El despertar sexual de Denisse y Amy.
“Denisse, ya no aguanto, sigue”, me imploro ella, seguí lo que tantas veces había visto en esos videos que me proporcionaba Paulina. Me acerque a su vagina, saque mi lengua y la pase delicadamente por sus labios exteriores. Un gemido surgió de su garganta. Eso era todo lo que yo necesitaba. .
Relato dedicado a la escritora de este hermoso portal @ANAPAU (Paulina) que con sus relatos me animo a escribir esto.
Esta historia puede ser ficticia, puede ser real, puede ser una mezcla de ambas. Usted, querido lector, será quien juzgue.
El despertar sexual de Denisse y Amy.
La luz del atardecer se filtraba por la ventana de mi habitación, pintando las paredes blancas de tonos dorados. A mis 16 años, el mundo seguía siendo un rompecabezas de reglas estrictas y silencios impuestos. Morena clara, ojos negros como la noche, cabello oscuro que me rozaba los hombros – un cuerpo que, según mi madre, era «un templo del Espíritu Santo» que debía mantenerse puro e intocable hasta el matrimonio. Y así lo había hecho. Delgada, pero con curvas que a veces me resultaban incómodas bajo los vestidos modestos: pechos medianos, redondos y firmes que intentaba ocultar, nalgas grandes, redondas y duras que hacían que algunos jeans se sintieran como una segunda piel demasiado reveladora, y una cintura breve que marcaba un contraste que, en mi ignorancia, apenas comprendía. La virginidad no era una elección; era el aire que respiraba en nuestra casa cristiana, donde el sexo era sinónimo de pecado, un tema susurrado con vergüenza o simplemente ignorado. Nunca había tenido novio. Nunca había sentido ese «deseo carnal» del que hablaban los pastores con tanta advertencia. Hasta ahora.
Todo cambió cuando entré a la preparatoria. Entre los pasillos llenos de gente y las aulas impersonales, conocí a Paulina. Era como un huracán de luz en mi mundo gris. Güera, pelo castaño claro que ondeaba libremente, con una figura sensual que llevaba con una confianza que me dejaba boquiabierta. Vestía jeans rotos que acariciaban sus caderas, blusas que mostraban un escote discreto pero sugerente, y sonreía con una libertad que desafiaba todas mis certezas. Era liberal, atrevida, y hablaba de cosas que en mi casa ni siquiera se nombraban. Contra todo pronóstico, nos hicimos amigas. Ella parecía fascinada por mi inocencia, y yo, secretamente hipnotizada por su audacia.
Un martes después de clases, mientras tomábamos un café en la cafetería, Paulina me miró con esa sonrisa juguetona que ya empezaba a reconocer.
«Denisse, tengo algo para ti,» dijo, sacando un pequeño pendrive plateado de su bolso de tela colorida. Lo deslizó sobre la mesa hacia mí. «Es un regalo. Para que lo veas en privado, en tu cuarto. Sin preguntas.»
Lo tomé, frío y pequeño entre mis dedos. «¿Qué es? ¿Música? ¿Apuntes?» Pregunté, inocente.
Ella rió, un sonido claro como campanillas. «Algo mucho más interesante. Confía en mí. Sé que hay algo en ti que aún no has descubierto. Esto… te ayudará a entender.» Su mirada era intensa, penetrante. «Yo sé por qué el sexo con chicos no te llama. Y no, no es solo por tu familia o la religión.» Bajó la voz. «Yo también soy así.»
Mis ojos se abrieron como platos. «¿Así? ¿Cómo?»
«Ya lo verás,» dijo misteriosamente, parándose. «Solo prométeme que lo verás. En serio. Sin miedo.» Y con un guiño, se fue, dejándome con el pendrive ardiendo en mi mano y un millón de preguntas revoloteando en mi mente.
