La alquilo de día y la cojo para mí en las noches
Relato extenso, pero que tiene todo lo que acá nos gusta. Lee con paciencia, y naufraga en una historia de la que tu también harás parte .
Todo comenzó en un tiempo que se sentía gastado, como una camisa vieja demasiado usada. La ciudad, con su aliento de humo y concreto húmedo, nos pesaba sobre los hombros. El frío era persistente, no por cruel, sino por cotidiano, como una tristeza que no duele, pero nunca se va. Manish —mi amigo de toda la vida, mi hermano sin sangre— y yo, hartos de la rutina y del zumbido constante de los deberes universitarios, nos lanzamos a buscar algo distinto. No aventura, no gloria. Algo más simple, pero igual de esquivo: respirar. Fue entonces cuando apareció la oportunidad: un programa que prometía trabajo en tierras lejanas, esfuerzo a cambio de experiencia, sudor a cambio de un verano que valiera la pena ser recordado. Un trueque justo.
Y así, casi sin darnos cuenta, empezamos a llenar formularios, a juntar monedas y corajes. Fuimos dejando atrás clases, compromisos, incluso a quienes decían que no valía la pena. Sacamos la visa como quien gana una apuesta imposible. Un día cualquiera —no importa cuál, porque los días importantes rara vez lo saben cuándo nacen— teníamos los tiquetes en la mano y el mundo por delante.
La noche del viaje fue tibia. Bogotá, como un amante al que uno deja por su bien, se despidió sin hacer mucho escándalo. En el aeropuerto, las voces se mezclaban con el vapor del café barato y las luces parpadeantes del techo. Manish no paraba de hablar; siempre ha hablado para empujar el silencio, como si le diera miedo que algo se esconda en él. Yo, en cambio, me quedé callado. Había algo sagrado en ese momento, como si estuviéramos a punto de cruzar un umbral invisible.
Era lunes al mediodía. Toda la mañana había transcurrido en medio del ajetreo de la llegada: maletas arrastradas por pisos encerados, voces en inglés que sonaban como lluvia sobre tejados ajenos, formularios que no entendíamos del todo, pero firmábamos igual. Había un sol pálido, casi tímido, que se filtraba por las ventanas altas del aeropuerto como si pidiera permiso para entrar.
El aire olía a desinfectante y café viejo, y nuestras mochilas —llenas más de expectativas que de ropa— pesaban con una mezcla extraña de cansancio y emoción. Manish, siempre con ese brillo en los ojos que parece no apagarse nunca, decía que ya estaba enamorado del lugar, aunque no habíamos salido del terminal. Yo me limitaba a observar. Para mí, el mundo nuevo no era un sitio que se conquista, sino uno que se deja conocer poco a poco, como un animal salvaje.
Nos recogieron en una camioneta blanca, con asientos de vinilo caliente y música country sonando bajito por los parlantes. El conductor se llamaba Mike. Tenía manos grandes y una voz tranquila, de esas que uno confiaría incluso sin saber por qué. Hablaba despacio, como si el idioma tuviera más peso en su boca que en la de los demás. No entendíamos todo lo que decía, pero asentíamos con la cabeza como si las palabras pudieran absorberse por los huesos.
El camino hacia nuestro nuevo hogar fue largo. Las carreteras se extendían como hilos de plata entre bosques que parecían dormidos. Había algo en ese silencio —el silencio de un país tan grande que hasta el ruido parece pequeño— que nos apretaba el pecho. No era miedo. Era otra cosa. Algo parecido al asombro, o tal vez a la soledad.
Cuando llegamos, el sol estaba alto y las sombras eran nítidas. El lugar donde viviríamos no era un edificio, ni una casa grande, sino un conjunto de cabañas de madera, desperdigadas entre árboles altos que susurraban cosas que no entendíamos. Allí, en medio de ese paisaje que parecía sacado de un sueño, empezaba nuestra historia.
No sabíamos cuánto íbamos a cambiar. Ni cuánto íbamos a perder.
