El pene de papá
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por mr.tetrapack.
Siempre he tenido una obsesión especial por el pene de mi padre.
Incluso de muy pequeña, con una lascivia impropia de mis recién cumplidos siete años, yo lo espiaba ya.
Me sentaba en la escalera de la azotea –unos peldaños de granito áspero que pasaban junto a la ventana de su dormitorio– y levantaba con cuidado el borde de la persiana para ver a mi padre desnudo mientras dormía la siesta.
Una vez, mi madre, que descansaba a su lado, se dio cuenta de mi acción y me hizo gestos desde la cama para que me fuese.
Yo la obedecí, por supuesto, y a eso de las siete de la tarde, nada más despertarse, recibí de sus labios una comprensiva bronca que acaté sin levantar la cabeza.
Por supuesto, ella ya no volvió a sorprenderme nunca más entregada a la contemplación de su marido desnudo, pues yo me cuidé a partir de entonces de no hacerlo hasta que ella no se hubiese levantado y salido a sus recados.
Sin embargo, después de aquella primera regañina inicial, mi madre y yo tuvimos la certeza de que entre ambas se había establecido un vínculo nuevo que probablemente no compartían las madres y las hijas del resto de la ciudad: las dos nos dedicábamos por entero, vivíamos y habíamos sido fascinados por aquel gigantesco pedazo de carne que mi padre extendía para nuestro solaz en las cálidas siestas del verano.
Pues, en efecto, el pene de mi padre me parecía entonces un regalo que se me daba por ser capaz de superar tan brillantemente los exámenes finales de fin de curso, y su contemplación –que se iniciaba en la siesta del día de San Juan– duraba como una agonía interminable hasta mediados de septiembre.
La fecha del fin era inamovible.
Cada otoño, para evitar el frío, mi padre volvía a dejarse otra vez aquella barba de anarquista que era el horror de mis abuelas, y para la siesta comenzaba a cubrirse con un pantalón corto en el que mi madre le había bordado con amor sus iniciales justo casi al borde de la cadera izquierda, donde ella y yo sabíamos que cargaba aparatosamente la punta de nuestro gigantesco patrimonio común.
Durante todo el invierno mi padre dormía de esa guisa y, al menos en las tardes que mis obligaciones escolares me permitían contemplarlo, seguía destapado como en el principio de curso.
Siempre pensé que había algo extraño en ello.
No sé si por una profunda comprensión del deseo de su hija, o simplemente para satisfacer su propia lascivia, mi madre abría al máximo la calefacción del dormitorio en las siestas del invierno y, por tanto, mi padre, nada más caer en el sueño iba despojándose con progresiva incomodidad de la colcha y de las mantas peludas hasta que aquella penumbra de vapor le llenaba el cuerpo de innumerables perlitas de sudor.
Mientras le contemplaba en medio del frío, en el lado invernal de la escalera, entre las luces plomizas de Diciembre, aquellas gotas constituían la más preciada protección contra el mal tiempo que yo, la más tierna y excitada de sus benjaminas, sufría en el patio, durante las inacabables horas de su sueño.
Puedo jurar que entonces yo no tenía experiencia alguna en materia de penes, pero a fuerza de largos veranos de taquicardia contemplación desde la ventana, yo había acabado por aprenderme todos los rasgos del animal, así como las distintas fases por las que iba pasando en cada uno de los momentos de la siesta.
Aleccionado por esa visión del mes de agosto, mi fantasía le había prodigado ya infinitos cuidados de niña bien, con tanta entrega que al final decidí de una vez por todas que tenía que aplicarme a conseguir mi deseo, y que tenía que hacerlo con la misma disciplina feroz que las Hermanitas de La Salle me habían enseñado a utilizar para los exámenes.
Mi estrategia empezó esa misma semana.
En una tarde en la que nadie estaba en casa, escogí uno de los pantalones con los que mi padre dormía, y me dediqué a estirar una y otra vez el recio elástico de la cintura hasta lograr que cediera a mis manitas sin esfuerzo.