Esa noche, después de la cena familiar – donde mi padre dio las gracias a Dios por «protegernos de las tentaciones del mundo» y mi madre habló del grupo de oración juvenil –, me encerré en mi habitación. Mi hermana menor, Amy, de 10 años, estaba en su cuarto, probablemente estudiando o escuchando música con sus audífonos, cumpliendo como siempre con las apariencias para evitar discusiones, aunque yo sospechaba que su corazón no estaba tan entregado a la fe como el mío había estado. Siempre había sido la rebelde de la familia y se notaba su disgusto cuando acudimos a la iglesia. De 1.55 mts, delgada pero fuerte por el deporte, practica natacion, con unos senos apenas en crecimiento, como dos limoncitos y una cintura pequeña que envidiaría cualquier modelo, y unas nalgas en desarrollo, redondas y duras que heredamos, pero que ella lucía sin complejos en su traje de baño de entrenamiento. Morena como yo, pero con un hermoso rostro de facciones delicadas y un cabello oscuro, chino, que le llegaba a media espalda y que siempre parecía perfecto.
Con el corazón golpeándome las costillas, conecté el pendrive a mi laptop. Mi dedo tembló sobre el trackpad antes de abrir la única carpeta que contenía. Dentro, había varios archivos de video con nombres crípticos. Hice clic en el primero.
Lo que vi en la pantalla me dejó sin aliento. No era un vídeo normal, con chicos. Eran dos mujeres, no, dos mujeres no, dos niñas que parecían hermanas, rubias, una de aparentemente unos 14 años y la otra de aproximadamente 10 años. Hermosas, sensuales, entrelazadas en una danza que nunca había imaginado. Besándose con una pasión que me pareció a la vez extraña y fascinante. Tocándose con una intimidad que trascendía cualquier cosa que yo conociera. Suspiros, gemidos suaves, caricias que recorrían sus curvas femeninas con una devoción que me paralizó. Sentí un calor repentino inundarme la cara y bajar, mucho más abajo, hacia un lugar entre mis piernas que nunca había sentido así: vivo, palpitante, exigiendo atención. Era un shock. Un pecado abominable, según todo lo que me habían enseñado. Pero también… hermoso. Increíblemente hermoso. Y excitante. Tan excitante que noté una humedad nueva e incómoda en mi ropa interior.
Miré aterrada hacia la puerta, temiendo que alguien entrara. El video seguía. La mayor besaba a la que parecía ser su hermana menor. Se tocaban, en un momento la hermana menor descendió y empezó a lenguetear la vagina de la mayor, un gemido escapaba de sus labios. Yo sentí un eco de ese gemido atrapado en mi garganta. Mis propios pechos, medianos, firmes, bajo mi sencillo camisón de algodón, parecían hincharse, los pezones endureciéndose contra la tela de una manera que nunca antes habían hecho. Una sensación desconocida, intensa y dulce, se enroscaba en mi bajo vientre.
Con un movimiento brusco, lleno de culpa y pánico, desconecté el pendrive como si quemara. Lo escondí en el cajón más profundo de mi escritorio, debajo de cuadernos viejos. Apagué la laptop. Me senté en la cama, jadeando, intentando orar, pedir perdón por haber visto algo tan impuro. Pero las imágenes no se iban. Se repetían en mi mente con una claridad perturbadora. El calor no cedía; al contrario, parecía intensificarse, centrándose en ese núcleo palpitante entre mis piernas. Era una necesidad física, urgente, como un picor que debía rascarse.
Por primera vez en mi vida, la idea de tocarme allí no vino acompañada solo de culpa, sino de una curiosidad abrasadora. ¿Cómo se sentiría? ¿Aliviaría esa presión extraña y ardiente?
Con manos que temblaban, me levanté y cerré con llave la puerta de mi habitación. Volví a la cama. La oscuridad de la habitación, solo rota por la luz de la luna que entraba por la ventana, me daba un falso sentido de intimidad. Lentamente, casi sin creérmelo, levanté el borde de mi camisón. Debajo, llevaba las bragas sencillas, de algodón blanco, que mi madre me compraba.
Lentamente baje mi mano, acaricie mi sexo por encima de las bragas, un torrente de electricidad recorrió mi cuerpo. Tuve que utilizar toda mi fuerza de voluntad para no soltar un gemido sonoro. Mis dedos empezaron a jugar, acariciar, sentí como se humedecía el algodón de la ropa interior. Me atreví a más, introduje mi mano derecha debajo de las bragas y por primera vez pude sentir el roce de mis dedos en mis labios vaginales de forma pecaminosa.
