Incesto apocalíptico: La iniciación de Dalia.
Una niña se convierte en mujer y debe elegir a un hombre de su familia para perpetuar la vida en un mundo donde pocos pueden engendrar hijos. El problema es que ella no es virgen y por lo tanto merece un castigo.
Mamá me preparó bien. Me bañó, me limpió y me ayudó a depurar y dilatar mi ano. Me ayudó a colocarme la túnica encima y me dio un beso antes de llevarme afuera.
Nuestra pequeña comunidad es un conjunto de seis casas dispuestas casi en circulo. En el centro, un grupo de palapas dan sombra para nuestras comidas familiares del domingo, pero esta vez serviría para mi iniciación. Soy la menor de todas las menores. Todos mis hermanos, tíos y primos estaban presentes. Junto a cada mujer estaba su hombre. Enfrente estaban sus hijos, ya fueran grandes como pequeños. Las mujeres llevaban una túnica como la mía, sin nada debajo y los hombres unos pantalones blancos de tela ligera sin ningún tipo de camisa. Todos estaban en circulo. Me miraron cuando llegué al centro. Estaban orgullosos, hambrientos y ansiosos. Algunos cargaban bebés, otros instruían a los niños para no hacer escándalo. Me fijé en mis parientas embarazadas. Mónica y Verónica tenían mi edad, doce años, y Anastasia tenía quince. Mi tía Jessica tenía veintiuno y su enorme panza era acariciada por su hijo Alfredo de trece años, el padre. Todos me sonrieron para hacerme sentir cómoda. Las antorchas clavadas al piso los empezaron a oscurecer conforme pasaban las horas.
Fue entonces que papá llegó. Era un hombre de unos sesenta años. Era delgado y fuerte, aunque ya lucía un poco arrugado. Su enorme verga se balanceaba frente a él. Era el único que iba totalmente desnudo. Mamá se me acercó y me dio una rosa blanca, y se alejó rápidamente. Yo miré la flor por unos segundos y luego a papá. Había llegado el momento.
-Padre – dije tan alto como pude – Hoy en mi cumpleaños número doce te he elegido mi hombre por los siguientes cinco años. Serás mi primer hombre, el que me convertirá en una verdadera mujer y me enseñarás a amar. Yo a cambio, te daré tantos hijos como desees. Seguiremos con la tradición y nuestro deber de repoblar el mundo, así como tus sueños proféticos han indicado. ¿Harías el honor de aceptarme como tu mujer y fornicarme hasta convertirme en madre dadora de un nuevo futuro para la humanidad?
Padre dio un paso al frente. Su verga se había levantado al oírme.
-Pudiste elegir a cualquiera de la familia como tu primer hombre, pero me has elegido a mí, tu progenitor. Esta verga te desvirgará y te convertirá en madre. Es un honor, Dalia, hija de mi hija Jacky.
Se acercó a mí, tomó mi flor y me la enredó en el cabello. Acto seguido, desanudó la túnica y le dejó caer. Ahora estaba desnuda ante todos, pero los únicos ojos que me importaban eran los de mi padre. Sus manos comenzaron a inspeccionar mi cuerpo. Me acariciaba los hombros, las caderas, la espalda, el culo, el pubis. Yo estaba chorreando. Lo necesitaba ya.
-Pero por desgracia – dijo de repente. Todos nos miraron sorprendidos – no eres virgen ¿o sí? – lo miré con ojos desorbitados – Sé que alguien ya ha tomado tu virginidad antes.
Mi madre dio un paso al frente.
-Ningún hombre la ha tocado – dijo con firmeza.
-Exacto – dijo mi padre – ningún hombre, pero sí una mujer. Esa perra de la parcela vecina…, esa puta estéril.
Se refería a Marcia, la hija del granjero de las tierras de al lado. Mi amiga… mi mejor amiga. Era la mujer de su padre, pero a pesar de tener diecisiete años nunca le había dado hijos. Me gustaba hablar con ella, caminar a su lado y escabullirnos. Lo que me hacía con sus dedos y boca no era perder la virginidad… ¿o sí?