Conocimos a la señora en el tercer día. No tenía nombre para nosotros al principio. Era simplemente ella: una figura pequeña, encorvada, con las manos surcadas de años y agujas, y una voz que salía como un hilo bien tensado, fino pero firme. Vivía en una de las cabañas del fondo, la que siempre olía a tela recién planchada y sopa caliente. Decían que llevaba más de veinte años allí, cosiendo los bajos de los pantalones de los nuevos, ajustando las faldas torcidas de las cocineras, remendando los uniformes ajados de los jardineros.
Su cabaña era un universo en miniatura. Carretes de hilo de todos los colores dormían sobre repisas estrechas. Tijeras, cintas métricas, botones, alfileres y frascos con tapas oxidadas poblaban la mesa como si cada uno tuviera su propio carácter. Había una radio vieja que soltaba boleros en voz baja y, cuando la música fallaba, el silencio se llenaba con el sonido de la aguja al entrar y salir de la tela, como un pequeño latido.
A mí me asignaron la tarea de hacerle los recados. Ella no tenía tiempo para salir —eso decía—, y sospecho que tampoco muchas ganas. Yo corría de una punta a otra del campamento, buscando cremalleras del número correcto, recogiendo paquetes que llegaban con etiquetas en inglés que debía descifrar, preguntando nombres que no sabía pronunciar. Al principio me fastidiaba. Me sentía como un perro mensajero, siempre jadeando detrás de las órdenes de otro. Pero luego entendí que había algo sagrado en ese ir y venir. Era como si mi labor tejiera hilos invisibles entre las personas del lugar. Nadie lo decía, pero todos dependían, de algún modo, de lo que yo llevaba en mis manos.
Manish, en cambio, tuvo un destino más físico. Lo pusieron en mantenimiento general, junto con otros chicos que hablaban más con gestos que con palabras. Se levantaba temprano, con el cuerpo aún entumecido, y regresaba al atardecer con las palmas sucias y el cuello rojo por el sol. Pintaba cercas, desatascaba desagües, cargaba cajas, reparaba escaleras y colocaba bombillas en lugares que olían a humedad y olvido. Lo observaba a veces desde lejos, con la ropa pegada al cuerpo por el sudor, hablando con todos y riendo como si nada le pesara.
Pero yo conocía su silencio.
Al llegar por las noches, cuando las luces temblaban en las ventanas como luciérnagas cansadas, nos sentábamos en los escalones de la cabaña y hablábamos poco. A veces sólo compartíamos el pan que nos quedaba, o un sorbo de algo caliente. Y en ese poco, en ese casi nada, estaba todo.
Estábamos cansados. Estábamos lejos.
La relación con la señora —que con el tiempo supimos que se llamaba Margaret, aunque para mí siempre fue simplemente la costurera— creció como crecen las cosas que no se buscan: despacio, sin ceremonia, como el musgo en la piedra.
Margaret no hablaba mucho. Su forma de comunicarse eran los gestos: una ceja levantada, un leve carraspeo, un movimiento de cabeza que decía “vete” o “ya entendiste” mejor que mil palabras. Yo aprendí a leerla como se aprende un idioma sin diccionario, solo por inmersión y paciencia. Y ella, creo yo, empezó a confiar en mi silencio.
Me enseñaba sin enseñarme. A limpiar una mancha sin dañar la tela. A distinguir entre una costura firme y una que traicionaría al primer tirón. A no preguntar lo innecesario. A entender que incluso las cosas rotas tienen su dignidad, y que remendar no es esconder, sino curar.
Fue en una de esas tardes lentas, en que el calor caía como plomo derretido sobre los tejados, que ocurrió.
Yo venía de la lavandería con una caja de botones y un paquete de hilo nuevo. Atravesaba el patio con la cabeza baja, pensando en cualquier cosa, cuando escuché la voz. Fue como un trapo sucio arrojado contra el rostro.
—Ahí está. ¡Felices pajas, yo ya llevo dos con esa deliciosa vista!
Me detuve, más por el tono que por las palabras. No era un saludo. Era algo que se lanza esperando herir.