Casi sin quererlo descubrí mi clítoris, un botón duro y sensible que al tocarlo me hizo sentir cosas que jamás hubiera imaginado, sensaciones llenas de placer. Me concentre en ese botoncito mientras mi mano izquierda ya tocaba mis pechos y acariciaba mis pezones, erectos y duros como una roca.
En mi mente no dejaba de ver las imágenes de esas dos hermanitas, esas imágenes pecaminosas, no solo por el sexo o por que fuera un encuentro lésbico, sino por lo prohibido y el tabú del incesto y el amor entre menores de edad. No dejaba de pensar e imaginar que yo era la que besaba y tocaba a la más pequeña, la que le producía ese placer.
Con esos pensamientos, esas imágenes y el toque de mis manos llegué a lo que fue mi primer orgasmo en mis 16 años de vida. Cuando la oleada paso, la culpa y el remordimiento me invadieron, pero también me sentía satisfecha, diferente, una nueva Denisse había nacido. Una Denisse que estaba descubriendo no solo el placer de lo sexual, sino de su naturaleza. Una Denisse que le gustaban las chicas… las chicas menores.
Al día siguiente me sentía llena de vergüenza, no podía mirar a Paulina a los ojos cuando me preguntó si había visto su regalo, aunque no había necesidad de que le contestara, lo adivinó en cuanto vio mi rostro.
Paulina me dijo: “Deni, no te preocupes, me di cuenta de lo que eres en cuanto empecé a conocerte, yo soy igual. Sé que es difícil asimilarlo, pero entre más rápido lo hagas, más gozarás.”
“Pero está mal, es pecado, además son menores… no sé cómo pude dejarme llevar…» Empecé a contestarle, pero Paulina me hizo callar con un dedo en mis labios.
Me explico muchas cosas, me contó su historia, cómo descubrió su gusto por los menores gracias a su novio, como han tenido experiencias inimaginables y como lo han gozado. Sus palabras me impactaban, pero también me excitaban. Sentía ese calor en mi vagina, como se humedecían mis bragas.
A partir de ese momento Paulina se convirtió en mi maestra, mi mentora. Me proporcionaba videos de niñas teniendo sexo con mujeres que podrían ser sus madres, sus hermanas. También con hombres que podrían ser sus padres, y tal vez lo eran. El ver gozar a esas niñas era lo que más me excitaba, aunque lo negara, aunque me tratara de convencer que estaba mal, que era pecado, para mí era lo más excitante del mundo y estaba bien.
Gracias a los consejos de Paulina empecé a depilar mi pubis. El masturbarme por las noches o cuando me quedaba sola viendo esos videos se volvió costumbre, una costumbre deliciosamente pervertida. Era un placer tocarme así, con mi vagina suave, sin un pelito, imaginando que tocaba los pubis de esas nenas, de esas hermosuras… tal vez… de mi propia hermana… y ese pensamiento me aterro pero también me lleno de deseo, un deseo insano que no podía reprimir cada que veía a Amy, mi hermanita de tan solo 10 años.
Paulina me habló de los placeres de sentirse sexy, sabía que no podía vestir de forma atrevida por la situación de la religión en casa, pero me contó de lo delicioso que era sentir una tanga en tu piel. Algo que nunca había sentido y deseaba hacerlo.
Esa tarde, impulsada por una audacia nueva y aterradora, me había detenido en una tienda pequeña en el camino a casa. Con el corazón en la boca, había comprado algo que jamás hubiera imaginado poseer: una tanga. Negra. Minúscula. Solo un triángulo delantero diminuto y finas tiras que se unían en la espalda. Un secreto de seda y encaje contra mi piel.
Esa noche mis padres habían ido a un retiro en la iglesia de dónde el pastor era mi tío, hermano de mi papá, así que sabía que podría estrenar mi diminuta prenda, prensa de placer y de pecado.
Después de cenar y de que mi hermana se retirara a su habitación, me preparé para mí ritual. Cerré la puerta, encendí la laptop y puse mi video favorito, el primero que vi, el de esas dos hermanas que se devoraban a besos. Lentamente me desnudé y me puse la tanga. Paulina tenía razón, el sentir esa tela metiéndose entre mis nalgas, acariciando mi vagina era algo realmente exitante, me sentí poderosa, sensual. Y así empecé a acariciarme.
