El despertar sexual de Daniela 2a parte.
Sigue el descubrimiento de Daniela a su sexualidad. Ahora empieza a aceptarse y a descubrir lo que realmente le gusta. Esta historia es ficticia, pero pudiera estar inspirada en hechos reales. .
El despertar sexual de Daniela (2a. Parte)
El calor del verano en Iztapalapa era insoportable, incluso de noche. El ventilador de mi cuarto zumbaba como un mosquito gigante, moviendo aire tibio que no refrescaba nada. La lámpara parpadeaba, lanzando sombras que se retorcían en las paredes, y el olor a sudor y lavanda seguía impregnado en las sábanas desde mis noches con Andy. Desde aquella primera vez, cuando su lengua tímida me hizo explotar, no habíamos parado. Cada vez que mis papás se dormían o salían, nos encerrábamos en mi cuarto, con la laptop abierta, viendo videos que Paulina me pasaba en un pendrive. A Andy le encantaban los de hombres maduros, con sus vergones grandes y venosos, cogiendo a niñas de su edad, sus caritas inocentes retorcidas de placer. Yo lo sabía: mi hermanita no era lesbiana como yo. A ella le gustaban los hombres, y esos videos la ponían como loca. Cuando los veíamos, su puchita se mojaba tanto que dejaba un charco en mi cama, y sus orgasmos en mi boca eran más fuertes, sus gemidos más desesperados. Me encantaba. Saber que estaba convirtiendo a mi hermanita en una pequeña putita me hacía sentir poderosa, como si estuviera moldeando algo prohibido y perfecto.
Esa tarde, el CCH cerró temprano por un problema con el drenaje. El olor a mierda en los baños era insoportable, así que nos mandaron a casa. Llegué a la casa sudada, con la falda larga gris pegada a los muslos y la tanga negra con rosas rozándome la papaya con cada paso. Entré en silencio, pensando en sorprender a Andy con un video nuevo que Paulina me había dado, uno de un hombre mayor con dos niñas, sus puchitas rosadas abiertas mientras él las llenaba. Pero al subir las escaleras, escuché algo que me detuvo en seco: gemidos. No eran los de un video. Eran reales, agudos, y venían del cuarto de Andy.
La puerta estaba entreabierta, apenas un resquicio, pero suficiente para ver todo. Andy estaba acostada en su cama, con las piernas abiertas como mariposa, su falda plisada verde enrollada en la cintura y sus calzones blancos de algodón tirados en el suelo. Sus muslos morenos temblaban, y su puchita, rosada y brillante, estaba siendo embestida por una verga gruesa, de unos 17 centímetros, con venas marcadas que se hundían en ella con cada empujón. El hombre que se la cogía era Elías, nuestro tío, el pastor de la iglesia a la que íbamos. Su camisa blanca de pastor estaba desabrochada, mostrando un pecho cubierto de vello grisáceo y sudor. Sus pantalones negros estaban en el suelo, y sus manos grandes agarraban las caderas de Andy, levantándolas para meterle la verga más profundo. Tenía 48 años, el cabello canoso peinado hacia atrás, y una cara dura, marcada por los años de delincuencia y drogas que siempre contaba en los cultos como su “pasado oscuro”. Ahora, ese hombre que se decía redimido por Dios, estaba cogiendo a mi hermanita como si fuera una de las niñas que, según él, lo habían llevado a la perdición.
—¡Así, pequeña, toma esta verga como la putita que eres! —gruñó Elías, su voz grave y áspera, mientras embestía con fuerza. Andy gemía, sus ojitos negros entrecerrados, sus labios carnosos abiertos en un grito mudo. Su cabello chino estaba desparramado en la almohada, y sus pechitos, esos limoncitos con pezones rosados, temblaban con cada golpe. Estaba disfrutando, su puchita empapada chorreando jugos que manchaban las sábanas, su clítoris hinchado asomando entre los labios mientras la verga de Elías la abría sin piedad.
Me quedé paralizada en la puerta, con la mochila colgando de un hombro. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que lo escucharían. No podía apartar los ojos. Ver a Andy, mi hermanita, siendo penetrada así, con esa verga enorme entrando y saliendo de su panocha, me puso la piel de gallina. Mi pucha se mojó al instante y sin pensarlo, metí una mano bajo mi falda, tocándome por encima de la tela. Mis dedos encontraron mi clítoris, duro y sensible, y empecé a frotarlo despacito, mordiéndome el labio para no gemir. La imagen era puro morbo: Andy, con sus 12 años, gozando como la putita de los videos, y Elías, nuestro tío, el hombre que predicaba sobre el pecado carnal, perdiéndose en el cuerpo de una niña.