Era uno de los jardineros, un tipo grande, con brazos de soga y ojos de vidrio sucio. Estaba con otros dos, riéndose como se ríen los hombres cuando vemos algo que nos excita. Sentí curiosidad y que el cuerpo se me endurecía, como si alguien hubiera soltado una serpiente en medio de una biblioteca.
Mantuve la mirada en ellos y caminé en su dirección, más lento ahora, con la caja temblando un poco en mis manos. Quería ver lo que estaban viendo. Pero Margaret parada en el marco de la puerta de su cabaña me estaba observando.
Me di cuenta y cambié nuevamente mi destino, ya me esperaba sentada con la tela en las rodillas, sus dedos como garzas dormidas sobre el hilo.
—Es mejor que no mires o te perderás —dijo, sin levantar la vista—. Esos hombres ya lo están. Si les das tus ojos a este lugar, les estás dando un poco de luz. Y no la merece.
No supe qué responder. Ni siquiera sabía si hablaba de lo que yo creía que hablaba. Pero ahí estaba la frase, más afilada que cualquier aguja, clavada con cuidado en el aire.
Después de eso, algo cambió entre nosotros.
Margaret empezó a confiarme más cosas. A veces me dejaba planchar una tela que consideraba menos delicada. O me pedía que eligiera los botones, como si mi criterio importara. Y cuando hablaba, lo hacía más para mí que para ella.
Me hablaba del sur, donde había nacido, de un marido que murió sin demasiada gloria, de un hijo que se había ido sin decir adiós. Hablaba poco, pero cada palabra era como una puntada bien dada: necesaria, exacta, sin desperdicio.
Esa noche, Margaret no estaba en su cabaña.
La luz, que normalmente temblaba tras las cortinas como un corazón dormido, no se encendió. La puerta seguía cerrada, y el pequeño reloj de péndulo que solía escucharse desde fuera estaba mudo, como si hubiera decidido callar junto con ella. Manish tampoco había venido. Seguramente estaba ocupado en sus asuntos, tal vez con alguno de los otros chicos del mantenimiento, riéndose con una cerveza tibia en alguna banca perdida. O tal vez solo necesitaba no estar. No le culpé.
Me sentí solo. Pero no era la soledad común, esa que se llena con una charla o con ruido. Era una soledad honda, hecha de silencio verdadero. Me senté frente a la cabaña y esperé, sin saber muy bien qué esperaba. El aire olía a tierra mojada, aunque no había llovido. El viento traía murmullos de ramas, de grillos, de cosas que no querían ser comprendidas del todo.
Margaret apareció pasada la medianoche.
La vi llegar desde el bosque, caminando lento, con un bastón que no usaba nunca, como si aquella noche necesitara apoyarse en algo más antiguo que ella. No se sorprendió al verme.
—Entra —fue lo único que dijo.
La cabaña olía distinto. No a tela, ni a jabón. Olía a algo más viejo. A polvo de libros que ya nadie lee, a madera húmeda, a cera derretida. Cerró la puerta con suavidad, como si del otro lado hubiera algo que no debía despertar.
—Nos has dejado de pensar en lo que te ocurrió hoy —dijo sin mirarme, mientras encendía una vela.
Asentí. No porque lo estuviera pensando justo en ese momento, sino porque lo había sentido desde que escuché a aquel jardinero. Ese tono que tenía todo de parecer normal sin serlo. Esa forma en que habló. Esa sensación que yo sentía de estar dentro de algo que apenas se dejaba ver por los bordes.
—No es solo un lugar para trabajos de verano —continuó—. Nunca lo fue. Eso es solo el gancho. Lo que hacen aquí… es algo más antiguo que cualquier programa para estudiantes.
Me miró entonces, y su rostro era una mezcla de pena y cansancio.
—Aquí se entrena gente. Se moldea. No con armas, no con libros. Con trabajo. Con rutinas. Con silencios. Lo que se hace aquí es observar. Mirar quién obedece sin entender, quién pregunta demasiado, quién se rompe y quién se dobla. Este lugar es como un tamiz. No todos se dan cuenta. A la mayoría solo les interesa ganar algo de dinero y tomarse fotos. Pero a algunos… a los que saben escuchar, se les muestra más.
