En busca de un heredero
Un padre quiere tener un hijo para dejarle su dinero, pero el destino le ha dado hija tras hija. Ellas se suman al morboso esfuerzo de darle un heredero a su acaudalado padre.
No podía dejar de observar a mi hija montando a mi padre. Ella tenía catorce años, de cabello castaño y ondulado, pequeñas tetas en crecimiento, hinchadas gracias a su embarazo. No debería estarlo montando así, pero él insistió. Ella era experta en hacer aquel movimiento circular de cadera. Lo hacía venirse de inmediato, por lo que siempre se sentía decepcionado con las demás.
Yo era la única de pie en esa habitación. Mis demás hijas y hermanas estaban de rodillas, esperando a que papá terminara para que una se ocupara de limpiar los restos de semen de su verga y otra del coño jugoso de mi hija mayor. Eramos siete en total sin contar a mi niña. Mis hermanas eran Katia de 24 años, Yolanda de 20 y Sofía de 18. Mis hijas eran Mariana de 13, Catalina de 12 y Sarita de 11. Yo tenía en ese momento 26, era alta, de cabello castaño como el de mis hijas, largas piernas y senos pequeños. Era la única de pie porque había destronado a mamá como mujer de papá. Lo hice a los doce años de forma involuntaria, él sólo entró, le gustó mi culito y me abrió las piernas. A pesar del dolor inicial, no terminó sino hasta que me hizo terminar. Me dio la vuelta, me puso bocarriba y mientras me la metía me frotaba el clítoris. La sensación fue hermosa, podía acostumbrarme a eso. Mis hermanas, por otra parte, parecían más interesadas en la fortuna que en el placer.
Amaba a papá y por eso se me dificultaba ver cómo esa chiquilla salida de mi vientre parecía darle más placer que todas las demás. Mi problema no sólo era verlo disfrutar, sino también a ella. Desde el principio fue así, desde que sangró ella misma se entregó. Todas en la casa crecíamos viendo a papá meter su verga en algún agujero, pero nunca pensamos ser la siguiente. Ella entró en nuestra recamara a mitad de la noche y mamó la verga de su padre mientras se introducía los dedos en el coño. Yo estaba a un lado. La ayudé a subir a él, a montarlo y a sujetarse de su gran barriga. Le dije cómo debía mover la cadera. Los videos de reguetón y de rap le enseñaron a moverse sobre él. Era una puta prodigio. Debía estar orgullosa de ella, pero en realidad le tenía envidia. Papá parecía estar por partirla en dos, pero su excesiva lubricación le permitía recibir su frondosa verga. Mi niña lloraba, pero no de tristeza, tal vez de placer, pero en realidad era de orgullo.
-¡Yo te daré un niño, papi! – gritaba entre jadeos y resoplidos.
-¿Tú me darás un heredero?… ¿lo prometes? – respondió papá.
Padre tenía cuarenta años. Había subido de peso desde que su fortuna aumentó y decidió sólo esperar a ver cómo sus inversiones crecían y daban enormes frutos. El corazón le fallaba y debía dejar su dinero a alguien, así que buscaba a un heredero. Cualquiera diría que ya tenía algunos, o algunas, mejor dicho. Éramos cuatro hermanas con por lo menos dos hijas cada una. Pero él quería un varón. Siempre lo quiso desde que nací. Quien le diera un niño tendría un tercio de la herencia. El otro tercio sería para el niño y el ultimo se repartiría entre las demás. Pero no soltaría ni un centavo sino hasta que una verga naciera.
-Te daré un bebecito hermoso, papi… estarás orgulloso… – decía mi niña.
-Oh… Vanessa – comenzó a resoplar papá – ¡Vanessa!… ¡VANESSA!
Mi hija se llamaba Vanessa, yo también. Él había gritado mi nombre muchas veces. No gritaba el de nadie más. Esta vez, aunque ella se llamara como yo, me quedaba claro que no gritaba mi nombre. Era el suyo. Su nueva putita con el rostro contraído de placer. Me sentí abandonada hasta que papá se la quitó de encima como si de un trapo se tratara y me ordenara limpiarle la verga.
-Con la boca no, hija. Usa el coño, aun estoy duro y no quiero desperdiciar la leche residual.