Acaricié la delicada tela negra que contrastaba tan salvajemente con mi piel morena clara. La humedad que sentía era evidente allí, empapando la fina tela. El contraste entre la negrura de la tanga y mi piel, la forma en que apenas cubría pero a la vez acentuaba mis curvas, me produjo un nuevo escalofrío de excitación. Las imágenes del video hacían que me perdiera en fantasías.
Inspiré profundamente. Con un dedo tembloroso, toqué el centro de la tela negra, justo sobre el lugar donde el calor y la humedad eran más intensos. Un jadeo escapó de mis labios. Era… sensible. Muy sensible. Una pequeña descarga eléctrica recorrió mi cuerpo. Empujé un poco más, presionando a través de la tela húmeda. La sensación fue más profunda, una punzada de placer puro que me hizo arquear ligeramente la espalda. Olvidé la culpa por un instante, perdida en la novedad de la sensación.
Cerré los ojos, concentrándome. Con más determinación, comencé a mover mi dedo en pequeños círculos, como me gustaba. El placer se intensificó, convirtiéndose en una dulce presión que crecía con cada movimiento. Mi respiración se aceleró, se volvió superficial. Gemidos suaves, involuntarios, comenzaron a escapar de mis labios. Mi otra mano encontró uno de mis pechos, apretándolo, sintiendo el pezón duro como una piedrita en mis dedos.
Frotaba con más insistencia, buscando ese punto exacto donde la presión se convertía en algo más, algo que me llenaba de placer. Las imágenes en mi mente ya no eran solo del video; eran mías. Yo era la hermana mayor besando a la menor, yo sentía esas manos en mi piel. El calor se volvió casi insoportable, una ola que se acumulaba dentro de mí, lista para romper…
*Click.*
El sonido de la cerradura de mi puerta girando me heló la sangre. ¡Amy! En mi ansiedad había olvidado poner la llave después de cerrar. La puerta se abrió.
«Amy, no…!» grité, intentando apartar mi mano de entre mis piernas, pero era demasiado tarde.
Mi hermana se quedó petrificada en el umbral, sus hermosos ojos oscuros, tan parecidos a los míos, abiertos como platos. La luz del pasillo iluminaba su silueta esbelta y su cabello chino cayendo sobre sus hombros. Su mirada recorrió mi cuerpo en un instante: mi cara enrojecida, mis ojos vidriosos de excitación y miedo, mi desnudes, revelando la obscenidad de la diminuta tanga negra contra mi piel morena, y, sobre todo, mi mano claramente posicionada entre mis piernas, sobre la tela oscura y húmeda. Vio el monitor de la laptop durante unos segundos, donde las dos rubias se besaban apasionadamente.
El silencio fue absoluto, cargado de un millón de emociones. Vergüenza, terror, y una inexplicable… intensidad. Amy no gritó. No retrocedió. Se quedó allí, mirando. Su respiración, que había sido normal al entrar, se volvió más rápida, más audible. Vi cómo sus ojos se oscurecían, cómo su atención se fijaba no con asco, sino con una fascinación que hizo que mi estómago diera un vuelco. Vi cómo sus propios pechitos, apenas unos limoncitos, bajo la cómoda camiseta que llevaba, se elevaban con una inhalación más profunda. Vi un rubor subir desde su cuello hasta sus mejillas. Pero no era solo vergüenza. Había algo más. Algo que reconocía en mí misma: excitación.
«Denisse…», susurró finalmente, su voz un hilo ronco, muy diferente a su tono habitual. «¿Qué… qué estás haciendo?»
Intenté cubrirme, tapando con mis manos mis pechos con torpeza. «N-nada, Amy. Por favor, vete. Fue un error, yo…»
«¿Eso… eso es lo que sientes?» preguntó, dando un paso dentro de la habitación y cerrando la puerta suavemente tras de sí. No con un portazo, sino con un cuidado que aumentó mi confusión. Su mirada no se apartaba de la forma en que la tanga negra se hundía entre mis muslos, o de mis pechos que aún se movían con mi respiración agitada. De reojo veía la computadora donde las niñas seguían besándose. «Esa… esa ropa… Nunca te había visto algo así.»
