Hotel Taboo 1: Primera Paja
El cumpleaños de Felipe será inolvidable cuando su madre lo lleve al Hotel Taboo..
Su madre entró a la habitación y abrió las persianas. La luz entró, tenue. Apenas había salido el sol hace unas horas y estaba encontrando su lugar en el cielo.
Ella lo había despertado más temprano que de costumbre. Su alarma no había sonado.
—A levantarse— Su madre tenía una voz dulce —. Hoy es un día especial.
Abrió los ojos. La vió. Todavía vestía su pijama. Un conjunto blanco, suave. Unos shorts cortos, que se pegaban a la piel de sus muslos, y una camisilla, que se transparentaba con la luz, lo suficiente para descubrir el contorno de sus pechos libres. Ella no usaba brasier para dormir.
Se le acercó con una sonrisa. Y le dió un beso en la frente, mientras él se acomodaba en la cama.
Vio entonces el escote de su madre y sintió los labios sobre la piel.
—¿Qué horas son?—preguntó con una voz ronca. Apenas entraba en conciencia de que era un nuevo día.
—Las seis y media— respondió ella a la pregunta —. Vamos que tenemos muchas cosas para hacer, Felipe. ¡A salir de la cama!
Se dio vuelta. Entonces Felipe pudo darse cuenta que el short también dejaba entrar la luz. Su madre llevaba una tanga, un hilo dental, y sus glúteos se movían a un ritmo que lo hipnotizaba. Él no sabía por qué. Era la primera vez que le pasaba eso.
Ella llegó a la puerta. Volvió la cabeza, como si se hubiera olvidado de decir algo.
—Feliz cumpleaños, mi vida. Trece años ya. Todo un hombrecito. Bañate y te espero a desayunar.
Le guiñó el ojo y salió de la habitación.
Felipe agradeció haber nacido en verano. Era tiempo de vacaciones y tenía todo el tiempo del mundo para festejar su cumpleaños. Pero, al parecer, su madre tenía otros planes.
Se levantó de la cama y fue directo a la ducha. Siempre había obedecido a su madre y este no era el día para empezar a revelarse.
Cuando bajó al comedor, encontró a su madre sirviendo el desayuno. Ya se había cambiado el pijama, pero él no la había visto así antes:
Tenía el pelo suelto, largo, de color rojizo. Una falda corta elegante y entubada color negro y una blusa blanca, la cual tenia los dos primeros botones sin cerrar, lo que hacía que su brasier se viera. Un corpiño de encanje negro, semi transparente, que cubría lo suficiente y dejaba ver lo necesario. Tenía tacones, que la hacían ver más alta.
Llevaba poco maquillaje. Apenas labial y rubor. Se veía más joven, más linda. Eso le pareció a él.
Se sentó a la mesa. Ella le había servido su comida favorita: pancakes. Y la miel rebosaba y caía como una cascada.
Su cumpleaños número 13 había empezado de una manera genial.
—¿Cómo te fue en la ducha? —Ella lo miró a los ojos con una sonrisa —¿Te limpiaste bien en todo el cuerpo?
Felipe asintió.
—Eso me gusta, que mi niño se bañe bien, echándose jabón en todas partes. O si no, me toca a mi supervisar esas duchas.
Soltó una risita con el último comentario. Felipe también se contagió de esa risa. Aunque pensó, por un segundo, que no era tan mala idea que su madre lo bañara.
—Cuando termines, quiero que te pongas listo, que vamos a salir. Tenemos una visita muy importante que hacer.
—¿A dónde vamos?— Felipe no entendía qué era lo que tenía su madre planeado, pero su curiosidad creció un poco más.
—Eso es una sorpresa. Seguro te va a gustar.
Cuando estuvo listo, su madre ya había sacado el carro y lo esperaba afuera.
Felipe se subió en el asiento del pasajero. Miró a su madre. La falda se había recogido un poco. Los muslos descubiertos, tonificados. No pudo evitar mirarlos. Y si su madre sintió que él la miraba, decidió ignorarlo.
Fue un viaje de cuarenta y cinco minutos a las afueras de la ciudad. Su destino: una casa grande, vieja. Una casona con la fachada gris. En la entrada había dos camionetas.
Su madre bajó del auto y él hizo lo mismo. Le tomó la mano y los dos caminaron juntos hacía la entrada.
El interior de la casona estaba bien decorado, en las paredes había cuadros de diferentes personas: hombres, mujeres, niños y niñas. Había una sala en el vestíbulo, grande.
Se escucharon unos pasos de tacones, entonces Felipe pudo ver a una mujer. Un poco mayor que su madre, pero no por eso menos atractiva.
—Buenos días—dijo la señora —¿En que los puedo ayudar?
—Buenos días. Yo había hecho una reservación—Su madre respondió, mientras él exploraba ese lugar con la mirada y de vez en cuando, mirando a su madre, a sus muslos, a su trasero.
—Si claro, ¿a nombre de quién?
—Helena.
—Helena, claro. Vienes con Felipe— La mujer le echó una mirada a él —. Por favor sigan, la habitación está lista para ustedes. Arriba. La puerta ya tiene la llave. Es la única que está abierta.