Elías levantó a Andy de la cama, sus manos grandes agarrándola por las nalguitas redondas, y la puso de perrito. Ella se apoyó en las rodillas y las manos, arqueando la espalda, ofreciendo su puchita como si supiera exactamente lo que hacía. Él le levantó las nalgas, separándolas para que su rajita quedara más expuesta, rosada e hinchada, con los jugos corriendo por sus muslos. La verga de Elías, gruesa y brillante de la humedad de Andy, se hundió en ella de un solo empujón, haciéndola gritar. —¡Ay, tío, qué rico, no pares! —jadeó Andy, su voz aguda y temblorosa, como si estuviera al borde de venirse otra vez.
Fue entonces cuando me vieron. Elías se congeló, su verga a medio camino dentro de Andy, sus ojos abiertos de puro terror. —¡Daniela! —balbuceó, su cara poniéndose pálida. Pero Andy, en lugar de asustarse, giró la cabeza y me miró, sus labios curvándose en una sonrisa traviesa. —Dany, ven… únete —dijo, su voz ronca, llena de deseo, como si no le importara que nos descubrieran.
Me quedé boquiabierta. Mi hermanita, la niña que hace unas semanas no sabía nada de esto, ahora era una pequeña puta que invitaba a su hermana a un trío con nuestro tío. La culpa me pinchó, pero el calor en mi pucha era más fuerte. Aunque los hombres mayores no me atraían como a Andy, la imagen de ella siendo cogida por esa verga enorme, sus gemidos, su puchita abierta, me tenía al borde de la locura. Sin decir nada, dejé caer mi mochila, entré al cuarto y cerré la puerta. Me quité la falda gris, dejando ver la tanga negra con rosas, empapada y pegada a mi papaya.
La habitación de Andy olía a sexo, a sudor y a ese aroma dulzón de su jabón de lavanda que se mezclaba con el almizcle de su puchita. La culpa seguía ahí, como un zumbido molesto, pero el morbo de ver a mi hermanita siendo cogida por nuestro tío, el pastor Elías, era más fuerte, un fuego que me quemaba por dentro.
Me quité la blusa, dejando mis tetas al aire, los pezones duros y sensibles bajo la luz tenue. La tanga cayó al suelo con un movimiento rápido, y mi pucha, hinchada y brillante, quedó expuesta. Los ojos de Andy se clavaron en mí, su sonrisa traviesa invitándome a unirme. —Ven, Dany, no te quedes ahí —dijo, su voz ronca, como si el placer le hubiera robado la timidez. Elías, todavía con la verga dentro de ella, me miró con una mezcla de pánico y lujuria, pero no se detuvo. Sus manos grandes apretaban las nalguitas de Andy, sus dedos hundiéndose en la carne morena mientras la embestía con un ritmo lento y profundo.
—Esto… esto es un regalo de Dios —murmuró Elías, su voz grave temblando, como si intentara justificarse. Sus ojos, oscuros y hundidos, recorrieron mi cuerpo desnudo, deteniéndose en mi pucha, completamente rasurada, justo como Paulina me aconsejo. —¿Eres virgen, Daniela? —preguntó, su tono cargado de un morbo que no encajaba con el pastor que predicaba los domingos.
—Sí —respondí, mi voz temblando, no por miedo, sino por la excitación que me recorría al ver a Andy gozando, su puchita chorreando jugos que corrían por sus muslos. Me acerqué a la cama, mis piernas temblando, y me arrodillé junto a Andy. Ella giró la cabeza y me besó, sus labios carnosos sabiendo a chicle de fresa y a algo más fuerte, como a verga de macho. Nuestras lenguas se enredaron, húmedas y desesperadas, mientras Elías seguía cogiéndola, el sonido de su verga entrando y saliendo llenando el cuarto con un plap plap rítmico. Mis manos encontraron sus pechitos, pequeños y firmes, y apreté sus pezones rosados, haciéndola gemir contra mi boca.
—Sigue, tío, cógetela duro —dije, sorprendida por mi propia voz, áspera y cargada de deseo. No me atraían los hombres mayores, pero ver a Andy, mi hermanita, siendo penetrada por esa verga gruesa, me tenía al borde de la locura. Elías gruñó, levantando más las nalguitas de Andy, sus embestidas haciéndose más rápidas. La puchita de Andy se contraía con cada golpe, sus labios hinchados abriéndose más, y un chorrito de jugo escapó, manchando las sábanas. —¡Ay, sí, tío, me vengo! —gritó Andy, su cuerpo temblando mientras su orgasmo la sacudía, sus muslos apretándose contra las caderas de Elías.
