Entre imágenes y ausencias
Entre imágenes y ausencias nace de una pregunta que me persigue desde hace tiempo: ¿qué hacemos con lo que no queremos ver, pero que insiste en revelarse? Esta historia no busca respuestas definitivas, sino que propone habitar el espacio incómodo de las contradicciones humanas: el deseo que nace en .
«Desencripté otro video. ¿Te lo envío?»
Era de Alonso.
Sintió un escalofrío suave, como si alguien hubiera abierto una puerta sin hacer ruido. Miró la hora. Eran las 9:12 p. m. Tardó un segundo en escribir de vuelta, mientras aún sostenía la mirada de Irene en la pantalla.
—¿Con quién hablas, mami?
—Con Alonso —respondió sin pensar. Luego agregó—: Me mandó un mensaje del trabajo. Nada grave.
Irene se quedó pensativa.
—¿Tienes que trabajar?
La pregunta la golpeó sin previo aviso. Mónica apretó los labios. No quería mentir.
—Sí —respondió al fin—. Y tú debes dormir ya
Irene asintió.
—Anoche soñé que vendrías por mí al colegio, pero te perdías. Y te reías. Y después volábamos.
Mónica la miró con una ternura temblorosa.
—Ese suena como un buen sueño.
—Sí. Aunque al final desperté y pensé que quería quedarme allá.
La conexión comenzó a fallar. La imagen de Irene se congeló unos segundos y luego volvió, difusa. Mónica parpadeó con fuerza. No quería llorar delante de ella.
—Te amo, Irene.
—Yo también, mami.
Cuando la pantalla se oscureció, Mónica miró el celular. Aún no había respondido.
Volvió a leer el mensaje.
«¿Te lo envío?»
Pensó en decir que no. Pensó en decir que sí.
Y luego, sin decidirlo del todo, escribió:
intensidad de su boca. Las de ella se aferraron a su camisa, como si le costara creer que estaba pasando.
Durante un instante, el mundo se deshizo alrededor.
Ya no había expedientes, ni videos, ni pasados oscuros, ni heridas abiertas. Solo ellos dos, rotos, sí, pero vivos.
La lluvia había vuelto a sonar en las ventanas, más suave esta vez, como si el cielo les diera tregua. Afuera, Bogotá seguía en pausa. Adentro, la respiración se aceleraba. Y en ese espacio sagrado entre culpa y alivio, se permitieron tocarse, reconocerse.
Mónica lo haló de la camisa con la intención de llevarlo a su habitación, pero a mitad del corredor abrió la puerta del cuarto de Irene. Alonso la vio, desarropada, con una pijama rosada de pantalón y camiseta. Se acercaron ambos, enredados, respirando el uno en el otro, cruzando límites que no sabían si después podrían borrar. Pero en ese momento, lo único que existía era el calor de la piel y el silencio que no dolía.
A un costado de la cama la ropa cayó sin ceremonias ni excusas, Mónica cerró los ojos y se dejó ir.
Alonso la tocaba con urgencia pero sin ruido. Fue memoria, fue miedo, fue búsqueda. Fue un deseo que no pedía permiso, pero tampoco ofrecía respuestas.
No hablaban. Él la abrazó desde atrás, acariciándole las tetas con los dedos húmedos de sudor.
Mónica sintió el peso de su verga en su cola. Se permitió ese instante de tregua.
Una noche. Solo una. Antes de que el mundo volviera a doler.
Mónica miraba a Irene dormir. Ya no había duda en sus ojos, solo decisión. Una mezcla de fragilidad y fuego. Su voz salió firme, como si cruzara por fin un umbral.
—Ahora a ella —dijo, con la respiración entrecortada—. Tócala.
Alonso parpadeó, como si no estuviera seguro de haberla escuchado bien.
—Como vos querés —agregó ella—, pero primero, escuchame.
Él asintió, y se quedó quieto, atento.
Primero acá —tomó su mano con delicadeza, llevándola sobre la camisa de Irene, justo su pecho—. No fuerte, despacio. No quiero que sientas que es tuya. Quiero que la descubras.
Él obedeció, sus dedos temblaban un poco.
—Ahora bajá. Pero no tan rápido. Quiero que lo pienses —susurró, mientras ella misma bajaba el pantalón de la pijama de su hija y guiaba sus dedos, con cuidado, por sobre la vagina infantil—. Ahí. No entres. Solo rodéala.