Mi corazón latía despacio, pero con fuerza. Como si temiera moverse demasiado.
—¿Y para qué? —pregunté.
Margaret sonrió. No fue una sonrisa feliz. Fue una de esas sonrisas que vienen después de muchos años de no sonreír.
—No lo sé todo. Solo sé que hay gente que viene aquí cada año a elegir. A mirar. A llevarse a algunos. Solo sé que algunos nunca regresan. Y otros… vuelven, pero ya no son los mismos.
Se sentó frente a mí, y por un momento pareció más vieja que nunca.
—Te dije que no miraras—dijo—. Porque aquí, más que en ningún otro sitio, mirar es dar poder. Y tú… tú estás empezando a ver. Ten cuidado con lo que haces con eso.
La vela parpadeó. Afuera, los árboles parecían inclinarse un poco más cerca de la cabaña.
Esa noche no dormí. No por miedo. Sino porque sentí que, al cerrar los ojos, algo podía cambiar para siempre.
Al día siguiente, Manish me encontró cerca del comedor, justo cuando llevaba un paquete de cremalleras que Margaret me había encargado. Lo vi distinto. No sabría decir con precisión qué había cambiado, pero lo sentí. En los ojos, sobre todo. Tenía la misma sonrisa fácil de siempre, pero detrás de ella había algo nuevo. Algo tenso. Brillante como un cuchillo recién afilado. Me recordó, por un momento fugaz, al jardinero del día anterior, ese que habló como quien lame sangre de sus propios dientes.
—Tenemos que hablar —me dijo, como si fuera un secreto urgente—. Pero no ahora. Tengo trabajo. Te espero esta noche. Hay una cabaña más allá del bosque. ¿La conoces?
Negué con la cabeza. El bosque era una frontera tácita para muchos de nosotros. Más allá, simplemente no se iba.
—No está lejos —añadió, casi con una sonrisa cómplice—. Solo sigue el sendero viejo, el que pasa junto al cobertizo de herramientas. A esa hora ya habrá gente.
Luego se marchó, como si lo dicho no hubiera sido importante, y yo volví a la cabaña de Margaret, donde la tarde se desgastó entre agujas, telas y un silencio que de pronto se volvió más denso. Ella no preguntó nada. Pero cuando me levanté para irme, más tarde de lo usual, se limitó a decir:
—Si caminas hacia un lugar donde no sabes quién te espera, lleva los ojos abiertos. Los verdaderos.
Y luego volvió a su costura, como si mis pasos ya no fueran suyos.
El sendero estaba casi oculto por la maleza, pero lo encontré. El bosque no era hostil, pero tampoco era acogedor. Caminé entre troncos altos, ramas que parecían moverse aunque el aire estuviera quieto, y el crujido de mis propios pasos se convirtió en una especie de oración sin palabras.
La cabaña apareció de pronto, como si siempre hubiera estado ahí, esperando.
No era secreta. No, todo lo contrario. Era lo más público que había visto desde que llegamos: iluminada con faroles colgados de los árboles, rodeada de mesas bajas, bancos toscos y risas. Trabajadores como yo estaban por todas partes, algunos sentados en el piso de madera, otros recostados, todos con una cerveza en la mano. No había música, pero había ritmo. Ese ritmo que nace del cansancio compartido y del olvido momentáneo.
Manish estaba allí, junto a su grupo de mantenimiento. Me saludó con el entusiasmo de quien quiere compartir algo grande, y me presentó uno por uno. Nombres que olvidé casi de inmediato, porque sus ojos no coincidían con sus bocas. Todos querían saber de mí. De dónde venía, qué hacía con Margaret, cuánto tiempo pensaba quedarme. No eran preguntas incómodas, pero tenían filo. Como si no les interesara quién era, sino qué tan útil podía llegar a ser.