Él se detuvo, jadeando, su verga todavía dura y brillante dentro de ella. Sacó su palo lentamente, dejando la panocha de Andy abierta, rosada y chorreando, con un hilo de jugo corriendo hasta la sábana. —Tu turno, Daniela —dijo, su voz baja, casi un gruñido. Me miró con esos ojos que habían visto demasiadas cosas, y aunque una parte de mí quería correr, la imagen de su verga, todavía húmeda de la puchita de Andy, me mantuvo clavada en la cama.
Me recosté, abriendo las piernas, mi pucha expuesta y palpitando. Elías se acercó, su camisa blanca abierta dejando ver su pecho velludo y sudoroso. Su verga, gruesa y venosa, rozó mis labios, y un escalofrío me recorrió. —Despacio, por favor —susurré, sintiendo un nudo en el estómago. Andy se acercó, sus manitas tocando mis tetas, sus dedos pellizcando mis pezones mientras me besaba con una intensidad que me hizo gemir. —Tranquila, Dany, va a estar rico —susurró contra mis labios, su aliento cálido rozándome.
Elías empujó despacio, la cabeza de su verga abriendo mis labios, que estaban hinchados y mojados. El dolor fue inmediato, un ardor que me hizo apretar los dientes, pero la imagen de esa misma barra de carne dentro de la puchita de Andy me dio fuerzas. —¡Ay, mierda! —jadeé, mis manos agarrando las sábanas. Andy me besaba, su lengua explorando mi boca, mientras sus dedos seguían jugando con mis tetas, haciendo círculos en mis pezones. Elías empujó más, rompiendo mi virginidad con un dolor agudo que se mezcló con el placer de sentirlo dentro. Mi pucha, apretada y caliente, lo envolvía, y cada movimiento lento era una tortura deliciosa.
—Qué apretadita estás, Daniela. Una nena perfecta —gruñó Elías, sus manos agarrando mis muslos, abriéndolos más. Empezó a moverse más rápido, su verga llenándome por completo, el dolor dando paso a un placer crudo que me hacía gemir como puta. Andy no paraba de besarme, sus manos bajando hasta mi clítoris, frotándolo con dedos torpes pero ansiosos. Recordar que esa verga había estado dentro de la panocha de mi hermanita me volvía loca, cada embestida enviando olas de calor por mi cuerpo.
Elías se salió de mí, su verga brillando con mi humedad y un rastro de sangre. —A la cara, pequeñas —dijo, su voz temblando de excitación. Se masturbó rápido, y un chorro de semen caliente cayó en la cara de Andy, manchando sus labios carnosos y su mejilla morena. Ella abrió la boca, atrapando un poco, y me jaló para besarme. Nuestras lenguas se enredaron, el semen salado y espeso pasándose entre nosotras, mientras Elías sacaba su celular y tomaba fotos. —Más putitas para mi colección —dijo, riendo, mientras se subía los pantalones. —Esto es un secreto, o irán al infierno —añadió, con una risa que sonó más cruel que piadosa. Se fue, dejando el cuarto en silencio, salvo por nuestras respiraciones agitadas.
Andy y yo nos quedamos en la cama, desnudas, con el semen todavía en nuestras caras. —Andy… ¿Cómo paso esto? ¿cómo empezó todo esto con él? —pregunté, mi voz baja, mientras limpiaba mi mejilla con la sábana. Ella sonrió, esa sonrisa traviesa que ya conocía tan bien, y se recostó a mi lado, su cuerpo cálido contra el mío.
El olor a sexo flotaba pesado, una mezcla de sudor, semen y el aroma dulzón de la puchita de Andy, todavía húmeda y brillante entre sus muslos. Estábamos desnudas en su cama, las sábanas revueltas manchadas con rastros de nuestros jugos y el semen de Elías, que aún goteaba en la mejilla de Andy, un hilo blanco y espeso deslizándose hasta su barbilla. Su cabello chino estaba desordenado, mechones pegados a su frente por el sudor, y sus ojitos negros brillaban con una mezcla de satisfacción y picardía. Yo sentía mi cuerpo pesado, mi pucha palpitando con un dolor dulce, todavía sensible por la verga de Elías que me había abierto por primera vez. La tanga negra con rosas estaba tirada en el suelo, junto a los calzones blancos de Andy y su falda verde, un recordatorio del caos que acabábamos de vivir.
—Dany, fue el sábado pasado, después del culto —empezó Andy, su voz baja, casi un susurro, mientras se limpiaba la cara con el dorso de la mano. Se recostó a mi lado, su cuerpo pequeño y cálido rozando el mío, sus pechitos subiendo y bajando con cada respiración. —Sabía lo que decía tío Elías en los cultos, cuando hablaba de como Dios puede redimir al más grande pecador, como él, eso de que antes le gustaban las niñas… y, no sé, quería probar. Siempre que veía esos videos de hombres mayores con nenas, me mojaba toda. Quería sentirlo de verdad.