«Es… es nueva,» balbuceé, sintiendo que me ardía la cara. «Amy, por favor, olvídalo. Es pecado, es…»
«¿Pecado sentirse así?» Ella dio otro paso, acercándose a la cama. Su presencia, menuda y delgada, parecía llenar la habitación de una nueva energía, una tensión eléctrica que nunca había existido entre nosotras. «¿Pecado tocarte… así?» Su mirada bajó de nuevo a donde mi mano trataba de cubrir la tanga, pero el mensaje era claro. «Yo… yo no sé cómo se siente.» Su confesión fue un susurro casi inaudible, pero cargado de una curiosidad que resonó en mi alma. «Nunca… nunca he hecho eso. Pero al verte… Denisse, al verte… sentí algo. Algo raro. Caliente.»
Sus palabras cayeron como chispas sobre paja seca. El miedo y la vergüenza no desaparecieron, pero fueron eclipsados por una oleada de comprensión y una conexión profundamente nueva. Ella también estaba reprimida. Ella también ignoraba. Y al verme… algo había despertado en ella también. La atracción que Paulina había insinuado, que los videos habían mostrado, no era abstracta. Estaba aquí, ahora, en la mirada oscura y cargada de mi hermana.
«Es… es como un fuego,» susurré, mi voz temblorosa. «Aquí.» Sin pensarlo, llevé mi mano, aún temblorosa, y la posé sobre mi vientre bajo, sobre la tanga. «Y cuando tocas… es como si… como si necesitaras más. Como si algo estuviera a punto de… explotar.»
Amy se mordió el labio inferior. Su pecho se elevaba y descendía con rapidez. Dio el último paso que la separaba de la cama. Ahora estaba junto a mí, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo, oler su fragancia limpia, mezclada con una nota nueva, cálida, de excitación. Su mirada recorrió mi cara, bajó a mis labios entreabiertos, luego volvió a encontrarse con mis ojos.
«¿Puedo…?» Su voz fue apenas un soplo. No terminó la pregunta, pero su mano se elevó, suspendida en el aire entre nosotras, preguntando, pidiendo permiso. ¿Para qué? ¿Para tocar mi cara? ¿Mi pelo? ¿O algo más?
La tensión era palpable, un campo de fuerza vibrante que nos envolvía. Todas las enseñanzas, todos los sermones, todas las advertencias sobre el pecado y la pureza se desvanecieron en ese instante, barridos por la fuerza bruta de un descubrimiento físico y emocional demasiado grande para contener. Vi el deseo en sus ojos, un reflejo del mío. Vi la misma confusión, la misma necesidad de entender, de explorar. Y sobre todo, vi a mi hermana, mi cómplice en esta vida reprimida, ofreciendo una mano en la oscuridad.
Sin palabras, asentí. Fue un movimiento casi imperceptible de mi cabeza.
Su mano, mucho más pequeña que la mía, con dedos largos y finos, descendió lentamente. No hacia mi cuerpo, sino hacia mi cara. Sus yemas de los dedos rozaron mi mejilla, una caricia tan suave como el aleteo de una mariposa, pero que me hizo estremecer de pies a cabeza. La piel de sus dedos era suave, ligeramente fresca al principio, pero rápidamente tomando el calor de mi rubor.
«Estás tan caliente,» murmuró, deslizando su pulgar sobre mi pómulo. Su mirada estaba fija en sus dedos sobre mi piel, luego en mis labios. «Yo también… siento calor. Por dentro.»
Su otra mano se unió a la primera, acariciando mi otra mejilla. Nos miramos fijamente. La distancia entre nuestros rostros se reducía sin que ninguna de las dos pareciera mover un músculo conscientemente. El aire a nuestro alrededor parecía espesarse, cargado de un magnetismo que nos atraía la una hacia la otra. Olía a ella, a mí, a la noche, y a algo nuevo, eléctrico, peligroso.
«¿Es… es así como empieza?» preguntó, su voz un hilo apenas audible. «¿Como en…?»
No necesito terminar. Ella entendió. Sus ojos oscuros brillaron con una comprensión que iba más allá de las palabras. «Creo que sí,» susurré.
