Entre Risas y Secretos
El sol de Londres apenas se filtraba entre los edificios cuando Samuel y Gloria comenzaron su primer día juntos. Mientras caminaban por calles empedradas, Gloria, con su curiosidad inquieta, arrastraba a Samuel de un lugar a otro..
El sol de Londres apenas se filtraba entre los edificios cuando Samuel y Gloria comenzaron su primer día juntos. Mientras caminaban por calles empedradas, Gloria, con su curiosidad inquieta, arrastraba a Samuel de un lugar a otro. Cada risa de la niña era un pequeño hechizo que lo alejaba de la rutina.
No era sólo la ternura de un padre hacia su hija, ni la dependencia de una niña hacia quien la cuida; era una especie de complicidad que rozaba los límites de los sueños, donde los deseos y las ilusiones se mezclaban, construyendo un lazo que ambos sentían, aunque no podían nombrar.
Antes de subir a su habitación, Gloria se acercó a Samuel y se apoyó en su hombro, abrazándolo con ternura. Él correspondió, pasando una mano por su cabello y susurrándole que había sido un día perfecto. No hacían falta palabras; la complicidad estaba en la risa que aún temblaba en sus labios, en las miradas cargadas de secretos compartidos.
Cuando finalmente Gloria se dirigió a su habitación, Samuel la siguió hasta la puerta, y ambos intercambiaron un último gesto de cariño: un abrazo largo, lleno de calidez y confianza.
Pero justo cuando Gloria comenzaba a acomodarse y el silencio parecía envolver la casa, un golpe seco resonó en la puerta. El corazón de la joven dio un vuelco. Samuel se adelantó, mientras Gloria se quedaba detrás. La puerta se abrió y, frente a ellos, apareció alguien que no había estado presente en ocho años: la madre de Gloria.
Samuel la reconoció al instante. La figura estaba un poco más delgada, los ojos cansados pero aún intensos, y en sus labios la misma sonrisa incierta de entonces.
—Gloria, cariño —dijo Samuel con voz firme pero suave—, es tarde ya. Ve a dormir. Yo me encargo.
Gloria dudó un instante, miró a la mujer sin comprender, y luego obedeció. Subió despacio las escaleras, girando la cabeza más de una vez. La puerta de su habitación se cerró finalmente.
Samuel respiró hondo y apartó la mirada de la escalera.
—Pasa, Kristin —dijo, abriendo más la puerta.
Ella entró con cautela. Samuel señaló el sillón y luego fue a la cocina. Regresó al poco tiempo con dos tazas humeantes.
—Un té. Es lo común aquí. Espero que te guste.
Kristin lo tomó entre las manos, sopló suavemente y asintió.
—Gracias, Samuel.
Al principio, la charla fue liviana, casi tímida. Se preguntaron qué había sido del otro, cómo habían pasado los años. Samuel habló de Londres, de los pequeños trabajos que había ido tomando, de cómo había aprendido a improvisar con todo. Kristin compartió que había vivido en diferentes ciudades, sin dar demasiados detalles.
La conversación, inevitablemente, giró hacia Gloria.
—La niña… está hermosa —dijo Kristin, con un hilo de voz
Samuel la observó con un gesto contenido.
—Gloria ha crecido fuerte, curiosa, llena de vida. Tiene una imaginación que no te la imaginas. Y una risa que… —se interrumpió, bajando la mirada a su taza— que sostiene todo esto.
Kristin jugueteó con la porcelana, sin mirarlo.
—Me lo imagino. Y tú has hecho un buen trabajo, Samuel. Lo se
Samuel apoyó la taza sobre la mesa, despacio.
—¿Y dónde estabas tú? —preguntó de pronto, con voz más baja, contenida pero cortante—. ¿Dónde estuviste todos estos años?
Hubo un silencio largo, apenas roto por el vapor del té. Kristin parpadeó varias veces, como si la pregunta fuera un golpe inesperado aunque lo hubiera estado esperando.
—No es tan simple… —murmuró.
Samuel inclinó la cabeza, incrédulo.
—Claro que lo es. O estabas, o no estabas. Y no estabas, Kristin. Ocho años. Ocho.
Ella apretó los labios, los ojos humedecidos, y respondió apenas:
—Me fui porque pensé que era lo mejor. Que ella estaría más segura contigo que conmigo.
Samuel se echó hacia atrás, con un nudo en la garganta.
—¿Más segura conmigo? No lo sabes, ¿verdad? No tienes idea de lo que implicó cada día. No estabas aquí cuando lloraba en las noches, cuando tenía fiebre, cuando me preguntaba por su madre.
Kristin bajó la mirada, incapaz de sostenerlo.
—Yo… no podía. No en ese momento. No era la madre que necesitaba.
El silencio volvió a caer entre los dos, denso, como si las palabras no pudieran llenar el abismo de ocho años.
Samuel se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, la mirada fija en Kristin. Su voz, esta vez, ya no era contenida, sino firme, áspera, como un filo que había tardado ocho años en afilarse.
—¿No podías? —repitió con amargura—. Yo tampoco podía, Kristin. Yo no estaba preparado para nada de esto. ¿Sabes cuántas veces pensé que iba a fracasar? Que no iba a ser suficiente. Pero yo me quedé. Yo aprendí a ser padre porque no había otra opción. Y ahora apareces… como si nada. Como si ocho años fueran un paréntesis que puedes cerrar cuando te conviene.
Kristin apretó la taza con ambas manos, sus nudillos pálidos. Intentó responder, pero Samuel la interrumpió antes de que abriera la boca.
—¿Qué derecho crees que tienes de tocar esta puerta? ¿Qué derecho de pronunciar siquiera su nombre después de tanto tiempo? ¡Yo estuve aquí cada maldito día! Yo la llevé a la escuela, yo calmé sus pesadillas, yo celebré sus cumpleaños aunque no teníamos nada. ¿Dónde estabas tú?
La respiración de Samuel era un temblor contenido. Kristin tragó saliva, los ojos vidriosos, y esta vez no pudo esquivar la pregunta. Se inclinó hacia él, bajando la voz como si las paredes pudieran traicionarla.
—He vuelto por ella —dijo con un hilo de voz, tembloroso pero firme—. No para quitártela, Samuel. Sé que eso sería imposible… y cruel. Pero he vuelto porque ahora sí puedo. Porque quiero ser parte de su vida.
Samuel frunció el ceño, aún ardiendo por dentro.
