El Despertar de los Ojos
Kael sentía el mundo más que lo veía: La ceguera, impuesta desde hacía años, lo había obligado a percibir la vida de otra manera. Era un hombre alto, de piel clara, los hombros anchos y los brazos aún fuertes, pero con una barriga descuidada que se había vuelto parte de su silueta..
Su aspecto no imponía, no era el de un guerrero ni el de un líder nato, pero lo compensaba con una actitud serena, casi parsimoniosa, y una simpatía que desarmaba a cualquiera que lo tratara de cerca. Esa forma de estar en el mundo lo hacía confiable, incluso en medio de la oscuridad. Un llanto suave rompió el silencio. Kael se giró, siguiendo el sonido hasta el pequeño nido donde descansaban las gemelas, Liria y Maeve. Sus manos temblaron al tocar sus mejillas.
Sus dedos recorrieron con cuidado el contorno de sus rostros, reconociendo la suavidad de su piel, la calidez de su aliento.
—Shh… no pasa nada —susurró, casi como si hablara consigo mismo—. Estoy aquí.
Kael se apartó un instante de las gemelas, dejando que su respiración se calmara. El llanto cesó. Solo había una persona que podía ofrecerle una esperanza verdadera: su hermano, Eren.
La ceguera de Kael nunca había sido un obstáculo para su hermano Eren; desde niños, él había sido sus ojos, su guía y su protección. Ahora, con las gemelas en brazos, la ausencia de su madre y la responsabilidad de criarlas solo recaía sobre él, una tarea que lo aterraba. La partida de su madre meses atrás había dejado un hueco que ninguno sabía cómo llenar. Para Kael, la ausencia era doble: no solo había perdido a la figura que los sosteníaa los tres, sino que ahora debía cuidar de las niñas sin poder verlas. Esa dependencia de los sentidos le hacía sentir la vulnerabilidad de un niño, y al mismo tiempo lo conectaba con ellas de una manera más íntima de lo que se atrevía a admitir. Ambas tenían la piel clara, el cabello largo y oscuro que les caía en ondas incluso hasta la cintura, y unos ojos verdes hermosos, sus labios eran gruesos y su cuerpo era muy delgado. Kael sabía que no había otro camino: su única esperanza era su hermano.
Para Kael, ciego desde hace años, aquella responsabilidad lo aterraba: no podía verlas, solo intuirlas en cada roce, cada respiración, cada movimiento. Y sin embargo, esa cercanía lo confundía, despertando emociones que no sabía nombrar. En ese torbellino de deseo, miedo y necesidad, entendía que su única esperanza era su hermano. Solo Eren podía mostrarle un camino en medio de la oscuridad, y guiar también a las jóvenes hacia lo que, entre los cuatro, apenas comenzaba a revelarse.
La última vez que habían hablado fue semanas atrás, cuando Kael, quebrado por el cansancio y la soledad, lo había llamado a medianoche.
—Eren… —su voz temblaba, rota—. No puedo más… yo no sé cómo cuidarlas.
Hubo un silencio en la línea, largo y pesado, hasta que la voz grave de su hermano llegó como un ancla.
—Lo sé, Kael. Sabes que puedes contar conmigo.
—Siento que se me escapa todo de las manos. Ellas son fuertes, sí, pero yo… yo no veo nada, ¿entiendes? Me siento inútil.
—Nunca fuiste inútil —replicó Eren con firmeza, aunque en su tono había un matiz de ternura—. Dame tiempo. Pronto estaré ahí.
Aquella llamada había quedado grabada en la memoria de Kael como un punto de quiebre. Desde entonces, había esperado con ansiedad el regreso de su hermano, contando los días, reprimiendo la sensación de estar desmoronándose.
Finalmente cuando el timbre de la casa sonó con un eco seco y metálico, Kael supo que era él. No necesitaba verlo para reconocerlo.
Se levantó con torpeza, tanteando las paredes hasta llegar a la puerta. Tras abrirla, la voz clara e inconfundible lo envolvió.
—Kael… —dijo Eren, firme, contenida, como quien guarda mucho que decir—. Estoy aquí.