-Juro que no, papá… – supliqué, pero su mano exigió silencio.
-Seré tu primer hombre, pero tendrás que cumplir un castigo. Nos has engañado a todos, por lo que una vez te hayas unido a mí, compensarás a todos tus hermanos, tíos y primos.
Miré a mamá en busca de ayuda. Ella quiso correr hacia papá para convencerlo de retractarse, pero mi hermano Simón la tomó de la mano. Él era su hombre y debía obedecerlo. Su bebé estaba en su vientre.
-De rodillas. ¡De rodillas todas! – volvió a hablar mi padre.
Todas las mujeres nos pusimos de rodillas frente a nuestros hombres o padres. Eran seis hombres, cada uno con una o dos mujeres en edad de amar. Yo me enjugué los ojos y me arrodillé frente a mi padre. Su verga, la misma que había penetrado a una multitud de mujeres de mi familia, estaba dura frente a mí, a la altura de la cara. No era la primera vez que se la mamaba, pero sí la primera como su mujer.
-¡Empiecen! – exclamó y yo me la introduje como mamá me había enseñado.
Todas aprendemos a hacerlo, no sólo a través de zanahorias u otras frutas fálicas, sino también por la observación. Todos crecíamos viendo como nuestros familiares se penetraban mutuamente todo el tiempo. Una vez iniciadas, eran usadas por sus hombres las veces que fueran sin importar del embarazo. Yo, en la casa grande, vi muchas veces cómo papá me atragantaba con la verga enorme y venuda de su padre. Nuestro padre. Ella me había prometido que papá sería amable conmigo, pero no lo fue. ¿Cuándo se había enterado de lo mío con Marcia? Ya no me miraba con amabilidad y ternura, ahora lo hacía con odio y rencor. Metió sus dedos en mi cabello castaño y me clavó la verga hasta el fondo de la garganta y más allá. No pude evitarlo y, a pesar de haber comido ligero, vomité.
-Eso te ganas por putita, pero no te preocupes. Una vez quedes embarazada, quedarás perdonada, ¿de acuerdo?
Busqué a tientas la túnica, para limpiarme, pero papá volvió a meterme la verga en la boca, esta vez más rápido y con un ritmo más enojado. Yo sólo podía cerrar los ojos con fuerza y esperar la siguiente orden.
-Oh, sí, putita, sí – decía conforme se movía con más fuerza – ¡basta de saborear! – habló en voz alta – ¡Es hora de engendrar!
Lo miré con los ojos llenos de lagrimas y me acosté en el suelo. Usé la túnica del suelo para limpiarme la boca y acto seguido abrí las piernas. Él se colocó en medio, esta vez fue cuidadoso. Abrí mis pequeños labios para recibir su glande y él, con una mezcla de ternura y picardía comenzó a empujarlo hacia mi interior. Ahogué un grito al sentirlo. Sabía que era grande, mamá me lo había advertido, pero no me había imaginado que se sentiría como si me partiera en dos. Era doloroso y estimulante a la vez. Me apreté las tetas para resistir. No eran muy grandes, pero lo suficientes como para pellizcarlas y cambiar el punto de dolor. Papá sonrió.
-¿Te gusta, nena? Eras una putita y ahora eres una mujer. Sigues siendo mi favorita, aunque eso no te salvará del castigo.
Me la metió entera de un solo golpe. Fue como si me reacomodara todos los órganos a la vez. Sólo gemí. AL siguiente golpe pujé. Al final grité. A sus sesenta años era vigoroso y fuerte. Su cadera subía y bajaba con fuerza para empalarme, destruirme la cadera. Me ganaba por varias veces mi edad, más de cinco, y yo sólo era una niña novata, con un cuerpo joven y fértil.