Y entonces, sucedió. Como si una fuerza mayor nos guiara, nuestras cabezas se inclinaron al mismo tiempo. Nuestros labios, separados por un suspiro, se encontraron.
El primer beso fue un choque de suavidad y calor. Torpe, tímido, apenas un roce. Pero la chispa que saltó fue instantánea y abrumadora. Un jadeo simultáneo escapó de ambas. Nos separamos un centímetro, mirándonos a los ojos, asombradas por la intensidad de esa simple conexión. En sus ojos vi reflejado mi propio asombro, mi miedo, y un deseo que ahora ardía sin control.
No hubo palabras esta vez. Solo necesidad. Volvimos a acercarnos, y esta vez el beso fue diferente. Menos tímido, más buscado. Nuestros labios se movieron el uno contra el otro, explorando, aprendiendo. El sabor de ella era dulce, familiar y a la vez completamente nuevo. Su respiración cálida se mezclaba con la mía. Una de sus manos se hundió en mi cabello oscuro, en la nuca, sujetándome suavemente pero con una posesividad que hizo que un escalofrío de placer recorriera mi columna. Mi propia mano encontró su cintura pequeña y firme bajo la camiseta, sintiendo el calor de su piel a través de la tela delgada.
Besamos con una urgencia creciente. Nuestras bocas se abrieron, permitiendo que nuestras lenguas se encontraran en un toque tímido al principio, luego con más confianza, enredándose en una danza húmeda y sensual que imitaba, de manera instintiva, lo que mis ojos habían visto unos momentos antes en la pantalla. Gemimos en la boca de la otra, el sonido ahogado y cargado de una lujuria que ninguna de las dos sabía nombrar pero que ambas sentíamos con una intensidad abrasadora.
Mis manos, moviéndose por su cuenta, subieron por su espalda, sintiendo las vértebras a través de la camiseta, hasta sus hombros. Ella respondió, sus manos descendiendo desde mi pelo hasta mis hombros, acariciando mis clavículas, luego bajando, con una audacia que me dejó sin aliento, hasta el borde superior de mi pecho, cerca de mis senos. Su pulgar rozó la curva superior de mi pecho izquierdo, justo donde comenzaba. Un gemido más profundo vibró en mi garganta. Arqueé la espalda involuntariamente, presionando mi pecho contra ese toque apenas insinuado.
«Denisse…» susurró contra mis labios, rompiendo el beso por un instante. Su mirada ardía. «¿Puedo…? ¿Puedo ver? ¿La ropa… esa ropa?»
La tanga. Ella quería ver la tanga. La vergüenza intentó regresar, pero fue aplastada por una ola de excitación aún más poderosa. Quería que me viera. Quería que admirara el secreto, la parte de mí que estaba despertando. Asentí de nuevo, incapaz de hablar.
Me tumbé en la cama. La luz de la luna bañó mi torso, iluminando la diminuta tanga negra que parecía más un accesorio que una prenda, tan pequeña era. Cubría apenas lo esencial, las finas tiras laterales se hundían en la piel de mis caderas, y la tira trasera desaparecía entre mis nalgas grandes y firmes.
Amy contuvo el aliento. «Dios, Denisse…», murmuró, su voz llena de una admiración que me hizo sentir poderosa, sensual, como nunca antes. «Es… es preciosa. Tú eres preciosa.» Su mirada recorrió cada centímetro expuesto: la curva de mis pechos, mi cintura breve, las caderas que se ensanchaban, el triángulo negro de seda y encaje que era el foco de todo. «¿Te gusta usarla? ¿Sentirla?»
«Sí,» susurré, sintiendo cómo la humedad aumentaba bajo la tela minúscula solo con su mirada y sus palabras. «Se siente… diferente. Libre. Como un secreto hermoso.»
Su mano, que había estado acariciando mi hombro, descendió. No directamente hacia la tanga, sino en un camino lento, tortuoso. Rozó mi costado, hizo círculos sobre mi cadera, sus dedos jugando con el borde elástico de la tanga negra. Cada toque era una chispa que alimentaba el fuego dentro de mí. Su dedo índice se deslizó bajo la fina tira lateral, tocando la piel sensible de mi ingle. Un temblor intenso me recorrió.