La mujer entonces se acercó a él.
—Estoy seguro que lo vas a pasar muy bien, Felipe.
Luego se alejó, mientras él y su madre subían por las escaleras.
No fue difícil encontrar la habitación. El piso de arriba solo tenía 3 habitaciones. Dos de ellas estaban cerradas, con una señal que hacía saber que estaban ocupadas.
La habitación por dentro era más grande de lo que se dejaba ver por fuera, en el corredor. Tenía una pequeña sala, un televisor y una gran cama en la que fácilmente cabían más de dos personas. También tenía un baño con una ducha y un jacuzzi, y un vestier.
De igual forma, había un escritorio en el que encontraron una caja, pequeña, de madera fina. Tenía una nota encima. Iba para Felipe:
«Para Felipe:
Bienvenido al Hotel Taboo.
Como es tu cumpleaños número trece, pensamos que era mejor darte la bienvenida haciéndote un regalo, que seguro disfrutarás. Al igual que vas a disfrutar el regalo de tu madre.
Felicidades.
Sade.»
Felipe tomó la caja y la abrió. En ella había un extraño artefacto. Era pequeño, ovalado y alargado, de unos 15 centímetros. A un lado, tenía una inscripción. Su nombre «Felipe», en la caja también había un librito de instrucciones, en la portada solamente ponía «Para esas noches de experimentación y confusión».
Antes de que pudiera leer las instrucciones, su madre tomó la caja y el artefacto, y lo guardó en uno de los cajones.
—Seguro te será muy útil en un par de años, cuando estés haciéndote más preguntas, pero en estos momentos, todavía hay que empezar despacio, que no queremos que te hagas daño.
Helena le revolvió el pelo cariñosamente.
—Y si que te las vas a hacer. Ahora, quiero que vayas al vestier. Y te cambies. Creo que hay ropa para ti. Cuando salgas, siéntate en la cama y espérame.
Felipe fue hasta el vestier. Una pequeña habitación. Encontró un armario abierto, con algunas prendas de vestir, que tenían su nombre: una bata, y unos calzoncillos.
Se desvistió un poco tembloroso. Se quitó su camiseta, su pantalón y sus boxers. Se puso los calzoncillos.
Eran suaves, pero apretados. Se puso la bata y salió del vestidor.
Se sentó en la cama, mientras su madre entraba a esa pequeña habitación.
No tuvo que esperar mucho. Su madre salió unos segundos después. Vestía una bata blanca como la suya, pero más corta, que le llegaba apenas al principio de los muslos.
Pudo ver el brasier que llevaba, no era el que había visto antes, sino otro. Era rojo, más brillante.
Helena se acercó a la cama y se sentó junto a él. Parecía nerviosa. Le tomó la mano.
Lo acarició un poco. Subía y bajaba desde los dedos hasta el hombro. Lentamente. A veces le daba besos en la mano.
—Ya estás muy grande—Una sonrisita nerviosa se le atravesó a Helena—. Quiero hacerte algunas preguntas, y que me respondas con sinceridad.
—Está bien, mami.
—Así me gusta.
Helena inhaló y exhaló, sin dejar de acariciar a su hijo. Tocándolo suavemente en el brazo, incluso llegando a tocar su pecho, metiendo algunos dedos entre la bata, para sentir el palpitar del corazón.
Estaba acelerado.
—Ya que estás entrando a la adolescencia, vas a ver muchos cambios. Uno de ellos allí abajo—Ella posó la mirada en la entrepierna de Felipe—. ¿Alguna vez te has tocado?
—¿Tocado?
—Si. ¿En la ducha o cuando te estás vistiendo, te has…acariciado?
Él pensó por un momento.
—Algunos amigos hablan de eso, pero yo no lo he hecho.
—¿Por qué no?
—Porque…porque parece malo.
—No. No es malo—Ella lo miró con ternura—. Todo lo contrario. Es bueno. Pero, ¿alguna vez se te ha vuelto…tieso?
—A…a veces.
—Es perfectamente normal que eso pase. Se llama erección y los hombres como tú las tienen. ¿En qué piensas para que te pase eso? ¿Miras a alguien? ¿Una compañera de clase, un compañero, alguna profesora o profesor?
—A veces compañeras y profesoras —Felipe miró al suelo como si hubiera sentido vergüenza.
Helena le levantó la cara dulcemente. Lo besó en la mejilla.
—Está bien…no hay nada malo.
—Es que…es que a veces pasa también con amigos. Pero es muy raro —admitió él—…Y pasa contigo.
Helena no se sorprendió.
—Todo esto es normal. Dime entonces, ¿qué están haciendo tus compañeras y tus amigos para que te pase eso? ¿Qué estoy haciendo yo?
—Pues mis compañeras llevan faldas, y a veces se les levanta. O en educación física también, con los shorts. Y pues mis amigos a veces también cuando juegan fútbol o cosas así—La miró—, y tú…por ejemplo cuando estás en pijama, por la mañana o en la piscina, cuando estamos en donde mi tía.
