El criador de caballos (incesto apocalíptico)
Cuando la población escasea, un padre y su hija encuentran su lugar al procrear hijos fértiles para la comunidad. .
Mi nieto Gregorio sacó su verga de mi interior. El semen escurría desde la punta y una densa película de mi lubricación la hacía brillar. Su pecho subía y bajaba por la adrenalina. Yo le sonreía con orgullo, mi niño se había convertido en un hombre. Aun podía embarazarme, sólo tenía 37 años y él diez.
-Tengo sed abuela. – dijo entre jadeos.
Llamé a Claudia una de sus tías. Ella llegó con el pecho descubierto. Él abrió la boca y comenzó a succionar del pecho de mi hija. Yo sólo miré con calma, imaginando cómo su esperma alcanzaba los óvulos que nuestro padre fecundo hacía casi 23 años.
Gregorio era hijo de papá Luis y de mi hija Susana. Cuando yo tenía catorce años, papá entró a mi habitación en la noche, abrió mis piernas y me pidió ser silenciosa. Yo asentí. Le dije que no le diría a nadie. Estaba mal, ambos lo sabíamos, pero las hormonas de la adolescencia y los comentarios de mis amigas del barrio, la mayoría mayores que yo, me hicieron aceptar la verga paterna. ¿Qué consecuencias podía haber? El mundo ya era una mierda: la temperatura subía, las enfermedades aumentaban, el agua escaseaba y los gobiernos peleaban por ver quién odiaba más a un grupo de personas. Un poco de degeneración extra no hizo ningún cambio. El semen de mi padre era el menor de los problemas.
A la mañana siguiente, nos fuimos a una casa propiedad del abuelo de papá. Estaba en el campo, cerca de un bosque, a menos de veinte minutos de un río. Mamá no estuvo muy contenta por encontrarme con papá, así que hicimos nuestras maletas y nos fuimos. Ella quería hacer un escandalo en internet, pero no tuvo tiempo. Irnos para vivir nuestro incesto fue lo mejor que pudo pasar.
Bombardeos. Un país, nadie sabe cuál, golpeó al nuestro. Otro país respondió por nosotros y en vez de una ciudad en ruinas, fueron cientos. Sólo quedaron los pequeños pueblos y los ranchos en los lugares remotos. Nosotros éramos uno de esos. La radio quedó en silencio dos días antes de yo haber dado a luz a Yesenia. El pueblo cercano, uno donde un fanático se proclamó rey, se fundó un año después, cuando mi hija Fátima nació. Nadie de ese lugar llegó a decirnos algo sino hasta que nació Susana, mi tercera hija, tres años después de la guerra. Miguel nació al año siguiente. Luego Claudia.
No nos llevábamos bien con los pueblerinos. Les dábamos caballos y ellos dinero con el que podíamos comprar grano y pagar los tributos del rey. Ellos trataban de recitar cuentos sobre un dios cuyas catedrales ya no existían y pedían hacer cosas que ya no eran posibles. Papá Luis les seguía la corriente, pero me advirtió que pronto vendrían, cuando se dieran cuenta de que yo era su hija. Yo tenía 19 años, él 40.
Pasaron los años. Todos enfermaron. Se dice que el virus ya existía desde antes de los bombardeos e inundaciones porque nadie recuerda tener hijos antes. Yo los tuve, por eso me miraban con envidia. O fui afortunada o soy inmune. Papá Luis también lo era, posiblemente, porque su leche nunca dejó de ser fértil. Con el tiempo, los compradores de caballos comenzaban a preguntar más por otras mercancías. Cuando Yesenia cumplió doce, un viejo llamado Marcelo el Manco se demoró demasiado en concluir su compra sólo para finalmente preguntar por ella. Recientemente había enviudado y los hombres tienen necesidades. No había más mujeres solteras.
-Usted ha demostrado que su esposa es fértil, nada indica que sus hijas no lo sean.
Papá me miró y sonrió.
-Vuelva en un año. Si la pequeña es fértil, será suya.
El manco quedó perplejo. Le daba miedo saber a qué se refería papá. Igual aceptó. Le prometió una cuantiosa dote y después de un poco de té, se fue.