A veces quería abandonar el trabajo.
Era enormemente cansador derribar la fuerza de uno de esos elásticos de los años sesenta, que debían de durar varias generaciones, pero tuve la suerte de descubrir con eso el sentido último de la constancia y del trabajo disciplinado de los que tanto hablaban los Hermanitas, de un modo que me parecía en principio mucho menos baldío que el de los cuadernos de sumas.
De modo que al final pude con él.
El ceñido elástico se había quedado como muerto, o más bien –pues ese era mi propósito– como la puerta, antigua y desencuadernada, de un templo viejo, que puede abrirse y cerrarse a voluntad por el empujón de un simple cachorro.
Durante días visité el dormitorio y no cejé ni un sólo instante en la inspección de los pijamas de mi progenitor, hasta la mañana en que los pantalones que yo me había encargado de forzar con ese denuedo jesuítico aparecieron por fin debajo de su almohada.
Esa tarde, cuando mi madre su fue, yo ya no tuve que pasar por la escalera para cerciorarme.
Abandoné mi cuarto de juegos y atravesé de un extremo a otro la casa hasta llegar a la puerta tras la que mi padre dormía.
Un aire helado entró por la ventana del pasillo, desde el patio abierto donde yo me instalaba cada tarde, agitó las flores de mi colorido vestido, y se me coló por los faldones con la fuerza de un viento polar, de modo que todos los poros de mi piel se me erizaron con la un estremecimiento feroz cuya razón no se encontraba sólo en aquel frío del demonio sino en un pánico sin precedentes.
Empujé la hoja y cedió con facilidad.
La habitación ya no tenía puesto el cerrojo que mi madre se encargaba de correr cuando entraba en el cuarto, durante la siesta, para practicar esos ritos inmundos de los mayores.
Así que di dos pasos y me adentré en la oscuridad del dormitorio.
Me pareció que estaba robando, que estaba cometiendo un delito gravísimo, de modo que un cepellón de sangre ardiendo se me agolpó en mis pechitos a través de una erección incontrolada que ha ido acompañando desde entonces mis tentaciones ante las vitrinas de todos los grandes almacenes del mundo.
Una bocanada de aire caliente me acarició la cara y yo cerré la puerta detrás de mí, apresuradamente y en silencio.
No pude ver nada.
Me apreté contra la madera y estuve unos minutos con los ojos cerrados.
Cuando los abrí, la penumbra me rodeaba de un vapor traslúcido que me tuvo ciega unos momentos más hasta que la visión del dormitorio se aclaró ante mí.
Mi padre estaba tendido sobre la cama, sin sábanas, la dureza arábiga de los músculos perlada de gotas brillantes, con la mano bajo la nuca a la manera de una segunda almohada –de tal modo que sospeché que quizás no estuviera completamente dormido– y las piernas abiertas, rodeando el sexo que no me atreví a mirar, y que debía de estar envuelto entre los rasos del pantalón como si fuera la custodia del sacramento en el altar de Santo Domingo.
Me acerqué hasta el borde de la cama con un terror que aún puedo evocar sin dificultad alguna.
Mi padre estaba allí, junto a mí.
El ritmo de su respiración en la oscuridad, el pecho que se elevaba y descendía serenamente, me hicieron sentir como si estuviera ante un extraño.
Las rodillas empezaron a temblarme de pánico y el corazón se me lanzó a un tamboreo trepidante que me llenaba la boca con un sabor de aceite.
De pronto descubrí que no me importaba el miedo.
Mis pies tropezaron con las mantas, arrojadas de una patada por el calor exagerado del dormitorio.
Amontoné las mantas y me puse de pie sobre ellas, temblando de un terror placentero, para mirarle la cara.
Descubrí que mi padre tenía el gesto adusto, pero no con la gravedad que lo atravesaba durante las crisis de histerismo de mis abuelas, sino con una seriedad que yo no había visto antes.