Tomamos varias cervezas. Al principio me pareció agradable. Manish reía como siempre, uno de los chicos hacía malabares con tapas, otro contaba historias que nadie corregía. Pero mientras las horas pasaban, noté el peso de sus miradas. No eran malintencionadas, pero sí calculadoras. Evaluaban. Medían.
Había una chica con nosotros. Morena, delgada, con un lunar sobre la clavícula que parecía pintado con carbón. Era, según creí en ese momento, pareja de uno de ellos, aunque él no decía mucho. Con el paso de las horas, ella se fue acercando. Primero con bromas. Luego con roces fugaces. Y al final, con una claridad que no dejaba espacio a malentendidos. Me hablaba bajito, con una risa que se escurría por debajo de las palabras, como si supiera algo que yo aún no sabía.
La noche tenía ese peso de las cosas que no se nombran, pero que ya están ocurriendo. Algo se estaba moviendo, algo me estaba envolviendo. Y aunque el calor de la cerveza y las risas eran reales, también lo era la sensación de estar en el centro de una red que no veía por completo.
Ella me llevó a su cabaña como si fuera lo más natural del mundo. Como si hubiéramos sido viejos amigos que buscan un rincón para terminar la noche, un lugar donde reírse de todo sin testigos. Pero en verdad era la primera vez que nos veíamos. Y sin embargo, sus pasos eran seguros. Como si ya supiera cada uno de los míos.
El camino hasta allá fue corto, aunque no podría repetirlo ahora. La oscuridad del bosque parecía hacerse a un lado por donde pasábamos, y el viento apenas nos rozaba. Yo caminaba detrás de ella. No por desconfianza, sino porque había algo en su espalda que hablaba más que su voz. Una tensión exacta. Como una cuerda de laúd bien afinada, esperando ser pulsada.
Me hizo seguirla dentro. Su cabaña era pequeña, más desordenada que la de Margaret, pero también más viva. Ropa colgada en los respaldos de las sillas, una lámpara con la pantalla torcida, una manta a medio doblar. Todo parecía usado, tocado, elegido. Me ofreció sentarme en un colchón del suelo, entre cojines desparejados. Luego, sin ceremonia, sacó una botella.
Era de plástico, una de esas comunes para el agua. Pero lo que había dentro no era agua. Me la mostró con una sonrisa pícara, casi infantil.
—Regla número uno: nunca te fíes de lo que parece limpio —dijo, y bebió un trago largo antes de ofrecérmela.
El líquido era oscuro, algo espeso, con un olor fuerte a fruta fermentada y madera vieja. Ardía al pasar, pero dejaba una calidez que se extendía lento, como el abrazo de una manta húmeda.
Ella se sentó frente a mí, con las piernas cruzadas y los ojos fijos. No hablaba demasiado. No necesitaba hacerlo. Se acercaba con el cuerpo, con las manos, con una mirada que no pedía permiso. No era dulzura lo que había en ella, era lujuria. Era algo complejo en ese momento: una especie de prueba. Como si quisiera saber cuán lejos podía llevarme. Como si cada caricia fuera una pregunta escondida.
Nos besamos.
No sé cuánto tiempo pasó. Perdí el sentido de las horas. Afuera el viento había dejado de moverse. Y dentro de la cabaña todo era calor, sombra, y esa extraña sensación de estar siendo observado por algo que no tenía ojos.
En un momento, cuando el aire era más denso y el aliento se mezclaba con el sudor, ella se apartó ligeramente. Me miró, como si acabara de recordar algo importante.
—¿Sabes por qué estás aquí? —susurró.
Yo abrí la boca, pero no respondí. No porque no quisiera, sino porque de pronto entendí que no lo sabía. Que había olvidado la pregunta. Que quizás nunca me la había hecho en serio.
—No todos llegan hasta aquí —continuó—. Pero tú… tú tienes ese algo. Lo notamos desde que entraste.
«Lo notamos».
Esa frase me golpeó con más fuerza que cualquier cosa dicha esa noche. No ella. Lo notamos.