—¿Parte de su vida? ¿Así lo llamas? Después de ocho putos años desaparecida.
Kristin asintió, con lágrimas resbalando por sus mejillas.
—No tienes idea de lo que he pasado, de lo que tuve que hacer para sobrevivir. Pero eso ya no importa. Estoy aquí, Samuel. Estoy aquí por ella.
Hizo una pausa, respiró hondo, y entonces, con un gesto inseguro, abrió su bolso. Sacó un sobre grueso y lo dejó sobre la mesa, frente a él.
—No quiero arrebatártela. No vengo con abogados ni amenazas. Vengo con esto, para empezar. Dinero. Para que no falte nada, para que no tengas que cargar solo con todo.
Samuel la miró como si el sobre fuese una ofensa. Sus dedos temblaban por la rabia contenida.
—¿Así crees que funciona? ¿Que puedes comprar tu entrada a su vida?
Kristin sostuvo su mirada, herida pero determinada.
—No es un pago, Samuel. Es un comienzo. Una forma de mostrarte que estoy dispuesta a hacer lo que sea. Déjame estar. Déjame verla, aunque sea poco a poco. No me quites la oportunidad de demostrarle que también soy su madre.
El silencio que siguió fue brutal. Samuel tenía la respuesta en la garganta, pero algo en la mezcla de dolor y esperanza en los ojos de Kristin lo detuvo.
Samuel se puso de pie de golpe, el sobre en la mano como si quemara.
—¿De verdad piensas que puedes aparecer después de ocho años con un puñado de billetes y borrar todo lo que no hiciste? —su voz era un trueno contenido—. ¡No necesito tu dinero! ¡No lo necesitamos!
Golpeó el sobre contra la mesa, tan fuerte que la taza de té tembló. Kristin se sobresaltó, pero no apartó la vista. Tenía lágrimas contenidas, pero también un brillo de obstinación.
—No es para ti, Samuel. Es para ella. Para Gloria. No quiero comprar nada, solo ayudar.
—¡Ayudar! —repitió él con sarcasmo—. ¿Dónde estuvo tu ayuda cuando yo no sabía cómo cambiar un pañal, cuando ella se enfermaba en mitad de la noche, cuando me preguntaba por ti?
—No estaba… —su voz se quebró—. No estaba, Samuel, y eso no va a cambiar. Pero sí puedo estar ahora. Déjame hacerlo, aunque sea de la única forma que sé.
El silencio se hizo denso. Samuel apretaba el sobre con fuerza, como si fuera a desgarrarlo en dos. Quería gritarle que se fuera, cerrarle la puerta en la cara, proteger ese pequeño mundo que había levantado con Gloria a puro esfuerzo.
Con un suspiro cargado de derrota, dejó caer el sobre de nuevo sobre la mesa.
—No eres su madre delante de ella —dijo con voz grave, casi inaudible—. No aún. Si quieres estar, será como una amiga. Una amiga de su padre. Nada más.
Kristin asintió con un sollozo silencioso, como si aquel pequeño espacio que Samuel le concedía fuese más de lo que esperaba.
Los días que siguieron fueron extraños. Kristin comenzó a aparecer en la casa de vez en cuando, siempre presentada como “una amiga”. Gloria, al principio desconfiada, se dejaba ganar poco a poco por su ternura, por los juegos sencillos que compartían, por la curiosidad que sentía hacia esa mujer de sonrisa frágil y mirada ansiosa por agradar.
El dinero que Kristin había entregado —que Samuel guardó con renuencia pero acabó usando— facilitó ciertas cosas: un mejor uniforme para la escuela de Gloria, pequeños lujos que nunca habían tenido, como un paseo en metro sin preocuparse por las monedas justas o una cena que no fuera improvisada. Samuel lo odiaba en secreto, pero no podía negar el alivio.
Kristin llenaba un espacio, y Gloria respondía con entusiasmo. Esa noche, tras acostar a Gloria, Samuel y Kristin quedaron solos en la sala. La luz cálida de la lámpara dibujaba sombras suaves sobre las paredes. Había té de nuevo, pero el ambiente era diferente. No había tensión inmediata, sino un silencio cómodo, casi íntimo.
—Está feliz contigo —dijo Samuel, rompiendo el silencio—. La escucho reírse contigo de un modo… distinto. Es como si confiara en ti sin pensarlo demasiado.
Kristin lo miró con ternura, los dedos rodeando la taza.
—Es una niña increíble, Samuel. Has hecho un trabajo que pocos podrían haber hecho. No solo sobrevivió a la ausencia de una madre… floreció. Y eso es gracias a ti.
Él bajó la mirada, incómodo con el halago.
—No fue fácil. Me volví alguien que no pensaba ser… solitario, obsesionado con que nada le faltara. Treinta y un años y, salvo ella, no hay nadie más en mi vida.
Kristin sonrió con melancolía.
—Y sin embargo, aquí estoy yo, después de tanto tiempo. Como una intrusa, pero… aquí.
El silencio se alargó. Samuel levantó los ojos y la encontró observándolo con una mezcla de culpa y deseo contenido. La conversación, que había empezado con Gloria, cambió de tono sin que ninguno lo planeara.
—A veces me pregunto —dijo Samuel, casi en un susurro— qué habría pasado si no te hubieras ido. Si los tres hubiéramos sido una familia desde el principio.
Kristin apoyó la taza, acercándose un poco más.
—Yo no estaba lista. Pero ahora… no puedo evitar pensar que no todo está perdido.
Sus manos se rozaron sobre la mesa, un contacto leve que encendió algo en ambos. Samuel no se apartó.
—No sé si puedo perdonarte —murmuró—, pero no puedo negar que tu compañía … Después de tanto tiempo solo, verte aquí… me remueve cosas que pensé enterradas.
Kristin respiró hondo, su voz bajando hasta un murmullo.
—A mí también me remueve, Samuel. No vine buscando esto, pero… es imposible no sentirlo.
El ambiente se volvió denso, cargado de una intimidad que ya no era paternal ni amistosa. Una tensión erótica que latía en lo no dicho, en el roce de sus manos, en la forma en que sus miradas se quedaban atrapadas más de lo necesario.
Samuel apartó la mano apenas, como temiendo dar un paso que no pudiera deshacer, pero sus ojos seguían fijos en los de ella.
—No deberíamos —dijo en voz baja, aunque su tono revelaba más deseo que rechazo.
Kristin esbozó una sonrisa triste, casi cómplice.
