El Silencio Incestuoso de su Pequeña Melodía
Mejor sería empezar por el final, pero el final no es más que el eco de un principio mal contado. Así que empezaré donde duele, en el filo de la ausencia, en la casa donde la música solía respirar entre los muros. Allí, en el eco de una voz que ya no escucho, allí comienza esta historia..
Nunca fui como las otras niñas, o al menos así lo sentía. Había algo en mi reflejo que no encajaba con las imágenes que llenaban las revistas o con los comentarios casuales en los pasillos de la escuela. Era más baja que la mayoría, mi cuerpo tenía una redondez que se notaba en cada pliegue de mi ropa y mi piel pálida parecía resistirse al sol. En el pueblo donde crecí, nadie lo decía en voz alta, pero yo aprendí a leerlo en las miradas. En casa, la diferencia tomaba otra forma: mientras mis hermanos debieron trabajar desde niños, mi padre insistió en darme la mejor educación que pudiera costear. Sabía que era un privilegio y también una carga. Desde pequeña, el miedo a fallarle me acompañó como una sombra. Aun rodeada de mi familia o de mis compañeros de colegio, la sensación de estar aparte nunca me abandonaba.
Mi padre me recogía en la escuela y me llevaba a casa. Eran los momentos en que la casa se sentía más vacía, un eco silencioso entre las paredes. Mis hermanos solo llegaban por la noche, así que durante esas horas compartíamos un mundo de dos. Al llegar, la rutina se repetía: dejaba la mochila en cualquier rincón, subía las escaleras y me desnudaba frente al espejo. Me observaba con una mezcla de curiosidad y desagrado, buscando en mi reflejo una respuesta que nunca llegaba. Me comparaba con las demás niñas, con sus cuerpos ligeros, con la forma en que parecían encajar sin esfuerzo. Me preguntaba, una y otra vez, por qué yo no era como ellas.
Mi padre era cantante. No un hombre famoso, pero su voz llenaba las pequeñas reuniones en la plaza del pueblo, lo buscaban para bautizos, bodas humildes, noches de guitarra y aguardiente. Y cuando estaba en casa, cantaba todo el día. Cantaba mientras cocinaba, mientras limpiaba, mientras pasaba por mi habitación y me veía atrapada en el reflejo de mi propio juicio. Siempre sabía qué cantar. Sus letras, dulces y sencillas, parecían escritas solo para mí, como si su voz pudiera despejar las sombras que yo misma proyectaba sobre mi cuerpo.
Pero entonces su voz se apagó. No hubo advertencias ni despedidas, solo el golpe seco de la ausencia. Su silla vacía en la mesa, el silencio donde antes había melodía. Descubrí que el mundo sin su canto era un lugar más frío, y que el espejo, sin su voz a la distancia, se volvió más cruel.
La muerte de mi padre no solo dejó un vacío en la casa, sino que también encendió en mí una llama de responsabilidad que ardía sin descanso. Su esfuerzo por brindarme una educación, mientras mis hermanos trabajaban desde temprana edad, siempre fue una carga que llevé con temor a defraudarle. Ahora, sin su presencia, esa carga se transformó en una promesa silenciosa que debía cumplir. Me refugié en los estudios, buscando en cada libro, en cada lección, una forma de honrar su memoria. Sin embargo, el peso de esa obligación me aislaba aún más, convirtiendo mi soledad en una compañera constante. La presión por ser la hija ejemplar, la estudiante perfecta, se convirtió en una melodía disonante que resonaba en mi interior, recordándome a cada momento la ausencia de su voz y la magnitud de mi deuda con él.
Un día, en la escuela, durante el recreo, mientras el bullicio de risas y carreras llenaba el patio, yo me quedé en el salón. Apoyé la cabeza contra la ventana y me dejé llevar por pensamientos difusos, de esos que no tienen forma ni dirección, solo flotan. No sabía en qué pensaba exactamente, solo que me entretenía pasando la vista por mis cuadernos y libros, como si en sus páginas pudiera encontrar algo más que fórmulas y fechas.
El sonido suave contra el vidrio me sacó de golpe de mi ensimismamiento. Me enderecé y volteé, sorprendida. Afuera, un chico delgado, con el cabello despeinado por el viento, me sonreía de forma temblorosa, como si el gesto le costara más de lo que debería. Se balanceó sobre sus pies y levantó una mano en un saludo tímido, casi temeroso. Algo en su expresión, en la manera en que dudaba incluso al mirarme, me hizo sentir algo extraño, como una nota fuera de lugar en una canción que creía conocer de memoria.