Eren entró a la casa y el golpe de la puerta cerrándose detrás de él pareció sellar la espera interminable de Kael. Durante unos segundos no se dijeron nada; solo se escuchaba la respiración contenida de ambos, hasta que Kael rompió el silencio.
—Te esperaba.
Eren dejó el bolso en el suelo y se acercó despacio.
—Lo se. Mientras me necesites aquí estaré.
Kael sonrió apenas, aunque el gesto se torció en un rastro de tristeza.
—No ha sido fácil. Y tengo… miedo.
Se sentaron a la mesa del comedor. Allí, volvieron a hablar como cuando eran niños: de la familia, de lo que había cambiado desde la partida de su madre, de ese vacío que no se llenaba con nada.
—Siento que el futuro se me escapa —confesó Kael, apretando los nudillos contra la madera—. A veces me convenzo de que puedo con todo, pero la verdad es que… estoy cansado. Y con ellas aquí… tengo miedo de fallarles.
Eren lo observó en silencio, la mandíbula apretada. Ver a su hermano así, un hombre alto, todavía fuerte a pesar de la barriga que le asomaba bajo la camisa, pero quebrado por dentro, lo conmovía más de lo que quería admitir.
—Nunca te voy a dejar solo en esto —dijo al fin, con esa firmeza que siempre había sido suya—. No importa lo que pase, Kael.
El ciego inclinó la cabeza, como si esas palabras lo sostuvieran. Luego, Eren bajó la voz.
—¿Y ellas? ¿Dónde están?
Kael soltó un suspiro, relajando la tensión de sus hombros.
—Duermen. Han tenido días pesados, igual que yo. Están en su cuarto.
Eren asintió, sin insistir de inmediato, aunque una chispa de curiosidad —y algo más difícil de nombrar— se encendió en sus ojos.
Eren se levantó primero, casi en silencio, y Kael lo siguió tanteando el camino hasta el pasillo. Las tablas del piso crujieron bajo sus pasos.
Al llegar a la puerta entreabierta, Eren la empujó con cuidado. Dentro, la penumbra del cuarto apenas dejaba ver las siluetas de las niñas, recostadas en camas separadas pero cercanas, envueltas en mantas que subían y bajaban al ritmo de sus respiraciones tranquilas.
Eren bajó la voz, apenas un susurro:
—Están más grandes de lo que recordaba.
Kael asintió, aunque sus ojos ciegos no podían confirmarlo.
—Lo sé por cómo se mueven,ya hablan…casí se les puede entender.
Se quedaron en el umbral, observando sin atreverse a romper la quietud de la escena. Eren se apoyó en el marco de la puerta, y Kael, tras unos segundos, murmuró algo que llevaba tiempo guardando.
—¿Sabes? A veces me imaginaba una vida con ella… —su voz se quebró suavemente—. Con su madre. Una vida distinta, menos solitaria. Triste pensar en lo que nunca fue.
Eren lo miró de reojo, reconociendo el dolor en esas palabras. Había una melancolía en la forma en que su hermano hablaba de lo perdido.
—No eres el único que se lo preguntó alguna vez —respondió Eren con honestidad, sin apartar la vista de las niñas dormidas.
Eren dio otro paso, inclinándose un poco hacia la cama de la primera. Su mano no llegó a tocarla, pero el impulso estaba allí, contenido, latente.
—¿Y nunca te ha pesado estar tan cerca de ellas? —preguntó, casi como un susurro.
Kael tragó saliva, sintiendo que esa pregunta abría un terreno peligroso, pero real.
—Más de lo que debería…
Eren sonrió apenas, con esa seguridad que lo distinguía. Se acercó al borde de la cama y, en lugar de sacudirla o llamarla en voz alta, rozó suavemente la línea de su hombro desnudo con los nudillos. El contacto mínimo hizo que la niña suspirara en sueños, girando apenas hacia él.
—Maeve… —susurró, probando su nombre en los labios, como si lo acariciara con la voz.
En la otra cama, Liria se movió inquieta, removiendo la sábana que ahora dejaba al descubierto la curva de su muslo.
—Ya despiertan… —murmuró, más para sí mismo que para su hermano.