—Quizás no. Pero después de ocho años, Samuel…
Kristin se inclinó despacio, y sus labios se encontraron en un beso contenido al inicio, tímido. Pero bastó ese roce para que algo más intenso despertara en ambos. Samuel profundizó el beso, sosteniéndola por la nuca, mientras el cuerpo de ella respondía con una urgencia apenas controlada.
Cuando se separaron un instante, Samuel la miró con el pecho agitado.
—No sabes cuánto te odié estos años —susurró.
Kristin no respondió con palabras; se puso de pie y se acercó a él, dejando que sus caderas rozaran su brazo. Samuel no pudo evitar recorrerla con la mirada, y lo que más lo atrapó fue la curva de sus nalgas, marcadas bajo la tela ligera del vestido. Era como si todo el magnetismo de ella se concentrara ahí, en esa promesa de placer que lo hipnotizaba.
Con un gesto casi instintivo, Samuel deslizó sus manos por su cintura hasta posarlas en esa zona que lo enloquecía. Kristin gimió suavemente, arqueando el cuerpo hacia él, invitándolo a no detenerse.
Samuel ya no pensaba, solo sentía. Sus manos se hundían en la firmeza de esas nalgas que lo habían vuelto prisionero, atrayéndolo con un poder que ni siquiera intentaba resistir. Kristin se dejó guiar, se acomodó sobre sus muslos, y el roce de sus cuerpos desató una oleada de calor. El vestido se alzó apenas, revelando más piel de la que Samuel se atrevía a soñar momentos atrás.
Los besos se hicieron profundos, húmedos, y el jadeo de ella se mezclaba con el de él. Samuel levanto por completo la falda de su vestido, revelando su ropa interior blanca, deslizó los labios por allí, embriagado por el sabor de su piel, mientras Kristin cerraba los ojos y posaba sus manos en la cabeza de Samuel como si el mundo se redujera a ese instante.
Sus manos exploraban sin prisa pero con hambre, subiendo, bajando, deteniéndose en cada curva como si necesitara confirmar que era real.
Fue entonces cuando un crujido leve en la madera rompió la burbuja. Samuel, con los labios aún sobre el abdomen de Kristin, giró apenas el rostro.
Allí estaba Gloria, inmóvil en el umbral del arco que conectaba la sala con el pasillo. Sus ojos grandes, oscuros y asombrados, observaban la escena en silencio. No había un reproche inmediato en su rostro, ni vergüenza. Más bien parecía atrapada en algo que no esperaba presenciar, incapaz de dar un paso atrás o de apartar la mirada.
Kristin lo notó tarde. Giró un poco la cabeza y al ver a Gloria, su respiración se cortó. Pero no se levantó, no se apartó. Se quedó con el rubor marcándole las mejillas y el vestido aún desacomodado.
Samuel tragó saliva, sintiendo que la sangre le golpeaba en las sienes tanto como en la entrepierna. Había deseo, sí, pero ahora también algo nuevo, más complejo: la presencia de su hija convertía esa intimidad en un triángulo cargado de electricidad.
Gloria, sin moverse, murmuró apenas audible:
—Papi…
Gloria dio un paso al frente, insegura, pero con los ojos fijos en ellos. Sus pies descalzos apenas hicieron ruido sobre el piso, y el temblor de sus manos revelaba la mezcla de nerviosismo y atracción que la dominaba. Samuel, todavía con Kristin de pie frente a él, la miró con sobresalto.
—Hija… —musitó, negando con la cabeza, levantando una mano como pidiendo que se detuviera.
Pero Kristin no apartó la vista de ella. Su respiración seguía agitada, sus labios húmedos y sin pensarlo extendió un brazo en dirección a la niña, como si quisiera acortar la distancia.
—Ven —susurró, con una voz grave, cargada de una dulzura peligrosa.
Samuel la miró con incredulidad. Su cuerpo estaba en llamas, sí, pero esto lo llenaba de conflicto. Movió los labios sin decir nada, gesticulando un «no» apenas perceptible, que buscaba frenar la situación.
Gloria, sin embargo, se detuvo apenas un instante en la vacilación. La invitación de Kristin parecía más fuerte que cualquier vergüenza. Con pasos cortos, se acercó hasta quedar frente a ellos. Kristin, con una sonrisa lenta, la tomó de la mano y tiró suavemente, guiándola hacia su propio cuerpo.
Samuel sintió cómo la piel de Gloria rozaba la suya cuando ella se inclinó, tímida, casi buscando refugio en Kristin. Y fue Kristin quien la recibió, girándose un poco para rozar los labios de Gloria con los suyos. Un beso breve, tembloroso al principio, que luego se volvió más firme.
Los ojos de Samuel se abrieron, el corazón golpeándole el pecho. Negaba aún con la cabeza, sus manos tensas en las caderas de Kristin, pero sus sentidos lo traicionaban. La visión de ese beso húmedo y lento frente a él, removía en su interior una corriente oscura y ardiente que lo estaba arrastrando.
Kristin, sin soltar a Gloria, lo miró por encima del hombro con esa expresión de reto y ternura que lo desarmaba todo. Su voz llegó como un susurro cargado de fuego:
—No tienes que decidir nada, Samuel. Solo… déjate llevar.
Samuel cerró los ojos un instante, como si intentara resistir. Pero al abrirlos, las dos estaban allí, tan cerca, y el deseo le mordía las entrañas.
Kristin besaba a Gloria con la calma de quien sabe exactamente lo que hace. La guiaba, inclinando suavemente su rostro, enseñándole con cada roce, con cada presión húmeda de los labios. Gloria temblaba, sus manos pequeñas apretando la tela del vestido de Kristin, incapaz de apartarse, como si su propio cuerpo hubiera decidido por ella.
Samuel las miraba con el pecho agitado, el sudor perlándole la frente. Hizo un gesto de negación, como si quisiera apartar lo que veía, pero la excitación era más fuerte: sentía su miembro endurecido y palpitante contra el pantalón, delatándolo sin remedio.
Kristin interrumpió el beso solo para mirarlo directamente a él. Sus ojos brillaban con la firmeza de quien no pedía permiso, sino que imponía un ritmo.
—Samuel… —su voz era un filo de seda—. Quiero que te desnudes.
Él abrió los labios, incrédulo, su respiración entrecortada.
—Kristin… no sé si…
—Hazlo —lo interrumpió, sin elevar la voz, pero con una seguridad que no admitía réplica.