«¿Y aquí?» preguntó, su voz un susurro ronco mientras su dedo presionaba suavemente justo sobre el lugar donde la tela negra se hundía, sobre el núcleo de mi calor. «¿Se siente bien cuando tocas aquí?»
«¡Sí!» El gemido fue involuntario, agudo. Mi cuerpo se estremeció hacia su toque. «Muy… muy bien.»
Su respiración se aceleró aún más. Vi la lucha en sus ojos: la inocencia, la curiosidad, el deseo puro. «Yo… yo quiero sentir,» confesó, su mirada clavada en el pequeño triángulo negro. «¿Puedo… tocarte? Allí. Como tú lo hacías.»
El permiso explícito hizo que algo se desatara dentro de mí. La timidez se mezcló con una expectación feroz. «Sí, Amy. Por favor.» Quité mi mano, que había estado aferrada a su camiseta, y la dejé caer a mi lado, ofreciéndome.
Su mano, la que había estado acariciando mi cadera, se movió entonces con una determinación nueva. Deslizó sus dedos sobre la tela negra y húmeda de mi tanga, palmeando suavemente al principio, como explorando. La sensación, ahora provocada por *ella*, fue mil veces más intensa que cuando lo hacía yo misma. Un suspiro largo y tembloroso escapó de mis labios. Mis ojos se cerraron parcialmente, perdidos en la novedad.
Luego, imitando mis movimientos anteriores, comenzó a hacer círculos lentos, firmes, con la yema de su dedo medio, justo sobre el lugar más sensible. La presión era perfecta, el movimiento deliberado. Las ondas de placer que había estado construyendo antes de su llegada regresaron con una fuerza multiplicada, concentrándose bajo su toque experto, como si ella hubiera nacido para esto.
«¡Amy!» gemí, mi cuerpo arqueándose sobre la cama, mis manos aferrándose a las sábanas. «Así… sigue así…»
Ella observaba mi rostro, fascinada por cada reacción, cada gemido, cada contracción de mi cuerpo. Su dedo no se detenía. Los círculos se volvían más rápidos, más enfocados. La ola dentro de mí crecía y crecía, un tsunami de sensaciones desconocidas que amenazaba con arrasarme. El calor era insoportable, el placer casi doloroso en su intensidad. Olvidé dónde estaba, quién era, quién era ella. Solo existía su mano, su toque, y la necesidad abrumadora de llegar… a dónde, no lo sabía, pero sabía que estaba cerca.
«¿Qué sientes?» preguntó ella, su voz cargada de asombro y propia excitación. Su otra mano había encontrado mi pecho izquierdo, apretándolo a través del camisón, el pulgar rozando mi pezón endurecido, añadiendo otra capa de estímulo.
«¡Mucho! ¡Demasiado! ¡No puedo…!» Las palabras se ahogaron en un grito ahogado cuando, de repente, la ola rompió. Una explosión de placer puro, cegador, electrizante, estalló desde mi centro y se expandió por todo mi cuerpo como una onda de choque. Temblé violentamente, mis piernas se estiraron y luego se encogieron, mis dedos se clavaron en las sábanas, un sonido gutural, largo y profundo salió de mi garganta mientras mi cuerpo se convulsionaba bajo el toque de Amy. Fue como caer y volar al mismo tiempo, un éxtasis físico que borró todo pensamiento, toda culpa, toda realidad que no fuera esa sensación indescriptible.
Amy mantuvo su mano sobre mí, su dedo presionando suavemente mientras las oleadas de mi orgasmo me sacudían, observando con ojos desorbitados y llenos de un asombro lujurioso. «Dios mío, Denisse…», susurró cuando mis convulsiones empezaron a amainar, reemplazadas por temblores suaves y jadeos profundos. «Eso… eso fue…»
«Increíble,» terminé jadeando, abriendo los ojos para encontrarme con los suyos, oscuros y brillantes en la penumbra. La satisfacción me inundaba, cálida y pesada, mezclada con un asombro absoluto. «Nunca… nunca sentí nada así.»
