FLORENCIA 1
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
FLORENCIA 1
A pesar del hermoso sol primaveral, el día apuntaba a no ser bueno para Florencia quien, no obstante sus noches sin dormir, no había salido con ventaja en aquel último examen del año.
Cursando las materias finales de su carrera de Derecho, tenía la suerte de trabajar como su asistente personal junto a una de las abogadas laboralistas más importantes del país. Además de la experiencia que acumulaba en esas funciones, el no trabajar en un estudio formal le daba la posibilidad de establecer relaciones con ejecutivos y directores de empresas que le serían útiles en un futuro no muy lejano.
Establecida en su propio departamento, Nélida tenía una cartera muy reducida de clientes pero ser patrocinante de empresas de esa envergadura no sólo le otorgaba una libertad de acción e independencia que con compañías menores no tendría, aparte de las pingües ganancias que le producían los contratos de no muy santas transacciones internacionales.
El hecho de que la mujer sacara provecho de los esfuerzos de la muchacha, no desalentaba a Florencia que, de origen humilde y huérfana de madre desde los doce años, había conseguido estudiar y capacitarse con su sólo esfuerzo para ser alguien en la vida.
Cuando después de la Facultad entró al departamento, Nélida la estaba esperando en su escritorio mientras revisaba unos expedientes que Florencia debería protocolizar en Tribunales. En tanto firmaba los últimos folios, escuchó con cierto disgusto el fracasado intento de su pupila y al terminar, le pidió que se aproximara a su lado pues quería destacarle algunos detalles del trámite.
Apoyada en el escritorio con sus codos, se inclinaba sobre la carpeta para observar sus indicaciones cuando sintió como la mano derecha de la mujer se asentaba cariñosamente detrás de sus rodillas para luego ir ascendiendo a lo largo del muslo. Conocedora que aquel era el prólogo para algo a lo que la costumbre había transformado en rutinario pero que aun le molestaba, fingió indiferencia porque sabía que eso era lo que le gustaba a Nélida.
Mientras la mujer hablaba con la misma volubilidad de siempre y, como si la mano fuera un órgano autónomo, los dedos se deslizaron acariciantes sobre la pierna exenta de medias a causa de la temporada veraniega y, llegados a la comba formada por la nalga, hurgaron suavemente en el pequeño pliegue para luego encaminarse hacia la hendidura.
Tropezando con el elástico de la trusa, se escurrieron por debajo para hundirse entre las nalgas buscando establecer contacto con la parte inferior del sexo. Una leve pátina húmeda cubría los tejidos de la vulva y los dedos acariciantes treparon a lo largo de los labios mayores para sumirse dentro de la tersa superficie del óvalo y, resbalando sobre el jugo hormonal, encontraron los todavía cerrados esfínteres; presionándolos con delicadeza, los transpusieron para penetrar mínimamente la vagina.
Florencia resollaba quedamente con los ojos cerrados y la boca reseca por el placer que ese estregar ponía en su cuerpo, cuando la mujer sacó repentinamente la mano y luego de hacer girar el moderno sillón ergonómico, le ordenó que la saciara como ella sabía.
Como cumpliendo parte de un rito al que la costumbre quitaba expectativa, Florencia se quitó la corta pollera y, tras desasirse de la blusa, desprendió los ganchillos del corpiño mientras observaba como la mujer alzaba su falda hasta la cintura con esa práctica que dan los años, encogiendo las piernas abiertas para engancharlas sobre los brazos del sillón.
Con más de cuarenta años, la abogada representaba escasamente algo más de treinta y su cuerpo cuidado a fuerza de masajes y gimnasio era una deliciosa mezcla entre lo mórbido y lo musculoso. En tanto Florencia se acuclillaba delante de ella, Nélida se despojaba del fino top de gasa de seda para dejar al descubierto la contundencia de sus pechos que, sólidos y macizos, caían apenas sobre el pecho.
La muchacha sabía que la mujer prescindía de toda ropa interior e inclinándose sobre aquellas mamas de tersa piel, envió la lengua tremolante para establecer contacto con los gránulos sebáceos de la aureola. Aunque nunca había tenido ni tenía inclinaciones homosexuales, los dos años trascurridos desde que la mujer la sedujera con la prepotencia de un hombre para someterla a su antojo, le habían enseñado a disfrutar de ese sexo antinatural pero que le resultaba terriblemente satisfactorio en lo íntimo y muy conveniente para su carrera, con la ventaja adicional de que Nélida la recompensaba con el regalo de ropa suntuosa y un sueldo magnífico que ella atesoraba con el propósito de irse definitivamente de esa casa.
Como siempre, luego de la rebeldía inicial en la que sentía la humillación de ser pobre, su cuerpo y mente se rendían ante la promesa del placer que la esperaba. Acompañando el trabajo de su lengua a la aureola y pezón, una mano de dedicó a macerar, sobar y estrujar cariñosamente los senos mientras la otra se dirigía a la entrepierna a la búsqueda de aquel sexo que, se le ofrecía casi groseramente dilatado por la posición.
Rascando suavemente el depilado Monte de Venus, las yemas encontraron más abajo la protuberancia del capuchón todavía fláccido y se dedicaron a excitarlo para provocar el crecimiento y endurecimiento del tubito carneo en cuyo interior se encontraba el clítoris que en Nélida tenía la particularidad de adquirir un tamaño desusado con la estimulación.
Aunque a esa hora el marido de Nélida hacia rato que se encontraba en su empresa, aquella seguía actuando como si existiera peligro de ser escuchadas y alentaba fervorosamente a la joven con el balbuceo musitado de su complacencia. Exaltada ella también por la excitación, Florencia succionaba y mordisqueaba con denuedo el vértice de los senos para luego abrir la boca con golosa voracidad e introducirlo totalmente en ella, ejerciendo una ventosa feroz.
Por los sacudimientos de cuerpo de Nélida, se dio cuenta que aquella estaba a punto y, cambiando la posición acuclillada por la arrodillada, llevó la boca para que la lengua tremolante se deslizara a todo lo largo del sexo en vehementes lamidas desde el clítoris hasta la fruncida oscuridad del ano en tanto que con dos dedos separaba los arrepollados labios menores para que se abrieran como dos alas de mariposa, dejando al descubierto la calidad perlada del óvalo.
Ineludiblemente, esa vista la fascinaba y entonces empeñó todo el vigor de la lengua vibrátil para recorrerlo en toda su extensión fustigando las carnosas crestas, estimulando la cabecita insinuada del diminuto glande u horadando el insólitamente amplio agujero del meato mientras dos dedos se introducían a la vagina.
Encorvándolos, estimuló alrededor del agujero vaginal para activar las glándulas y cuando esta comenzó a exudar sus mucosas, recorrió los primeros centímetros del canal vaginal estregándolo suavemente para despertar la sensibilidad de los tejidos y en tanto estos cedían dilatándose mansamente, los dedos buscaron con certeza en la cara anterior hasta detectar el bultito almendrado del punto G.
Ante el continuo restregar, combinado con lo que hacían sus labios, lengua y dientes sobre el clítoris, Nélida expresaba de viva voz su contento con repetidas afirmaciones de que ese era el lugar mientras su pelvis se agitaba en remedados coitos. Incrementando aun más su accionar sobre el clítoris y extendiéndolo a las aletas ahora saturadas de sangre, Florencia agregó otro dedo, imprimiéndole al brazo un movimiento oscilante de ciento ochenta grados que los llevó a no dejar un solo rincón de la vagina sin restregar.