Gloria giró lentamente la cabeza hacia su padre. Su mirada era de puro desconcierto: nunca había visto a un hombre desnudarse frente a ella, su padre tampoco había nunca permitido que lo viera a él. Sus mejillas ardían, y bajó la vista con nerviosismo, pero no se movió, no se alejó.
Samuel tragó saliva. Su virilidad latía como un tambor dentro de sus pantalones. Sentía la presión insoportable, y aun así, su orgullo masculino estaba herido por los titubeos de su conciencia. Levantó las manos como si intentara excusarse, pero terminó llevándolas al cinturón.
El sonido metálico al desabrocharlo resonó en la sala como un trueno. Kristin sonrió con satisfacción, mientras acariciaba la cabeza de Gloria, que contenía la respiración.
—Míralo —le susurró al oído—. No tengas miedo. Es hermoso.
Samuel bajó la cremallera y deslizó los pantalones. Su erección, firme y gruesa, se marcaba bajo la tela ajustada de sus boxers. Gloria levantó apenas los ojos y luego los apartó, como si el rubor pudiera consumirla viva.
Kristin, paciente pero firme, tomó la mano de su hija y la guió hasta posarla sobre el muslo de Samuel, muy cerca de la tela tensa que ocultaba su verga. Gloria tembló, sus labios entreabiertos, incapaz de creer lo que estaba viviendo.
Samuel cerró los ojos un instante, un quejido grave escapándole de la garganta al sentir la caricia tímida de la mano inocente de su hija. Kristin lo observaba todo, segura, erótica, disfrutando del poder de arrastrar a ambos al mismo abismo.
—Entonces, déjate enseñar —murmuró ella, besando el cuello de Gloria al mismo tiempo que con la otra mano empezó a bajar lentamente los boxers de Samuel, liberando lo que hasta entonces era solo una insinuación.
Kristin bajó los boxers de Samuel con calma felina, liberando por fin su miembro erecto, grueso y palpitante. Gloria se quedó inmóvil, los labios entreabiertos. Nunca había visto un pene antes, y ahora lo tenía tan cerca que podía sentir el calor que irradiaba.
—Tócalo —susurró Kristin, con esa seguridad suya que convertía una orden en caricia.
Tomó la mano pequeña de Gloria y la guió hasta posarla sobre la verga de Samuel. Ella tembló, sus dedos primero indecisos, apretando apenas, y luego más firmes, como si la piel tibia y dura la estuviera hipnotizando.
Gloria vestía su pijama: un vestido celeste de algodón que dejaba ver lo menuda que era, la tela ligera contrastando con el tono oscuro y profundo de sus ojos. Dos trenzas caían por sus hombros, enmarcando su rostro infantil todavía, y ese aire de inocencia que hacía el momento aún más vertiginoso.
Su expresión era un contraste imposible: seria, casi concentrada, pero con una sonrisa diminuta que se escapaba de sus labios, un gesto de sorpresa gustosa que no podía contener.
Samuel la miraba, el pecho subiendo y bajando con violencia. Había culpa en su mirada, una voz en su mente que gritaba que debía detenerlo todo. Pero su cuerpo no le obedecía: su verga ardía bajo la caricia inexperta, latiendo con más fuerza a cada roce de esos dedos tímidos que se volvían más seguros.
—Hijita… —murmuró entre dientes, casi con dolor, cerrando los ojos un instante.
Ella, sin embargo, no lo escuchaba. Estaba atrapada, fascinada. Sus dedos recorrían la longitud, probando la textura, sintiendo el peso y la dureza. Lo miraba como quien descubre un secreto prohibido, un tesoro oculto, incapaz de apartar la vista.
Kristin, con una sonrisa cómplice, la observaba acariciarlo, orgullosa de haber abierto esa puerta. Se inclinó para besarle la mejilla a Gloria, y susurró con ternura en su oído:
—¿Ves lo hermoso que es?
Gloria asintió apenas, sin dejar de mover la mano con creciente convicción, sus ojos brillando como si estuviera hechizada. Samuel, atrapado entre la conciencia y el morbo, entre la razón y su verga, sabía que ya no había vuelta atrás.
Gloria seguía acariciando el pene de Samuel con torpeza creciente, la respiración entrecortada, como si cada roce fuera un descubrimiento. Kristin la observaba con atención, el brillo de triunfo en sus ojos.
—Muy bien, cariño —susurró, acariciándole la trenza con suavidad—. Pero ahora quiero que lo pruebes con la boca.
Gloria parpadeó confundida, levantando los ojos hacia ella.
—¿Con… la boca? —repitió, como si hubiera escuchado mal.
Kristin asintió lentamente, con esa calma que la volvía irresistible.
—Sí, preciosa.
Su hija negó con la cabeza, casi avergonzada.
—Yo… no …
Samuel apretó los puños sobre el sofá, la mandíbula tensa.
—Kristin… —intentó advertir, la voz ronca.
Pero Kristin no lo escuchaba, o no quería hacerlo. Su atención estaba en Gloria, en esa mezcla de inocencia y sumisión que la excitaba tanto.
—Shhh… —le susurró, inclinándose para rozar con un beso suave los labios de la muchacha—. Solo abre tu boca. No tienes que entender nada, yo te enseño.
Gloria tragó saliva, nerviosa, y volvió a mirar el miembro erecto que sostenía entre sus manos. Sus mejillas ardían, su respiración temblaba, pero la sonrisa tímida regresó a sus labios.
—Si tú lo dices…
Kristin sonrió satisfecha y, guiando con su mano la nuca de Gloria, la acercó poco a poco hasta la punta húmeda y palpitante. Samuel cerró los ojos con fuerza, un gruñido grave escapándole al sentir el primer contacto de esos labios vírgenes que apenas se posaron sobre él.
Gloria se quedó inmóvil un segundo, sorprendida. El sabor era extraño, salado, pero no desagradable. Miró de reojo a Kristin, como pidiendo aprobación.
—Muy bien… —murmuró Kristin, acariciándole el cabello—. Ábrelo un poco más… deja que entre…
Y así, con torpeza pero obediencia, Gloria cedió. Su boca se fue abriendo alrededor del glande, lentamente, con esa entrega ignorante y curiosa que la hacía ver más vulnerable y más erótica al mismo tiempo. Samuel la miraba, devorado por la culpa y el deseo, hipnotizado igual que ella.
Gloria tenía los labios abiertos alrededor de la punta, moviéndose con torpeza pero con cada vez más curiosidad. Su respiración se mezclaba con la de Samuel, que jadeaba entre la culpa y el deseo, incapaz de apartarla.