Abrí la ventana, dejando que el aire fresco se colara en el aula.
—Hola —dijo el chico con voz temblorosa, como si se arrepintiera de haber llamado mi atención.
—Hola —respondí, sonriendo con extrañeza. No era común que alguien viniera a saludarme, y menos alguien mayor.
Él se rascó la nuca, nervioso.
—Soy Daniel. Tengo dieciséis.
Parpadeé, sorprendida. No solo era mayor, sino que, por alguna razón, había venido a hablarme a mí.
—Yo… tengo nueve —dije, sin saber qué más agregar.
Daniel asintió, como si eso tuviera sentido. Se quedó un momento en silencio, mirando el suelo antes de atreverse a preguntar:
—¿No te gusta salir al patio?
—A veces —mentí.
—A mí tampoco. —Sonrió, un poco más seguro esta vez.
Eso me sorprendió. No me imaginaba a alguien como él —delgado, alto, con una voz que sonaba un poco más madura que la de los chicos de mi clase— evitando el patio por la misma razón que yo.
La conversación fluyó con facilidad después de eso. Hablamos de cosas sin importancia: de los profesores que nos parecían aburridos, de las tareas que parecían eternas, de cómo el pan de la cafetería siempre sabía un poco rancio. Él me contó que le gustaba dibujar, pero que nunca le enseñaba a nadie sus bocetos. Yo le confesé que mi padre cantaba todo el tiempo y que ahora la casa estaba demasiado silenciosa sin él.
No me di cuenta de cuánto tiempo había pasado hasta que el timbre anunció el final del recreo.
—¿Te veo a la salida? —preguntó Daniel, con un tono que dejaba claro que no estaba seguro de la respuesta.
Asentí sin pensarlo demasiado.
—Sí.
Su sonrisa temerosa volvió a aparecer, pero esta vez fue un poco más firme.
—Entonces, hasta luego.
De pronto, por un momento, no me sentí aislada ni sola. Ahora que lo pienso, me ilusioné en un parpadeo.
Cuando caminábamos después de clases, él me acompañó a casa. Fue entonces cuando lo mencionó. A mi padre.
Lo conocía. Y no solo de vista, sino bien. Su voz tenía un matiz de familiaridad que me inquietó. Dijo que lo había escuchado cantar muchas veces, que incluso habían hablado muchas veces más. Y luego, como si no fuera suficiente, añadió que también conocía a mis hermanos.
Me detuve. Me molestó su sinceridad. Sí, sé lo ilógico que suena, pero en ese instante hubiese preferido que dijera cualquier otra cosa. Algo simple, algo cotidiano. Que se acercó porque me vio sola, porque le llamé la atención, porque sí. No porque mi padre, aún ausente, fuera el puente entre nosotros.
Abrí la boca para decir algo, pero antes de que pudiera reaccionar, él continuó. Y lo que dijo después hizo que la molestia se disolviera en algo mucho más grande: sorpresa.
Me confesó que mi padre había tenido un amorío con su madre.
Sus palabras se deslizaron en el aire con una naturalidad que me resultó insoportable. Sentí cómo mi estómago se encogía, cómo algo dentro de mí se crispaba sin que pudiera controlarlo. No sé por qué, pero en ese momento sentí celos.
Era absurdo, lo sé. Mi padre había sido un hombre soltero desde que mi madre murió, cuando yo era solo un bebé. No había razón para que aquellas palabras me dolieran. Pero lo hicieron.
La imagen que tenía de él, de su vida construida alrededor de mí y de mis hermanos, de su música llenando cada rincón de la casa, de su amor incondicional, se tambaleó. Y en su lugar apareció otra: una en la que mi padre había pertenecido, aunque fuera por un instante, a otra persona. A otra familia.
Y no fue solo eso, Daniel fue explicito y punzante con sus palabras, me confesó todas las veces que había sido testigo del sexo entre mi padre y su madre, me dio a entender que fueron tantas que ni siquiera podría recordarlas todas. De hecho llegó a un punto en que perdió su inocencia, puesto que se dio cuenta que ellos lo dejaban observar, le permitían que él los viera y fue cuando Daniel dejo de ocultarse, era como el camarógrafo de la escena sexual que su madre y mi padre desarrollaban ante sus ojos.