Una vez a solas, papá, sin mirarme, me dijo:
-Baña a la pequeña. Llévala a la habitación y tú duerme con las demás niñas.
Asentí. Yo llevaba años esperando que llegara ese momento. Quería compartir la bendición de dormir con él con las personas que más quería. No estaba de acuerdo con entregar a nuestra hija a un viejo desconocido, pero sí quería que esa pequeña sintiera el amor y la pasión de papá.
Yesenia, sin saber qué esperar, se presentó en la habitación de su padre, mi padre. El padre de todos en esa casa. Abrió la puerta un poco nerviosa, pero sé que enfrentó todo con gusto y pasión. La escuché gemir, también gritar. Papá gruñía y jadeaba por la excitación de cogerse a su hija-nieta. Le gustaban los coños apretados, jóvenes y virginales. Yo sólo podía sentirme orgullosa y un poco celosa.
-¿Qué está pasando ahí, mamá? – preguntó mi hija Fátima, un año menor que Yesenia.
-Se está volviendo mujer. – respondí. – Un día ustedes pasarán por lo mismo. Papá les enseñará a usar sus cuerpos para placer e hijos. Ustedes deberán aguantar y gozar. También deben aprender a darles placer. Yo les enseñaré.
Me desnudé y les mostré por donde papá les metería la verga. También por dónde las mordería, lamería y acariciaría. Él buscaría mojarlas para poder penetrarlas con más facilidad. Mis niñas eran hermosas, rubias, delgadas y con miradas tiernas. Papá no tendría problemas para tener erecciones para ellas. Estaría bien duro y si ellas no sabían cómo se las metería, se podrían asustar.
Un mes después, estábamos seguros de que Yesenia estaba embarazada. Ella nos contó todo y la usé como referencia para que se lo imaginaran sus hermanas. Sólo Miguel era ajeno a estas conversaciones. Era bastante joven y su interés en las mujeres aun era escaso.
Ocho meses después un nuevo llanto inundó la casa. Nació Frida. Yesenia no podía con su propia emoción. Por su edad había pasado mal su embarazo, pero resistió bien y ahora tenía una bebé hermosa. Papá ya le había explicado que la entregaría al manco dentro de unos meses y que ahora sería su turno de darle bebés a él. A ella no le gustó la idea de casarse con un viejo, pero sí la de los hijos. El mundo se había quedado sin gente y su vagina fértil podría ayudar a resolver el problema. Si el anciano resultaba ser estéril, tenía que devolverla sin la esperanza de recuperar la dote.
Un día antes de la boda, fue el turno de Fátima. La muy putita dejó sin aliento a papá y casi le rompe la cadera con todos lo saltos que daba sobre él. A papá le sobrecogía ese animo con la que ella lo exprimía hasta la última gota, pero le gustaba. Desde que le enseñé a encontrar placer con penetración, ella se volvió una adicta a introducirse cosas y casi siempre la encontraba masturbándose. Una vez sentido la verga de papá, se obsesionó con él y lo monopolizó al poco tiempo. Ella lo buscaba por todas partes y muchas veces los encontré fornicando en los establos. A papá le encantaba y a veces me miraba mientras la penetraba en la mitad del campo, en la paja o en las escaleras del pórtico.
Ella también fue reclamada por alguien del pueblo. El párroco vino para pedirnos arrepentirnos de nuestros pecados, pero perdió el habla al ver a esa pequeña de doce años con el vientre hinchado. Noté su erección y supe que, si no se la cogía en ese instante, perdería la fe en cualquier dios. Le pedí a todos que nos dejaran a solas. Le bajé el pantalón sin decir nada y llevé esa verga a la boca de mi pequeña ninfómana. Fátima lamió, succionó y besó. Por poco el sacerdote eyacula en su boca, lo habría hecho si yo no la hubiese detenido y hacerla sentar sobre sobre esa sagrada verga. Yo misma alineé ambos sexos e hice posible la penetración. Los gemidos y jadeos del párroco se sincronizaron hasta que finalmente le inundó con un potente chorro de semen.
-En cuatro meses dará a luz. – dije cuando ella se separó de él. – Es fértil, como puede ver, no como las malditas del pueblo. Usted merece compartir el milagro de la vida con ella. Si nos bendice y pide al pueblo que nos acepte y respete, además de un porcentaje en las limosnas, Fátima será suya.
