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Incestos en Familia, Infidelidad, Sexo con Madur@s

Jugando en el sofá 2

Segundo relato de una serie tabú, sobre encuentros que no deberían suceder, entre hombres y mujeres que no deberían follar. En este caso, una madrastra decide que un viaje de negocios de su esposo es la excusa ideal para reposar sobre las piernas de su hijastro, y jugar con su polla….
El cuarto vaso de cabernet Sauvignon dejó mis labios tintos. «Demasiado alcohol para una mujer decente», habría dicho mi marido… si no estuviera en su viaje de negocios. Dejé que el vestido de seda se deslizara otro centímetro, mostrando suficiente escote como para que Lucas -mi hijastro de 19 años, altos y con esos músculos definidos por el waterpolo- tragara saliva.

Me acerqué, tambaleándome solo un poco, las tetas balanceándose bajo la tela fina.

—Ay, cariño, creo que me pasé con el vino—dije con voz melosa, dejándome caer sobre sus piernas como un derrumbe planeado.

Mis pechos se aplastaron contra su muslo derecho. A propósito. El calor que emanaba su cuerpo a través del pantalón de entrenamiento era casi obsceno. Hice el show completo: párpados pesados, respiración lenta, mano izquierda colgando «inocente» cerca de su entrepierna.

—Señora, ¿quiere que la ayude a llegar a su cuarto?—Su voz sonó dos octavas más grave de lo normal.

Moví la cabeza como atontada, dejando que mi cabellera rubia recién teñida se esparciera sobre su regazo. Al «acomodarme», mi puño cerrado rozó el bulto que ya deformaba su ropa.

Increíble.

No era solo grande. Era esa clase de peso que hace ruido al golpear contra el vientre. 

—Mmm…—gemí como soñando, mientras mis dedos se cerraban alrededor de su contorno.

Él maldijo en voz baja y sus caderas empujaron hacia arriba sin querer. 

El aire acondicionado zumbaba, pero nada podía contra el calor de nuestros cuerpos. Yo seguía ahí, tendida sobre sus piernas como un gato perezoso, fingiendo ese sueño profundo que justificaría mis manos traviesas. Pero, para mi sorpresa, ahora era él quien tomaba la iniciativa.

Entre mis pestañas entreabiertas, lo vi morder su labio inferior mientras sus dedos —esos dedos largos que tantas veces había imaginado metidos en otros lugares— se enganchaban en el elástico de su short. Un tirón leve, casi tímido al principio, y luego otro más decidido, hasta que la tela cedió.

Su polla saltó libre, imponente, la punta ya brillante. Dios mío, era hermosa: gruesa, palpitante, con esas venas que serpenteaban como caminos prohibidos. Él no me quitaba la vista de encima, como esperando que de un momento a otro yo «despertara» y lo regañara. Pero yo solo dejé escapar un leve suspiro, como si estuviera sumida en un sueño profundo.

Eso fue todo el permiso que necesitó.

Su mano derecha se cerró alrededor de su verga con una urgencia que delataba cuánto tiempo llevaba esperando esto. El sonido de su piel rozándose era obsceno, un chasquido húmedo que se mezclaba con su respiración entrecortada. Mientras tanto, su mano izquierda —esa mano que tantas veces me había pasado el salero durante la cena— se deslizó hacia mi vestido.

La seda resbaló fácilmente, dejando al descubierto mis pechos. Sus dedos exploraron con una mezcla de curiosidad y reverencia, como si no pudieran creer que finalmente los tocaba. Mi pezón se endureció al instante bajo su contacto, y esta vez el gemido que escapó de mis labios fue real.

Él se detuvo, alarmado.

—¿Señora?—susurró, su voz cargada de culpa y deseo.

Yo no respondí. Solo me acomodé un poco, arqueando la espalda para que mis tetas se le ofrecieran aún más.

Él entendió el mensaje.

Su mano regresó a mis pechos, esta vez con más confianza, mientras la otra seguía trabajando su verga con movimientos expertos. Yo podía sentir cómo me observaba, cómo se deleitaba con el espectáculo de mis curvas bajo su toque.

Entonces, metió su mano bajo la falda del vestido. El dedo de Lucas estaba frío cuando rozó por primera vez ese lugar prohibido entre mis nalgas. Lo había humedecido con saliva momentos antes, y ahora lo sentía trazar círculos lentos alrededor de mi ano, como si midiera su resistencia. No hubo advertencia, ni pregunta, solo la presión constante de su nudillo abriéndose paso dentro de mí mientras yo fingía seguir dormida. El ardor inicial me hizo contener la respiración, pero pronto se mezcló con algo más, algo que me hizo apretar los dientes para no gemir.

