El espectáculo de la niña
Le gustó lo que sintió… pero más lo que vio!.
La frase de Elena flotó en la habitación como una ley nueva, grabada en el aire caliente. Nadie la cuestionó. Miguel asintió, aliviado de que hubiera un plan. Leo, aún en el suelo, no levantó la vista. Lara, la única que no necesitaba traducción, sonrió con la boca llena de emoción. “¿Un juego en equipo? ¡Como el de los sentones, pero podemos verlo todo!”
“Exactamente”, confirmó Elena, extendiendo una mano para ayudar a Leo a levantarse. “Todo.”
Dos días después, el atardecer teñía la habitación de un color ámbar. Elena había dispuesto todo con la precisión de una coreógrafa. Dos colchones delgados en el suelo, paralelos, separados por menos de un metro. La distancia era crucial: lo suficientemente cerca para ver todo.
“Posiciones”, anunció Elena, desnuda y serena.
Lara, comprendiendo al instante, corrió hacia el colchón con la toalla de estrellas y se tendió boca abajo. “¡Yo soy el jardín que se riega con ding-dongs!” proclamó. Pero sus ojos, en lugar de cerrarse, se abrieron como platos, mirando fijamente el colchón contiguo.
Miguel se arrodilló detrás de ella. Su pene, en un estado de semi-excitación dócil, encontró el “timbre” familiar. Comenzó el leve bombeo, pum… pum… pum. A Lara le salió un estremecimiento de risa contenida, pero su atención estaba dividida. Sentía el punteo mullido y rítmico en su propio cuerpo —“¡Ay, ahí, papá! ¡Esa cosquilla es nueva!”— pero su mirada estaba clavada en la otra escena.
Porque en el colchón contiguo, Elena se había colocado en la misma posición, pero su postura era un espectáculo en sí misma. Y Leo… Leo se acercaba como un animal herido y hermoso.
“Mira, mami se arquea más que yo”, comentó Lara en un susurro fascinado, olvidándose por un segundo de su propio juego. “Parece un puente.”
Miguel, siguiendo su ritmo, murmuró: “Céntrate en tu juego, cariño”.
“Pero es que Leo tiene cara de… loco”, susurró ella de vuelta. “¡Mirad su mástil! ¡Parece un palo de escoba! ¿Verdad, papá? ¡No como tu oruga!”
Elena, al oírlos, guio a Leo con voz técnica. “Aquí. Tu lugar es aquí. No dentro. Alrededor.” Le señaló el culo. “Toda tu furia puede ir aquí. Yo la sostengo.”
Leo, con movimientos de autómata, obedeció. Su pene, una columna de tensión violenta, encontró la carne de su madre. Un gemido seco, un sonido que a Lara le recordó a una rama quebrándose, salió de él.
“Frota”, ordenó Elena. “Mientras miras. Aprende.”
Y comenzó el verdadero espectáculo para Lara.
Desde su colchón, con el suave pum-pum de su padre como banda sonora de fondo, Lara observó, hipnotizada, la coreografía del colchón blanco. Veía cómo el mástil oscuro y serio de Leo frotaba contra su madre con una intensidad que le quitaba el aire. Veía la espalda de Elena, fuerte y receptiva, arqueándose para recibir cada embestida. Veía la expresión de Leo, una máscara de dolor y rabia que se transformaba con cada movimiento.
“Papá…”, susurró Lara, completamente distraída ahora de sus propias cosquillas. “¿Por qué Leo hace esa cara? ¿Le duele el pito?”
“Shhh, cariño”, jadeó Miguel, tratando de mantener el ritmo.
“Pero mirá… mirá cómo mami lo deja. Como si su cuerpo fuera de goma. El mío no es de goma, ¿verdad?”
Y entonces, llegó el primer clímax. El de Miguel.
Un gemido largo, un temblor, y Lara sintió el chorro cálido y familiar sobre su espalda baja. “¡Uy! ¡La lechita de papá!”, gritó, riendo. Pero en vez de revolverse, se quedó quieta, observando. Porque sabía, esperaba, lo que vendría después.
En el colchón blanco, la tensión había llegado a un punto de ebullición. Elena, jadeando, lanzó la orden final: “¡Leo, ahora! ¡Todo!”
Y fue entonces cuando Lara vio el espectáculo que tanto ansiaba.
Leo rugió. Un sonido gutural, salvaje, que no tenía nada que ver con el gemido cansado de su padre. Su cuerpo se convulsionó no sobre Elena, sino contra ella, como un animal luchando con su propia sombra. Y de su verga, brotó un chorro potente, violento, casi blanco-azulado que salpicó la espalda baja de Elena, su sacro, la hendidura entre sus glúteos, con una fuerza que hizo que a Lara se le escapara un “¡Ohhh!” de puro asombro.
Era diferente. La leche de papá era un reguero tibio. La de Leo era una erupción.
“¡Mami!”, exclamó Lara, sin poder contenerse. “¡Te hizo un dibujo! ¡Toda blanca! ¡Parece espuma de mar en las rocas!”
Elena, respirando profundamente, alzó ligeramente la cabeza. Una gota blanca resbalaba por su costado. No se limpió. Permitió que Lara viera. “Sí, cariño”, dijo, su voz un poco ronca pero serena. “Es la lava del volcán. Caliente, pero ya no quema.”
Lara giró la cabeza hacia su propio hombro, viendo el reguero ya enfriándose de su padre. Luego volvió a mirar el mapa blanco y brillante en la espalda de su madre. Una sonrisa de profunda satisfacción se dibujó en su rostro.
“Me gusta”, declaró, con la solemnidad de un crítico de arte. “Me gusta mi lechita… pero la de Leo es más… de dibujos animados. ¡Pum! ¡Y sale para todos lados!”
Miguel, ya retirándose, enrojeció. Leo, desplomado sobre el colchón blanco, ocultó su cara en el cruce de sus brazos, pero sus orejas estaban escarlatas. Solo Elena mantuvo la compostura, limpiándose ahora con la esquina de la sábana, sin prisa, como si estuviera quitando polvo después de una obra de teatro.
—¿Ganamos todos? —preguntó Lara, finalmente dándose vuelta y sentándose, sin importarle su propia desnudez marcada.
—Sí, cariño —dijo Elena, levantándose. “Tu jardín se regó sin ahogarse. Y tu hermano…” Miró a Leo, cuya espalda se tensó bajo su mirada. “El volcán hizo erupción en la montaña que sabe contener la lava.”
Lara asintió, satisfecha. Había sentido sus cosquillas, había recibido su regalo cálido, pero el verdadero premio había sido el espectáculo. Haber visto la máquina de Leo, tan poderosa y fea y fascinante, descargarse en el único cuerpo que parecía capaz de absorberla sin romperse. Y ver la prueba, esa leche-violenta convertida en simple mancha sobre la piel de su madre.
Esa noche, mientras Elena escribía su entrada sobre “Hidráulica Emocional”, Lara, en la bañera, le decía a Miguel:
—La próxima vez, quiero que sea al revés. Que Leo haga el ding-dong suave en mí, y vos hagas el volcán en mami. Para ver.
Miguel, lavándole el pelo, contuvo un suspiro. No había escapatoria. Lara no solo quería jugar. Quería dirigir. Y lo más peligroso: había descubierto que la parte más divertida del juego no era siempre lo que sentía en su propio cuerpo, sino la película de carne, sudor y semen que se desarrollaba a apenas un metro de distancia.


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