Ahora le pertenecía. Cada embestida me acercaba más a ser su mujer. Esa primera verga era mi paso a la adultez. Me daba el mismo estatus que mi madre, mis tías y mis hermanas y primas desvirgadas.
-Lo siento papi… perdóname por todo… dame más… ¡Más fuerte! – grité. Abracé su cuello. Su boca terminó sobre la mía. Su lengua me penetraba como su verga en mi vaginita. Aumentaba mi placer exponencialmente. Me enloquecía. Me dolía. Lo gozaba. Movía la cadera para sentir más, sincronizándome al movimiento de su verga. Por el Profeta… por mi padre… – ¡PAPI! – grité cuando el placer fue más fuerte que nunca. Puse los ojos en blanco cuando lo hice.
En ese momento me soltó, salió de mí. Me dio la vuelta y me puso en cuatro. Fue hasta ese momento que vi a las demás mujeres. Otras también estaban de perrito, otras en el suelo con las piernas abiertas. Mi madre, Jacky, cabalgaba a mi hermano Simón. Jessica tenía la cara contra el suelo mientras su dijo la sujetaba de la cadera y la embestía sin misericordia, sin importarle que su redondo vientre rebotara con cada golpe de cadera. Mi hermana Samanta…
Papá me penetró. Esta vez lo hizo por mi culito y no pude evitar gritar de dolor. Arañé el suelo de tierra y dejé caer la cabeza contra ella. Ya estaba dilatado, pero no esperaba un tamaño como ese, mucho menos esa fuerza.
Grité con locura. Era suya, era su derecho, pero era doloroso. Recordé las lecciones de mamá y me llevé la mano al clítoris, aquel puntito de placer cerca de nuestro hoyo para vergas. Lo comencé a frotar y de inmediato comencé a sentirme mejor. Papá lo hacía con fuerza, pero gracias a mis dedos ya no se sentía horrible y desgarrador. Lo comenzaba a disfrutar, a adorar. Empecé a gemir y a babear.
-¿Ya estás lista hija? – preguntó papá, pero no esperó mi respuesta. Sacó la verga y la bajó un poco. Mi mojado coño lo volvió a recibir, estirándose hasta su máxima circunferencia – Por aquí saldrán nuestros hijos.
Y lo harían con facilidad si me seguía cogiendo con esa gran verga. Ponía a prueba la elasticidad de mi piel. Con cada metida, sentía como si me recorriera todo en mi interior. Golpeaba el límite y lo empujaba hacia los intestinos. Me nalgueaba de vez en cuando. Me sentía como una yegua. Eso era, su hembra. Y pronto sería la madre de sus hijos.
-Dame leche, papi… – dijo con debilidad. Seguía babeando. Mi mente me había abandonado. Sólo podía pensar en lo que sentía, pero apenas podía hacerlo con palabras. Mi cerebro estaba en un estado tan primitivo, que no reconocía la diferencia entre placer y dolor. La excitación me hacía desear más, más fuerza, más dureza – ¡Quiero tu leche! – exclamé, aun débil – Por favor – imploré – Papi… dame un hijo… dame un…
Volví a poner los ojos en blanco y mi espalda se curveó. Me convulsionaba y gritaba de placer conforme él aumentaba la velocidad. Sus resoplidos y gruñidos también iban en aumento hasta que no pudimos más. Grité como nunca y él rugió como un oso. Sentí como si me orinara y como si él disparara dentro de mí. Me tomó de las caderas y me jaló hacia él con tanta fuerza que los últimos chorros pude sentirlos en lo más profundo, con mucha fuerza, con mucho dolor y gozo.
-Eres mi mujer y tendremos muchos hijos, preciosa – dijo respirando pesadamente, aun sin sacarme la verga – chasqueó los dedos y una de las niñas, de las prepuber corrió de inmediato hacia él. Tenía una bandeja con una pequeña charola y una delgada caña – Pero, aunque ahora eres mi mujer, las reglas son las reglas y nos traicionaste. Inhala esto. – En la charolita había unas líneas de polvo blanco. Era de la sustancia que sacábamos de las amapolas, lo que le enviábamos al rey.
