el inicio con mi prima
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por hunter01.
Yo tenía 15 años, iba en tercero de secundaria, y concretamente todos los días pensaba en sexo. A pesar de esa obsesión, de ese deseo, la imagen que se tenía de mí era la de un adolescente tranquilo, con relativa promiscuidad, pero al fin y al cabo consecuencia de la edad. En mi casa vivíamos, además de mis padres, tres primas, mi abuela y yo. Ellas ligeramente mayores; una de 19, una de 18 y la más pequeña de 16. Vivían con nosotros porque sus padres habían migrado a los Estados Unidos y les habían pedido a mis padres el enorme favor de encargarse de ellas mientras ellos juntaban algo. Debo apuntar que el pueblo donde vivíamos es pequeño, y que además de nosotros ellas tenían familiares por parte de su mamá, por lo que si bien la tutela recaía en mis padres, existían otros parientes que estaban allí para ellas.
Aunque mis primas deslumbraban a la mayoría de hombres por lo llamativo de sus cuerpos –desde señores amigos de mi papá, hasta mis cuates de la escuela- honestamente yo las veía sin morbo. Bueno, esto pasaba excepto con la menor, a la que cada que podía le miraba embobado sus suaves piernas y su abultado trasero. Ella lo había notado, de vez en cuando me arrimaba esos muslos carnosos a la hora de sentarnos juntos, o se repegaba a mí muy discretamente en ocasiones que no ameritaban tal cercanía.
Yo dudaba si tocarla, si atreverme, si proponerle. Llegó el día en que simplemente no podía más. Había noches que me masturbaba 4 o 5 veces imaginando sus nalgas, figurándomela restregando su trasero en mi verga. Decidí ir más allá del límite que secretamente nos habíamos impuesto. Cada dos o tres semanas, acostumbrábamos rentar películas y verlas en su cuarto, junto con mis otras dos primas. Ya había habido noches en que nuestros pies jugueteaban seductoramente bajo las sábanas, a escondidas de sus hermanas. Y llegó ese sábado de corresponder a mis instintos. Ella vestía una corta bata color rosa, y abajo un brasier negro.
Recuerdo cómo se le veían deliciosos sus pequeños senos, tan juntos y con esa línea divisoria que a los hombres nos desquicia. Todo iba normal, tímidos roces, tímidos toqueteos amparados por las sábanas. Yo para no variar tenía la verga durísima, y lo que opté por hacer fue tomarla de la mano, juguetear un poco con ella, le caminaba con mis dedos por su brazo, hasta que la sujeté sin soltarla y empecé a llevar su mano a mi estómago, le hacía darme golpecitos, y de pronto la dejé quieta sobre mi abdomen. Ella permanecía sumisa, permitía que yo la guiara. Poco a poco bajé nuestras manos y ella ni chistó. La conduje despacio hasta que estuvimos al borde de mi erección.
Ella se acomodó, se acercó tantito y solita me la agarró, la acariciaba de lo lindo. Yo bajé un poco mi short, a partir de ahí el contacto era directo. Sentía el calor de su mano, su suavidad. Tuve que ayudarle (ayudarme) porque lo hacía algo torpe. Me agarré la verga para masturbarme. Yo en ese momento deseaba abrirla de piernas y ensartarle mi trozo, rebotar sobre ella, sacarle las tetas y chupárselas como desquiciado, pero me reconfortaba saber que era el inicio de algo. Tuve que conformarme con acabar en su mano, con descargar mi leche en sus dedos. Al finalizar, al sentir ella mi líquido tibio, me miró sonriendo.
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