—¿Quiénes? —pregunté, con la voz algo áspera por el trago, por el miedo, por la certeza creciente de que aquello no era solo un juego nocturno.
Ella no respondió. En cambio, se incorporó, se quitó la camisa larga que llevaba puesta y caminó hasta una pequeña mesa cerca de la puerta. Abrió un cuaderno de tapas gastadas, y con una pluma vieja escribió algo. No me lo mostró. Solo lo escribió. Luego volvió a mí, se sentó en silencio, y me miró con una ternura que no entendí del todo.
—No temas —dijo—. Aún puedes decidir.
Y entonces, me besó otra vez. Lento.
Fue sexo.
No fue un accidente, ni una caída, ni un impulso ciego. Fue al ritmo de ella, como una canción que ya conocía sin saber cómo. Su cuerpo era una invitación, sí, pero también un lenguaje. Y yo lo aprendí en la piel, sin prisas, sin preguntas.
No me mentía: lo disfruté. Sin culpa. Sin intentar darle un significado más allá del momento. Por un tiempo, el mundo fue un espacio estrecho entre dos respiraciones, tibio, líquido, sin voces externas. Pero incluso en medio del placer, algo no encajaba. No con ella. Con todo.
Cuando terminamos, ella se recostó en silencio. Yo me quedé mirando el techo manchado por las sombras del farol que pendía fuera. Mis pensamientos comenzaron a hurgar. No con rabia ni con sospecha, sino con la calma del que ha cruzado un umbral y quiere saber a dónde ha llegado.
Me giré hacia ella.
—No eres como los demás —dije.
No hubo sorpresa en su rostro. Solo una ligera pausa, como si hubiese esperado que lo dijera, y por fin pudiera dejar de fingir.
—No —respondió—. No soy como tú. Ni como Manish.
La desnudez entre nosotros cambió entonces. Dejó de ser física. Era más profunda. Más real. Su voz bajó aún más, como si la madera tuviera oídos.
—Yo no vine por el programa. No llené formularios, ni hice entrevistas. No tengo una historia que contar en la embajada.
Se incorporó, buscando la botella. Bebió un trago corto, mirándome por encima del borde.
—Yo fui elegida. Hace tres años. Me reclutaron.
Las palabras cayeron entre nosotros como piedra en un pozo sin fondo. No hacían ruido al chocar, pero seguían cayendo. Sin fin.
—¿Por quién? —pregunté, sin levantar la voz.
—Eso no te lo puedo decir —dijo con tristeza, no con evasión—. Porque aún no lo sabes. Y nadie puede saberlo por ti.
Me senté, más alerta. No por miedo. Por una lucidez distinta. Como si cada palabra fuera una pieza de un rompecabezas que llevaba años oculto bajo la alfombra.
—¿Y qué quieren? —susurré.
Ella me miró largo rato. Luego, sin quitarme los ojos de encima, se puso de pie y caminó hasta el cuaderno. Lo abrió, pasó unas páginas con dedos ligeros, y lo cerró de nuevo.
—Quieren saber quién puede pagar por esto—me dijo sin rodeos señalándome su cuerpo desnudo—. Más allá de las reglas. Quién obedece por miedo. Quién miente bien. Quién resiste sin comprender. Este lugar… no es un filtro. Es un mapa. Y tú, esta noche, acabas de pisar uno de sus caminos.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Te pagan por tener sexo?
Su expresión cambió, volviéndose casi dolorosa.
—Porque una vez alguien me eligió. Y desde entonces… soy otra cosa.
No pregunté más. No porque no quisiera saber, sino porque entendí que lo que venía ya no podía explicarse con respuestas. Solo con decisiones.
Me vestí en silencio. Ella no me detuvo. Solo me acompañó con los ojos hasta la puerta.
Antes de que la mano tocara la aldaba, su voz me llamó con suavidad:
—Espera.
Me giré. Inevitablemente mis ojos miraron sus pequeños pechos, iluminados por la lámpara, como una silueta a medio dibujar.
—No te he dicho mi nombre —dijo, casi con vergüenza.