Vi su cabello que le fluía como un río negro, y me fijé en la barba cerrada, unos labios gruesos, sensuales, que sentí brillar por primera vez en la penumbra.
Parecía como si la misma corriente oscura le descendiese por el pecho hasta la ingle y los muslos.
Un vello similar, menos hirsuto pero del mismo color de precipicio, le ocupaba el torso, y luego se adelgazaba en el centro y se extendía otra vez como una pirámide en dirección a la cintura.
Sobre la pelvis, desplazado hacia el muslo izquierdo, brillaba sin pudor el pantalón de mis esfuerzos, con la corona celeste de las iniciales, elevada sobre la cima de su enorme animal oculto.
Alargué la mano con miedo y acaricié los bordados, y, bajo ellos, la cabeza del monstruo.
El tacto tierno me estremeció y mantuve los dedos inmóviles sobre la tela durante varios segundos para que el sueño se fuera acostumbrando a mí.
Descubrí que el animal era blando y tenía una temperatura cálida, más todavía que el resto de la habitación.
Aún no me atrevía a moverme, pero el glande ocupaba la misma extensión que mis dedos, así que moví la mano lentamente de un lado a otro para recorrerlo del todo.
Lo hice despacio, saboreando el instante con lascivia, y me pareció que el animal despertaba, como si tomara fuerzas y empezara a ponerse tenso para incorporarse del sueño.
Separé la mano, y vigilé la respiración de mi padre.
Se había alterado escasamente.
Los labios se le habían entreabierto un poco más y había cambiado el ángulo de la cara.
Aguardé un momento a que el sueño se regulara, pero no lo dudé.
Me empiné sobre las mantas y me encaramé de rodillas sobre la cama.
En la cintura, como tenía previsto, el pijama había cedido unas pulgadas empujado por los primeros despertares del monstruo y supe que ya era el momento.
Tomé el borde de la tela con dos dedos, la levanté con suavidad y la bajé hasta la mitad del muslo.
La visión cercana del pene de mi padre me produjo una sensación que yo no había sentido jamás y que resultaba próxima a la angustia.
Me sentía como invadida por una sangre que era de otro, una sangre más viscosa que la mía que iba quemándome simultáneamente en el corazón y en la boca.
Extendí la mano hacia y acaricié a mi padre sin control alguno.
Mis dedos se perdieron entre la mata de vello hasta que sentí la dureza de los músculos vivos bajo la palma y tuve la sensación de que fluía de mí por las compuertas del sexo un poco de esa sangre ajena que se me agitaba dentro con premura.
Recorrí el velludo torso con mi mano de un extremo a otro, de modo que mi padre se movió sobre su espalda y pareció como si se turbara, como si fuera a despertarse.
Entonces aproveché el momento.
Arrebaté el pijama de su cintura cuando se giró, deslicé el pantalón sobre sus muslos y saqué cada una de las perneras por los pies, que me atreví a levantar con la mano sin ningún cuidado apenas.
Mi padre se agitó de nuevo pero menos que antes, como si su sueño fuera aceptándome dentro de sí mismo, así que decidí esperar un poco antes de erguirme sobre mis rodillas y saltar por encima de su muslo para acomodarme dentro del triángulo que formaban sus piernas abiertas.
Me encontraba por fin a escasas pulgadas del sexo desnudo de mi padre.
El animal había aumentado en proporciones y temblaba ante mí, aún sobre su lecho del muslo izquierdo.
Era sonrosado, como los pezones, con una serie de venitas que empezaban a envolverlo a la manera de arroyos subterráneos.
Acerqué los dedos con el fin de tocar una de esas venas para comprobar su palpitación y su calor, y caí la tentación de levantar el animal con mi mano.
Mientras el corazón seguía llenándome el cuerpo con oleadas de esa sangre irreconocible, empecé a acariciarlo desde la base hasta la cima en busca de sus venas enterradas.