Luego de eso el comportamiento de su madre cambio. Ahora lo saludaba con besos en los labios y era mucho más mimosa que antes. Hasta que un día, un día que era testigo del sexo, su madre lo hizo acercarse y lo involucró. Daniel me contó que lo primero que hizo fue saborear la vagina de su propia madre.
No supe qué decir. No supe qué sentir. Solo supe que su confesión había cambiado algo, y que ya no podía volver atrás.
En ese momento llegamos a casa. Mi hermano estaba en la entrada, esperándome para recibirme antes de volver al trabajo. Cuando vio a Daniel, su expresión cambió por un instante: sorpresa, reconocimiento. Pero el saludo fue familiar, casi automático, como si se conocieran desde hace tiempo.
Yo seguía procesando lo que Daniel me había dicho cuando su voz volvió a sacudirme.
—Mi madre quiere verlos —dijo, con un temblor apenas perceptible en su tono. Luego, tras una breve pausa, corrigió—: Quiere conocerte a ti.
El peso de esas palabras cayó sobre mí con fuerza. Mi hermano se tensó a mi lado, como si acabara de entender algo que a mí aún se me escapaba.
Yo, en cambio, solo pude quedarme en silencio, sintiendo cómo el suelo bajo mis pies dejaba de ser firme.
Mi hermano frunció el ceño y negó con la cabeza.
—No me parece oportuno —dijo con firmeza—. Ella es muy pequeña para esto.
Y sin más, despidió a Daniel con un gesto seco. No hubo espacio para discusión ni preguntas.
Entramos a casa en silencio. Sobre la mesa, mi hermano había dejado mi comida servida, como siempre. Se despidió apresurado, con la prisa de quien tiene obligaciones más urgentes, sin darme oportunidad de preguntar, de insistir, de entender.
Me quedé sola.
Me desnudé y caminé hasta el espejo. Allí, mi reflejo me devolvió la misma imagen de siempre, pero mis ojos buscaban algo más. Algo distinto. Pensé en Daniel, en su madre, en mi padre y en los celos absurdos que me habían atravesado.
Luego suspiré, me alejé del espejo y fui a comer.
Mis hermanos llegaron tarde, como siempre. Desde mi habitación los escuché moverse por la casa, organizarse en su rutina nocturna. Luego, sin anunciarse, entraron a mi cuarto.
Mi desnudez nunca había sido un tabú en casa. Ellos simplemente se sentaron en la cama donde yo estaba acostada, como lo hacían desde siempre, sin miramientos ni incomodidad.
—Sobre lo que pasó hoy… —dijo mi hermano mayor, con el tono de alguien que ya ha decidido qué decir.
No le di tiempo a continuar.
—Daniel me dijo que papá tuvo un amorío con su madre.
El silencio fue pesado, denso. Mis palabras parecieron quedarse suspendidas en el aire, y en la penumbra de la habitación vi a mis hermanos intercambiar una mirada rápida, un entendimiento mudo que me excluía.
—¿Él te lo dijo así? —preguntó el menor, con cautela.
Asentí.
—Y me dijo más. Dijo que por eso me habló, que me había estado observando desde hace tiempo.
Héctor, mi hermano que había saludado a Daniel, suspiró y pasó una mano por su rostro, como si la conversación le pesara más de lo que yo podía entender, tenia en ese momento 24 años pero ahora o veía como el hombre de la casa.
—Mira… papá no era un santo, eso lo sabemos —comenzó—. Pero tampoco era un hombre malo. Hizo lo que pudo con lo que tenía.
—Eso no cambia nada —interrumpí—. No cambia lo que siento.
—¿Y qué sientes? —preguntó Julián, mi otro hermano, que para ese entonces tenía 19 años.
Abrí la boca, pero no tenía una respuesta concreta. Celos, rabia, confusión. Como si alguien hubiera tomado la imagen de mi padre y la hubiera distorsionado justo frente a mis ojos.
—No sé… como si hubiera estado equivocada sobre él. Como si de pronto no lo conociera del todo.
Hector se inclinó un poco hacia mí, con esa paciencia que pocas veces mostraba.
—Escucha, no hay manera de conocer completamente a alguien. Ni siquiera a papá. Lo que Daniel te dijo… es solo una parte de su historia. No toda.