Clavando los dedos en sus propios pechos y torturando con el filo de las uñas los pezones, Nélida le pedía por favor que la hiciera acabar; siguiendo con el ritual casi cotidiano y abriendo el cajón superior derecho del escritorio, Florencia extrajo un artefacto que atemorizaba por su aspecto; de unos veintidós o veintitrés centímetros de largo, su grosor no excedía los cuatro centímetros, pero lo que lo hacía formidable era su aspecto; los cuatro primeros centímetros semejaban un ovalado glande cuya superficie estaba surcada por ranuras helicoidales y el segundo segmento – unos siete u ocho centímetros -, exhibía una sucesión de lobanillos del tamaño de granos de maíz mientras el resto del tronco del consolador imitaba a una serie de diez gruesos anillos pegados.
Pero lo más notable fue cuando Florencia presionó dos botones en la base y, mientras la punta ranurada giraba en el sentido horario, el sector con protuberancias lo hacía en el opuesto. Poniendo su dedo pulgar a restregar rudamente al irritado clítoris, acercó el aparato a la vagina y lenta, muy lentamente, hizo que la punta rotativa fuera desplazando los tejidos. Ese contacto bestial puso una nota discordante en los ronroneos complacidos de la mujer, haciéndola prorrumpir en desesperados e histéricos reclamos para que la hiciera disfrutar aun más de esa cópula.
Sabiendo que era lo que Nélida quería, Florencia siguió introduciendo el falo hasta que su mano chocó con los húmedos tejidos del sexo y, al tiempo que la mujer se ahogaba por lo jadeos que sacudían su pecho, dio mayor ritmo y empuje a la penetración.
Contagiada por la alienación de la mujer, llevó su boca a masacrar con labios y dientes al clítoris y ya en un afán casi destructivo, complementó esa maravilla con la introducción del pulgar al ano de Nélida quien, transformada por el deseo loco de expulsar su orgasmo, cimbraba como un arco de violín en tanto que su vientre se contraía y expandía por los convulsivos espasmos del útero y cuando finalmente alcanzó la satisfacción, expelió sus espesas mucosas en sonoros chasquidos a través del falo que seguía socavándola hasta que la misma Florencia, agotada por el esfuerzo del sometimiento, se desplomó entre las piernas de la mujer.
Rato después, se recuperó para advertir que descansaba con la cabeza en el muslo de Nélida y su nariz aun aspiraba los fragantes jugos que habían brotado del sexo, sintiendo que, con cariñoso agradecimiento, la mujer acariciaba su corta melena.
Haciéndola levantar, la abogada la condujo hacia uno de los sillones del despacho y mientras Florencia secaba su cuerpo y rostro del sudor, saliva y jugos vaginales con una toalla que extrajera de un armario, Nélida se desembarazó rápidamente de la arrugada pollera para ajustar a su cintura un arnés y volver a su lado.
Florencia odiaba tanto como disfrutaba cada uno de los actos que protagonizaba con la abogada pero, ya condicionada, no podía menos que admirar y desear el cuerpo de la mujer, anhelando poseerla tanto como ella la sometía a sus depravadas penetraciones.
Conociendo la ambivalencia de esas emociones, Nélida se acomodó entre sus piernas abiertas para recostarse sobre ella. Todavía congestionado por el esfuerzo del coito, a Florencia se le hacía atractivo el rostro de esa mujer que, aun con su cuota de perversidad, le brindaba un afecto que ella anhelaba recibir, necesitada de experimentar la sensación de saberse amada aunque fuera por un instante.
Como presintiéndolo, la abogada aproximó sus labios a los de la muchacha y con una ternura indescriptible, fue cerrándolos en una serie de pequeños besos hasta que la fatigada Florencia se rindió a la dulzura de la mujer y aferrándola por la nuca, se dejó envolver por ese vórtice de deseo. Junto con los abrazos y caricias, los senos de restregaban acrecentando la pasión de las mujeres y entonces fue cuando Nélida se despegó de su boca para abrevar en los senos de la muchacha que seguían mostrando unas casi inexistentes aureolas y sí, unos pezones verdaderamente extraordinarios que, poco más chicos que la aureola, eran gruesos, largos e inexplicablemente para una mujer no parida, con un notable agujero mamario.
En esos dos años la mujer había aprendido a gozar de esos senos y sabía cuanto se regocijaba la joven cuando ella los sometía con su boca y dedos. Aplicando las palmas de sus manos a un leve roce rotativo en la cúspide de los pezones, puso en boca de Florencia gorgoritos de su placer más profundo y luego de unos momentos, cuando las mamas estuvieron erectas, unos pocos pellizcos de los dedos contribuyeron a su endurecimiento definitivo.
Sentir el grosor y consistencia de los pezones en su boca sacaba de quicio a Nélida y en tanto esta se cerraba sobre ellos para someterlos a los latigazos de la lengua y a las profundas succiones de los labios, los dientes los roían con sus filos romos sin lastimarlos. Ese perverso jugueteo de la boca obnubilaba de goce a la muchacha, quien lo expresaba en los roncos ayes que escapaba de su boca y que, cuando la abogada sumó la acción de los dedos enroscando entre ellos las carnosidades para luego de retorcerlas aviesamente, clavar las uñas profundamente en la carne, los transformó en desesperados reclamos para que concretara el sojuzgamiento.
Entonces Nélida reacomodó su cuerpo y en tanto que la boca volvía a someter a la de la joven, guió el falo artificial para embocarlo en la entrada a la vagina y lentamente presionó con las caderas. Florencia conocía largamente la consistencia del miembro y sin embargo, como en cada oportunidad en que la penetraba, sus músculos se cerraron aprensivos en una especie de vaginitis ocasional.
Unido al arnés, el falo era verdaderamente formidable; semejante en todo a uno real, la suave consistencia de la silicona escondía un interior articulado semi rígido y en lo exterior, la superficie estaba surcada por gruesas venas y protuberancias. Justo en la base, un aro al que era posible rotar en cualquier dirección, sostenía un pequeño falo puntiagudo como el de un perro, separado a una distancia que le permitía estimular al clítoris o al ano.
Con las bocas unidas en agónicos besos devoradores y mientras roncaban de ansiedad, la una por ser penetrada de esa forma y la otra por el disfrute inigualable que le daba someterla; con las manos engarfiadas en la piel, Florencia sentía que sus carnes eran dolorosamente separadas por la prepotencia del miembro y eso le causaba un placer masoquista. En un movimiento singular de sístole-diástole, los músculos ceñían a la verga para luego dilatarse y ceder el paso, disfrutando con el avance del tronco hasta que el ovalado glande chocó con la estrechez del cuello uterino y eso dio a Nélida motivo para que iniciara la marcha inversa.
Los bramidos que estremecían a la muchacha, la hicieron retirar totalmente el consolador y cuando Florencia exhaló un suspiro de alivio, volvió a apoyarlo en el hueco para iniciar una nueva penetración, no sin antes hacer girar al aro hacia abajo. En la medida que el tronco se deslizaba en la vagina ahora cubierta por las mucosas que el útero enviaba como lubricantes, el sucedáneo adicional del tamaño de un dedo pulgar, fue estimulando con su punta los frunces anales y esa relajación permitió su introducción total.
Al comprobar que ambos falos estaban dentro de la muchacha, Nélida inició un suave meneo de la pelvis y así, en tanto su boca devoraba los labios y la lengua se enzarzaba en un húmedo combate con la otra, sentía como Florencia se crispaba y envaraba por la fricción de los miembros.
Al cabo de unos minutos y mientras Florencia se aferraba con los dedos engarfiados a sus espaldas, desgarrándose en mimosos gemidos en los que le suplicaba groseramente por mayor goce, se desprendió de sus brazos y escurriéndose a lo largo del vientre, se solazó con lengua y labios bebiendo con fruición los jugos que bañaban al sexo, dejando que dos dedos suplantaran al pequeño miembro.