Él no se detuvo ahí. Mientras su dedo seguía moviéndose dentro de mí, sus manos se enredaron en mi cabello y me guiaron sin ceremonia hacia su polla, que ya palpitaba contra mi mejilla. No hubo preámbulos, ni miramientos. Solo el empuje brusco de sus caderas, el golpe seco de su glande contra mi paladar, y luego la invasión total de mi garganta.

Yo seguía con los ojos cerrados, la respiración entrecortada, pero mi cuerpo reaccionaba instintivamente. Las lágrimas asomaban en mis pestañas cuando su enorme longitud me provocaba arcadas, pero él no se inmutó. Sus manos, fuertes y decididas, mantenían mi cabeza en su lugar mientras follaba mi boca con un ritmo implacable. Era mucho más grande y potente que su padre, con esa osadía que solo tienen los jóvenes cuando se dejan llevar por sus instintos. Podía sentir cada centímetro de él, cada venas que latía bajo mi lengua, cada gota que se mezclaba con mi saliva

El sonido era obsceno. El chasquido húmedo de sus embestidas, mis arcadas ahogadas, sus gruñidos bajos y guturales. A veces, cuando se hundía demasiado profundo, sentía el vello púbico rozar mi nariz, el olor a su piel y a sexo llenando mis sentidos. Pero no importaba cuánto me costara respirar, cuántas lágrimas rodaran por mis mejillas, él no aflojaba el ritmo.

—Así… así… —mascullaba entre dientes, como si hablara consigo mismo, como si necesitara convencerse de que esto estaba bien.

Yo no podía responder, no con palabras. Pero mi cuerpo lo hacía por mí. Mis manos, que habían permanecido inertes hasta ahora, se aferraron a sus muslos, no para empujarlo lejos, sino para sentir cada movimiento, cada contracción de sus músculos mientras usaba mi boca sin piedad.

Sabía que no iba a durar para siempre. Podía sentirlo en la tensión de su cuerpo, en la forma en que su respiración se volvía más irregular. Pero por ahora, en este momento, solo existía esto: la presión de sus dedos en mi cuero cabelludo, el sabor salado de su piel en mi lengua, y el sonido incesante de su polla entrando y saliendo de mi garganta, una y otra vez, sin clemencia.

Un gemido gutural escapó de su garganta cuando finalmente llegó al límite—un sonido ronco, animal, que nada tenía que ver con el chico educado que desayunaba conmigo cada mañana. Sus dedos se clavaron en mi cuero cabelludo mientras su polla palpitaba violentamente en mi garganta, disparando chorro tras chorro espeso y caliente que llenaba mi boca más allá de lo que podía tragar. El exceso se escapó por las comisuras de mis labios, manchando su cadera y mi mentón con hilos blancos que brillaban bajo la luz azulada del televisor.

Durante unos segundos eternos, él no se movió, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada, como si estuviera procesando lo que acababa de hacer. Luego, con movimientos torpes, empezó a peinarme el cabello con los dedos—intentando desenredar los nudos que sus propias manos habían creado, alisando mechones que aún estaban pegajosos por su culpa. Su toque era casi tierno ahora, como si arreglarme pudiera borrar lo ocurrido.

—Señora…—murmuró, pero no terminó la frase.

Yo seguí fingiendo sueño, aunque ahora con la garganta en carne viva y el sabor a semen aún impregnado en mi lengua. Cuando me acomodó sobre el sofá con cuidado exagerado, como si fuera de cristal, dejé escapar un ronquido suave: la última mentira de la noche.

La televisión seguía encendida, ahora en un infomercial absurdo. Él se ajustó el pantalón con manos temblorosas, mirando hacia todos lados menos hacia mí. Al alejarse, sus pasos fueron casi silenciosos, pero yo escuché el crujido del piso cuando se detuvo en el umbral, como si dudara entre regresar o huir definitivamente.

Finalmente, la puerta de su habitación se cerró con un click apenas audible.

Y ahí me quedé, con los labios brillantes y las piernas temblorosas, sabiendo que mañana nos veríamos en el desayuno—él evitando mi mirada, yo limpiando jugo de naranja de mi boca con gesto inocente—ambos actuando nuestra farsa perfecta. Pero no terminaría ahí, no podría seguir viviendo sin sentir esa hermosa polla dentro de mí de todas las formas posibles.

64 Lecturas/14 agosto, 2025/0 Comentarios/por EmileCastiel
Etiquetas: culo, follar, metro, padre, polla, semen, sexo, viaje
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