La niña, mi sobrina Moni, colocó la charola frente a mí y acercó la cañita a mi nariz. Noté que los hombres habían dejado a sus mujeres y se me acercaban, todos con la verga en mano.
-No… por favor – supliqué entre jadeos.
-Hazlo, Dalia – escuché a mamá. Mi hermano, de catorce años acaba de salir de su interior y caminaba hacia mí – Termina esto rápido – dijo antes de quedar detrás del círculo de hombres.
La niña me miraba incomoda y con lastima. También quería que yo lo hiciera para poder irse. Ella aun no sangraba, sólo miraba y aprendía, pero seguía siendo una niña.
Los hombres cerraron el circulo a nuestro alrededor. Seis hombres a parte de mi padre. Dos hermanos de mi madre: Arturo y Rodrigo de 26 y 28 años. Tres primos/hermanos: Alfredo, Simón y Genaro de 13, 14 y 15; y un sobrino Rafael de 11, el padre más joven de todos. Todos ya habían embarazado a alguien, a sus madres, a alguna tía, a su prima. Las mujeres eran quienes los elegían, pero desde pequeños aprendían su lugar como progenitores. También sabían cómo tratar a alguien que merecía un castigo. Sus vergas brillantes me apuntaban. Papá no había sacado la suya de mi interior, pero sabía que pronto no sería la única. Sólo cerré los ojos y respiré hondo. Inhalé por la pajilla.
El polvo blanco entró en mi interior y como si fuera aceite encendido me despertó de golpe. De pronto, todo daba vueltas, de colores brillantes y me sentía más mojada que nunca.
Dejaron irse a Moni antes de acercar más sus vergas y entonces empecé. Primero la de Alfredo, la más cercana. Una verga venuda, aunque pequeña en comparación de las adultas. La introduje en mi boca y comencé a mamar sin cuidado, pero eufórica. Me levantaron del suelo y me pusieron de rodillas. La verga de papá salió y sentí toda su espesa leche salir de mí, pero eso sólo me hizo excitarme más. Mis manos buscaron otras vergas. Tomé la de Arturo y la de Simón. Hice lo que pude, o eso recuerdo. Los masturbaba sin cuidado, pero rápido. Ellos reían y gemían. Se burlaban y me jalaban el cabello.
-No le des todo al pequeño Alfredo – dijo papá – Vamos, muchachos, túrnense.
Rodrigo, el gordo, apartó a Alfredo y me puso la verga en la boca. Por detrás alguien me levantó el culo y sentí sus manos abriéndome el culo. Me escupió en mi interior y luego soltó una carcajada. Luego sentí una verga. Era mi hermano Simón, de la misma madre, quien me clavaba su verga larga entre risas y gemidos.
Casi perdí el equilibrio, pero alguien me sostuvo. Simón me cogía de perrito, pero alguien más se deslizó por debajo. Era el pequeño Rafael, con su verga desproporcionadamente enorme para su tamaño. No era tan grande como la de papá, pero mi vagina lo recibió. Gemí con la boca llena, pero en ese momento un chorro de leche me la inundó. Rodrigo me la sacó carcajeando e inmediatamente fue reemplazada por las de Genero y Alfredo al mismo tiempo.
-Qué hermosa te ves, puta – dijo Alfredo.
-¡Pinche puta! – gritó Rafael al venirse en mi vagina. No era la primera vez que lo hacía desde el inicio del ritual.
-¡Puta!… ¡Putita!… ¡Zorra!… ¡Traidora! – gritó Simón al venirse en mi culo.
Las vergas de mi boca reemplazaron las de mi culo y mi vagina, no sé en qué orden. Me estaba mareando demasiado. Alfredo me apretó el clítoris y grité, sacándome de mi cansancio.