Esta vez ya no había moderación sino un fervor enloquecido y la boca no se daba abasto para chupetear intensamente cada tejido de la vulva y clítoris en tanto los dedos se movían entrando y saliendo del ano con un movimiento circular que dilataba aun más los esfínteres.
Florencia sentía que toda ella se iba en esas oleadas de intenso goce que le proporcionaba la mujer mayor y aunque conocía cuáles serían las consecuencias, le suplicó que no la castigara más y la condujera como ella sabía a la obtención de su orgasmo.
Nélida estaba ansiosa por llegar al alivio del orgasmo con la excitación que siempre le producía dominar sexualmente a otra mujer y entonces, haciéndola dar vuelta en el sillón para que quedara acostada boca abajo, le elevó un poco la grupa para luego hacerle encoger una pierna hasta que la rodilla rozó el pecho. Abriéndole de costado la otra pierna estirada, consiguió que el sexo se le ofreciera en toda su magnífica carnadura y ubicándose arrodillada sobre él, volvió a penetrarlo hondamente, consiguiendo arrancar en la muchacha eufóricos ayes de contento.
La misma muchacha fue adaptándose a la cópula y su cuerpo ya no estaba totalmente boca abajo sino que, ladeada, se apoyaba en un hombro para hacer que la pierna se encogiera aún más mientras sus caderas seguían el movimiento basculante de las de la abogada.
Ambas mujeres, alienadas por el goce de dominar y ser dominada, ponían sus mejores esfuerzos para mejorar el coito y, sintiendo como en su interior crecían los desgarradores arañazos que la conducirían al orgasmo, Nélida sacó la verga del sexo y, apoyándola en los dilatados esfínteres anales, empujó.
La mujer la sodomizaba por lo menos una vez a la semana y, sin embargo, cada una era como la primera vez que lo hiciera, dos largos años atrás. Los músculos parecían negarse a ser transpuestos y ofrecían a la verga una oposición verdaderamente virginal pero, como eso precisamente era lo que entusiasmaba a la abogada, esta puso todo el peso de su cuerpo para que, luego de unos segundos de suspenso, el tremendo falo se deslizara dentro del recto hasta que su pelvis se estrelló contra las nalgas conmovidas.
El grito irreprimible al sentir como la inmensa verga penetraba la tripa, se transformó en un mimoso murmullo de repetidos asentimientos cuando el vaivén llevó a sus carnes el placer inmenso que le daba semejante sodomía. Rugiendo como bestias en celo, las dos se sacudían espasmódicamente; Nélida para que los empellones del coito repercutieran en su propio sexo a través del golpeteo de la base del consolador, mientras que Florencia disfrutaba por el paso del miembro y de su acólito que, dado vuelta previamente por la mujer, estimulaba la vagina.
Balanceando el cuerpo para acompasarse a los rítmicos remezones de la mujer que se acuclillaba sobre su grupa para hacer más intensa la penetración, Florencia llevó una de sus manos a restregar sañudamente al clítoris y, en tanto que la otra se clavaba férreamente en uno de sus senos, alcanzó el alivio de la eyaculación en medio de estertorosas exclamaciones de satisfacción.
Horas después y satisfecha porque el trámite en los Tribunales le había permitido llegar temprano a su casa, se encerraba en el baño para disfrutar de una ducha caliente que eliminara del cuerpo el cansancio del trabajo y de aquella cópula de, aunque maravillosa, la dejara derrengada.
Llevaba un tiempo bajo el agua, cuando escuchó a su padrastro que canturreaba mientras se cambiaba en su dormitorio. El sonido de esa voz tenía para ella cadencias que estaban grabadas en su mente desde muy chica y ese recuerdo la hizo estremecer.
Su madre la había tenido a ella siendo soltera y nunca había podido casarse con su verdadero padre porque este había resultado ser un hombre casado que la sedujera aprovechándose de su autoridad de patrón. Llegada a Buenos Aires desde su Rosario natal y sin demasiadas luces ni instrucción, trabajó en lo que se ofreciera para mantener a su hija.
Finalmente, recaló en una casa de familia en la que servía con cama adentro y Florencia, a cargo de una prima de su madre, sólo la veía los fines de semana. No obstante, era tal el cariño que se tenían, que esas cuarenta y ocho horas compensaban los otros cinco días. La chiquilina adoraba a esa mujer que se desvivía trabajando para que ella pudiera ir a un colegio particular y recibir la educación que ella nunca había tenido.
Al cumplir los diez años, su madre conoció a un hombre tan solo un poco mayor que ella y que, viudo, tenía un hijo de su misma edad. Al poco tiempo, ella abandonaba la casa de las primas y su madre el trabajo para ir a vivir en el departamento que Pedro tenía en la Capital.
El hecho de mudarse no había modificado su educación, ya que la misma congregación de monjas que dirigía el colegio tenía otro en el centro. Por otra parte, ella estaba feliz porque su madre lo fuera por primera vez, ya que el hombre realmente la adoraba y, dentro de sus posibilidades, la trataba a cuerpo de reina.
El departamento era antiguo pero amplio y tanto ella como Robertito disponían de un dormitorio para cada uno. Aunque el padre estuviera casado legalmente con su madre, ella no lo consideraba ni siquiera como hermanastro y, porque su educación, costumbres y amigos eran muy distintos, convivían amistosamente bajo el mismo techo pero no eran amigos. En realidad, se soportaban con mutua indiferencia.
Todo fue viento en popa durante más de un año y medio, al cabo del cual ella tuvo su menstruación y, como si fuera un fenómeno de causa efecto, al tiempo que hacía partícipe a su hija de qué cosas le acarrearía su condición de mujer, ella parecía ir consumiéndose y luego de una larga internación, falleció repentinamente.
Pedro era un buen hombre que, desconsolado por su segunda viudez de esa mujer que aun no tenía treinta y cinco años y a la que había amado como a ninguna antes, se solidarizó con el dolor de esa chiquilina que a los doce años había quedado sola en el mundo.
Luego del sepelio y el entierro, Florencia se había refugiado en su cuarto pero lo desgarrador de su llanto, hizo que el hombre la acompañara para que se durmiera y ella lo logró con el arrullo de su voz profunda y amable.
Cabizbaja y entristecida, anduvo varios días como perdida y, falta del afecto de su madre, se acostumbró a pedirle a su padrastro que la acompañara por las noches. Efectivamente, el hombre se reclinaba en el respaldar de la cama y mientras ella apoyaba la cabecita contra su pecho, él la rodeaba con la fortaleza de su brazo para acunarla al tiempo que le relataba cosas de su infancia o de cómo se había enamorado de su madre.
Nunca hizo alusión a su reciente condición de mujer ni a las manifiestas modificaciones que eso iba colocando paulatinamente en su figura. De tan escuálida que parecía raquítica, repentinamente había cobrado mayor estatura y en su cuerpo, que engrosaba ostensiblemente fortalecido, aparecían los bultos incipientes de pechos, caderas y glúteos.
Ella estaba avergonzada por esas formas que parecían querer proclamarle al mundo el advenimiento de aquel trastorno periódico que le causaba tanto dolor como repugnancia y por otro lado, lo único que sabía era que aquello la hacía vulnerable ante los hombres pero, aun admitiendo el placer que eso le causaría, su madre no le había llegado a explicar eso de las relaciones entre hombres y mujeres.
Consciente y expectante por lo que le ocurría a su hijastra, Pedro ya había hecho un hábito aquello de ir a su cuarto para sentarse junto a ella y conversando desde sus estudios hasta de banalidades cotidianas, la adolescente se quedaba dormida entre sus brazos.