Al principio, ella no entendía qué debía sentir, pero pronto descubrió algo inesperado: la calidez de su boca se transmitía a su vientre, una oleada extraña que le recorría el cuerpo. El roce del miembro duro en su lengua le provocaba un cosquilleo, un calor creciente entre sus piernas. Sin quererlo, un pequeño gemido escapó de su garganta, vibrando alrededor de Samuel.
Samuel apretó los dientes, un quejido grave se le escapó. —Dios… —murmuró, intentando frenar sus caderas que querían moverse solas. Sus ojos se clavaron en Gloria: la imagen de su hija, en su pijama celeste, con las trenzas cayendo por sus hombros, besando su verga con esa inocencia hipnotizada, lo estaba destrozando por dentro.
Kristin, de pie a un lado, los observaba como una espectadora privilegiada. No intervenía, no necesitaba hacerlo: el poder estaba en su mirada, en el simple hecho de haberlos conducido hasta allí. Su respiración era serena, pero el rubor en su pecho y el brillo húmedo de sus labios delataban su excitación. Se mordió el labio inferior, y con voz grave, casi un susurro, dijo:
—Eso, mi niña… lo estás haciendo perfecto. ¿Sientes cómo te gusta?
Gloria se apartó apenas para respirar, con un hilo de saliva que brillaba bajo la luz cálida. Sus mejillas estaban encendidas, sus ojos brillantes, y asintió con una sonrisa tímida.
—Sí… siento algo aquí… —se llevó una mano al bajo vientre, como si buscara entender el calor húmedo que la invadía.
Kristin sonrió con malicia y ternura a la vez.
—Ese es tu cuerpo despertando, Gloria.
La muchacha volvió a inclinarse, esta vez con más decisión, tomando más de la longitud del pene de su padre en su boca. Samuel lanzó un gemido contenido, apoyando la cabeza contra el respaldo del sofá, con el cuerpo temblando.
Kristin observaba la escena, los dedos jugando distraídamente con el dobladillo de su vestido, como si controlara el tiempo, como si todo se desarrollara según su voluntad. Su excitación no provenía de tocar, sino de mirar: del contraste entre la inocencia de Gloria y la virilidad de Samuel, de tenerlos a ambos a su merced, presos de un deseo que ella había desatado.
El morbo le erizaba la piel. Su sonrisa era la de una mujer que sabía exactamente el poder que tenía.
Samuel estaba al borde. Cada movimiento torpe pero decidido de la boca de su niña sobre su verga lo hacía jadear más fuerte, y cuando sus dedos bajaron con curiosidad hasta sus testículos, acariciándolos con timidez, un gruñido gutural le brotó del pecho.
—Hija… por favor… —murmuró con los ojos cerrados, sin saber si pedía que se detuviera o que continuara.
Kristin sonrió satisfecha y, con la calma de quien controla el tablero entero, la guió suavemente hasta un costado de Samuel. Su hija, obediente, se dejó conducir sin soltar en ningún momento el miembro que ya parecía suyo. Sentada en el sofá, sus trenzas cayendo sobre el vestido celeste, tenía la mirada fija en la virilidad negra y palpitante que se erguía en su mano, como si no pudiera dejar de contemplarlo.
Kristin se acomodó frente a ella, y con movimientos seguros levantó la falda ligera del pijama de Gloria. La tela subió lentamente, revelando unos muslos delgados y una piel suave que aún no había sido explorada por nadie. Samuel abrió los ojos y se quedó helado: verla así, con la inocencia marcada en cada gesto, y al mismo tiempo con su mano firme en su verga, lo hacía sentir atrapado entre la culpa y el morbo más oscuro.
Kristin no dudó. Bajó la ropa interior de Gloria con suavidad, y la muchacha no opuso resistencia. Al contrario, respiraba con ansiedad, con ese rubor profundo que no ocultaba el hecho de que estaba disfrutando cada instante.
—Muy bien, mi niña… déjate hacer —murmuró Kristin, con una sonrisa de maestra paciente.
Con un movimiento calculado, levantó uno de los pies de Gloria, colocándolo de forma que su cuerpo quedara expuesto, abierto, vulnerable. La posición le permitía ver con claridad cada detalle, cada pliegue húmedo, cada centímetro de la piel más íntima de la pequeña.
Samuel tragó saliva con fuerza, sus manos temblando sobre sus propias piernas.
—Kristin… esto… —intentó decir, pero su voz se apagó al ver lo que sucedía.
Kristin acercó su mano y, sin titubear, dejó que un dedo acariciara suavemente entre los labios vaginales de Gloria, tanteando el calor húmedo que ya la esperaba. Gloria contuvo el aliento, sus ojos grandes clavados en los de Samuel, como si buscara en él una explicación de lo que sentía.
Luego, con una precisión calculada, Kristin llevó ese dedo más abajo, hasta rozar el pequeño orificio virgen de su culo, y lo fue introduciendo lentamente.
Gloria abrió la boca en un jadeo ahogado, sorprendida por la invasión inesperada. No apartó las manos: siguió estimulando el pene de Samuel, apretándolo con más fuerza, como si su propio temblor interior se canalizara en ese contacto.
—Ah… se siente raro… Kristin… —susurró, con una sonrisa nerviosa que apenas podía contener.
Kristin la besó en la mejilla, orgullosa, mientras movía su dedo en círculos lentos, abriendo el camino con calma, disfrutando de la docilidad con la que Gloria se entregaba.
Samuel se inclinó hacia adelante, los ojos encendidos, devorado por la contradicción: quería detenerlo, pero su cuerpo lo estaba traicionando con cada pulsación.
El dedo de Kristin seguía trabajando en el culito estrecho de Gloria, abriéndola con paciencia, mientras la muchacha jadeaba y apretaba cada vez más fuerte el miembro de Samuel. El ambiente estaba cargado, saturado de respiraciones entrecortadas, gemidos y el sonido húmedo de la piel explorada.
Kristin, con una mirada calculada, se inclinó hacia Samuel.
—Es hora, Samuel —dijo con esa voz firme y suave que le temblaba como un látigo de seda—. Quiero que la tomes.
Él abrió los ojos de golpe, como si le hubieran arrojado un balde de agua helada.
—¡No! —respondió con brusquedad, apartando sus manos y poniéndose de pie de un salto—. ¡No puedo, se trata de mi hija Kristin!