Negué con una sonrisa breve.
—Tampoco yo.
Hubo un momento de pausa. Como si los nombres fueran más pesados que el cuerpo, como si darlos fuera un riesgo que sólo se corre cuando ya no hay vuelta atrás.
—Victoria —dijo ella.
—Gustavo —dije yo.
Y en el espacio entre esos dos nombres, ocurrió algo. No mágico, ni místico. Algo sencillo y brutal: dejamos de ser extraños.
Ella asintió. Y con la misma voz de antes, casi apagada, susurró:
—Si Margaret te hace una pregunta mañana, cualquier pregunta, respóndele con la verdad. Toda la verdad. Será tu forma de elegir.
La mañana siguiente llegó con una lentitud artificial, como si el bosque hubiera decidido retener la noche un poco más, o como si supiera que yo aún no estaba listo para el día.
Regresé a mi cabaña antes del amanecer. Me quité la ropa impregnada de humo, sudor y tierra, y me eché en la cama sin cerrar los ojos. Dormí poco, o nada. Solo cerré los párpados y dejé que las palabras de Victoria me giraran por dentro como cuchillas oxidadas: «Será tu forma de elegir.»
Margaret me esperaba, como siempre. Su cabaña olía a hilo encerado, a tela húmeda y a ese perfume tenue que usaba en las mañanas y desaparecía con el paso de las horas. Estaba sentada frente a su máquina de coser, los lentes en la punta de la nariz, y los dedos trabajando con una precisión envidiable.
—Llegas tarde —dijo sin mirarme.
No sonaba molesta. Sonaba… pendiente. Como si no hablara del reloj.
Me disculpé con un murmullo, tomé la cesta de los encargos y esperé instrucciones. Me las dio sin levantar la vista. Tres nombres, dos paquetes, una receta para la señora del almacén. Todo igual, todo como siempre. Salí sin más.
Pero cuando regresé, una hora después, ella ya no cosía.
Me esperaba sentada en la silla más vieja, junto a la ventana abierta. Sus lentes estaban guardados, y tenía una taza de té entre las manos. No bebía.
—¿Dormiste bien anoche? —preguntó de pronto.
Me quedé quieto.
Era una pregunta simple. Pero la voz de Victoria me latía detrás de los oídos: «Cualquier pregunta. Toda la verdad.»
Y entonces comprendí: no era una trampa. Era una puerta.
—No —respondí—. No dormí.
Margaret asintió con lentitud. No dijo nada al principio. Tomó un sorbo de té, sin mirarme, y dejó la taza en la mesa. Luego, alzó la cabeza.
—¿Estuviste en la cabaña del bosque?
Mi garganta se cerró por un segundo. Y cuando hablé, mi voz salió firme, más de lo que esperaba.
—Sí.
Otro silencio. Esta vez más denso.
—¿Con quién?
—Con una mujer. Se llama Victoria.
Margaret cerró los ojos, y asintió una vez, como quien confirma un presentimiento.
—Te eligió.
No fue una pregunta.
—¿Para qué? —pregunté.
—Para algo que aún no entiendes. Pero lo harás. Todos los que han pasado por aquí, si prestan atención, lo hacen tarde o temprano.
Se puso de pie y caminó hasta una caja de madera que nunca antes había abierto frente a mí. De ella sacó un pequeño cuaderno de cuero gastado. Me lo entregó sin decir nada. Lo tomé con las manos frías.
—No lo leas ahora. Llévalo contigo. Cuando sientas que no puedes confiar en nadie, ni siquiera en ti, abre la página marcada.
La miré, esperando más. Un nombre. Una advertencia. Un mapa. Pero ella solo me miró con una tristeza que no le conocía.
—No todos sobreviven al momento en que empiezan a entender —dijo.
Luego volvió a sentarse frente a la máquina. Encendió la lámpara, se puso los lentes y, sin mirarme, volvió al trabajo.
—Anda. Hoy tenemos mucho que hacer.
Salí con el cuaderno en el bolsillo, y un peso nuevo en el pecho.