Su mano se retiró lentamente de entre mis piernas. La vi mirar sus dedos, brillantes con mi humedad, con una expresión de profunda fascinación. Luego, sin previo aviso, se llevó esos dedos a su boca y los chupó suavemente.
El gesto, tan íntimo, tan atrevido, me provocó un nuevo escalofrío, un renacer de la excitación en mi vientre, aunque mi cuerpo aún estaba agotado.
«Sabes a qué sabe?» preguntó, una sonrisa pequeña y peligrosa jugueteando en sus labios. «A… a libertad. A secreto.» Bajó la mano y se acercó aún más a mí en la cama. Su cuerpo estaba tenso, su respiración aún acelerada. Vi la humedad en sus leggings negros, una evidencia física de su propia excitación, de la necesidad que mi placer había despertado en ella. «Denisse…», murmuró, su voz cargada de una urgencia nueva. «Yo… ahora yo quiero sentir. Enséñame. Ayúdame a… a explotar también.»
Su mirada era una súplica, una promesa y una confesión. La conexión entre nosotras, tejida de represión compartida, descubrimiento mutuo y ahora placer experimentado, era más fuerte que cualquier barrera. El mundo exterior, con sus reglas y sus miedos, se desvaneció. Solo existíamos nosotras dos en esa habitación iluminada por la luna, al borde de un precipicio que habíamos decidido saltar juntas.
Sin dudarlo, extendí mi mano hacia ella. Con suavidad y lentitud la desnudes, admirando ese pequeño cuerpo infantil de mi hermana. Ese cuerpo que tantas veces había imaginado, tal vez con culpa, pero con morbo, ahora sé reflejaba ante mi. Desnudo.
El vídeo en la computadora había terminado, pero nosotras lo recreamos en mi habitación. Nos volvimos a besar, esta vez con más pasión, con más lujuria. Mis manos se posaron en su cuerpo desnudo. Una en sus nalguitas, pequeñas pero redondas, perfectas. La otra en su vagina, donde apenas empezaban a crecer unos tímidos y pequeños bellos púbicos.
Mi mano se movía lentamente, acariciando su clítoris mientras mis labios no se separaban de su boca. Pequeños gemidos salían de ella, apagados por los lascivos y prohibidos besos incestuosos. Yo me sentía en la gloria. Me excitaba saber que le estaba dando placer a mi pequeña hermana de 10 años.
Despacio la acosté en la cama, abrí sus perfectas piernas, torneadas por años de natación, vi su rajita, tan limpia, tan hermosa. Mis ojos se recrearon en ella.
“Denisse, ya no aguanto, sigue”, me imploro ella, seguí lo que tantas veces había visto en esos videos que me proporcionaba Paulina. Me acerque a su vagina, saque mi lengua y la pase delicadamente por sus labios exteriores. Un gemido surgió de su garganta. Eso era todo lo que yo necesitaba.
Mi lengua, aunque inexperta aún empezó a lamer su rajita, mis labios apretaron su pequeño pero muy duro clítoris. Lo succione, lo chupe, lo mami. Sentí las manos de Amy aferrarse a mi cabeza, me atraía a su vagina, me apretaba. Sabía lo que eso significaba. Aceleré mis movimientos de la lengua.
“Denisse, que rico”. Grito cuando sus músculos empezaron a contraerse. Un flujo delicioso empezó a salir de su vagina, su primer orgasmo a los 10 años. Lo bebí todo. Ella jadeaba, intentando recuperar el aliento. La bese, ahora de forma tierna, ella probó sus flujos directamente de mis labios. Saboreando al besar cada centímetro de mi boca.
“Gracias Denisse, eso fue intenso, delicioso, me encantó” me dijo Amy. “Gracias a ti hermanita” le dije mientras me tumbaba a su lado y mis manos acariciaban su pequeño cuerpo.
Mi viaje de descubrimiento había encontrado a su compañera perfecta. Y esta noche, en la quietud de mi habitación, nuestra relación cambiaría para siempre, sellada por besos, susurros y el dulce, prohibido fuego que acabábamos de encender. La primera parte de nuestra historia acababa de terminar. La historia de lo que seríamos, de lo que descubriríamos juntas, acaba de comenzar. Y prometía ser salvaje, sensual y profundamente nuestra.
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