El silencio fue inmediato. Gloria lo miró con los labios temblorosos, el vestido celeste arrugado sobre el pecho y su sexo expuesto bajo la luz, todavía con el dedo de Kristin enterrado en su culito. Su expresión era una mezcla de desconcierto y herida, como si no entendiera por qué él se apartaba.
—Samuel… —murmuró, apenas audible.
Él se llevaba las manos al rostro, respirando agitado.
—Es demasiado… ¡es una niña! —dijo con voz ronca. Sus ojos, sin embargo, se traicionaban: miraban su cuerpo abierto, húmedo, sus trenzas deshechas cayendo sobre los hombros, la sonrisa tímida que aún le quedaba.
Kristin, con calma, retiró su dedo del culo de Gloria y se levantó despacio. Caminó hacia Samuel, y antes de que pudiera retroceder, le tomó del brazo con fuerza sorprendente.
—Mírala bien, Samuel. Tu niña, nuestra niña está pidiendo verga. Quiere ser una mujer. Una mujer gracias a ti.
Él intentó apartarse, pero entonces sintió la otra mano, la pequeña, suave, de Gloria, aferrándose a su otro brazo. La muchacha lo miraba con esos ojos negros enormes, llorosos por qué lo que ella entendía es que no quería jugar con ella, con el rubor encendido en sus mejillas.
—Por favor… papi —susurró, con una sonrisa nerviosa.
Samuel se quedó inmóvil, atrapado entre ambas, con el corazón desbocado. Su verga seguía dura, palpitante, delatándolo.
Kristin sonrió al verlo indeciso y lo guió de nuevo hacia el sofá, mientras la joven Gloria, obediente y expectante, abría más las piernas, revelándose sin miedo.
—Dale lo que pide —murmuró Kristin, inclinándose a su oído, con una mezcla de orden y ternura—. Hazla tuya.
Samuel se acercó a su pequeña hija, con el corazón desbocado, y Gloria quedó recostada sobre el sofá, con las piernas temblorosas y abiertas, el vestido celeste arrugado en su cintura. Kristin, se colocó de pie detrás de ella, detras del espaldar del sofá, le acariciaba el cabello con calma, como quien protege y al mismo tiempo dirige el destino de la escena.
El miembro de Samuel, erecto y palpitante, se acercó a la entrada húmeda de Gloria. Al sentirlo, la niña se estremeció, apretando los labios.
—Es… muy grande para meterlo ahí… —susurró con voz quebrada.
Samuel cerró los ojos, intentando apartarse, pero Kristin alrgó su mano y tomo su pene, acercandolo más.
—Despacio… —dijo, casi en un murmullo hipnótico—. Hazlo lento, para que lo sienta, para que lo recuerde siempre.
Él tragó saliva y apoyó la punta contra la entrada virgen. Gloria arqueó la espalda con un gemido agudo, sus uñas clavándose en el sofá. El glande apenas se abría paso, y el calor de su cuerpo era sofocante. Samuel gimió también, desgarrado por la sensación y por la culpa que lo atravesaba.
—Duele… —dijo Gloria, con lágrimas en los ojos, pero sin apartarse
Su virginidad se resistía, apretada, estrecha, casi imposible. Samuel avanzó apenas un centímetro, y ella soltó un quejido que fue mitad dolor, mitad sorpresa. El aire se llenó de su respiración entrecortada, del roce húmedo, del silencio expectante de Kristin.
—Mi niña… —susurró Kristin en su oído, besándole la cabeza—. Estás abriéndote a él, deja que tu cuerpo lo acepte.
Samuel avanzó un poco más, muy lento, y la resistencia cedió con un tirón doloroso. Gloria soltó un grito suave, sus mejillas enrojecidas y húmedas por las lágrimas.
—Me duele, Me duele, Me duele, —dijo entre jadeos.
El miembro quedó apenas dentro, aprisionado por la estrechez de su interior. Samuel estaba al borde del abismo, intentando no empujar más, luchando con todas sus fuerzas contra la urgencia de hundirse hasta el fondo. Kristin, con la mirada encendida de morbo, apretaba la mano de Gloria para sostenerla, fascinada por el espectáculo de esa primera vez, por la tensión entre el dolor y el placer, entre la pureza y lo prohibido.
Gloria, después de unos segundos, respiró más hondo y abrió los ojos, mirándolo directamente.
Samuel empujó con lentitud, los músculos de su cuerpo tensos como cuerdas. Gloria apretó los dientes, un quejido agudo le escapó de la garganta, y sus manos se aferraron al sofá como si temiera romperse en dos. La estrechez de su interior lo envolvía con una presión insoportable, casi dolorosa también para él, pero irresistible.
—Dios… hija… —murmuró, jadeando, tratando de controlar la urgencia animal que lo dominaba.
Ella lloraba en silencio, con las mejillas mojadas, pero no lo apartaba. Su cuerpo temblaba.
Con un último empuje, Samuel se hundió hasta el fondo. El choque fue brutal, la dureza de su verga chocando contra la inocencia de su cuerpo. Gloria lanzó un grito apagado, arqueándose bajo él, mientras las lágrimas brotaban en un llanto constante
—Lo tengo todo dentro… —susurró, con la voz rota.
Samuel la miraba desde arriba, jadeando, deshecho entre la culpa y el éxtasis, sabiendo que ya no había retorno. Su pecho sudoroso respiraba agitadamente, y su miembro palpitaba dentro de esa estrechez virgen que ahora lo aprisionaba por completo.
Y entonces, en ese instante suspendido, apareció la tercera mirada.
Kristin, de pie tras al sofá, su rostro a escasos centímetros del de él, observaba la escena como si fuese un ritual prohibido, una pintura viva de lo que nunca debió ocurrir. Sus labios estaban entreabiertos, su respiración pesada. No necesitaba tocarse; el morbo que la atravesaba era suficiente. Ver la dureza oscura de Samuel hundida en la inocencia húmeda y temblorosa de su hija, escuchar sus gemidos entre dolor y placer, sentir el aire cargado de transgresión… todo eso la estaba llevando a un estado cercano al éxtasis.
Sus ojos se clavaron en el punto exacto de la unión, fascinada por lo surrealista de lo que veía: una virgen entregándose, su padre quebrado por dentro, y ella, testigo y autora de aquella unión imposible.
Una sonrisa lenta se dibujó en sus labios. No necesitaba nada más: solo mirar le bastaba para estremecerse, para saborear el poder de haberlos arrastrado a ese abismo.