Eren se inclinó hacia Liria, inclinando la cabeza lo bastante cerca como para que su aliento tibio rozara la oreja de ella.
—Es hora de abrir los ojos —dijo en un susurro grave, casi íntimo.
El efecto fue inmediato: la niña parpadeó lentamente, atrapada en esa transición entre sueño y vigilia. Sus ojos verdes se abrieron poco a poco, y lo primero que vieron fue a Eren, inclinado sobre ella, tan cerca que la distancia entre sus rostros parecía cargada de una promesa.
Maeve, al escuchar el murmullo de su hermana, también despertó. Sus labios aún húmedos de sueño se curvaron en una sonrisa perezosa al reconocer la silueta masculina junto a la cama.
—Tío… —murmuró
Kael se había quedado cerca de la puerta.
Eren, en cambio, no dudaba. Se sentó al borde de la cama de Liria, hundiendo apenas el colchón con su peso. El movimiento hizo que la sábana se deslizara un poco más, dejando al descubierto el vientre terso y la curva suave de sus caderas. Ella, aún atrapada en la modorra, giró sobre sí misma y quedó casi de espaldas a él, con la respiración entrecortada como si soñara todavía.
Eren extendió la mano y la dejó descansar sobre ese costado desnudo, apenas apoyada, midiendo la tibieza de su piel. Liria se estremeció, pero no apartó el cuerpo; al contrario, se arqueó levemente, como si buscara prolongar el contacto.
En la otra cama, Maeve había abierto ya los ojos. Entre sus pestañas largas, la figura de Kael aparecía difusa. Kael avanzó despacio, guiado por el ritmo de su respiración y los sonidos leves de la cama. Se sentó en la cama de Meave Guiado por su hermano. Alargó la mano con torpeza —sus dedos tanteando la tela, la piel— hasta encontrar la mejilla de su pequeña hija.
Eren inclinó el rostro hacia Liria, su aliento recorriendo el cuello de la niña. Maeve, al otro lado, observaba de reojo, con esa mezcla de curiosidad. Eren fue el primero en romper la frontera. La mano que había reposado en el costado de Liria se deslizó hacia adelante, buscando con descaro el camino bajo la sábana. Sus dedos encontraron el borde de su pantaloncito de dormir y, sin pedir permiso, se metieron dentro. La yema de sus dedos rozó su vagina, y el gesto hizo que Liria se tensara, aún medio dormida, como si no terminara de creerse lo que pasaba.
Eren la acarició directo en la entrepierna, recorriendo con calma el pliegue de sus labios vaginales, tanteando la humedad que empezaba a despertar con la presión de su tacto.
Maeve, que lo veía todo desde su cama, abrió un poco más los ojos, incrédula. Giró la cabeza hacia Kael y susurró con voz baja y ronca:
—¿Qué… qué le hace?
Eren contestó sin mirarla, concentrado en los dedos que ahora presionaban suavemente el clítoris de Liria:
—La estoy despertando como se merece… —y luego, girando apenas el rostro hacia su hermano—. Kael, te espera.
Kael tragó saliva. Sentía que las piernas le temblaban, pero se inclinó sobre Maeve. Ella no se apartó.
Con torpeza, Kael metió la mano bajo la sábana, tanteando primero el muslo de Maeve, que estaba tibio, blando. Sus dedos subieron despacio por la cara interna, hasta encontrar la tela de su pijama. Dudó, pero al sentir cómo ella abría apenas las piernas, venció la vacilación y presionó con la palma directamente sobre su vulva, frotándola por encima de la tela.
Maeve soltó un suspiro corto y apagado, cerrando los ojos con fuerza. No lo rechazó: se quedó quieta, recibiendo la caricia, respirando más rápido. Kael, envalentonado, metió finalmente los dedos bajo la tela y encontró la ranura caliente de su coño.
Eren, mientras tanto, ya había deslizado dos dedos dentro de Liria, que respiraba entrecortado, arqueando la espalda, aferrada a la muñeca de él, intentando alejarlo.
Eren sacó lentamente los dedos del coño de Liria y los llevó a sus labios, obligándola a lamerlos. Ella, lo hizo, probándose a sí misma en el sabor de su interior.