Alonso tragó saliva. El silencio estaba cargado de electricidad, pero también de un respeto absoluto.
—Eso —susurró ella, cerrando los ojos, mientras Irene se movía apenas—. Así. No pares hasta que yo lo diga.
Y él no paró.
Su cuerpo comenzó a responder con una cadencia que no era solo deseo: era catarsis. Cada caricia era una puerta que se abría, cada gemido contenido, una herida que respiraba aire por primera vez.
—Ahora —dijo ella, apretando los dientes—. Ahora sí, tócala adentro.
Alonso la obedeció con una suavidad que la hizo temblar. Ella guio el ritmo al principio, hasta que Alonso se rindió por completo al momento.
Él miraba a Irene como quien presencia algo sagrado. Había morbo en sus ojos. Había entrega. Mónica lo supo, lo sintió, y eso la llevó más allá.
Se mojaba, la niña se mojaba, no una oleada profunda, pero era tibia, como una verdad que por fin se decía en voz alta. Y jadeaba dormida. Pero una lágrima se le escapó a Mónica, y Alonso la atrapó se dio cuenta.
Ella lo abrazó desde atrás, aplastando sus senos en su espalda.
No era amor. Tampoco era pecado.
Era, simplemente, humano.
No había culpa.
No esta vez.
Solo alivio. Un alivio profundo, físico, emocional. Como si algo dentro de ella —tenso, cohibido, avergonzado— se hubiera rendido. Lo había buscado muchas veces sola, en silencio, a oscuras, con auriculares puestos y videos que luego le dejaban un vacío. Pero esta vez había sido distinto. No era solo deseo. Era ella decidiendo, marcando el ritmo, guiando las manos de alguien que la escuchaba incluso en el silencio.
Una masturbación de su hija, inocente. Sí. Tal vez esa era la palabra. Pero también era otra cosa.
Era ternura. Era poder.
Era ella, por fin, sin miedo a sentirse.
Alonso seguía con su dedo entrando y saliendo, en silencio. No intentó nada más, ni hablar. Solo su mano rozaba el interior de la niña. Mónica alcanzó la mano de Alonso, con los ojos aún cerrados.
—Gracias —dijo, sin mirarlo.
—No tienes que agradecerme —respondió él—. Esto fue tuyo.
Ella abrió los ojos. Lo miró. Asintió. Y por primera vez en mucho tiempo, no se sintió rota. Se sintió viva.
La mano de Mónica acompañaba la lenta y pausada masturbación infantil de una dormida Irene.
—Ver esos videos me trajo recuerdos —dijo ella, con la voz baja, como si temiera que decirlo en voz alta los hiciera más reales.
Alonso no respondió de inmediato. Solo la miró, esperando. Dándole espacio.
Mónica tocaba la vagina de su hija, como si necesitara algo que la protegiera de lo que estaba a punto de confesar.
—No solo me hicieron pensar en Juan… Me hicieron pensar en mí. En la que fui. En la que fingí no ser después.
Él frunció el ceño con suavidad, sin juicio, solo atención.
—Quería que me perturbaban… pero no podía dejar de mirarlas. Esas niñas me excitaban, aunque luego me sintiera mal conmigo misma. Era como un reflejo, como un eco que no sabía de dónde venía. Tal vez de la soledad. Tal vez del miedo a no ser suficiente. No sé.
—¿Y ahora? —preguntó Alonso, con una ternura contenida.
—Ahora siento que todo eso volvió —susurró—. Pero de otra forma. Ahora no estoy sola. Y no sé si eso lo vuelve más fácil… o más difícil.
Se hizo un silencio denso, íntimo.
—¿Te asusta lo que sentís conmigo? —preguntó él.
Mónica lo miró. Asintió, apenas.
—Sí. Porque por primera vez no sé si quiero resistirme.
Alonso se giró despacio, sin romper el ritmo de masturbación.
—No estás sola, Mónica. Ni en lo que sentís, ni en lo que recordás.
Ella apoyó la frente en la de él. Cerró los ojos. Respiró hondo.
—A veces siento que todo esto está mal. Que no debería desear después de tanto dolor. Que ser madre me obliga a apagar partes de mí.
—Ser madre no te vuelve menos mujer —dijo Alonso, bajito—. Ni menos humana.
