes, aprende a disfrutar tu cuerpo, apenas tienes seis o siete años”.
De golpe siento que me sacuden la polla y me cachetean. “¡Hey! ¿Qué pasó?, ¿muchas emociones por una noche?”, me dice una lejana voz con aliento a mierda. Es Verónica mi media hermana, quien sigue sacudiéndome la polla. “¡Ya no está tan dura como anoche!”, dice antes de metérsela en la boca. “¡A la Verónica le gusta tu verga, hermano!”, me dice Francisco otro medio hermano, también con un aliento a la misma mierda, mientras se está masturbando y me lleva mi mano a su pinga solicitando ayuda para batirla. Esa era la polla que me encontré cuando desperté y no la reconocí. “¡No arrugues la cara!”, me dice mientras yo termino de despertar, ver que Verónica disfruta chupándome la polla poniéndose dura y colocándome más cómodo para masturbar a mi hermano.
“Después de anoche tu boca también sabe a mierda, ¿déjame ver?”, pregunta besándome la boca y metiendo su lengua hedionda. No lo puedo evitar me gusta, el sabor es repugnante pero como que los tres comimos mierda ayer. Ya somos unos viejos los tres, Francisco tiene casi cincuenta y Verónica y yo ya pasamos de los cuarenta, pero de vez en cuando nos gusta compartir como cuando teníamos diez añitos. Lo que me hace recordar el sueño, ¡el malestar se me pasó!, pero yo quería recordar otra cosa, mi experiencia en casa del viejo San Pieri.
Verónica suelta mi palo, interrumpiendo mis pensamientos, no sin antes saludar a mi bolas y acariciar mi culo, para quitarme del puesto en el centro de la cama. “Pido estar en el medio”, dice gimiendo con placer sacando la lengua y pasándola por sus siempre bellas tetas. “¡Está bien!”, respondo dejando de mamarle la lengua a Francisco y soltando su pegajosa pinga, “¡métete aquí entre los dos tetas arriba, una pinga en cada mano y guerra de lenguas!”.
Francisco pica adelante metiendo el pulgar en la cuca y el dedo medio en el culo de Verónica, dejándome las tetas a mí, nos juntamos las caras y empieza la guerra de lenguas, sabor a mierda.
Nos dejamos ir y sin querer los tres nos quedamos nuevamente dormidos.
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