—Eso es… —murmuró él, sujetándole la barbilla con firmeza.
Se incorporó un poco y le dio una orden clara, sin gritos, como si fuera lo más natural del mundo:
—Abre más las piernas.
Liria obedeció sin protestar. El camisón se arrugó bajo su cintura, Erin se encargo de eliminar la ropa innecesaria entre sus piernas, dejando su vagina completamente expuesta. Eren la tomó de la rodilla y la giró hacia él, dejando claro quién mandaba en la cama.
—Kael —dijo entonces, sin apartar los ojos de ella—, ya sabes lo que puedes hacer.
Maeve parpadeó, nerviosa pero expectante, mirando de reojo a su hermana que ya estaba abierta, dócil, bajo las manos de Eren. Kael dudó, pero acercó su mano a la rodilla de Maeve y la empujó suavemente hacia un lado. Ella ofreció apenas resistencia, hasta que él insistió con más fuerza. Entonces cedió, abriendo también sus piernas, Kael tomo su pantaloncito y se lo quitó.
—Bien —aprobó Eren, y se inclinó hacia el oído de Liria—. Vas a aprender a disfrutar con tu cuerpo. Confía en mí.
Con la palma grande y caliente, le cubrió el coño entero, apretando el monte y presionando los labios con fuerza, hasta arrancarle un gemido a su sobrina.
Kael lo imitó, colocando su mano torpe sobre la vulva de Maeve, que tembló bajo el contacto. La fricción directa sobre su clítoris, aunque insegura, la hizo arquearse y Kael, por iniciativa uso la otra mano para taparle la boca.
—No le tapes —ordenó Eren, esucharlas es mejor.
Kael bajó lentamente la mano, mostrando la cara encendida de Maeve, quien dejó escapar el gemido que su padre había intentado contener.
Eren sonrió de lado, satisfecho. Introdujo de nuevo un dedo en Liria, esta vez con más firmeza, empujando hasta el fondo y sosteniéndola de la cadera con la otra mano. Ella gritó, apretando los muslos, pero él no se detuvo.
—Relájate. Afloja —le susurró, acariciándole la pierna con autoridad—. Esto es tuyo, y es para ti.
Kael, jadeando, buscó la mirada de su hermano.
—¿Yo también?
—Sí —respondió Eren, sin dudar—. Hazla tuya poco a poco. Mételes los dedos, que aprendan a sentir.
Kael obedeció. Con torpeza, deslizó un dedo dentro. El calor y la estrechez lo hicieron contener el aire. Ella lo miró de reojo, con una mezcla de miedo y entrega, y apretó los labios para no gemir.
Eren, satisfecho, marcó la diferencia:
—Despacio, pero firme. No las dejes escapar. Ellas quieren que las guiemos.
Eren retiró los dedos del coño húmedo de Liria y, sin darle respiro, se levantó para colocarse de pie junto a la cama. Con un gesto firme, tomó a la niña del mentón y la obligó a mirarlo desde abajo.
—Ahora me vas a servir de otra forma —ordenó, bajándose los pantalones hasta liberar su verga dura, venosa, que se balanceaba apenas frente a su rostro confundido.
Liria abrió mucho los ojos. Nunca había visto una polla, y la simple visión la hizo contener la respiración. Eren le acarició el pelo, apretando su nuca para guiarla.
—Abre la boca —dijo, sin lugar a réplica.
Ella obedeció, insegura, con los labios entreabiertos. Eren rozó el glande contra su lengua húmeda, arrancándole un gemido de sorpresa. Empujó apenas, lo suficiente para que la corona gruesa entrara entre sus labios, pero no más: Liria se atragantó enseguida, los ojos llorosos, intentando acostumbrarse.
—Tranquila… —le murmuró Eren, acariciándole la mejilla con una mano mientras la mantenía en posición—. Empieza así. Poco a poco.
El glande apenas encajado en su boca, reluciendo con saliva, era todo lo que ella podía manejar. Succionaba torpemente, cerrando los labios con una presión insegura, mientras Eren sonreía satisfecho, disfrutando de la sumisión y la inexperiencia de su sobrina.