Me giré para mirarla, sorprendida por lo directa que sonaba. Mi hermanita, la niña que cantaba himnos en la iglesia, había planeado esto. —¿Cómo lo hiciste, Andy? —pregunté, mi voz ronca, mientras mi mano, casi sin querer, rozaba su muslo, sintiendo la suavidad de su piel morena.
Ella sonrió, esa sonrisa traviesa que me volvía loca. —Fue fácil. Después del culto, me ofrecí a ayudar a guardar las cosas. Recordé eso y se me hizo extraño que Andy quisiera ayudar en la iglesia,, pero no le di importancia. Andy continuo. -Todos se fueron, y quedamos solos en su oficina. Le dije que necesitaba alcanzar una Biblia en el librero alto. Ese día llevaba el vestido floreado, el que tiene cierto vuelo, y me había quitado los calzones. Cuando me subí a la silla, hice que viera mis nalguitas. —Soltó una risita, sus mejillas sonrojándose. —Lo noté en sus ojos, Dany. Estaba duro, su verga marcándose en el pantalón. Actué como si nada, pero cuando bajé, rocé mi mano contra él, como por accidente. El se tenso, pero no dijo nada. Volví a hacerlo y el suspiro, su mirada cambio, parecía un lobo hambriento. Me dijo que que pensaba que estaba haciendo. Le dije que quería probar una verga, que sabía que él había hecho cosas así antes.
Mi pucha palpitó al imaginar la escena, el morbo de mi hermanita seduciendo a nuestro tío pastor. —No mames, Andy, ¿y qué hizo? —pregunté, mi mano subiendo por su muslo hasta rozar el borde de su panocha, todavía húmeda y cálida.
—No aguantó. Me jaló contra él, me levantó el vestido y empezó a tocarme, como si no pudiera parar. Me bajó a una banca, me abrió las piernas y me mamó la rajita hasta que me vine en su boca. —Su voz tembló, y noté cómo sus muslos se apretaban, como si revivirlo la excitara otra vez. —Luego me enseñó a chuparle la verga. La veía muy grande, Dany, y sabe… raro, pero rico. No se vino, aguanta mucho. Después me acostó en la banca y me fue penetrando poco a poco hasta que al fin desvirgó. Me dolió al principio, salió sangre de mi puchita, grite, pero luego lo gocé tanto… como en los videos.
El relato me tenía ardiendo. Mi mano se deslizó entre sus piernas, mis dedos rozando los labios hinchados de su puchita, que estaban resbalosos de sus jugos y el semen de Elías. —Eres una putita, Andy —susurré, pero mi voz estaba cargada de admiración. Ella gimió bajito cuando mis dedos encontraron su clítoris, pequeño y duro, y lo froté despacio.
—Tú también, Dany —respondió, girándose para quedar frente a mí. Su boca buscó la mía, y nos besamos, un beso profundo y morboso, nuestras lenguas enredándose con el sabor salado del semen de Elías todavía en nuestros labios. Nos movimos hasta quedar en un 69, mi cara entre sus muslos, su panocha rosada y abierta frente a mí, oliendo a sexo. Lamí sus labios, saboreando la mezcla de sus jugos y el rastro de Elías, mientras su lengua, tímida pero ansiosa, exploraba mi pucha, todavía sensible por la penetración. La imagen de la verga de Elías entrando y saliendo de la panocha de Andy me quemaba la cabeza, y cada lamida suya me acercaba más al borde.
—¡Ay, Dany, me vengo! —gritó Andy, su voz ahogada contra mi pucha, mientras sus muslos temblaban y un chorrito caliente salió de su rajita, manchándome la barbilla. Yo no aguanté más; mi orgasmo explotó, mi pucha contrayéndose contra su lengua, mis gemidos resonando en el cuarto mientras el placer me sacudía. Nos quedamos así, jadeando, nuestras bocas todavía entre las piernas de la otra, hasta que el calor empezó a desvanecerse.
Nos levantamos, temblando, y empezamos a limpiar el desastre. Andy recogió su falda y sus calzones, alisándolos con las manos, mientras yo me puse una camiseta vieja y unos shorts, escondiendo la tanga negra en mi cajón. Abrimos la ventana para que el aire fresco se llevara el olor a sexo, y arreglamos las sábanas antes de que llegaran nuestros papás. Despues de la cena mi papá leyó un versículo de la Biblia, Andy y yo nos miramos en silencio, sellando nuestro secreto con un roce de pies bajo la mesa. Mientras dábamos gracias a Dios por mantener a la familia “libre de pecado” y a sus hijas “castas y puras”, no pude evitar sonreír. Había descubierto algo nuevo: no solo me gustaban las nenas como Andy, sino que verlas con hombres maduros, sus puchitas abiertas por vergones como el de Elías, me excitaba de una forma que nunca imaginé.
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