Lo monté esa noche y me moví como a él le gustaba. Él me había cogido desde antes que a mis hermanas. Yo era su mujer verdadera y ahora que mi hija le había prometido darle un varón, me buscaba para sentir placer. Sus ojos brillaban cuando me miraba. Lo hacía como los actores en las películas a sus novias. No lo hacía de ese modo con nadie más.
Y ahora por fin mi hija, Vanessita, estaba embarazada. Tres años llevaba intentando tener un niño y apenas su cuerpo sostenía al bebé. Las demás la miraban con envidia y recelo. Ella podía dejarlas poco dinero en comparación al dineral que podría ser el que estuviera alojado en el vientre. Ninguna decía nada, pues de hacerlo significaba ser sacada de su horario de cogida diaria. Aceptaban de buen agrado ser quien limpiara cuando él terminaba.
Mi hija gemía con fuerza frente a nosotras. Era placer puro, pero también era provocación. Las demás debían tener miedo, según ella. Nunca lo decía frente a mí, pero estaba segura de que también quería ser la mujer de papá. Cuando lo montaba, me miraba a mí únicamente. Y cuando se venía, me lanzaba un último vistazo antes de cerrar los ojos o ponerlos en blanco.
Finalmente se vino papá y Vanessita lo hizo por tercera vez. Casi se desmayó, así que la tuve que ayudar a bajar. Sus piernas temblaban. La ayudé a recostarse al lado de él.
- Catalina, ven. Yolanda, limpia a Vanessita – dijo papá con voz jadeante y los ojos cerrados con fuerza. Cada vez sudaba más.
Mi hermana y mi hija acudieron a ocupar sus lugares y comenzaron sus labores. La pequeña Catalina, con su vientre abultado por el embarazo apenas perceptible, se arrodilló para llevarse la verga de nuestro padre a la boca y comenzar a lamer. Yolanda, de cabello negro abrió las piernas de su sobrina-hermana para lamer el agujero dilatado por el que en unos dos meses saldría nuestro, posiblemente, hermano.
-llevate a las demás, hija – dijo papá, relajando el rostro conforme la boquita de mi hija limpiaba la lubricación femenina y el semen combinados.
Abrí la puerta e hice que las demás salieran. Bajamos las escaleras y las llevé al comedor, donde las demás hacían deberes escolares. Ahí estaba mamá ayudando a Viviana de 8 años (hija de Yolanda) y a Carla de diez (hija de Katia) con sus tareas. En la sala estaban Dalia de 5 (de Sofía) y Rosaura de la misma edad (de Yolanda).
-¿Dónde están las gemelas? -pregunté a mamá al acercarme a ella y darle un beso.
Mamá también tenía el cabello castaño y ondulado, con la diferencia de que lo tenía más corto que las demás. Sus senos grandes y amasables eran nuestra envidia. Las demás habíamos sido maldecidas con tetas pequeñas, solamente infladas por la leche que producíamos para nuestras hijas. Sus piernas largas y carnosas eran otro elemento del que disfrutábamos ver.
-Esas niñas están en el jardín. Creen que no las vemos, pero sé que están entre los matorrales besándose – dijo mamá.
Jimena y Selene eran hijas de Katia. Tenían once años y de alguna forma se habían librado de papá. Nadie las cuestionaba ni les recriminaba su ausencia en las sesiones de inseminación. Todavía no sangraban, al menos no que supiéramos, por lo que no había un verdadero apuro en incluirlas.
-Papá no se siente bien – dije casi en el oído a mamá.
Nos alejamos rumbo a la puerta de cristal que daba al espacioso jardín y a la piscina. El sol golpeó mi desnudez. Mamá, en cambio, estaba vestida con un ligero vestido veraniego. A sus 39 años, todo le lucía hermoso.
-El corazón le estallará pronto – dijo con seriedad – Tal vez eso se gana por lo que nos hizo a mi madre y a mí.
-Vamos, mamá. No es para tanto – dije, aunque me sentí culpable de inmediato.
Padre tenía catorce años y un exceso de hormonas le provocó una anomalía en su cuerpo. Producía demasiado esperma y tenía que masturbarse seguido. Un día, su hermana un año menor, lo encontró y él no la dejó salir. También se llamaba Vanessa. Toda esa tarde la usó para vaciar sus testículos. Él era más fuerte, así que someterla no le costó trabajo. Según me habían contado, las tomaba del cuello y con la otra la sostenía de la muñeca o de la cadera. Verla con la cara contra el suelo y su culo en alto y con el coño abierto, enrojecido y rebosante de su leche, le volvía a endurecer la verga. Ese día me concibieron.