Sin importar el fanatismo, un hombre es un hombre. Aceptó el trato, con condiciones similares a las del Manco, y volvió varios meses después para casarse con ella. El bebé que tuvo, Raquel, al igual que Frida, se quedaron con nosotros.
Al poco tiempo llegaron noticias. Dos nuevos bebés habían nacido en el pueblo, dos descendientes míos y de mi esposo, mi padre, mi papá Luis. Hubo celebraciones e incluso el rey dio su bendición. Nuestro nombre cambió. Ya no éramos los pecadores de las afueras, los incestuosos criadores de caballos, ahora éramos la esperanza de la humanidad, los benditos. Papá comenzó a recibir ofertas por nuestras otras dos hijas. Él incluso pensaba subastarlas.
-No haga locuras – dijo el rey.
Vino con toda su corte de locos con armas a nuestro rancho. Incluso nosotros que no queríamos relacionarnos a él, nos emocionamos.
-¿Esa de ahí ya sangra? – preguntó señalando a Susana.
-Así es, señor. – respondió papá. – Pero sigo sin asegurarme que sea fértil.
Papá Luis ya se cogía a Susana, pero aun no la preñaba, se estaba volviendo complicado. Tal vez estaba infectada.
-¿Y qué me dice de la otra, la pequeña? – señaló a Claudia. Tenía diez años.
-Aun no. – dijo papá. – Pero sé que será fértil.
El rey era un hombre moreno, alto y muy musculoso. Lo sabía porque siempre iba sin camisa y llevaba unas cadenas de oro colgándole del cuello. Sobre su regazo siempre llevaba un fusil M-16 como el que papá escondía bajo las tablas del comedor.
Este monarca autoimpuesto, se llevó la mano a barbilla como gesto pensativo.
-Volveré por Susana en cuento le dé un hijo a usted. En cuanto a la otra… Le sugiero que la use para asegurar su negocio por mucho tiempo. Las mujeres son fértiles desde que menstrúan hasta los cuarenta y tantos, a veces más. Use cada uno de sus óvulos para ganar dinero. Préñela hoy y al año siguiente. No espere, sólo hágalo. Este reino debe ser fuerte, pero para lograrlo deben nacer más niños. En otros lugares tampoco nacen. Si usted asegura que tendremos una población en aumento, tendremos ventaja sobre otros reinos. Imagínelo, señor Luis. Usted rico y yo poderoso. Y no se preocupe. Si el problema son las bocas por alimentar, le aseguro que le daré de los cultivos de Anselmo y Sara. Aquí no habrá hambre como en el mundo del ayer.
Una noche, justo después de que papá Luis volvió a intentar preñar a Susana, me encontré a Miguel escuchando tras la puerta de la habitación de papá. En su mano tenía su propia verga y se la jalaba al ritmo de los gemidos y gruñidos de su hermana y su padre. Al verme quiso escapar, pero lo tomé del brazo y lo detuve. Él parecía asustado, tenía su cara de saber que se encontraba en problemas. Pero eso cambió cuando me arrodillé y abrí la boca. Su pequeña verga, bien erecta, entró a mi boca y la moví como si de mi padre se tratara. A pesar de ya no darle hijos, seguía complaciéndolo siempre que fuera posible. Ver una verga, en especial la de un niño como Miguel, me hizo ansiar volver a esos momentos en los que yo sólo era el pecado de papá, cuando huimos lejos de la sociedad y de una madre que no entendía nuestro amor.
-Hoy te convertirás en hombre – le dije a Miguel.
Lo llevé a su habitación y lo coloqué en la cama. Él ya había visto a papá follándose a sus hermanas, incluso a mí, por lo que sabía lo que venía, sólo nunca lo había experimentado por su propia cuenta. Yo era delgada, con caderas anchas y piernas carnosas. Una característica familiar era el poco pecho, pero igual Miguel me las tomó al tiempo que su verga entró en mí.
Un hombre diferente. Él no era mi esposo, mi padre. Era algo más, mi hijo, tal vez el dueño legitimo de mi vagina. Salió de ahí y ahora volvía. Nació entre llanto y berridos y ahora gemía al sentirme subir y bajar.