—Hermoso… —susurró, apenas audible, como si hablara consigo misma.
Y en el silencio cargado, Samuel comenzó a moverse, muy despacio, arrancando a Gloria nuevos gemidos de dolor desconocido en su interior.
Ante el llanto, Samuel se quedaba quieto, respirando como una bestia acorralada. Gloria tenía los ojos cerrados, lágrimas aún resbalaban por sus mejillas, pero su cuerpo ya no temblaba con la misma intensidad. Poco a poco, el dolor que la atravesaba parecía aflojar, dejándole espacio a otra sensación desconocida: no era todavía placer, pero sí un calor que le permitía seguir ahí, abrirse más, sostenerlo dentro.
—Me… me duele papi… —susurró entre jadeos, pero con una voz más resistente.
Esas palabras fueron como gasolina para Samuel. Lo miró todo: la piel sudorosa de su pequeña hija alrededor de su colorada vagina, abierta con hilitos de sangre que caían en el sofá, su expresión rota entre inocencia y entrega, y la forma en que su verga desaparecía en ese cuerpo tan pequeño. La culpa lo arañaba, pero estaba cada vez más lejos; lo cubría un velo de deseo y morbo que lo arrastraba al límite.
Comenzó a moverse, primero lento, como probando, y al sentir que ella no lo rechazaba, profundizó los empujes. Un gemido grave le escapó del pecho.
—Dios, hijita… qué estrecha eres… —jadeó, sin poder contenerlo.
Gloria abrió los ojos, todavía húmedos, y lo miró con miedo. Sus labios temblaban, pero no dijo que se detuviera.
Kristin, mientras tanto, no apartaba la vista del lugar donde se unían, y su respiración era cada vez más profunda. Se mordía el labio inferior, deleitándose con el contraste obsceno: la dureza salvaje de Samuel entrando y saliendo de la inocencia todavía dolorida de Gloria.
Samuel, nublado, perdió el control que aún conservaba. Sus movimientos se volvieron más marcados, cada embestida más honda, más urgente. El placer lo cegaba, lo consumía.
—Mírame… —ordenó de pronto, con la voz ronca, sujetando la barbilla de Gloria—. Quiero que me mires mientras te follo.
Ella lo obedeció, con los ojos grandes y húmedos, clavados en él. Su respiración se agitaba, los quejidos se mezclaban con gemidos que apenas se atrevían a salir.
Kristin cerró los ojos un segundo, tocándose apenas los labios con los dedos como si saboreara la escena. Luego, abrió de nuevo la mirada ardiente y sonrió. Estaba disfrutando como nunca: Samuel, dominado por el instinto; Gloria, sumisa; y ella, la titiritera de ese espectáculo prohibido.
Samuel ya no era el mismo hombre contenido que había intentado detenerse minutos antes. Ahora se movía sobre Gloria con fuerza, hundiéndose en su vagina estrecha con cada embestida, jadeando como si la vida se le escapara en cada empuje.
—Abre más las piernas —ordenó, sujetándola de las rodillas y separándolas sin darle opción.
Gloria gimió, obedeciendo con torpeza. El movimiento le arrancó un quejido agudo, pero lo sostuvo, mirándolo como él le pedía. Sus ojos negros estaban llenos de lágrimas, de miedo y de una extraña entrega que lo enloquecía más.
Samuel gruñó, inclinándose sobre ella.
—Tócate el pecho… quiero verte hacerlo mientras te penetro.
Ella vaciló, sus manos temblaron, pero al sentir su mirada ardiente sobre ella, obedeció. Acarició con timidez su inexistente pecho sobre su pijama, ni siquiera sabía que era lo que debía tocarse ni como hacerlo, respirando entrecortada, como si cada gesto fuera un descubrimiento prohibido.
Kristin observaba desde un costado, con una mano apoyada en el respaldo del sofá y la otra sobre su propia cadera, inmóvil, sin necesidad de tocarse. Sus ojos estaban clavados en el punto exacto donde el pene de Samuel desaparecía en la vagina virgen de Gloria. Esa visión la tenía al borde de un orgasmo solo con mirar, con saborear el morbo de lo que ella misma había orquestado.
Samuel empezó a perder la compostura. Su respiración se volvió áspera, su cuerpo sudoroso resbalaba contra el de Gloria.
—Abre la boca… —le ordenó de pronto, sujetándola del mentón con rudeza.
Ella lo miró con desconcierto, pero obedeció, abriendo los labios temblorosos.
Él gruñó, los ojos encendidos.
—Quiero correrme en tu boca.
Gloria emitió un sollozo suave, confundida e incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo, pero sin rechazarlo. Su inocencia convertida en obediencia era lo que lo llevaba directo al borde.
Kristin no pudo contener un suspiro cargado de placer. Su mirada iba del rostro dominado de Samuel al gesto tembloroso de Gloria, y de vuelta a esa unión brutal que los marcaba a los tres. El poder de la escena la hacía estremecerse.
Samuel apretó los dientes, cada vez más cerca del clímax, las embestidas más rápidas, más profundas.
—Mírame… no cierres los ojos… mírame.
Gloria lo sostuvo con la mirada, vulnerable, sometida, obediente, mientras él se hundía con toda su fuerza, al borde de derramarse.
Samuel ya no podía más. Sus embestidas eran rápidas, duras, cada vez más profundas, y su respiración se quebraba con gemidos animales que llenaban la sala. El cuerpo de Gloria se arqueaba bajo él, temblando, la vagina estrecha resistiendo y a la vez cediendo con cada estocada.
—Voy a correrme… —jadeó, apretando los dientes, con la voz rota por el placer. Samuel se incorporó de golpe, aún con el pene endurecido, con rastros de sangre y brillante. Tomó a Gloria por el pelo, guiándola sin darle respiro.
—Abre bien la boca.
Ella obedeció con torpeza. Sus piernas pequeñas quedaron abiertas, y un hilo espeso de sangre goteaba lentamente entre sus muslos.
Samuel se subió al sofá y se acomodó frente a ella, el pecho agitado, el pene todavía erecto y húmedo. Lo colocó en la entrada de su boca, sujetándole la barbilla.
El calor lo consumió y, con un único empuje, se derramó dentro de ella. Eyaculó con fuerza, convulsionando sobre su rostro frágil, gimiendo con un gemido ronco mientras sentía su semen llenarla por primera vez. Gloria abría la boca en un grito mudo, sorprendida por la intensidad del momento, el peso de su pene sobre su boca y esa sensación caliente que ahora bajaba por su garganta.