—Ver esos videos… me confundió. Pero también me despertó. Como si algo que tenía dormido por vergüenza se hubiera atrevido a hablar.
—Entonces escúchalo —susurró él—. Pero no sola. Yo estoy acá.
Mónica alzó la vista. Le acarició el rostro, con una mezcla de miedo y alivio.
—Gracias por no tenerle miedo a mi caos.
—Tal vez porque se parece al mío —respondió él.
Mónica supo que algo en ella estaba sanando.
Él sacó su mano y se giró por completo para besar a Mónica.
—¿Quieres hacerlo aquí? —dijo ella.
—¿Sobre ella? —respondió él.
Ella lo ayudó a ponerse de pie, y arrodillada se metió el pene erecto de Alonso a su boca.
Era una mamada lenta, con pausa, pero profunda.
La luz de la luna apenas se filtraba por la ventana. Un tenue resplandor iluminaba la habitación, revelando tres cuerpos en su interior.
Mónica se había concentrado en darle place a Alonso, con calma chupaba su verga.
Un crujido suave, casi imperceptible, rompió el silencio. La cama había sonado.
—¿Quién eres tú? —preguntó una voz pequeña, pero clara.
Ambos se sobresaltaron.
Irene apoyada sobre sus codos, con su pantalón de pijama en sus muslos y el cabello alborotado. No había visto a su madre primero. Lo primero que vio fue a Alonso, de espaldas, desnudo.
El rostro de la niña estaba congelado entre el asombro y el desconcierto. Mónica tardó un segundo eterno en reaccionar. Se incorporó de golpe, cubriéndose instintivamente con las manos.
—Irene… mi amor… —empezó a decir, con la garganta seca.
La niña no respondió. Miró a su madre. Luego volvió a mirar a Alonso.
Alonso, incómodo pero sereno, bajó la mirada y murmuró:
—Hola, Irene. Soy Alonso… un amigo de tu mamá.
—¿Por qué estás desnudo? —preguntó sin rodeos, con esa lógica infantil que atraviesa cualquier defensa.
Mónica intentó acercarse, pero la niña se enderezó a mirarlo.
—Tengo chichi… —murmuró Irene.
—No pasa nada, mi amor. Te acompaño —intentó decir Mónica.
—¿Y tu también estas desnuda? —preguntó Irene.
Mónica sintió el impacto como un puñal. Se inclinó despacio, sin dejar de mirar a su hija.
—Irene, …
Pero la niña ya se había puesto de pie, dándose cuenta del estado de sus pantalones, sin embargó, no le dio importancia. Caminó al baño en silencio, cerrando la puerta tras de ella.
Alonso se sentó en el borde de la cama, sin decir nada.
Mónica lo miró, con el rostro descompuesto entre la culpa y la urgencia.
—Tengo que hablar con ella.
Él asintió. Se levantó, buscó su ropa en silencio.
—No. No quiero ocultarme más, no te vistas, por favor—dijo ella—. Y lo que pase después, pues que pase.
Alonso no respondió. Solo la observó salir, mientras al fondo se escuchaba el agua del grifo del baño corriendo, como un recordatorio constante de todo lo que aún debía enfrentar.
Desde la habitación, sin saber cómo proceder, Alonso escuchó el agua correr en el baño. Por un instante, se sintió fuera de lugar, como un intruso en un mundo que no le pertenecía. Aun así, quiso suavizar el momento, romper la tensión, intentar algo de normalidad.
—¿Te lavaste, hija? —dijo Mónica con una voz entre amable e insegura.
El silencio que siguió fue espeso. Ni un goteo, ni un ruido. Nada.
Mónica volvió al cuarto con Irene delante, el rostro aún caliente por la escena. Lo miró con una mezcla de desconcierto y contención.
—Él es Alonso —le dijo en voz baja, firme pero sin dureza—. Es mi amigo y juega conmigo.
Alonso asintió, comprendiendo. Bajó la mirada y se acercó.
—Perdón —susurró.
Mientras se inclinaba a la altura de Irene, pero no sabía qué hacer exactamente.
—Está confundida. No es tu culpa.
Ella lo observó con algo parecido a gratitud. No era amor todavía. Tampoco deseo. Era el gesto de alguien que sabía esperar.
Cuando Alonso coloco una mano sobre el rostro de Irene, Mónica gimió suavemente.
—Irene, ¿puedo tocarte?
Irene lo miraba en silencio.