Julián asintió, pensativo.
—Y no significa nada sobre ti. No cambia lo que papá hizo por ti, ni lo que significó para nosotros.
Permanecí en silencio, con la mirada fija en el techo.
—Además, no tienes por qué conocer a esa mujer si no quieres —añadió Hector—. No le debes nada.
No respondí. Algo en mí quería saber más, quería entender. Pero otra parte, la que se aferraba a la imagen de mi padre tal como la había construido en mi mente, quería hacer caso a mis hermanos y olvidar.
Ellos se quedaron un momento más, en silencio, como si esperaran que dijera algo. Cuando vieron que no lo haría, se levantaron.
—Si necesitas hablar, estamos aquí —dijo Julián antes de salir.
Héctor se quedó un poco más en la puerta, como si quisiera agregar algo, pero al final solo me dedicó una última mirada antes de seguir a nuestro hermano.
Desde mi cama, los escuché hablar en la sala. Sus voces eran un murmullo bajo, pero el peso en sus palabras traspasaba las paredes.
Héctor suspiró pesadamente, y casi pude verlo pasarse una mano por el rostro, como solía hacer cuando algo lo preocupaba. La luz tenue apenas perfilaba sus sombras al otro lado de la puerta.
—Ese muchacho le ha contado más de lo que mi hermana puede procesar —dijo con voz grave—. Si no le decimos la verdad, ella lo averiguará por su cuenta.
Julián respondió algo que no alcancé a entender del todo. Luego, el silencio. Un silencio denso, como si ambos midieran el peso de lo que acababan de decir.
En ese momento, mi mente divagó hacia el sexo. Nunca había tenido nada con nadie, ni un roce indebido, ni un beso. ¿A eso se referían mis hermanos?
Sentí un escalofrío, no de miedo, sino de incertidumbre. Algo en su conversación me hacía pensar que había más de lo que estaban dispuestos a decirme. Más de lo que yo podía entender.
Escuché pasos acercándose. Mi corazón se aceleró, pero cerré los ojos y me giré hacia la pared, fingiendo que dormía. La puerta se abrió con suavidad y sentí la presencia de Héctor en la habitación.
Por un momento, no dijo nada. Luego, con un suspiro, se sentó en el borde de la cama.
—Sé que estás despierta —su voz sonó más suave de lo habitual, casi como cuando intentaba calmarme cuando hacía alguna pataleta—. No quiero que te vayas a dormir con preguntas sin respuesta.
Permanecí en silencio. Apreté los ojos, deseando que no dijera lo que estaba a punto de decir. Pero él continuó.
—Daniel te dijo la verdad, pero hay cosas que no sabes… cosas que necesitas entender.
Mi cuerpo se tensó bajo las sábanas. No sabía si quería escucharlo, pero tampoco podía evitarlo.
Héctor tomó aire, como si buscara las palabras adecuadas. Luego, con una paciencia poco común en él, comenzó a hablar.
—Mira, hay cosas en la vida que uno aprende de a poco, pero otras es mejor entenderlas antes de que alguien más te las explique a su manera.
Hizo una pausa, quizá esperando que yo dijera algo, pero seguí en silencio, dándole la esplda.
—El sexo… —su voz no titubeó, pero fue más baja—. No es solo lo que dicen en la escuela o lo que se murmura entre amigos. No es sucio, ni malo, ni algo de lo que debas sentir vergüenza. Es una parte natural de la vida. Pero también es algo que tiene peso, que une a las personas de formas que a veces ni ellas mismas entienden.
Yo seguía sin moverme, sintiendo de repente una de sus manos sobre mi cintura desnuda.
—Lo que quiero que entiendas es que no es solo un acto físico. Está lleno de emociones, de promesas, de riesgos… —Su voz se endureció apenas—. Hay gente que lo usa para hacer daño, para manipular. Pero también puede ser algo hermoso, si se hace con respeto y con la persona correcta.
Se quedó callado unos segundos, luego suspiró.
—No te digo esto para que te asustes —su tono era más suave ahora—, sino porque quiero que entiendas, que eres tú quien decide, sin miedo, sin presiones… y conociendo la verdad.
Me atreví a abrir los ojos, voltee mi rostro y lo mire directamente a los ojos. Héctor me miraba con seriedad, pero también con un dejo de preocupación. No supe qué decirle, así que solo asentí.