Entonces el sexo de mi padre comenzó a despertarse.
En apenas unos segundos adquirió sus proporciones titánicas y empezó a tallar mis dedos con la misma dureza de madera que ya había intuido desde la ventana en algunas siestas del verano.
Mi padre gimió débilmente.
Su sexo se me escapaba y se inclinaba hacia mi rostro con cada uno de sus latidos.
Me tendí ante él, del mismo modo que los neanderthales se inclinaban ante el primer fuego según había visto yo en los dibujitos de la Enciclopedia Álvarez.
Me lo acerqué con los dedos y lo besé hacia la mitad del tronco.
El olor era agradable, con un filo dulzón que cambiaba su identidad de dentro afuera, pero el tacto de su piel era más deseable aún, por lo que, de inmediato, tuve la tentación de probarle su sabor.
Apenas vacilé un momento.
Miré unos instantes el rostro de mi padre, que se agitaba en el sueño y movía las piernas a mi alrededor con delirio de fiebre, y comencé a lamer el tronco de abajo a arriba hasta que me paré en la cumbre.
Desde la ventana, en sus momentos de esplendor, yo había llegado a establecer un cierto parecido entre el pene de mi padre y esas manzanas de caramelo que ellos me compraban siempre en la feria, rojas y redondas, hincadas en lo alto de un palo, para que me las fuera comiendo ansiosamente.
Era evidente, ahora que estaba cerca, que esta vez no podría morderla, así que recorrí la base con la lengua dos o tres veces y terminé por esconder mis colmillos recién salidos e intenté rodear con mis labios trabajosamente el contorno de aquella fresa de lo alto.
En ocasiones, en el caso de ciertos niños prodigio que presentan una habilidad extraordinaria –como Mozart con la música– suele decirse que tal don corresponde a un recuerdo de vidas anteriores, a pasadas encarnaciones sobre la tierra en la que se ha llegado al dominio de ese arte especial que se recuerda más tarde.
Yo, en mi anterior reencarnación, debí de ser una especialista en practicar felaciones.
O por lo menos el arte circense de los tragasables, pues relajé la garganta siguiendo una técnica desconocida y estiré el cuello hasta que el animal de mi padre se deslizó garganta abajo hacia mi interior sin que yo tuviera un solo movimiento de arcada.
Por instinto moví con cautela la cabeza de modo que la bestia pudiera deslizarse despacio y conocerme por dentro con tranquilidad.
Sin pausa, inicié un sabio movimiento lento según los matices de un ritmo que iba marcándose dentro de mí y, para acomodarme mejor, me apoyé temerariamente en los muslos de mi padre.
Entonces sentí, con un estremecimiento de terror, los movimientos inconfundibles de que había despertado.
Advertí que las respiraciones de dormido ya no sonaban, y que mi padre estaba empezando a moverse lentamente con unos gestos que parecían de asombro.
Me puse a pensar con rapidez para buscar una excusa que explicase mi posición, pero por supuesto no encontré ninguna.
Entonces vi de reojo que la mano de mi padre avanzaba hacia mí con violencia.
Sus dedos, de tamaño mayor que mi propio cráneo, que podían abarcarme el cuello sin dificultad entre sus pulgares y sus índices, me tomaron por las sienes y me agarraron con rabia, pero ante mi asombro empezaron a acariciarme por detrás de las orejas y a marcar un ritmo de succión levemente más vivo.
Elevé los ojos y pude verle sobre mí, la mano derecha aún tras la nuca mientras me miraba con una sonrisa de complicidad medio esbozada en el gesto de los labios.
Me quedé inmóvil por el miedo.
Mi padre me asió por los cabellos y sacó el animal de mi garganta.
Actuó con tranquilidad, como si estuviera muy acostumbrado a aquel acto pero con una fuerza que me asustó, apretó mi cabeza contra su muslo izquierdo y empezó a acariciarme de un modo más violento que en los cariños de los juegos de cada tarde.
Le sentí incorporarse tranquilamente.