Florencia también era consciente de esa revolución que se gestaba ocasionalmente en sus entrañas y cómo unos extraños cosquilleos aparecían en su bajo vientre o en la zona lumbar, coincidentes con la presencia de Pedro a su lado.
La pequeña mujercita acaparaba la atención del hombre y, paulatinamente, fue dejando que las manos acompañaran la elocuencia de sus palabras con casuales toqueteos que no iban más allá de una cariñosa palmada a los muslos de la chica o a tiernos jugueteos de manos en improvisadas e incruentas peleas infantiles.
El se daba cuenta que a la muchachita parecía no disgustarle su contacto y, poco a poco, mientras charlaba, hacía a sus manos recorrer los hombros y caderas de Florencia en distraídas caricias que, sí, ponían un algo desconocido y expectante en ella. Naturalmente, el hombre no quería exceder los límites de la prudencia y dejando pasar el tiempo, alternó esos toqueteos con largos periodos en que ni siquiera la tocaba; esto es, la estaba dejando cocinar en su propia salsa.
Con el pasar de los meses, no tan sólo la chica se había acostumbrado a esas caricias, sino que ella misma se tomaba la libertad de acariciarle el rostro, el pecho o tanteaba juguetona los músculos de su vientre en traviesas palmaditas o pellizcos.
Con la llegada del verano y sin tener conciencia de que, aunque tenía poco más de trece años su cuerpo ya tenía las definidas proporciones de una mujer, Florencia acostumbraba usar unos cortos y livianos camisones debajo de los cuales sólo usaba las todavía infantiles bombachas de algodón. A ella le gustaba cuando su padrastro, imitando a indóciles cabalgaduras con dos dedos, recorría su cuerpo en medio de imitados relinchos y ficcionadas palabras de vaqueros, ascendiendo por las laderas de los incipientes senos o cayendo al abismo que formaba la falda en la entrepierna.
Tan vez fuera por el tono amable y profundo de su voz, el hipnotismo de sus palabras, el calor que emanaba de su cuerpo o esa fragancia a hombre que exudaba, pero lo cierto era que Florencia, ignorando conscientemente que lo estaba, había desarrollado esa crispación que sólo da la excitación sexual.
El jugueteo de los dedos apenas rozando su cuerpo ponían un instante de calma, pero cuando fingía dormir para disfrutar de su abrazo, el escozor recomenzaba aun con mayor intensidad. Simulando no darse cuenta del estado de la jovencita, él extremaba la variedad de los toques hasta conseguir llevarla a la exasperación que desembocaría en lo inevitable.
Astutamente y recurriendo a lo emocional, deslizaba en sus oídos escenas que graficaban la felicidad que había experimentado con su madre, subrayando como su amor había llegado a la idolatría hasta el punto que, después de su muerte, le era imposible ni siquiera considerar un acercamiento con otra mujer pues sentía que le estaba siendo infiel.
El sólo nombre de su madre y la pena reflejada en aquel rostro varonil, la sensibilizaban de tal modo que llevaba sus manitas a consolarlo y él, estrechando la cabecita contra en hueco de su hombro, rozaba tenuemente sus espaldas, nalgas y muslos con cariñosa suavidad por sobre la tela pero sin evidenciar la pasión que buscaba despertar e instalar en su hijastra.
A Florencia le placía ser acariciada de esa forma y, mentalmente, se colocaba en el lugar de su madre, que era precisamente lo deseado por Pedro. Paulatinamente, no sólo intensificó la fortaleza de los dedos sino que transgredió la débil barrera de la tela para deslizarlos directamente sobre la piel de muslos y nalgas, obteniendo como respuesta suaves ronroneos satisfechos de la chica en cuyo vientre se acumulaban esas nuevas sensaciones de tener a minúsculos y silenciosos duendes recorriéndola en inquietantes aleteos por las regiones más insólitas.
Con los ojos cerrados, se dejaba ir, imaginando como disfrutaría su madre de tan deliciosas caricias e, inconscientemente, sus dedos fueron a recorrer mimosamente el cuello y pecho del hombre. Considerando que ese era el momento exacto, Pedro abrió el escote de la prenda para dejar escurrir su mano a palpar la consistencia de los senos infantiles.
Nunca nadie, a excepción de ella misma al bañarse, había tocado las carnes de esos pechos en maduración y al sentirlos delicadamente sobados por su padrastro, una inexplicable sensación de cálido bienestar se instaló en su cuerpo desalojando la desagradable crispación.
Balbuciendo su placer, fue acomodándose para quedar boca arriba y, ante la vista de los redondos pechitos cuyos gruesos y largos pezones carecían prácticamente de aureola, dejó a la mano recorrerlos alternativamente en menudos sobamientos que hacían suspirar hondamente a la chiquilina, pero Pedro, arteramente, fingió una especie de rechazo mientras exclamaba que no deberían estar haciéndolo. Ante la pregunta intrigada de Florencia sobre por qué no, él le dijo clara y crudamente que eso lo realizaba con su madre porque era su mujer, pero que ella no lo era y no podía aprovecharse de su inocencia.
Ante el brusco cerrar del escote por parte de él y a su inmediato movimiento por levantarse, Florencia intentó una inútil protesta pero Pedro salió casi atropelladamente del cuarto. El sabía, a pesar de que ella lo ignorara, que la chica enfrentaba su primera calentura y su propósito no era darse un gusto pasajero sino instalar esa necesidad en las entrañas de la jovencita para siempre.
La confusión en la mente de Florencia no la dejó dormir en toda la noche y a la mañana siguiente Pedro esquivó todo diálogo con ella, partiendo antes que se levantara. Turbada profundamente por lo que esas caricias a los senos despertaran en su vientre y sin comprender como el hombre que decía adorar a su madre la despreciaba de esa manera, pasó el día en el colegio y después de la cena, que se desarrolló en un clima de tirante gentileza, ella se acostó y permaneció a la espera de la aparición de su padrastro.
Cuando lo hizo, la chiquilla que había permanecido en la espera tensa como un arco, se relajó y rápidamente lo invitó al lugar acostumbrado para luego precipitarse sobre él y acurrucarse contra su pecho. Mientras ella sollozaba quedamente al tiempo que le pedía que nunca más la abandonara de ese modo, él trató de explicarle de la forma más clara y sin herir su sensibilidad que, aunque no era su padre biológico, no debía tener el menor acercamiento íntimo con ella, en parte porque sería un delito y, además, porque ella aun era una niña a pesar de sus formas.
Evidentemente, una necesidad primitiva e inconsciente habitaba a la jovencita quien no era tan tonta como para no comprender el verdadero sentido de su oposición pero, argumentando sus propias razones, le dijo que, si él realmente quería tanto a su madre como para no poderle ser infiel y ella parecía ser su réplica física, el darse el uno al otro no constituiría una deslealtad sino una prolongación y que no sería delito en tanto aquello no trascendiera los límites del cuarto.
Pedro estaba orgulloso de su triunfo por haber llevado a la chica a pensar de la forma en que él quería, pero aun discutió por un rato más su posición aunque en realidad sólo hacía que esos pensamientos se consolidaran en la mente todavía infantil. Mientras la estrechaba contra su pecho, dejó que su mano recorriera los muslos y nalgas con caricias que ahora conllevaban una clara intencionalidad sexual.
Contenta por esos roces, Florencia se desprendió del abrazo para bajar la parte superior del camisón y acostada boca arriba, exhibir ante sus ojos la trémula masa de los senos en tanto le pedía que la acariciara. Corriéndose un poco hacia abajo, Pedro acompañó el suave sobar de los dedos con una serie de pequeños besos en lenta recorrida por las temblorosas colinas mientras escuchaba el susurrado asentimiento de la chica.