Se dejó caer un segundo, sudoroso, jadeando
—Ahora… muestramelo.
Gloria lo miró con los ojos enormes, todavía llorosos, Samuel retiró despacio su verga, dejando que la cabeza rozara sus labios. Del interior de su boca brotaba un hilo lechoso que descendía por su barbilla, como un recordatorio vivo de lo que acababa de ocurrir.
Ella lo recibió con torpeza, succionando apenas, había tragado prácticamente todo el semen, lo había saboreado. Samuel gimió otra vez, extasiado.
Gloria, tímida y obediente, abrió más la boca, dejando que se viera el semen acumulado en su lengua. Una sonrisa temblorosa le cruzó el rostro, mezcla de vergüenza y fascinación.
Kristin casi se estremeció al verla. No apartaba los ojos: la niña con la boca abierta, mostrando el semen; Samuel, todavía duro y dominado por el placer. Para ella era un cuadro perfecto, un rito obsceno y hermoso, y solo con mirar sentía que también alcanzaba su propio orgasmo.
—Así… —murmuró con voz grave, los ojos brillando—. Son perfectos.
El silencio cayó de golpe, tan pesado como el aire húmedo que los rodeaba. Samuel se apartó lentamente, jadeando todavía, el sudor escurriéndole por la espalda. Miró el cuerpo de su hija, tembloroso sobre el sofá, las piernas abiertas, la sagre en su vagina. Sintió que el corazón se le encogía.
—Dios mío… ¿qué hice? —susurró, llevándose las manos al rostro, como si pudiera borrar el instante.
Gloria cerró las piernas de inmediato, apretándolas con fuerza. Se acomodó el vestido celeste como pudo y se abrazó a sí misma, temblando, sin atreverse a mirarlo. Su respiración era agitada, el miedo todavía palpitaba en su pecho, pero junto a él había algo más: una sensación extraña de haber cruzado un umbral que nunca imaginó. La vergüenza ardía en su rostro, y sin embargo, en sus labios temblaba una sonrisa mínima, contradictoria.
Samuel quiso hablar, pedir perdón, pero las palabras se le ahogaban en la garganta. Se levantó de golpe, caminando un par de pasos por la sala, buscando aire, buscando redención.
—Esto no debió pasar. ¡No debió! —gruñó, golpeando con el puño la mesa.
Fue entonces cuando la voz de Kristin llenó la sala, suave, grave, con esa calma que parecía desarmar cualquier tempestad.
—Claro que debía pasar.
Samuel la miró incrédulo, los ojos ardiendo de rabia y de culpa.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Era mi niña!
Kristin sonrió apenas, se acercó con la seguridad de quien no necesita justificarse, y posó una mano cálida sobre el hombro de Gloria, como si la protegiera.
—Y ahora ya no lo es. Ya no es una niña, Samuel. La ayudamos a dar un paso que tarde o temprano iba a dar.
Gloria la miró, todavía con los ojos húmedos, y aunque el miedo seguía ahí, encontró en la voz de Kristin una calma extraña, como si hubiera un sentido oculto en todo aquello.
Samuel negó con la cabeza, luchando consigo mismo, pero no pudo sostener la mirada de ninguna de las dos. Caminó hacia la ventana, intentando ahogar la tormenta que lo desgarraba.
Kristin, en cambio, acarició el cabello trenzado de Gloria, con un gesto maternal y posesivo a la vez.
—Lo que empezó hoy no tiene que terminar aquí —murmuró, bajando la voz como quien comparte un secreto.
La sala aún estaba impregnada de sexo. El silencio no era tranquilo, sino pesado, lleno de respiraciones contenidas. Samuel seguía de pie junto a la ventana, con la frente apoyada contra el vidrio, luchando contra sí mismo. Gloria estaba en el sofá, con las piernas recogidas bajo el vestido arrugado, abrazándose las rodillas, los ojos oscuros evitando mirarlo.
Kristin, en cambio, parecía imperturbable. Se sentó junto a Gloria, con la espalda recta, y cruzó una pierna sobre la otra. Su voz rompió la tensión.
—No tiene sentido huir de lo que pasó —dijo, mirándolos a ambos—. El cuerpo no miente. Samuel, tú no pudiste detenerte. Y tu hija… no te rechazó.
—¡Kristin! —escupió Samuel, girándose hacia ella, con la furia y la culpa marcadas en su voz—. ¡Me corrí en su boca! ¿Te das cuenta? ¡La llené de semen!
Kristin no parpadeó. Al contrario, una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
—Sí —respondió con calma—. La llenaste de ti. No hay nada más natural que eso.
Gloria se estremeció con las palabras. Sintió un calor en las mejillas, bajó la mirada. Samuel apretó los puños.
—Dejas todo como si fuera normal. ¡Es una locura!
Kristin lo sostuvo con los ojos, firme.
—No, Samuel. Lo único loco sería fingir que no pasó, o peor aún, que no lo disfrutaste.
El silencio volvió, pero cargado. Fue entonces cuando Kristin giró hacia Gloria, tocándole suavemente el brazo.
—Y tú, cariño… dime la verdad. ¿Qué sentiste?
Gloria mordió su labio inferior, nerviosa. Se encogió un poco, como si le costara hablar.
—Me… me dolió mucho… allá abajo —dijo al fin, con voz frágil—. Sentí como si me partiera en dos.
Samuel cerró los ojos con fuerza, atormentado. Pero antes de que pudiera decir nada, Gloria continuó, con un matiz infantil, como quien confiesa un secreto vergonzoso.
—Pero… lo que sí me gustó… fue cuando me puso su coso en la boca. El sabor de… ¿Cómo dijiste que se llamaba… semen?. Eso sí me gustó.
La confesión flotó en el aire como una provocación imposible de ignorar. Samuel abrió los ojos, incrédulo, mientras Kristin ladeaba la cabeza con una sonrisa victoriosa.
—¿Escuchaste, Samuel? —dijo ella, suave pero firme—. Ella lo dice con sus propias palabras.
Gloria bajó el rostro, pero en sus labios había una sonrisa tímida, casi traviesa, que desmentía su vergüenza.
Samuel se llevó una mano al rostro, sintiéndose atrapado. Kristin, en cambio, estaba más serena que nunca, segura de que había empezado a tejer el lazo que los mantendría unidos en ese triángulo imposible.


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