Del otro lado, Maeve miraba la escena con la respiración agitada.
—¿Yo… también? —preguntó en un hilo de voz, volviendo la vista hacia Kael.
Eren intervino antes de que su hermano respondiera:
—Sí. Kael, muéstrale la tuya. Déjala que aprenda igual que su hermana.
Kael tragó saliva, nervioso, y bajó sus pantalones. Su polla no era tan imponente como la de Eren, pero estaba dura y palpitante. Se sentó en el borde de la cama, frente a Maeve. Ella lo observó, dubitativa, antes de inclinarse.
Él, espero a que su hija llegara hasta su verga. Maeve abrió la boca y dejó que el glande rozara su lengua, torpe, apenas dejándolo entrar. No se atrevía a tragar más, y Kael no se atrevía a empujar.
El contraste era brutal: la presión caliente de sus labios contra la punta lo hizo gemir quedo, incapaz de creer lo que estaba ocurriendo. Maeve, insegura pero obediente, succionaba igual que Liria, sin saber más, con una mezcla de miedo que le erizaba la piel.
Eren miró la escena, satisfecho, y dictó con voz grave:
—Así empieza todo. Que sus bocas se acostumbren a lo que les pertenece.
Eren mantenía a Liria frente a él, la mano hundida en su cabello. Cada vez que ella intentaba retroceder, él empujaba con firmeza, obligando a que sus labios se cerraran de nuevo alrededor del glande. Su polla brillaba húmeda con la saliva que goteaba de la comisura de su boca.
—Más, traga más —gruñó, apretándole la nuca.
Pero no había manera: la estrechez de su boca, la falta de práctica, el reflejo de arcada la detenían en seco. Liria jadeaba, los ojos húmedos, apenas capaz de rodear con la lengua la punta sensible antes de retirarse para tomar aire. Eren volvía a empujarla, una y otra vez, frustrado y excitado al mismo tiempo por esa resistencia natural.
Del otro lado, Kael no se atrevía a tanto. Se había sentado al borde de la cama con los pantalones abajo, dejando que Maeve se acomodara sola frente a él. La joven, aún insegura, sostenía la verga de su padre con una mano torpe, palpando su grosor, y acercaba los labios de a poco, besando primero la punta antes de dejarla rozar apenas su lengua.
Kael gemía bajo, con la respiración agitada, pero no la forzaba, dejando que fuera ella quien decidiera cuánto tomar. Maeve apenas lograba engullir la corona, chupándola con movimientos inseguros, mirándolo a ratos con ojos brillantes, buscando aprobación.
—Eso… así… —susurró Kael, incapaz de contenerse.
La diferencia entre los dos hermanos era evidente: Eren, de pie, dominando con la mano en la cabeza de Liria, empujando sin éxito su polla gruesa contra una boquita virgen; y Kael, sentado, tembloroso, dejando que Maeve se atreviera a su ritmo, con besos tímidos y succiones torpes que apenas rozaban lo suficiente para enloquecerlo.
El cuarto estaba cargado de jadeos húmedos, del sonido pegajoso de las bocas torpes contra glandes tensos. Las niñas, entre obediencia y miedo, seguían intentándolo, probando por primera vez lo que significaba tener una verga en la boca, aunque fuera solo la punta.
Eren apretó más fuerte el cabello de Liria, gruñendo con frustración al no lograr hundirse más.
—Abre… —exigió, aunque la realidad era que su polla no iba a entrar más allá sin desgarrar el momento.
Liria tosió, apartando un segundo el rostro, con saliva resbalándole por la barbilla. Eren la obligó de nuevo a abrir la boca y la encajó sobre el glande, como si quisiera recordarle quién mandaba.
En contraste, Maeve, más tranquila, se atrevió a lamer por primera vez la parte baja de la cabeza, con un movimiento lento de su lengua húmeda. Kael se estremeció entero, apretando los puños, sin atreverse a guiarla, dejándola experimentar torpemente, aprendiendo con cada roce.
Era apenas un inicio, pero el contraste estaba claro: la brutalidad de Eren y la sumisión de Liria contra la insegura dulzura con que Maeve probaba a Kael.


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