Viéndola tan conmovida, dejó a la lengua deslizarse con la punta tremolante sobre al piel que ya había adquirido el rubicundo salpullido de la excitación hasta que arribó al vértice donde el pezón lucía largo, erecto y con una extraña depresión en la punta. Alternando el lambeteo con el estrujamiento de los dedos, se entretuvo largo rato en tan deliciosa tarea, sintiendo como bajo él, el vientre de la jovencita se sacudía espasmódicamente mientras murmuraba su complacencia con ininteligibles palabras al tiempo que engarfiaba los dedos en el borde del colchón.
Sabiendo positivamente que la muchacha estaba transitando un camino desconocido para ella que, indefectiblemente la conduciría, si no a su primer orgasmo por lo menos a una satisfactoria eyaculación, puso a trabajar su boca para que los labios envolvieran la larga excrecencia mamaria succionándola con delicada fruición y la mano volvió a recorrer la ahora inquieta superficie de los muslos pero no se detuvo al llegar a la entrepierna, sino que la yema de los dedos palpó la carnosidad de la vulva a través de la tela.
La jovencita gemía quedamente y por el tono enronquecido de su voz, sumado a las contracciones abdominales y las piernas encogidas que se abrían y cerraban espasmódicamente, tuvo la certeza de que algo inaugural iba a suceder en ella. Lo mismo le pasaba a Florencia quien, incapaz de canalizar adecuadamente semejante placer, sentía rebullir en sus entrañas contracciones convulsivas que parecían estallar indiscriminadamente al influjo de las chupadas que le descubrían una desconocida sensibilidad de los pezones y al estregar de los dedos en la entrepierna que, aun sobre la tela, colocaban un delicioso picor en su vulva.
Sus manos se cernían ahora sobre la cabeza de su padrastro y, en tanto la presionaban contra los pechos, inició un instintivo vaivén copulatorio con la pelvis que el hombre supo interpretar acertadamente y, en tanto acrecentaba la acción de la boca en los senos, hizo vehementes las fricciones a la vulva para, luego del envaramiento crispado de aquel cuerpo maravilloso, percibir a través de la tela empapada la humedad primeriza de esos jugos vaginales.
Florencia estaba experimentando aquella primera eyaculación casi como un hecho traumático porque, sumado a los cosquilleos enloquecedores, era como si una multitud de diminutos y feroces perros trataran de separar sus carnes de los huesos para arrastrarlas hacia el caldero hirviente que era ahora su bajo vientre y, al tiempo que todo semejaba estallar para dar paso a una catarata interior, una sensación de ahogo, un pasar a otra dimensión, una enajenación infinita, la hundían en el abismo oscuro de una pequeña muerte.
Junto a los ojos desorbitados y los agónicos estertores que brotaban de la boca inmensamente abierta de la niña, la explosión inusitada de los jugos traspuso la débil barrera del tejido para rezumar contra los dedos, Pedro prosiguió con esa masturbación superficial mientras la boca se esmeraba en succionar y lengüetear los inflamados pezones hasta que el cuerpo juvenil perdió el envaramiento del éxtasis para derrumbarse laxamente sobre las sábanas humedecidas de transpiración y entonces, tomando entre sus brazos aquel tembloroso cuerpo semidesnudo, lo acunó tiernamente hasta que Florencia se durmió.
Al otro día y como si lo convenido tácitamente la noche anterior se hubiera convertido en ley para ella, la chiquilina se comportó con tanta natural desenvoltura como si nada hubiera sucedido. Conforme porque su planificación se estuviera cumpliendo tal como lo esperaba, esa noche y la siguiente, con distintos pretextos, Pedro salió después de comer y la chiquilina sintió la tremenda soledad de ser huérfana por primera vez desde que falleciera su madre.
Florencia había comprendido cabalmente lo terrible de esa relación con el hombre mayor, pero en el fondo, deseaba desesperadamente perder su virginidad y conocer todo lo que su madre hubiera experimentado sexualmente con él. Decidida a que su entrega fuera total, esa noche se coló en el cuarto de Pedro y, desnudándose, se escurrió debajo de las sábanas.
Aquello era lo que su padrastro había calculado que sucedería y cuando la muchacha frotó contra el suyo la carnadura de su cuerpo fresco, se dio vuelta y tomando su cabecita entre las manos, depositó un delicado beso en su boca. Verdaderamente, Florencia no sabía como era un beso de amor y dejó en sus manos la conducción en ese aprendizaje; los labios de Pedro encerraban suavemente golosos los suyos y cuando estos cedían dúctiles a la presión, ejecutaba una pequeña succión a la que los labios vírgenes iban correspondiendo cada vez con mayor entusiasmo y fruición.
Las ansias que los besos despertaban en la chica hacían que gimiera hondamente entre el chupeteo húmedo y sonoro hasta que, sin proponérselo, un algo atávicamente primigenio la hizo enviar su lengua a explorar dentro de la otra boca. Sorprendido por la rapidez conque esa chiquilla aprendía el arte de besar como posiblemente no lo haría una mujer más adulta, envió su lengua a enfrentarla en una singular batalla en la que, la suavemente rosada de la niña hizo frente a la gruesa, larga y dura del hombre con un espíritu realmente combativo.
Abrazados estrechamente, se entregaron al beso con un apasionamiento que los enajenaba y mientras ella restregaba sus pechitos contra los peludos pectorales de su padrastro, se dio cuenta de que el hombre mantenía puesto su pantalón pijama. Involuntariamente pero sin duda con un propósito subconsciente determinado, llevó una de sus manos a toquetear el bulto semi rígido dentro del pantalón, provocando en Pedro una reacción inesperada; apartándose de ella como si quemara, puso la sabana retorcida entre los dos al tiempo que la miraba severa y admonitoriamente.
Asustada y sintiéndose repentinamente desvalida en su desnudez, escuchó como el hombre le decía que ella aun era muy niña para disfrutar de ese tipo de placeres y que estaba en él conducirla en su sexualidad para que, con el tiempo, conociera y gozara todos los vericuetos del sexo. Pidiéndole que le perdonara su brusquedad anterior, le dijo que contuviera su impaciencia y dejara en sus manos su educación sexual.
Temblorosa como si hubiera sido pescada en falta, se acurrucaba adoptando una posición fetal en defensa de su desnudez y entonces, apenado por haberla atemorizado y decidiendo compensarla por eso con un adelantamiento en los tiempos, fue acariciándola hasta hacerla distender y cuando ella ronroneaba complacida, la acomodó boca arriba para luego acostarse sobre ella entre sus piernas abiertas.
Iniciando una nueva sesión de besos, lambeteos, estrujamientos y chupones, manos y boca se esmeraron en los senos mientras comprobaba como en la chiquilina se potenciaba lo experimentado noches atrás. Verdaderamente reaccionaba como lo hubiera hecho una mujer mucho más experimentada y no sólo sus manos acariciaban su cabeza sino que también colaboraron con las suyas, sometiendo a sus senos con igual diligencia e intensidad.
Florencia se agitaba debajo suyo y entonces, Pedro abandonó los senos con la boca para que la lengua se escurriera serpenteante a lo largo de ese vientre infantilmente liso para arribar a un Monte de Venus escasamente elevado en cuyo promontorio nacía la sombra de una alfombrita velluda más insinuada que notoria. La sierpe de la lengua se aventuró sobre ella, acercándose prudentemente a un apenas insinuado capuchón epidérmico en cuyo interior se escondía la pureza de un clítoris sin mácula.
