Jugando en el sofá 1
Primer relato de una serie tabú, sobre encuentros que no deberían suceder, entre hombres y mujeres que no deberían follar. En este caso, Myra, una joven universitario, se recuesta en el regazo de su padrastro mientras mami no está, y todo se sale de control….
La tele estaba bajita, con una de esas películas aburridas que siempre ponen los viernes. Él estaba ahí, tumbado en el sofá, con esa cara de cansado que se le queda después del trabajo. Yo me quedé mirándolo un rato desde la puerta, sintiendo cómo el short corto y ajustado del pijama se me subía un poco con cada paso que daba.
—¿Me puedo sentar? —pregunté, haciendo voz de sueño, como si no tuviera ninguna otra intención.
Él ni siquiera me miró, solo movió la cabeza como diciendo «sí». Me senté despacio, dejando que mi pierna rozara la suya como sin querer. Noté que se quedó quieto, como si no quisiera que me diera cuenta de que le había gustado. No tenía que gustarle, era el esposo de mamá.
—Uf, qué sueño… —dije, y antes de que pudiera pensar dos veces, me dejé caer sobre sus piernas.
Su muslo era duro bajo mi mejilla, calentito. Olía a esa colonia que siempre usa, mezclada con algo más suyo, algo que me hacía respirar hondo sin darme cuenta. Cerré los ojos y me hice la dormida, pero en realidad estaba más despierta que nunca.
Pasaron unos minutos. Él no se movía, pero noté cómo su respiración se hacía más lenta, más controlada, como si estuviera contando hasta diez. Entonces, como si fuera un accidente (pero qué va), moví la mano floja, como en sueños, y la dejé caer justo ahí.
Al principio no pasó nada. Solo el calor de su entrepierna a través del pantalón. Pero entonces, poco a poco, sentí cómo algo empezaba a cambiar.
Se puso duro.
No de golpe, no como en esas películas donde todo es exagerado. Fue lento, como si su cuerpo no pudiera evitar reaccionar, aunque él no quisiera. Mi dedo rozó el bulto que se iba formando, apenas un toque, pero suficiente para que se tensara aún más.
Él no dijo nada. No me apartó. Solo respiró hondo, como si estuviera aguantando algo.
Y ahí lo tenía, palpitando bajo mi mano, cada vez más grande, más firme. Yo seguía fingiendo que dormía, pero entre mis pestañas entreabiertas veía cómo su pierna temblaba.
Entonces, sin aviso, sentí su mano acercarse. Lenta, como si no estuviera seguro. Sus dedos rozaron los míos… y los apretó levemente contra él.
Mi corazón dio un vuelco.
Él creía que yo dormía.
Y yo, la muy lista, dejé que mis dedos se cerraran un poquito más, sintiendo cómo latía bajo mi toque.
Noté el momento exacto en que decidió rendirse.
Un suspiro casi inaudible escapó de sus labios cuando la cremallera cedió con un clic discreto. El sonido me recorrió como un escalofrío. Ahora solo quedaba la fina tela de sus boxers entre mi mano y él, y sentía cada detalle: cómo la babita había mojado la tela, cómo palpitó cuando mi pulgar rozó la punta por accidente (¿o no?).
Sus dedos encontraron luego mi cintura, dudosos. Las yemas callosas dibujaron círculos tímidos sobre el algodón de mi pijama, subiendo, subiendo hasta que…
El contraste fue eléctrico. Sus manos ásperas contra mis pezones sensibles, apretando con esa mezcla de curiosidad y culpa que me hizo morder el labio para no gemir. Yo seguía «dormida», pero mi cuerpo me traicionaba – los pezones duros como piedritas bajo la tela, la respiración que se me aceleraba sin permiso.
Su mano izquierda seguía aprisionando la mía contra su erección, guiándome en movimientos lentos mientras la derecha exploraba bajo mi camiseta. Cuando sus dedos encontraron piel desnuda, sentí cómo se detenía un instante…
…y luego seguía.
El calor de su palma en mi vientre me hizo arquearme levemente, un movimiento que disfracé como de sueño. Su respiración se volvió más áspera, más urgente, y supe que estaba perdido.
La mano que exploraba mi torso descendió por mi espalda con determinación repentina, metiéndose bajo el elástico de mis shorts con una urgencia que contradecía sus gestos previos. Sus nudillos rozaron ese lugar íntimo mientras sus dedos buscaban…
…y encontraban.