-No te duermas putita. Tienes que aceptar nuestro castigo.
-Ustedes, hagan que ella se las limpie – ordenó la voz de mi padre.
Mi boca recibió ahora las vergas que acababan de salir de mi interior.
-Abre la boca y no la cierres – dijo papá.
Rafael y Simón me metieron su verga por turnos conforme yo me quejaba y gemía por los que me cogían el culo y el coño. No podía sentir nada. No me concentraba en esas enormes vergas estirándome mis conductos, poniendo a prueba mi elasticidad.
-Recuerden que es mi mujer, niños. Castíguenla, pero no la destruyan – dijo papá.
Genaro abajo y Arturo arriba comenzaron a azotarme con la mano. Mis nalgas rebotaban con cada golpe y yo apenas podía gemir o quejarme. Mi padre reemplazó a los chicos y me metió la verga hasta la garganta y desencajando mi mandíbula. Me concentré en no vomitar de nuevo, pero eso me llevó a otra cosa.
-¡Puta barata! – gritó Genaro – ¡Se está orinando!
La mano de Arturo seguía estimulándome y yo había buscado evitar venirme, pero esas dos vergas llenándome y mi clítoris sobreexcitado necesitaban mucho de mi concentración. El polvo no me dejaba concentrarme, me dejaba a su merced. Cerré los ojos para usar lo poco que me quedaba para no vomitar, pero descuidé lo demás. Me vine, me oriné y por poco pierdo la poca resistencia que me quedaba.
Fue en ese momento que Genaro se vino en mi interior y me la sacó. Su verga quedó entre mis piernas, aun dura, por donde su hermano aun me penetraba.
-Tengo una idea – dijo.
-Hazlo, pero con cuidado – consintió mi padre.
Sentí como me partían. Ni con la droga pude evitar sentir tanto dolor. Estiraban mi culo para dejar entrar dos vergas, una junto a la otra. Hermano con hermano, ambos tíos míos, por el mismo agujero. Grité, pero eso sólo los excitó más. Papá me silenció introduciéndomela hasta el fondo, haciéndome vomitar y llorar al mismo tiempo. Me ahogaba y ni aun así me la sacó de la garganta. Al contrario, me embestía con fuerza. Me tomó de la cabeza al tiempo que mis tíos me penetraban al mismo tiempo, haciéndome retorcerme de dolor. Algo se desgarraba…
-Eres mi hembra, pero también mi hija… – decía papá – debo educarte y usarte de ejemplo… Nada de traiciones… considérate indultada, puta de mierda.
Entonces se vino en mi boca y creo que tanto de mi nariz como de la comisura de los labios salió el excedente de leche. Arturo, el que aun no se había venido también lo hizo en mi culo, casi seguido por su hermano, de nuevo. Me embistieron a la vez, quebrándome algo. Grité, pero sólo me ahogaba. Tocía, pero a papá no le importaba.
Fue entonces que papá me la sacó de la boca y por fin pude respirar. Me dejé caer sobre Genaro, quien parecía asqueado y divertido por toda la saliva, vomito y semen que resbalaba de mi cara. Lo ultimo que sentí, vi o escuché, fue sus vergas saliendo de mi interior y siendo lanzada al suelo.
No sé cuantos más me usaron o si siguieron haciéndolo. Vagamente recuerdo a los pequeños manipulándome y penetrándome, pero bien pudo ser un sueño. No estaba consciente para el momento en que las embarazadas se me acercaron a orinarme encima para lavar mi pecado. Sólo recuerdo cuando mamá, Jacky, me levantó y me cubrió con una manta para llevarme al interior de la casa. El sol estaba saliendo.
Cuatro meses después.