Haciéndole encoger las piernas separadas, se extasió en la contemplación del único sexo virgen que conociera en su vida. Tal como imaginara y aunque la vulva abultaba como una especie de alfajorcito carneo, la raja casi insinuada se cerraba prietamente. Con los índices de sus manos, distendió los labios mayores para encontrarse ante un espectáculo inédito para él; los labios menores eran casi inexistentes, sólo dos mínimas crestas que se extendían a cada lado del óvalo que, de un rosado blancuzco, liso como una madreperla, contenía en su generoso receptáculo la presencia capital del clítoris, cuya cabecita asomaba escasamente tras la telilla membranosa bajo la capucha; un poco más abajo del centro, se veía la depresión del meato e inmediatamente debajo, se insinuaba la apertura dispareja de la vagina.
Sacando la lengua y haciéndola tremolar con viveza, la hizo recorrer con irritante lentitud cada uno de los recovecos de aquel sexo impoluto, jamás hollado por alguien. Inicialmente, los sabores y aromas tenían una infantil connotación con orines pero en la medida en que el organismo enviaba sus mucosas a lubricarlo, comenzó a emanar aquel olor característico de las mujeres y su gusto fue derivando al de agridulces jugos.
Florencia nunca había experimentado una sensación tan dulce como el paso de esa cosa mórbida que escarbaba en los rincones a los cuales sólo ella accedía para orinar o higienizarlos durante sus periodos. Por primera vez tenía conciencia de que esos repliegues y colgajos de su sexo no estaban sólo para molestarla sino que poseían una sensibilidad que al contacto de la lengua transmitía inefables mensajes de placer a distintas partes de su cuerpo.
Ya la lengua no se conformaba por aquel periplo sino que se empeñaba en excitar de manera particular a cada región. Vibrante y engarfiada, hurgaba bajo la capucha epidérmica y conseguía que esa puntita ovalada y blancuzca fuera cobrando tamaño y erección, con lo que, puesto el dedo pulgar a restregarla exteriormente, la lengua descendió hacia la diminuta apertura de la uretra y la socavó hasta obtener una cierta dilatación.
Para la chica esas maniobras le resultaban maravillosamente gozosas e, imaginando cuanto habrían regocijado a su madre en su momento, se aplicó a convocar su propio disfrute al sentir como esa húmeda serpiente se alojaba en los alrededores de la entrada a la vagina, estimulaba la corona de repliegues que la orlaban y, aun sin penetrarla, la lengua se introducía apenas con delicado cuidado.
Dando expansión a su regocijo, no tenía vergüenza en expresarlo en sonoros gemidos, dando gracias a Dios que, con su permanencia en el Liceo Naval, su hermanastro no pudiera ser testigo de esa relación antinatural pero extremadamente gozosa. El goce era tanto que su pelvis se proyectaba contra esa boca que hacía esas maravillas en su sexo y, dejando aflorar la mujer que aun no era pero que ancestralmente pervivía en sus entrañas, le reclamó a su padrastro que la hiciera volver a experimentar lo de días atrás.
Aunque cauto, Pedro era un hombre y el gusto de aquellos jugos lo excitó de tal manera que dejó a los labios acompañar la acción de la lengua y encerrando entre ellos el tubito carnoso, lo succionó lenta y apretadamente cual una mujer lo haría con un pene, mientras los dedos rascaban y estregaban entre sí los ahora inflamados pliegues de los labios menores.
Los mismos remezones que la muchacha pegaba con las caderas incrementaban la intensidad de las chupadas y, como respondiendo a un mandato instintivo, Pedro apoyó el dedo índice sobre la prieta apertura de la vagina para ir introduciéndolo con suma lentitud. La natural aprensión de su hijastra hacía que los esfínteres se comprimieran como para impedirle la entrada al invasor, pero el chillido histérico de su asentimiento lo animó a proseguir y así, a poco, encontró la débil resistencia de lo que supuso sería el himen.
Elástico como si fuera una película de polietileno, se opuso por un instante pero ante la suave presión del dedo, se rasgó para permitir su paso. Eso había cambiado el tono en los grititos de Florencia, a quien el dedo se le antojaba de un grosor inusitado y el sufrimiento de sentir como algo lacerante atravesaba sus tejidos, no sólo la hizo enronquecer la voz sino también dar un incontrolable respingo de sorpresa y dolor.
Atento a esa reacción, Pedro siguió penetrándola hasta que el nudillo fue detenido por la carne del sexo. Tratando de no lastimarla, fue moviendo el dedo en distintas direcciones, tanteando la estrechez de ese tubo que ya estaba cubierto por una profusa capa de espesas mucosas. Para la chiquilina era como si un grueso gusano se moviera en su interior explorando la consistencia muscular del conducto y eso le causaba un placer inédito, una cosquilla que se extendía al estómago, los riñones, la vejiga y, curiosamente, el ano.
Convencido de que su hijastra estaba disfrutándolo, él inició la retirada del dedo para luego volver a avanzar en un lentísimo vaivén que arrancó en la niña un hondo suspiro de satisfacción al tiempo que su cuerpo se movía como buscando acomodarlo a la penetración. Paulatinamente y dejando que sus labios chupetearan tanto al clítoris como a los tejidos de los pliegues que adquirían en los bordes la hinchazón de nuevos frunces, girándolo en un ángulo de casi ciento ochenta grados, llevó al dedo en una exploración que abarcaba todo el canal hasta detectar en la cara anterior y muy cerca de la entraba, la suave hinchazón que delataba la presencia temprana de un naciente Punto G, esa conexión con los tejidos de la uretra que actúa como la próstata en los hombres.
Estimulándola con delicados toques de la yema y ante la crispación en la jovencita que le indicaba su alto grado de sensibilidad, el dedo se entretuvo largo rato hasta que adquirió el ovalado tamaño y consistencia de una almendra, acorde con la excitación de Florencia quien le pedía que no cesara de hacérselo en medio de convulsivos meneos de la pelvis. El sabor y el aroma de las flatulencias de ese sexo carente de las acritudes de las mujeres adultas eran exquisitamente nuevos para el hombre y si por él hubiera sido, continuaría mucho más tiempo haciéndolo, pero la histeria que ya reflejaban los gemidos y ayes de su hijastra, lo llevaron a completar su obra.
Uniendo al índice su largo dedo mayor, los introdujo en la vagina y, encorvándolos, les imprimió un ritmo tal, que a poco, la chiquilina se aferraba con los dedos engarfiados a las húmedas sabanas para darse impulso y proyectar su sexo al encuentro de la boca y mano que le proporcionaban tal calidad y cantidad de ese insólitamente placentero dolor-goce, mientras, todas juntas, las sensaciones internas de la vez anterior hacían eclosión en ella y hundiéndose en un oscuro y cálido abismo alcanzo, este sí, su primer orgasmo.
Pedro no se aprovechó del entusiasmo y mansedumbre con que su hijastra había enfrentado esa relación que suponía un abuso y hasta una violación que, aun consentida y ahora deseada por ella, suponía un delito. Cuando Florencia se escurría por las noches en su cama, refrenaba sus impulsos y los de la joven-niña, limitándose a largas y aleccionadoras sesiones de besos que fue complementando con la enseñanza de la auto satisfacción para que ella conociera y disfrutara mejor de sus órganos.
La mente ya concupiscente de la chiquilina aceptó gustosamente esas lecciones en las que el hombre permanecía a su lado, incitándola con seductora voz a seguir sus indicaciones, encontrando un placer nuevo y diferente en aquello de sobar y estrujar sus senos, retorcer y aguijonear los pezones con dedos y uñas pero, preferentemente, se hizo adicta en restregar hasta la hinchazón al clítoris y los labios menores, alcanzando la satisfacción con la introducción de sus dedos en la vagina. Sólo en ocasiones, él satisfacía sus ansias reemplazando sus manos en sutiles caricias con las que, finalmente, ese embrión de mujer alcanzaba la satisfacción de sus orgasmos sin necesidad de penetraciones ni minetta alguna.