Entonces, una voz apagada respondió:
—Sí… ¿Como papi?
Mónica tragó saliva y se inclinó también.
—¿Cómo te toca tu papa?
Irene se hizo a un lado y se quitó su pantalón de pijama, fue hasta la cama y se dejó caer, su colita había quedado en el borde y sus piernas descolgadas.
—Pues siempre me dice que me ponga así y el comienza a tocarme. —Dijo Irene apoyando sus codos en la cama, esperando la reacción de alguno de los dos.
Alonso miró a Mónica y ella asintió. Entonces se acercó y volvió a pasar su mano por la vagina de la niña, estaba húmeda, como antes.
—Con la mano no, papi me toca con su cosa. —Dijo Irene, ante la sorpresa de Mónica.
Alonso esta vez no volteó, apoyo su miembro en la vagina de la niña y fue metiéndolo dentro, era evidente que Irene no era virgen. Mónica no se molestó, en el fondo lo sabía, se sentó en el suelo, abrió las piernas y comenzó a masturbarse mientras veía a Alonso penetrar a su pequeña hija. La verga de Alonso no entraba lo suficiente en ella, aproximadamente 10 centímetros nada más, era evidente que su verga era mucho más grande que la de Juan.
Esto lo percibía Irene que emitía quejidos ajenos al placer, sin embargo no recriminaba, su vagina succionaba la punta del pene de Alonso, perdiéndose en el interior de la niña. Alonso disfrutaba, además porque era la propia niña la que se movía, lo que a él le permitía tocar y acariciar las pequeñas nalgas de la niña al mismo tiempo.
Se chupo un dedo para luego pasarlo suavemente por el ano de Irene, sentía como su esfínter se dilataba, ya había sido penetrada por ahí también. Cuando Irene se movía hacía atrás le entraba la punta de la verga en la vagina y un dedo entero en el ano. Mónica miraba hipnotizada la doble penetración de su hija de 7 años.
Alonso saco su miembro y lo puso contra el ano de la niña, ejerció fuerza lentamente, Irene abrió sus ojos y su boca pero sin emitir ningún sonido, le dolía, era obvio, pero no se quejaba, Juan la ha entrenado bien, pensó Mónica.
Las piernas de Irene estaban muy abiertas y doblaba sus pies evitando que tocaran el sueño. El ano se tragaba la verga de Alonso mucho mejor que su vagina y él sintió que podía avanzar más ahí, comenzó a moverse cada vez más rápido y fue cuando comenzaron a escucharse los primeros quejidos de la niña.
El la cogió por los brazos y la alzó con la verga en su interior, se acostó en la cama y la colocó sobre él, reanudó las embestidas desde abajo dándole una mejor vista a Mónica que se masturbaba furiosamente.
—Ven a comer, Mónica.
Mónica gateó hasta donde su hija estaba siendo penetrada por Alonso. La vagina de su hija había quedado abierto y enrojecida, pero muy brillante, abajo la verga de él seguía taladrando su diminuto agujero anal.
—Si quiero. —Dijo Mónica antes de acomodarse y chupar con lujuria la vagina de su hija.
Su vagina estaba limpia y tenía un muy buen sabor, la lengua de Mónica la recorría desde el infantil clítoris hasta la verga de Alonso que bajaba la velocidad cuando esto ocurría. La vagina de Irene palpitaba en su boca, ella sentía sus contracciones y eso la estaba llevando a donde quería estar.
Irene comenzó a quejarse más y más fuerte, estaba cerca de su orgasmo. Mónica sabía eso, reconocía eso en su propia hija aunque fuera la primera vez que la escuchara así. Le alzó las piernas para mirar más detalladamente la verga negra y gruesa entrar y salir del interior de su pequeña hija.
Hipnotizada espero que el momento llegara. Irene lanzó un par de gritos y Mónica observó como de su vagina salían unas pequeñas gotas transparentes que enjuagaban sus labios vaginales. Sonrió y metió su boca allí, lamió y chupó todo lo que pudo, disfrutando de sus juguitos, era la mayor delicia que jamás había probado.
—Ya, ya. —Decía Irene entre respiraciones entrecortadas. Mónica salió al baño y dejó a su hija clavada en su nuevo compañero de trabajo, amigo y amante. Alonso agarró a Irene de las caderas y le clavó más de la verga de lo que le había metido antes y expulsó todo su semen en su interior…
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