Mi penitencia estaba pagada, pero de igual forma me acercaba a la cruz, me desnudaba, me arrodillaba y frotaba mi clítoris mirándola. Había tardado casi un mes en sanar, sobre todo de mi culo, el cual había prolapsado y sangrado muchísimo. Una vez cocido y cicatrizado, siguió la fiebre y mucha agonía. Papá se había opuesto a cortarme el cabello, pero yo pedí que lo hicieran. El castigo debía estar completo. Me afeitaron la cabeza y me cubrí con un velo blanco para mostrar mi arrepentimiento. Papá me miraba con cierta culpabilidad, pero sirvió para suavizar su trato hacia mí.
Ahora, a mis cuatro meses de embarazo, mi vientre estaba enorme. Mamá y tía Jacinta creían que eso era anormal, y el doctor del rey, quien nos visitaba cada catorce días, me inspeccionó y dijo que posiblemente era más de uno. Un milagro. Tal vez gemelos. Luego quiso hablar con papá y mamá sin nadie más cerca. Lucía serio cuando lo hizo. Mamá casi lloró.
No me decían qué les había dicho el doctor, pero de igual forma yo continuaba con mis tareas, con mis labores como mujer mi padre. Su libido era asombrosa. Cada una interrumpía su trabajo cultivando para regresar conmigo, cogerme, siempre tocando mi vientre y vaciaba su leche. En ocasiones, si yo no podía interrumpir mis labores, usaba a alguna otra mujer embarazada, pero casi siempre era yo. Sólo había dos ocasiones en las que no me interrumpía: cuando caminaba por los alrededores de nuestra propiedad y cuando me arrodillaba ante la cruz y me masturbaba.
Por todo el mundo conocido, en las viejas ruinas, se solían encontrar figuritas de una persona de cabello largo, sufriendo en una estructura con forma de “T”. Algunos decían que se trataba de un objeto religioso, pero otros pensaban que se trataba de un recordatorio de castigo. El rey de nuestra región imitaba esa forma de tortura y ejecución, y mi padre, al ser un siervo leal, lo imitaba.
Desde hacía una semana, salía al amanecer al patio, cerca de la entrada a nuestras tierras y me arrodillaba con las piernas abiertas y me masturbaba sin quitar la vista de la cruz y la persona en ella. Atada y con la cabeza afeitada, mi tía Jessica me miraba suplicante para que la ayudara. Había tratado de escapar y la habían descubierto. Había una gran diferencia entre una desertora y una traidora, y yo trataba de no olvidarlo. Me masturbaba viéndola, convirtiendo su cuerpo desnudo en una figura para provocarme placer. Pronto la bajarían, la alimentaban y curaban sus heridas para que sobreviviera, pero siempre terminaba arriba. Un par de días más, la usarían entre todos para purificarla, y volvería a ser perdonada.
Sentí el gran orgasmo al verla. Me puse de pie. Y le di la espalda para volver a la casa y recibir la leche matutina de papá.
-¿Sabes qué les dijo el doctor a papá y a tu madre? – me preguntaba siempre al darle la espalda. Usualmente la ignoraba, pero esta vez regresé – a pesar de su dolor, sonreía, burlona. De nuevo era delgada y sus tetas eran enormes por la leche para su bebé de dos meses. Sus pezones grandes parecían mirarme a los ojos – Les dijo que eres muy pequeña para llevar gemelos, que no sobrevivirás al parto. Y por el tamaño de esa panza, creo que no son sólo dos…
Quise responderle, gritarle que se equivocaba y que sobreviviría, pero no quise darle el gusto. Me giré, sintiendo el viento en mi cabello corto, pero en crecimiento, y me dirigí a la casa grande, a la de papá, donde él y su gran verga me esperaban con una buena carga de leche nutritiva para los bebés. Esa era la responsabilidad de una buena mujer.
Joooder! Creo que es de los mejores que he leído (para mi gusto). Me ha encantado
Muchas gracias. Me inspiran a escribir más
Excelentes relatos, siempre hacen qué me moje. Sigue escribiendo más. Saludos.
Escribiré más mojarte más seguido
Menos el embarazo, que lindo q un papi te entregué para ser usada