El primo diácono
Relato cuando perdí mi virginidad.
En mi relato anterior señalé que nací en el seno de una familia muy conservadora y seguidora ferviente de nuestra religión y que entre los familiares hay sacerdotes, tanto por parte de mi madre como de mi padre, incluso con un tío obispo de quien todos estamos orgullosos.
Nuestra familia es numerosa, además, todos los matrimonios acostumbraban a tener los hijos que Dios les diera. Cuando alguna quedaba embarazada, el secreto lo sabían sólo los cercanísimos y, si era un producto que pudiera avergonzar a la familia, la damita iba de vacaciones con su mamá o alguna tía a los Estados Unidos y a la semana ya estaba de regreso, a veces hasta con el himen restaurado.
Sin embargo, poco a poco, las cosas fueron cambiando. Por ejemplo, a mi hermana mayor no le permitían tener un novio que era ateo y, además, sus padres se habían cambiado de religión. Mis padres no aceptaron los motivos y les prohibieron verse. Resultado: mi hermana se fugó y volvimos a saber de ella hasta que tuvo un crío y nos comunicó su dirección. Pero la mala voluntad de mi padre hizo que dos hermanas mías quedaran solteronas (una virgen y la otra triste porque no logró el embarazo).
A mí me encantaba escuchar a mis padres haciendo el amor y me arriesgaba a acercarme. Mis hermanas hacían como que no oían, o tal vez no oían. pero a mí, las escenas donde apreciaba el palote de mi padre y el baile de las tetas de mi mamá, que daba cuenta que la penetraban con enjundia, me dejaban muy excitada, deseando el lugar de mi madre, y regresaba muy mojada a sobarme la cuquita y tintilarme el clítoris como si fuese badajo de campana (Le digo así porque me imaginaba que era una campana pequeña haciendo “tin”, “tin”).
En la primaria, y más en la secundaria, aunque era de monjas, nunca faltaban las compañeras que “sabían” más, pero, por lo general era con experiencias de haber visto o tenido tocamientos con sus primos o hermanos. Desde muy niña, también tuve a mis primos entre los compañeros de aprendizaje sexual. Cuando jugábamos, me iba con los más grandes a esconderme, o me sentaba delante de ellos en las cebollitas, o, descaradamente, les sobaba el pene sobre la ropa. A quienes reaccionaban con erección o correspondían con caricias similares, los asediaba cada vez que nos veíamos, pero el asedio era mutuo y buscábamos estar solos y juntos para besarnos y morrearnos (aclaro que yo trataba de hacer lo que mis amigas “experimentadas” platicaban).
Por la frecuencia con que nos veíamos, mi primo Diego, el mayor de los primos cercanos en vecindad, fue quien más asedio tuvo de mi parte, y fui correspondida. Él acudía al seminario, pero estaba a dos cuadras de ahí y el fin de semana estaba en casa. Con él, disfruté caricias en mi panochita, incluso las de lengua, pero también aprendí a hacerlo. Al pasar Diego al seminario mayor, nos veíamos menos, y nuestros juegos de amor eran pocos. pero intensos. Haciendo un 69, descubrí el sabor del semen, que apuré gustosa recordando el placer con el que mi madre lo saboreaba.
Una ocasión en que preparaban a mis hermanas y otros primos pequeños para hacer la primera comunión, Diego llevó pedacería de hostias para todos y algunas completas para enseñarles cómo deberían hacer la comunión. “Fíjense cómo lo hace Ishtar”, les dijo para ponerme de ejemplo, pues yo ya estaba grande, 15 años, y había hecho la primera comunión varios años antes. “Yo quiero la mía, mojada en el vino que sale de tu pene”, le dije en voz baja entornando los ojos. Sonrió y, también en voz baja, me dijo “después te doy el vino solo en la boca y algo más”. Me sentí sumamente excitada pensando en qué podría ser el “algo más”, abrí la boca y tomé la hostia. Ese día de verano fue genial, pues mis padres avisaron que no podrían pasar pronto por mí y mis hermanas, a lo que mis tíos contestaron que mejor nos quedáramos a dormir allí. La recámara que nos asignaron, estaba comunicada con la que mi primo tenía, y él dormía solo. A mis hermanas las pusieron en la cama y a mí, por ser más grande, me pusieron unas colchonetas en el piso. Cuando Diego me llevó la colchoneta, las sábanas y me arregló la cama me lo advirtió: “Duerme sólo con una camiseta puesta, vendré a verte”. Yo me puse roja de la emoción y le sonreí como aceptación.