Tres meses después y respondiendo a los insistentes reclamos de esa niña que se había convertido en una voraz consumidora de sexo, se quitó los pantalones para dejarla tomar contacto con su miembro. Antes de acostarse y en previsión de que no lo traicionara el advenimiento de una eyaculación precoz, Pedro se había masturbado en el baño para descargar la abundancia de su esperma, contenida verdaderamente durante ese primer año de viudez.
Al apartar la sábana para exhibirlo ante la muchacha cuyo cuerpo se había ido afinando y consolidando, esta no pudo disimular una luz de curiosa repugnancia en sus ojos. Puntualizándole que el pene de los hombres necesita ser estimulado para adquirir su verdadero aspecto y tamaño, le explicó cuáles de sus partes eran más sensibles y, tomándole una mano, la acercó para que sopesara la verga.
Sin ser un prodigio, el miembro de Pedro era respetable y, aun en reposo, tenía un volumen considerable. Siguiendo sus indicaciones, Florencia lo tomó en sus manos y por medio de apretujones y caricias, fue haciéndole alcanzar la tumefacción necesaria para que los dedos se deslizaran por el tronco. Como efecto de esa causa, el miembro fue adquiriendo rápidamente mayor rigidez y, cuando ya los dedos de la pequeña no alcanzaban para rodearlo, él hizo que depositara gran cantidad de saliva en la mano.
Guiándola con su mano, hizo que los dedos sobaran la tersa y ovalada cabeza del glande en delicados movimientos envolventes para luego desplazar la flojedad del prepucio y ceñirse en la profundidad del surco. Pidiéndole que repitiera ese movimiento varias veces, consiguió que el entusiasmo de la chica creciera junto al endurecimiento total del falo y luego, mientras ella respiraba agitada por la ansiedad, hizo que la mano se deslizara por todo el tronco para que, complementándolo con la excitación al glande, aquello se convirtiera en una verdadera masturbación.
Exaltada ella misma por lo que consiguiera solamente con sus dedos, cubrió de saliva las palmas de ambas manos y asiéndolo entre ellas, se enfervorizó en una masturbación tan vehemente que, en medio de las bendiciones y felicitaciones de su padrastro, de la uretra brotó como de una fuente la blancuzca lechosidad del semen, salpicando el rostro que Florencia inclinaba sobre el falo. Asustada por ese resultado, miró perpleja a Pedro, pero aquel le dijo que lo había hecho muy bien, invitándola a seguir un poco más para que acabara totalmente y que probara con su lengua el sabor del esperma.
Un poco asqueada por esa melosidad pegajosa que resbalaba por sus manos, acercó medrosa la punta de la lengua y a su contacto, un estremecimiento goloso la estremeció; lo que ella imaginaba repugnante, tenía un delicioso sabor picante a almendras dulces. Sin mediar indicación alguna del hombre y cual se fuera un suculento helado de cucurucho, la lengua empaló la cremosidad para ir deglutiéndola luego de experimentar el delicioso gusto en la boca. Eufórica por el hallazgo, se ayudó con los labios para recoger lo que cubría el tronco, trasegando al semen como si fuera un exquisito postre y cuando Pedro la hizo a un lado para levantarse, se relamió, juntando con los dedos los goterones que salpicaran su cara.
A pesar de esa experiencia, Pedro utilizó la pasión de su hijastra para exigirla en su aplicación a los estudios, extorsionándola con las noches sexuales como recompensa. Con todo, él dosificaba sus expansiones, haciendo de lo que sería habitual una excepción, con lo que no sólo mantenía a la que ya no era una niña sino una jovencita en lo físico y una mujer en lo sexual, en vilo sino que después de esa abstinencia estaría más que dispuesta a realizar todo cuanto le pidiera, concretando su propósito de convertirla en su mujer.
De esa manera, con un que sí y que no permanente, muy de vez en cuando él la dejaba satisfacer su gula masturbándolo pero impidiendo que le realizara sexo oral, con lo que ella daba expansión a su apetito cada día más exacerbado mediante las masturbaciones que el le pedía se hiciera para complacer su voyeurismo o el siempre maravilloso sexo oral y manual que Pedro le daba por lo menos dos días a la semana.
Con el incentivo del sexo como anzuelo, ella dedicaba largas horas al estudio en el que se destacaba por su aplicación y erudición al momento de tener que expresarse. En el transcurso de esos dos años hubo varias interrupciones, provocadas por la presencia de Javier, el hijo de Pedro que estudiaba en un lejano Liceo Naval.
De esa manera, casi inopinadamente, debía suspender las visitas a la cama de su padrastro, a veces por los dos o tres días de una licencia especial y otras más prolongadas, como los quince días de las vacaciones de invierno o el inacabable mes de verano en que, a excepción por alguna salida nocturna del muchacho, no tenían oportunidad para tener sexo, cosa que ella suplía con sus propias manipulaciones que, aun haciéndola acabar, la dejaban insatisfecha y a veces sólo servían para exacerbar aun más su pasión por el hombre al que debía llamar papá.
Justamente ella cumplía años en el mes de abril y Pedro decidió premiar su conducta en el colegio y los largos períodos de abstinencia a que la obligaba la presencia de su hijo, con la anticipación de lo que había pensado largamente como su regalo de cumpleaños número quince.
Aquel sería el primer fin de semana en el que permanecerían absolutamente solos después de las vacaciones y ese viernes, a poco que llegara del colegio, él la condujo al dormitorio y haciéndola desnudarse, pensando en cómo disfrutaría de esas carnes jóvenes pero ya solidamente macizas con resabios de todo un día de sudor acumulado en ellas, se desnudó totalmente como nunca lo había hecho y, sentándose con la espalda apoyada en el respaldar de la cama, le dijo a la extrañada muchacha que le hiciera sexo oral.
Aun más que sorprendida por ese espléndido regalo con el que venía soñando desde hacía meses, elaborando en su mente inexperta pero afiebradamente fértil las mil y una maneras conque efectuarle al hombre una felación, Florencia se abalanzó a la entrepierna de su padrastro para meter cuando antes esa verga fláccida a la que adoraba dentro de su boca. El deseo reprimido la hacía temblar de ansiedad y al sentir por primera vez el gusto particular del miembro en su boca, lo encerró entre los labios para que la lengua lo macerara contra el paladar, las muelas y la parte interior de los dientes, con lo que consiguió un rápido endurecimiento de la verga que iba convirtiéndose en falo.
La reciedumbre del órgano viril la cautivó pero, al mismo tiempo, su grosor hizo que tuviera que ir retirándolo de la boca. Poniendo una de sus manos a deslizarse sobre el tronco en una lenta masturbación, envió la lengua trepidante a recorrer premiosa la tersura del glande y desplazando la delicada piel de prepucio, la emprendió contra el interior del surco mientras la otra mano exploraba con cuidado el apretado bulto de los testículos, demorándose en acariciar la rugosa piel.
Aunque sabía que, como él se lo prometiera a sí mismo, en esos dos años la había condicionado para que no sólo aceptara todo cuanto le exigiera sino también que ella había desarrollado una avidez sexual que prometía convertirla en una bestia sedienta de sexo, especialmente porque cuerpo se fuera modificando de forma exponencial, la gula y prepotencia con que se regodeaba en el falo lo descolocó.