-Te quiero mucho, mamá – dijo.
-Pero no me ames. Ese amor se lo debes dar a Frida o a Raquel. Una de ellas será tu esposa.
-Les haré muchos hijos…
Él también se movía. Quería llegar lo más profundo posible de mí. Esa verga parecía funcionar perfectamente en mí a pesar de su tamaño. Era como si estuviera hecha para entrar y salir. Estaba hecha para ser follada por él.
-Dame un hijo a mí… ahahah… hazme un hijo… por favor… un bebé…
Aumentamos el ritmo y no pasó mucho antes de que sintiera el tibio chorro de los pequeños huevos de mi hijo. Lancé un alarido de placer en ese momento. Un orgasmo sin igual, sólo comparable a los que mi padre me producía. No esperaba menos, después de todo, Miguel era hijo de ambos. Mi padre, mi hombre, aquel que me enseñó a gozar con la verga, era también el padre de ese niño hermoso y vigoroso que me acaba de rellenar con su juvenil verga.
Sé que la combinación de pasiones dio como resultado dos bebés. Susana quedó embarazada de su padre-abuelo y yo de mi hijo-hermano. Estábamos llenas de felicidad y papá sabía que había cumplido su deber con el rey.
-Nunca te lo dije, hija hermosa – Me dijo una vez. Los cinco estábamos en la cama. Sobre su pecho dormía Susana, sobre el mío roncaba Miguel, y entre ambos estaba Claudia, a quien tratábamos de acostumbrar a ser parte del sexo, pues su vida estaría llena de él por siempre. Papá lucía un poco nostálgico. – pero siempre me arrepentí de cogerte aquella noche. Entré a tu cuarto después de mucho tiempo de observarte, de fantasear contigo. No está bien eso, ni siquiera ahora lo estará. Arruiné nuestras vidas al taparte la boca y abrirte las piernas. Sabía que sufrías y aun así te lo hice. Te di mi leche siendo tu padre. No te lo dije porque antes de que se apagara el último teléfono, llamé a mi hermano, el científico, el genetista y le pregunté sobre esto. Un padre y una hija teniendo hijos, riesgos y consecuencias. Dijo que podía haber muchos problemas, pero que tenía una hipótesis donde el virus que dejó a todos estériles no tenía eficacia en reproducción endogámica. Me convencí de que hacía algo bueno, además, tú no parecías infeliz. Me dabas hijo, tras hijo. Quise deshacerme de ellos, pero sé que nunca se irán. Seguiremos viéndolos en el pueblo y festejando esta nueva esperanza para la humanidad. Entre más bebés tengamos entre nosotros y con nuestros bebés, más posibilidades hay de evitar la extinción. Eres como una Eva de nuestros tiempos. Y aunque me arrepiento de haber entrado en tu cuarto lleno de lujuria, me alegro de que tú me hayas preferido en vez de a tu madre. Te amo, hija. Tu amor por mí salvará a nuestra especie.
Para cuando Gregorio me preñó, Claudia ya había tenido ocho hijos y se encontraba recuperándose para otro. Miguel y Raquel se habían casado recientemente, y papá parecía negarse a vender a Frida, su primogénita de su primogénita de su primogénita. Le había tomado especial cariño y la tenía todo el tiempo sobre ella para darle besos. En cuanto a mí, me encargaba de cuidar y educar a los pequeños para encontrar con quien casarse y procrear más ciudadanos de este moribundo mundo.
No pasó mucho para ver por fin a Raquel preñada y a Frida cargando al bebé de papá Luis. Después de mucho meditarlo, concluimos que los únicos que daríamos sería a los hijos de Claudia y tal vez a alguno mío. Papá lucía feliz siendo padre de nuevo con Frida. Era una niña hermosa de catorce años y jamás se parecía separar de su padre (nuestro padre) de 57. Teníamos un poco de alegría entre tanto caos. Y yo me alegraba de ser parte de él. Al tocar mi vientre preñado por el semen de la familia, me sentía muy feliz.
Te felícito es un relato super exitante cuanto placer vívído por esas nenas, que bueno sería vivirlo
Me encantan estas historias, que buen autor eres.
Menos los embarazos me gustó