Avanzada la noche, escuché que la puerta que comunicaba con mi primo se abría despacio. Ya lo esperaba, me dio un beso antes de retirar la sábana y subirme la camiseta para chupar mi pecho que ya estaba de buen tamaño. Desde los 12 años ya tenía unas bubis que se notaban muy bien y me las chuleaban en la calle los viejos morbosos, también desde entonces recibieron las caricias de varios primos, pero ahora recibían los labios por primera vez. Me puse cachondísima y bajé mi mano para acariciar sobre las ropas el pene de Diego. ¡Él tampoco traía nada abajo! y se la pude jalar como nunca. Se puso en posición de 69 cuando le dije que quería chupársela. ¡Se vino después de darme dos orgasmos con la boca y saboreé el “vino” prometido! Nos acomodamos para descansar, yo sin soltar el pene y él volviendo a mamar mi pecho. “Quiero más, métemelo”, le exigí. Él metió la mano bajo la colchoneta y sacó un sobre con un condón que había puesto, y una toalla. La toalla la puso bajo mis nalgas y él se puso el condón. “Es pecado usar condón”, le reclamé mientras me abría las piernas para cumplir mi petición. “Es más pecado tener un hijo fuera del matrimonio”, contestó metiéndome el pene de un solo envión. Ni me dolió por lo caliente que estaba. Se movió hasta eyacular otra vez y yo mordía la almohada para evitar gritar de placer. Quedamos extenuados y llenos de sudor. Descansamos más de media hora dándonos besos. Por último, me limpió las piernas y la entrada de la vagina con la toalla y se retiró.
Seguimos cogiendo tiempo después, siempre con el “pecaminoso condón”, incluso cuando ya era sacerdote. Obviamente siempre me confesé con él y le insistía que mi mayor pecado era querer seguir cogiendo con él. Alguna vez le pregunté si él había lavado la toalla que usó para no manchar la sábana y me dijo que no, lo cual me asustó, porque seguramente mi tía la habría visto. A los pocos días, me mostró un pequeño trozo de tela con una tenue mancha color café; “Me hice un pañuelo que me acompaña cuando duermo”.
¡Qué bonita prueba de amor, un pañuelo con la sangre de tu primera vez! Yo también le di a Saúl el pañuelo con el que me limpié la sangre cuando me desvirgó, y dormía con él…
Sí, es diferente el amor de la primera vez. Los otros podrán gustarte mucho y apasionarte hasta el grado de desear el embarazo, pero nunca olvidaremos esa primera cogida de amor.
Ya me enteré… Pero, si así la pasaban bien, ¿en qué momento lo dejas para casarte?
¡Ay Dios, esa es otra historia de incesto! Sí se las contaré. ¿Y quién te dijo que lo dejé? Ahora es más difícil poder vernos debido a sus ocupaciones, pero a veces, cuando viene por acá, o vamos a la ciudad donde está asignado, me confieso con él y vuelvo a quedar en pecado que ambos lo tomamos como «venial» por el amor que nos profesamos.
¡Ándale! Por lo visto te lo tiraste muchas veces. ¿Siguen cogiendo? ¿No te ha contado si se ha tirado a alguna de sus parroquianas?
El otro día vi en Yotube la película «SPOTLIGHT», premiada en 2015, sobre casos reales y manejaban el dato de que el 50% de los sacerdotes no cumplían con el celibato, me pareció alto el valor, pero a mí «me echaron los perros» y a ti te cogieron… ¡Uta!
Yo no sé de los otros sacerdotes. Sí me he confesado con algunos libidinosos, pero no vuelvo con ellos, sentiría que estoy traicionando a Diego. Diego es amor (y muy cogelón conmigo), pero no sé si haya cogido con otras.
¡Claro que seguimos dándonos amor! Lo recibo oralmente o envuelto en hulito, que después, en mi soledad, saboreo amorosamente. Incluso, antes de casarme y que pensaba que «se me pasaría el tren», pensé en tener un hijo de Diego y ser madre soltera, nunca se lo propuse y afortunadamente para los dos, otro primo me propuso matrimonio a mis 32 años y antes de que se pasara más tiempo, acepté para usarlo y dejare usar en el sexo, además de lograr lo que yo quería: tener un crío.