Llevó su otra mano hasta el animal, mientras seguía sosteniendo mi cabeza contra su pierna, con mi cara a escasas pulgadas de su sexo, y entonces, con la misma voz dulce que utilizaba para contarme cuentos, me ordenó que le besase los testículos.
Durante un rato largo empezó a tocarse con los mismos movimientos tranquilos y fuertes del verano.
Me tuvo allí mucho tiempo.
Su puño cerrado se agitaba en torno al animal que yo había conseguido sacar del letargo, mientras él respiraba como si estuviera muriéndose, clavando en mí unos ojos invisibles, que podía percibir sobre mi cabeza como un foco de hielo.
Al final se arqueó sobre la espalda con un gemido, me levantó de nuevo por los cabellos hasta que puso mi cara sobre la cima del monstruo y me obligó a rodearle otra vez la fresa con los labios apretados y a deslizarla hacia mi interior, como antes.
Mi padre agitó dos o tres veces más el puño, casi golpeándome la cara, hasta que un aluvión de crema caliente me llenó la boca, se derramó por la comisura de mis labios e inundo mi garganta.
No sé si llegó a arrepentirse por ese gesto del puño, tal vez pensó que yo creí que iba a pegarme, pero de pronto empezó a llamarme hija con más dulzura que nunca y me acarició la cabeza con la suavidad de siempre.
Entonces me tomó por las axilas.
Me apoyó contra su pecho, sus dedos hacían círculos en mis pezones sobre mi vestido, acercó su cara a la mía para buscar mis labios y abrirse paso entre ellos con un beso total de amante adulto.
Pensé que iba a devorarme, pero mi padre se limitó palpar el tacto desconocido de la boca mientras mis dedos se enredaban en su barba y él buscaba con su lengua los últimos restos de su semen, antes de apartarme otra vez para darme un casto beso en la frente.
Luego reposó un poco en la cama antes de levantarse, se vistió en la oscuridad y se marchó a la calle sin decir nada.
*
Mi madre volvió a casa cuando apenas habían dado las siete.
Vino a buscarme al cuarto de juegos, me tomó en brazos y me llevó a la cocina mientras me hacía cosquillas de cariño.
Puso ante mí, sobre la mesa, un plato de postre y un vaso largo que yo sabía que iba a llenarse con el cacao dulzón de la merienda.
Mamá empezó a tararear un aria de opera mientras sacaba la leche del frigorífico y buscaba un cazo para calentarla.
–No quiero merendar –le dije–.
No tengo hambre.
Mi madre sonrió, se pasó la mano por el pelo –un color rojizo de irlandesa que cambiaba de tonalidad según el ángulo de la luz– y me guiñó un ojo.
–Te he traído bizcotelas de Casa Guerrero.
No me irás a decir que no tienes hambre de bizcotelas.
Yo agaché la cabeza y miré a las baldosas con un gesto culpable.
–Es que ya he merendado –refunfuñé.
Supongo que mi madre tuvo que intuir algo pues abandonó el cazo en silencio y tomó una silla para sentarse frente a mí con un gesto que adiviné velado por una cierta ansiedad.
–¿Qué has estado comiendo? –me preguntó.
Se lo conté con tranquilidad y sin ningún gesto de culpa mientras miraba escrupulosamente los dibujos de las baldosas.
Mi madre quedó en silencio cuando terminé, sin reaccionar en lo más mínimo.
–¿Te lo ha contado papá? –le pregunté con un gesto de terror.
–Claro –me contestó.
Con vacilación, como si no acabara de estar segura de lo que hacía, mi madre soltó su cabellera roja, se recostó sonriente contra la silla de la cocina, y después de abrirse dos o tres botones de su blusa, me atrajo hacia sus pechos y me pidió que volviera a contarle todo con el máximo detalle posible, e introduciendo uno de sus dedos entre mis labios, sosteniendo la mirada hacía sus ojos, le narre lo sucedido.
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