-No tienes idea, hija. Tuve que dejar la escuela porque los profesores me miraban con asco.
Sus padres eran adinerados, pero ocupados. Su madre, al escucharla llorar por ser utilizada por su hermano hasta haberla embarazado, trató de detenerlo. Se encerró con él para gritarle y amenazarlo con enviarlo a un reformatorio o a una escuela militar. Lo único que provocó fue que él, alto y atlético, la golpeara y también la usara para vaciar su esperma. Si no podía hacerlo con su hermana, entonces usaría a su madre.
Las cosas se complicaron cuando su padre murió en una sobredosis sobre una joven asistente. La madre, ahora viuda, quedó destrozada y sin a quién acudir. La peor parte fue la traición de su esposo. ¿Una jovencita? ¿Una secretaria cualquiera? ¿Acaso no era suficientemente bella como para satisfacerlo? Después de varios días de tristeza decidió dejar de usar la píldora con la que se salvaba de las consecuencias de las violaciones de su hijo y abrió las piernas para él de forma voluntaria. Cuando yo tenía dos años, nació de ella Katia y otros dos años después Yolanda. La hermana no se quedó atrás y le terminó entregando a Sarita unos años después.
-¿Crees que mamá esté bien? – preguntó mi progenitora.
Gloria era su nombre. Gloria, madre de Josué y Vanessa, y al mismo tiempo madre de Katia y Yolanda. Había desaparecido. Una noche se fue. Sólo Katia y yo sabíamos la verdad de su paradero.
-Ella está bien – le dije, apoyando mi cabeza en su hombro.
Su mano me rodeó por la cadera desnuda y por unos instantes creí que sería sólo eso, un abrazo o un gesto gentil, pero luego su mano se deslizó por mi piel hasta mi culo. Me comenzó a acariciar una nalgada, luego de unos segundos se convirtió en un megreo morboso.
-mamá… – susurré escandalizada. Las niñas no estaban tan lejos y nos veían a través del cristal.
Se llevó un dedo a los labios.
-Estaba por escapar de mi hermano cuando un día, de la nada, él me cogió y luego hizo que pusieras tu boquita en mi coño. No me importó que ocuparas mi lugar en la cama, pero desde entonces he pensado en lo mucho que disfruté de tu lengua. ¿Qué pensarías de hacérmelo una vez más, mi amor? Anda, de Vanessa a Vanessa.
Me hizo ponerme de rodillas y se levantó la falda. Olía bien, a excitación. Se abrió los labios con los dedos de una mano y con la otra me tomó del cabello para acercarme la cara. Ella podía quejarse de su hermano, de cómo la violó y embarazó a los doce, pero siempre contaba la historia de cuanto le había gustado sentir mi boca en su vulva. Usualmente lo hacía cuando estábamos a solas o mientras papá dormía, pero algo la había llevado a atreverse a hacerlo con las demás siendo capaces de vernos. Ambas mujeres de papá dándose placer.
Mi lengua se abrió paso por entre los pliegues de su vulva. Quería saber dónde le gustaba más ese día. En ocasiones prefería en la entrada de la vagina y en otros en el clítoris, o en toda la vulva como si estuviese lamiendo un helado. El truco estaba en entender su preferencia del momento. Le lanzaba miradas desde su peludo pubis y notaba cómo se le contraía el rostro con cada lamida. Era día de círculos en el clítoris.
Pero duró poco. La puerta de cristal se abrió de repente y el rostro asustado de Yolanda apareció frente a nosotras. Detrás de ella, Catalina lloraba desesperada.
-Madre, – dijo Yolanda. Ella, al igual que todas las demás, creían que ella y Katia hijas de mi madre – algo le pasa a papá. No puede respirar, le duele el pecho y creo, creo…
-Creo que somos libres – dijo mamá mirándome desde arriba con una sonrisa de satisfacción – Será mejor que se vistan, niñas. Tendremos visitas pronto. Espero que el abogado de su padre no compartiera sus locas ideas sobre la herencia. Pero mientras esperamos, continúa hija, ya estaba por terminar.
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Queridos lectores. Espero que disfruten del morbo. La ficción nos permite explorar con impunidad los aspectos opuestos de temas tabú como el incesto. Y eso, amigos y sucias amigas, me encanta.
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