Entender cuál es el limite
Una madre explica de qué manera no lastimar a su hija de 6 años….
Elena tenia una certeza que le causaba mucho miedo. Ella sabía que Lara tiene una gran afición, ama tener los penes punteando en su culito. Lo había visto en los juegos… su fascinación por su propio punto de entrada. No era un temor a la maldad, sino al desborde. A la ecuación perfecta: la curiosidad brutal de una niña de seis años, sin noción de peligro, y la urgencia ciega de un adolescente de diecinueve. Miguel, con su oruga dócil, nunca cruzaría ese límite. Pero Leo… Leo era un mástil con tormenta dentro.
Por eso convocó a una reunión. No en la mesa, sino en el salón, sobre la alfombra de yoga color lila. «Una charla importante sobre los juegos», dijo. Todos desnudos, por supuesto. Era la ley.
Miguel se sentó en el sillón, una sombra cansada. Leo permaneció de pie, junto a la ventana, sus brazos cruzados sobre el pecho, una estatua de resistencia pasiva. Lara, impaciente, saltaba sobre la alfombra.
—Vamos a jugar a un nuevo juego de mapas —anunció Elena, arrodillándose. Su desnudez era autoritativa, un uniforme de juez—. Lara, amor, ven aquí. Ponte como un gatito. Rodillas y codos en la alfombra.
Lara obedeció al instante, encantada con la perspectiva de un juego. Se posicionó, su espalda formando una meseta suave, su trasero pequeño y redondo expuesto al centro de la habitación. Una hendidura menuda, una flor estrellada y vulnerable.
—Leo —llamó Elena, sin mirarlo—. Ven aquí. Al lado de ella.
Leo se acercó con la pesadez de un condenado. Su pene, semierguido solo por la tensión y la expectación punzante, ya empezaba a dibujar una curva amenazante hacia el cuerpo de su hermana. Elena lo observó y una descarga de adrenalina, mezcla de temor y de un deleite estético, le recorrió la espina dorsal. Era hermoso desde los huevos hasta el glande. Un arma cargada.
—Este juego —explicó Elena, colocándose de rodillas detrás de Lara, frente a Leo— se llama «El Límite». Lara quiere entender el martilleo, ¿verdad, cariño?
—¡Sí! ¡El pum-pum-pum de la verga! —exclamó Lara, volviendo la cabeza hacía atrás, sus ojos brillando.
—Pero el cuerpo de una gatita pequeña es un mapa muy delicado —continuó Elena, y entonces alargó la mano. Sus dedos, fríos y seguros, se cerraron alrededor de la verga de su hijo.
Él contuvo el aire, un silbido leve entre los dientes. Cerró los ojos. La mano de su madre era una afirmación y una prisión.
—Aquí está el martillo —dijo Elena, como si mostrara un utensilio de cocina. Lo guio con firmeza, acercando la punta rojiza y sensible a la entrada diminuta de Lara, pero sin tocarla. Se detuvo a un milímetro. La calidez de ambos cuerpos creaba ya un puente invisible—. Y aquí, esta la pequeña estrella, es la puerta más frágil del mapa. No está hecha para que entre el martillo, ¿entiendes, Leo?
Él asintió, la mandíbula apretada. Lara contenía la respiración, expectante.
—La presión —prosiguió Elena, disfrutando con obscena lentitud de la textura y las venas bajo sus dedos, del poder absoluto que ejercía—, puede ser aquí, alrededor. Como un dedo que presiona un timbre, pero con esta herramienta. —Hizo un leve movimiento de su muñeca, frotando suavemente la punta contra el perineo de Lara, evitando la entrada.
Lara gimió, una queja de impaciencia. —¡Pero que toque, mami! ¡Quiero sentir el mástil!
—Estoy explicando, Lara —la voz de Elena era un lago de hielo—. La curiosidad sin conocimiento rompe los juguetes. Leo, la presión debe ser así: firme, pero distribuida. Nunca concentrada. Nunca hacia dentro. La intención no es abrir, es… saludar —decía Elena, mientras con el pulgar rozaba el frenillo de Leo, haciendo que un nuevo chorrito de precum humedeciera su mano.
Lara, aburrida ya, empezó a dibujar círculos en la alfombra con un dedo. —¡Mami, ya termina de hablar!
Su discurso era demasiado. Se extendía en analogías innecesarias (“como el viento que acaricia una cortina, no la rasga”) mientras su mano seguía aferrada a su hijo, midiendo cada pulso, cada latido de sangre que hacía temblar el pene. Era una pedagogía sensual. Elena estaba trazando los límites, sí, pero lo hacía saboreando el poder que tenía para ser la única que podía tocar el instrumento prohibido y dictar su música.
—¡Mami, ya lo sé! ¡Hacélo! —suplicó Lara, al borde del berrinche, empujando su trasero hacia atrás en un movimiento inconsciente.
Elena sintió cómo el pene en su mano pulsaba con fuerza, una respuesta animal al movimiento.
—¡Quieta! —ordenó, y su voz por primera vez tuvo un filo que no era de escritora, sino de madre asustada—. Leo, ahora. Presiona donde te indiqué. Lentamente.
Guiándolo aún con su mano, hizo que la punta de su pija se aplastara contra la tensa superficie anal de Lara, con una presión clara, firme, pero tangencial.
Lara emitió un sonido agudo, no de dolor, sino de asombro concentrado. —¡Es duro! ¡Y caliente! ¡Parece la punta de la manguera!
Leo tenía los ojos clavados en el techo, respirando por la boca como un atleta, su cuerpo convertido en un arco de tensión dolorosa. Habría preferido mil veces estar leyendo un libro, cualquier libro, en cualquier lugar del mundo que no fuera este infierno de consciencia aguda.
Elena, por fin, soltó su presa. Pero su mano quedó suspendida, lista para interceptar. —Así. Ese es el límite. Se puede sentir el martillo, pero la puerta no se abre. Es la regla.
Miguel, desde el sillón, observaba. No dijo nada. Su rostro era una máscara de una incomodidad tan profunda que se había convertido en ausencia. Giró la cabeza y miró fijamente la piscina a través del cristal, como si anhelara sumergirse y que el agua le borrara la escena de la retina. Pero la «oruga» estaba bien despierta.
Lara, al no sentir más movimiento, se desplomó sobre la alfombra, frustrada. —¿Y ya está? ¡Pero si solo fue un toque!
—Ese «toque» es el juego completo —sentenció Elena, levantándose. Sus rodillas dejaban marcas rojas en la piel. Sentía el olor de su hijo en la palma de la mano, una marca invisible—. Jugar bien es saber hasta dónde. Lo demás… rompe el juguete para siempre. Y a los hermanos rotos no se les pega.
La amenaza, sutil y brutal, quedó flotando en el aire cargado de sudor y vergüenza.
Elena se retiró hacia la cocina con su vagina empapada, a lavarse las manos. Pero no lo hacía para limpiar un pecado, sino para refrescarse aunque sea sus manos. En su mente, las frases ya brotaban, ávidas y morosas: «Hoy negocié el tratado de paz entre un deseo y una vulnerabilidad. Mi mano fue el árbitro, conteniendo la tormenta en una copa de carne…». Había controlado el peligro inminente, sí. Pero sobre todo, había obtenido el capítulo definitivo. El Edén seguía en pie, un equilibrio precario sostenido por su voluntad férrea de convertirlo todo, hasta el borde del abismo, en literatura.


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