—O como esta mañana en el carro, que me estabas viendo las piernas—Helena se acercó un poco más mientras Felipe asentía con la cabeza—. Tranquilo que no pasa nada. Es más, eso está bien. Ven te quito esto.
Ella lo dejó de acariciar. Lentamente le fue quitando la bata. La entrepierna de Felipe creció poco. Y abultó los calzoncillos. No mucho, pero ya había crecido lo suficiente para que se notara.
Entonces Helena le puso la mano en el bulto y suavemente, con los dedos, recorrió su entrepierna por encima de los calzoncillos.
—Es hora de que aprendas una cosa. Se llama masturbación. Qué puedes hacer para que tu pene se sienta bien. Para que tú te sientas bien.
Ella se quitó su bata con la otra mano. Como él, solo tenía ropa interior debajo. Un brasier rojo, suave, transparente que dejaba a descubierto sus senos. Medianos y naturales. Sus pezones estaban erectos. La parte de abajo también era roja, transparente. Con una mata de vello púbico, pero bien llevado y arreglado.
Cuando decidió que el pene de su hijo estaba lo suficientemente erecto, tomó la banda elástica de los calzoncillos y tiró hacia abajo, hasta que la ropa interior quedó en el piso.
El pene de Felipe no era muy grande, alrededor de 12 centímetros, pero estaba duro y listo para la acción.
—Todavía te va a crecer más, pero no dejes que nadie te diga que esas cosas importan. Así estás perfecto.
Helena tomó la mano de Felipe y se la llevó hasta su miembro.
—Ahora quiero que hagas una cosa. Sube y baja. Así…
Ella guió el movimiento. Arriba y abajo. Lento y de forma amplia hasta que él entendió el ritmo. La piel bajaba y subía con el movimiento de su mano.
Ella se quitó el brasier. Apenas estaba entrando en sus cuarenta. Los años habían sido buenos con ella y se mantenía firme y en forma. Felipe miró las tetas de su madre.
Se detuvo por un momento, mientras su madre se terminó de desvestir. El vello púbico corto le cubría el coño, mientras que a Felipe apenas le estaba creciendo, y solo tenía unos pelos que se podían contar con los dedos de la mano.
—Sigue tranquilo. Y mírame, mi amor.
Felipe retomó el mismo ritmo, lento, con movimiento largo.
Helena se empezó a masturbar al mismo tiempo que lo hacía su hijo, y de la misma manera; lentamente, dejando que el placer durara. Se metió los dedos, dos, entrando y saliendo. Repitiendo movimientos. Acariciándose los pechos.
Viendo como su hijo se hacía su primera paja.
El chico no dejó de observar a su madre. Iba de arriba a abajo. Instintivamente cada vez más rápido, aunque fuera solo un poco. Sus testículos se llenaron.
Ella observó y también ganó velocidad.
Los dos se masturbaron en perfecta sincronía. Ella iba de adentro hacía afuera, y haciendo círculos en su clítoris. Él de arriba a abajo, viendo a su madre y sintiendo por primera vez lo que era tocarse, explorarse.
Helena se detuvo. No había llegado al orgasmo. Quería ver como lo hacía su hijo primero. Se acercó a su polla.
Se había bañado con él incontables veces, pero esto era una oportunidad única. Era la primera corrida de su hijo. El primer orgasmo.
Felipe siguió. Helena le puso una mano en los testículos y los masajeó. Los sintió hacerse más duros. Decidió entonces tocar el perineo. Frotando las yemas de sus dedos con la piel de su hijo. Acercándose al ano, pero sin tocarlo.
Eso sería para después.
Felipe movió la mano más rápido. Y sintió la tensión. Su corazón se quedó congelado en un latido, sus músculos se tensaron y sintió que algo subía por su polla.
Pensó que iba a orinar, pero no fue así.
De la cabeza de su pene salió un líquido blanco. No fue mucho, pero si lo suficiente para que su miembro goteara.
Su madre tomó algo del semen de Felipe con los dedos y se lo llevó a la boca.
—Rico—Saboreó sus labios—. Ahora quiero que veas cómo se viene una mujer.
Helena volvió a introducir sus dedos, bajo la mirada curiosa de Felipe. No se demoró mucho para volver al ritmo que llevaba. Adentro y afuera.
Dentro. Fuera.
Dentro…
Su espalda se arqueó. Sus muslos se tensaron también. De su boca salió un gemido.
Afuera…
Cuando sacó sus dedos, un chorro transparente de líquido salió de su coño. Cayó sobre la cama, dejando una mancha.
Se recompuso y se volvió a sentar al lado de su hijo, que estaba sudoroso y temblando, pero con una sonrisa en los labios.
Le dió un beso en la boca.
—Ahora quiero que te metas en la ducha otra vez, y te limpies bien. Sobre todo la cola, el ano, que te voy a enseñar otras cosas. Porque es tu cumpleaños y tienes que aprender.
Felipe obedeció a su madre. Se levantó y entró al baño.
En la ducha, se limpió bien, sobre todo en el lugar que su madre le había dicho. Pero deseo que ella viniera a supervisar la ducha.
En todo caso, era el mejor cumpleaños que había tenido. Y apenas empezaba.
Excelente muy excitante y con morbo.