No aparte la mirada de su rostro mientras el observaba directamente su mano sobre mis caderas, sentí como comenzó a acariciarme.
—Puedo ver tu…pene, Héctor —pregunté inocentemente, dándome ligeramente la vuelta y quedando completamente boca arriba. —Quiero entender cómo funciona.
Héctor estaba preparado, se retiro su ropa y se subió nuevamente sobre la cama, había visto antes su pene, pero nunca lo había detallado y recuerdo que ese día pensé que jamás lo había visto tan grande.
—Se ve … diferente—Acerque mi mano temblorosa y lo toque, quería examinarlo. —¿Esto es lo que entra en la vagina de las mujeres? —¿Y se siente bien cuando lo haces?
—Así es —admitió con sinceridad—. Pero no siempre.
Fruncí el ceño, esperando una explicación.
—Es placentero cuando es con la persona correcta, en el momento correcto, cuando hay confianza y deseo mutuo —su voz era pausada, cuidadosa—. Pero si hay miedo, si hay duda, si alguien se siente forzado… entonces no lo es.
Mi mano no soltaba su pene.
—Por eso es importante saber cuándo y con quién. No es solo el placer, es todo lo que viene con él.
Asentí despacio, aunque dentro de mí aún quedaban preguntas que no supe cómo formular. Héctor me estudió un momento más y luego suspiró.
—No tienes que entenderlo todo de una vez —dijo al fin—.
En ese momento, su mano se posó en mi vagina, de inmediato sentí algo desconocido y extraño, cerré mis ojos sin soltar su pene, concentrándome en sus caricias. De pronto me encontré respirando agitadamente.
—¿Qué está pasándome? —pregunté con la voz entrecortada y sintiendo un inmenso calor.
—Bueno… El cuerpo está lleno de nervios, de terminaciones sensibles que reaccionan al contacto. Cuando algo nos gusta, cuando nos sentimos seguros y relajados, el cerebro libera sustancias que nos hacen sentir bien.
Mis caderas comenzaron a moverse con sus caricias.
—Durante un orgasmo, el cerebro libera endorfinas, dopamina, oxitocina… Son como pequeñas recompensas químicas que nos hacen sentir placer, relajación, hasta felicidad. Es una reacción natural, una forma en la que el cuerpo responde a la excitación y la intimidad.
Yo lo escuchaba pero también lo sentía.
Se quedó en silencio un momento, aumento el rimo de sus caricias y yo me agité mucho, sentí algo increíble y luego caí desplomada, mi cuerpo estaba sudando y el calor no desaparecía, lo miré y Héctor sonrió. Un supe en qué momento mi mano en su pene había sido reemplazada por la suya y ahora observaba su pene, enorme moverse sobre mi cara.
—Gracias, le dije. —Se sintió demasiado bien, esto no puede ser algo malo, ¿verdad?
—No quiero que pienses que es algo malo —agregó—. Pero tampoco es algo que debas apresurar solo por curiosidad o porque alguien más lo espera. Para eso me tienes a mí y a Julián. Tiene que ser cuando tú lo quieras, cuando te haga sentir bien… no solo en el cuerpo, sino en la cabeza y en el corazón.
Posteriormente comenzó a mover su pene con su mano, lo hacía muy rápido, sus bolas rebotaban a gran velocidad, coloco su mano izquierda sobre mi cabeza y la punta de su pene en mi boca, no tuvo que decir nada más en ese momento, mis labios estaban entreabiertos justo cuando unos chorros de un liquido espeso comenzaron a entrar en mi boca y a regarse por mi nariz, mis labios y mi barbilla. Fue la primera vez que me alimentaban, sentí que lo que había entrado en mi boca debía comerlo y así lo hice.
Héctor se inclinó, me dio un beso en la frente
—Descansa —murmuró.
Se enderezó, tomó su ropa y se dirigió a la puerta. Antes de salir, se detuvo un instante, como si quisiera asegurarse de que estaba bien, y luego desapareció en el pasillo, cerrando la puerta tras de sí con suavidad.
Me quedé acostada, mirando el techo, con su esencia sobre mi rostro y con sus palabras todavía resonando en mi cabeza. Había tantas cosas que aún no entendía, tantas preguntas que no había hecho. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no me sentí sola.
Y eso, de algún modo, me reconfortó.
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