Dejando caer una abundante cantidad de saliva como cuando lo masturbaba, la utilizó como lubricante para favorecer el estregar de sus dedos por esa verga a la no alcanzaba a abarcar totalmente, con un lento subir y bajar al que había impreso un movimiento circular, al tiempo que abría trabajosamente la boca para dejar que los labios envolvieran a la ovalada cabeza, introduciéndola hasta que estrecharon al surco y, cerrándolos, comenzó con un corto movimiento ascendente y descendente, impeliendo la boca con fuertes succiones que hundían sus mejillas.
Lejos de satisfacerla semejantes chupadas, dejó escurrir los labios succionantes a lo largo del falo hasta arribar a los testículos cubiertos por el pringue formado por su saliva con los jugos naturales que exudaba el órgano, lamiendo y chupando golosamente hasta que un oscuro pensamiento la dominó y ascendiendo de la mismo forma, llegó al glande. Como si fuera la de una boa constrictora, su boca su abrió hasta la dislocación y lenta, muy lentamente fue introduciendo el falo hasta que su punta rozó en la garganta; un atisbo de náusea que despertó un regüeldo amargo la atacó pero, superándolo prontamente, inició la retirada mientras los labios ceñían duramente las carnes y el filo de los dientes trazaba surcos en la piel sin lastimarla.
Al observar la complacencia que su padrastro expresaba en roncos bramidos, ella misma sintió como un ansia desconocida la compulsaba a hacerlo y alternando esas profundas chupadas con veloces masturbaciones de la mano, prosiguió hasta que el hombre detuvo sus denodados esfuerzos.
Pedro tenía una decisión tomada y no estaba dispuesto a desperdiciar sus fuerzas y esperma en una simple chupada. Haciéndola recostar de costado y mientras degustaba el sabor de su propio falo en profundos besos a la boca, le encogió una pierna para que la rodilla quedara apoyada en sus costillas y llevó la mano a la entrepierna de la chica. Deslizando los dedos por los húmedos tejidos en lento ir y venir, distrajo a dos para que penetraran la oquedad de la vagina encharcada para después llevar esas mucosidades a través del sensible perineo y explorar sobre los fruncidos esfínteres anales.
Enardecida por el anterior sexo oral y las suaves penetraciones de los dedos en tan maravillosa masturbación, masculló una tan vana como falsa protesta pero, como ese movimiento circular en el ano no sólo no le producía daño alguno y sí una deliciosa nueva excitación, prendiendo su boca a la del hombre con glotonería, comprobó como aquel hundía lentamente y sin dolor alguno, un dedo en el recto.
Una acuciante necesidad de defecar la hizo contraer los músculos anales y mientras le suplicaba a su padrastro que no se lo hiciera, la introducción total del dedo produjo un cambio drástico en sus reclamos; siempre se había preguntado como era posible que los homosexuales se dejaran no sólo penetrar sino disfrutar de semejante forma. Ahora descubría que sus especulaciones habían sido erróneas y un placer que la transportaba a una dimensión distinta e inmensamente placentera la invadía, haciéndola prorrumpir en apasionados asentimientos que, conforme Pedro imponía otro ritmo a la penetración, la hizo abrazarse prietamente a su cuello mientras de la vagina fluían los jugos de su eyaculación.
En esos años, Florencia había aprendido a distinguir sus orgasmos de una simple efusión vaginal, ya que estas, lechosamente líquidas, en vez de dejarla embriagadoramente rendida y satisfecha para sumirla temporalmente en una amodorrada inconciencia, parecían potenciar aun más sus apetitos sexuales. Poniéndola boca arriba, Pedro se había acomodado entre sus piernas y, encogiéndoselas para apoyar las pantorrillas en sus hombros, guió al falo con su mano para apoyarlo en la dilatada entrada a la vagina.
Eufórica pero temerosa a la vez, Florencia se dijo que el momento más anhelado había llegado y, jubilosamente, le rogó a su padrastro que la hiciera definitivamente mujer. Ella había mensurado la diferencia entre el tamaño de los dos dedos del hombre con el grosor de esa verga que introducía trabajosamente en su boca y, sin embargo, como en una especie de inmolación, una flagelación o un martirio que deseaba experimentar, le pidió con vehemencia que la penetrara tan hondamente como pudiera, al tiempo que se asía a los fuertes brazos de Pedro apoyados a cada lado de su cuerpo, para proyectar la pelvis contra la del hombre.
Aunque sus dedos habían desgarrado hacia mucho la telilla, la chiquilla aun no había experimentado la presencia de un falo en su interior, con lo que, la violación recién iba a producirse. Pedro nunca había poseído a una virgen y, aunque la presentía, no sabía cual sería la respuesta de su hijastra. No obstante la acción de los dedos durante todo ese tiempo, la dilatación de la vagina no se producía y, a su pesar, el hombre empujó con un poco más de fuerza, provocando que las uñas de la chica se clavaran en la piel de sus antebrazos mientras un lamento irreprimible escapaba de su boca y los músculos del cuello se tensaban ante la presión que ejercía Florencia tratando de buscar alivio al sufrimiento.
Ella había supuesto algún dolor pero nunca la intensidad del que le provocaba esa barra de carne que, dentro de la vagina, parecía multiplicar su volumen y por un momento se apiadó de las mujeres al momento de parir. Apretando los dientes y dispuesta al sacrificio que sabía le reportaría luego placeres infinitos, clavó los talones en la espalda de Pedro al tiempo que pedía broncamente ser sometida totalmente.
Inclinándose aun mas sobre ella, el hombre incrementó la presión sobre los muslos y, en esa postura, la verga toda se deslizó dentro de ella hasta que le pareció sentirla golpear su estómago. Los desgarros y laceraciones de su interior habían sucedido tan rápido que, aun sintiéndolos mortificar la tierna piel, un placer infinito empezó a acompañar el lento hamacar de su padrastro, haciéndola olvidar de otra cosa que no fuera aquel coito inaugural.
Contento porque la chica estuviera disfrutándolo, se inclinó más para que las manos atraparan los senos bamboleantes por sus remezones, sosteniéndolos erguidos para que los labios los sometieran a hondas y dolorosas succiones que iban dejando círculos rojizos en la blanca piel. Todo aquello suponía para la muchachita un confuso amasijo de sensaciones, puesto que, mientras tanto el falo como los dientes que se habían sumado a los labios en sus pechos le provocaban intensos dolores, por otra parte y como si formara parte de su consecuencia, exquisitas sensaciones de placer recorrían distintas regiones de su cuerpo con tal profusión que pronto y acompañando instintivamente el cadencioso oscilar de su padrastro en la penetración, le exigía angustiosamente por más en un grosero lenguaje callejero .
Complaciéndola y manejando su cuerpo pequeño, fue haciendo que lo acompañara en su rotar para quedar él boca arriba; indicándole cómo, la hizo acuclillar encima para luego, tomándola por las caderas, conducir su cuerpo descendente hasta tomar contacto con el falo. Pidiéndole que se inclinara para besarlo, atrapó con la boca los senos colgantes mientras que la verga manejada por su mano, restregaba duramente el sexo desde el clítoris hasta la entrada a la vagina peso sin penetrarla.
Apoyada en sus codos, complacida por lo que él hacía en sus pechos e inquieta por la acción evasiva del miembro, ella misma hizo descender abruptamente la pelvis para sentir gozosamente como el falo la invadía por entero. La flexión de las piernas de la chiquilina hacía que su grupa se alzara hasta sentir como el falo casi salía de ella y luego bajar en un galope cada vez más intenso para sentirla golpeando en el fondo de sus entrañas.
Luego de un rato de tan exquisita cópula, el hombre fue calmando sus ímpetus, indicándole que sin dejar de jinetearlo, fuera girando despaciosamente hasta quedar de espaldas a él. Acostumbrada a hacer
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