El regalo
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Ni mi hija ni yo conocíamos esta ciudad muy bien, solo habíamos estado ahí un par de veces juntos, y yo una vez más antes que ella naciera.
Esta vez fuimos ya que había muerto una tía de mi esposa. Mi hija estudia filosofía en el DF, en la UNAM y acababa de arribar a nuestra casa por las vacaciones de verano y luego se atravesó esto de la tía muerta. No me molestaba en lo absoluto pasar una semana en esta ciudad ya que mi hija accedió, algo que me sorprendió un poco, a acompañarnos. Y me sorprendió ya que ella tiene 22 años y a esa edad pocas hijas o hijos se animan a acompañar a sus padres.
La ciudad es bonita, guapa como dice los españoles, o bacán como dicen algunas personas en Sudamérica. Limpia, tranquila y con lugares muy agradables para conocer, tales como las muchas plazas arboladas, las casas y edificios coloniales.
La casa donde se velaba a la tía estaba llena de gente, y aunque la mayoría me caían muy bien me sentía un poco abrumado, aunque la continua compañía de mi hija, quien se me colgaba del brazo en cualquier oportunidad, me alegraba sobremanera. Por fin, luego de una 6 horas de estar platicando con la familia de mi mujer, pude salir un rato de la casa para dirigirme al centro de la ciudad para buscar un lugar donde almorzar.
No es que no hubiera comida en la casa, sino que yo quería alejarme de la gente y visitar un restaurante mañanero al que había ido hace años y donde la comida era deliciosa.
No bien me había alejado uno 30 metros cuando escuche a mi hija gritándome, “¡pa!, ¿A dónde vas?”, volteé a verla y recordé, aunque parezca absurdo mencionar una cosa así, su presencia, “a almorzar, ¿vienes?”. Y no es que hubiera deseado no estar con ella, lo que sucedía es que, inconscientemente quizá, deseaba alejarla de mis pensamientos. Y no por no quererla o amarla, sino porque pues ya era una adulta casi independiente y ya nuestra relación padre-hija nunca volvería a ser la misma, aquella donde yo era su amigo-cómplice-confidente-etc y ella mi sol, mi adoración, mi todo en la vida.
Ella ya tenía su novio y su trabajo de pasante y seguramente haría su vida, sino en el DF en otra parte lejos, así que para que no me fuera tan difícil la separación ya definitiva posiblemente la trataba de bloquear de alguna manera. “¡Sí!”, me dijo entre sorprendida y un poco molesta, “¿por qué no me avisaste?”, levanté los hombros como diciendo “pues no se” y luego la esperé sonriente levantando la mano. Almorzamos y luego nos fuimos a caminar por la ciudad la cual gozaba de un clima delicioso, acababa de llover apenas un día antes y las calles y el aire estaban límpidos e incluso la luz del sol caía prístina.
Platicamos de todo durante horas mientras nos olvidábamos de velorios y chistes de muertos, recorrimos el centro y los lugares atractivos de la ciudad. Me dijo que me notaba distante y yo le confesé mis razones, se rio de mi y luego me miró con ternura, “eres un bobo”, dijo al tiempo que me pellizcaba las mejillas y luego echaba a correr.
La seguí para corresponderle la travesura pero ya no tenía la edad para alcanzarla, por lo que tuvo que darme la oportunidad.
A las 7 de la noche nos metimos al cine y salimos como a las 9 y luego decidimos regresar a pie. A eso de las 10 ya no había ningún alma en las calles, “provincianos”, dijimos a dúo, o pensamos a dúo, no me acuerdo momentos antes de que empezara a llover de nuevo, lo que nos obligó a refugiarnos bajo la enorme puerta de una casa posiblemente abandonada.
Luego de la lluvia reiniciamos la marcha mientras pensaba que jamás iba a volver a ser tan dichoso, “mira qué bonita plaza”, me dijo de pronto, “ven”, me dijo tirándome d ela mano. Entramos a una especie de plazoleta de vecindad con bancas de hierro y jardineras delineadas con tabiques inclinados semienterrados. Nos sentamos en una de las bancas, “¡esta helada!”, le dije mientras la abrazaba, “¡sí!”, me dijo al tiempo que se acurrucaba conmigo.
Estuvimos en silencio bastante rato, cada quien con sus pensamientos hasta que ella me dijo: dame un beso Genaro. Intenté obedecerle dirigiendo mis labios a su mejilla pero ella me paró en seco, “en la boca Genaro”. La miré unos instantes a los ojos y luego hice lo que me ordenó.
Luego me dijo: “esta noche te voy a dar el mejor regalo de tu vida, desabróchate la bragueta”, de nuevo acaté sin reparos. Ella me dio ahí, sobre esa banca helada e inclinando su cara entre mis muslos, la mejor mamada que un padre jamás haya recibido de una hija en su vida.
Luego que se irguió, llevándose los restos de semen con los dedos a la boca, me preguntó si ya estaba listo para continuar con el velorio.
Esa noche nos acostamos en el piso de un cuarto inmenso de la casa de la finada, entre un mar de familia y sobre colchonetas prestadas de vaya a saber de quién; los dos muy juntos y acariciándonos y besándonos ardientemente tratando de no hacer ruido.
Fue el mejor regalo de mi vida.
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