Gemí por dentro cuando su dedo medio rozó mi culito. Se detuvo como electrocutado, y por un momento terrorífico pensé que retrocedería.
Pero entonces su dedo se movió; un círculo lento, experimental. Masajeó por un rato, luego apartó la mano. Me sentí decepcionada, hasta que escuché el “pop” del dedo saliendo de su boca. Rápidamente, volvió a meter la mano bajo mis shorts, luego se detuvo en mi entrada y empezó a penetrar lentamente, pero sin contemplación.
El dedo que tenía en mi culo se retorció un poco, y yo aguanté la respiración. No era dolor exactamente, era… raro. Como cuando te comes algo picante y no sabes si te gusta o no, pero no puedes parar. Sentí cómo su polla palpitaba en mi mano, caliente y dura como un palo, y supe que ya no había vuelta atrás.
Entonces lo vi—ese movimiento torpe mientras se sacaba completamente la verga, brillante bajo la luz azul de la tele. La punta rozó mis labios, dejando un rastro salado que me hizo arrugar la nariz. Pero abrí la boca, solo un poquito, como si en sueños no supiera lo que hacía.
Él no necesitó más invitación.
Una mano me agarró de la nuca, no fuerte, pero suficiente para guiarme. Fue torpe, real. La cabeza chocó contra mis dientes primero (él maldijo en voz baja), pero al segundo intento encontró el camino.
Y ahí estaba yo, con la mejilla aplastada contra su vientre, sintiendo cómo le temblaban los músculos cada vez que se enterraba. Y cada vez que empujaba más dentro de mi boca, su dedo se hundía más profundo en mi culito. No sé cómo fue que logré mantenerme en silencio, pero quería gritar, gemir, saltarle encima.. La televisión seguía pasando escenas mudas frente a mis ojos, pero yo solo veía destellos—el techo, la lámpara, sus pantalones bajados hasta los muslos.
—Así… así…—masculló él, y noté cómo le cambiaba la voz, más ronca, como si le costara respirar.
La verga me llenaba la boca, pero lo peor (o lo mejor) era que mi cuerpo respondía. Cada gemido que le sacaba, cada vez que sus pelotas se pegaban a mi barbilla, yo sentía ese calor crecer entre mis piernas, humedeciendo el pijama.
Cuando empezó a moverse más rápido, supe que se venía. Sus dedos se enredaron en mi pelo. El dedo en mi culo se enterró hasta el fondo, ansioso. Todo mi cuerpo se erizó.
—No puede ser…—fue todo lo que alcanzó a decir antes de que el primer chorro me llenara la garganta.
Sabía amargo, pero me hizo arder por dentro. Tragué sin pensarlo, sintiendo que cada pulsación era como un latido dentro de mi boca.
Cuando al fin se desinfló un poco y lo sacó, con un último gemido, yo me quedé ahí, con la barbilla brillante y la respiración entrecortada. Él sacó su dedo de mi culo y me arregló el pelo con dedos temblorosos, como si así pudiera borrar lo que pasó.
Los créditos de la película aparecieron, con esa música instrumental cursi que nadie escucha. Yo seguía tumbada en su regazo, mientras él intentaba ordenar mi pijama, pero todavía despeinada, con la boca caliente y ese sabor raro que no se iba. Él movía los dedos en mi pelo, arreglándomelo como si con eso pudiera borrar todo lo demás.
«Tranquila, sigue dormida», pensé, aunque el corazón me latía tan fuerte que seguro él lo sentía.
Él respiró hondo—ese suspiro que hace cuando cree que nadie lo escucha—y me acomodó mejor en el sofá, despacio, como si fuera de cristal. Sus manos me subieron el short del pijama con cuidado, tapándome otra vez, como si con eso pudiera volver el tiempo atrás. Pero yo seguía sintiendo el ardor entre mis nalgas, ese cosquilleo que no se iba.
La tele se apagó con ese clic de siempre. De repente la sala quedó en silencio, solo nuestros respiros y el tictac del reloj de la cocina.
—Myra…—susurró, tan bajo que casi no lo oí.
Yo no me moví. Seguí fingiendo ese sueño profundo, aunque sabía que él sabía. O quizá no. Quizá solo quería creer que yo no me acordaría.
Al final, me levantó en brazos y me llevó a mi cuarto. Me dejó en la cama y me tapó hasta el mentón, como si no fuera ya toda una mujer, como si estas no fueran mis vacaciones de la universidad.
—Buenas noches—murmuró, y cerró la puerta sin hacer ruido.
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