Había respondido con la verdad. Había elegido.
Pasó una semana sin que ocurriera nada extraordinario.
Margaret volvía a asignarme recados, a veces me miraba con esa media sonrisa suya que parecía compasión y juicio al mismo tiempo, y yo cumplía como si no hubiese cambiado nada. Manish reaparecía y desaparecía con su grupo, más animado que nunca, pero evasivo. Victoria… no volví a verla.
Y sin embargo, cada noche sentía el cuaderno como un pulso extraño en el bolsillo de mi abrigo. Como si llevarlo me pesara más que el silencio que lo envolvía.
No lo abrí durante siete días.
Tal vez fue miedo, o la ilusión de volver a una vida sencilla. Tal vez me había convencido de que las preguntas no necesitaban respuesta si se evitaban con suficiente disciplina.
Pero el octavo día, justo después de una lluvia fina, mientras el sol se colaba tímido entre las hojas húmedas, lo abrí.
No había prólogo. Ni firma. Solo una página marcada con un hilo rojo, como Margaret había dicho.
Era una lista.
No una de nombres. No una de tareas.
Eran instrucciones. Frases cortas. Con una voz seca, exacta, como si alguien las hubiese dictado no desde el entendimiento, sino desde la costumbre.
«No preguntes por lo que no veas.»
«Las puertas con marco rojo no se abren sin invitación.»
«Si una chica te llama por tu nombre y no sabes el suyo, responde con silencio.»
«Si alguien te ofrece ir más allá del bosque, escucha, pero no respondas. No ese día.»
«La diversión ajena siempre deja huellas. No limpies lo que no ensuciaste.»
«Hay días en que vendrán coches negros. No mires adentro.»
Leí las frases una y otra vez. No era un reglamento. Era un pacto. Un contrato tácito entre quienes sabían y quienes elegían saber.
Y entonces, como si las piezas empezaran a encajar en silencio, volví a ver aquel lugar con otros ojos.
La organización. Las rutas marcadas. Las zonas donde el acceso estaba restringido, pero nadie decía por qué. Las horas en que ciertos trabajadores desaparecían, y las miradas que evitaban cruzarse con las nuestras.
Recordé a los hombres que llegaban los fines de semana, vestidos con ropa discreta pero impecable. Siempre en grupos pequeños. Siempre guiados por alguien. Nunca solos.
Recordé a Victoria.
No con culpa. No con deseo. Con comprensión.
Ella no hacía recados. No cosía bajos de pantalones. No arreglaba persianas ni entregaba paquetes.
Su labor era otra. Más allá del bosque. Allí donde las luces eran más tenues, la música más baja, y los nombres dejaban de importar.
Victoria no era como yo. Ni como Manish. Ni siquiera como Margaret.
Ella era parte de lo que se ofrecía.
Y nosotros —los otros— éramos quienes mantenían encendida la maquinaria del día. Los que hacían posible que ese mundo, ajeno y privado, funcionara sin ruido, sin preguntas, sin huellas visibles.
Cerré el cuaderno con un temblor leve en las manos.
Afuera, el sol ya caía de nuevo. El bosque empezaba a llenarse de voces apagadas, de pasos que no hacían eco.
Y yo supe, con una certeza que me dolió más de lo que esperaba, que ya no había vuelta atrás.
La necesidad de volver a verla no me llegó como un impulso. No fue ansiosa ni torpe. Se deslizó con una calma peligrosa, como esas ideas que se vuelven certeza sin que uno sepa cuándo comenzaron a crecer.
Una tarde, después del almuerzo, encontré a Manish apoyado contra la baranda de una cabaña vacía, fumando con esa expresión suya de estar en muchos lugares al mismo tiempo. Lo saludé sin ceremonia. Él me estudió de reojo.
—Así que quieres volver a verla —dijo sin que yo dijera nada.
No respondí. No hizo falta.
—Sabía que iba a pasar —añadió, sonriendo—. A todos les pasa. Una vez. Con una de ellas.
Me pasó el cigarrillo. Lo rechacé.
—¿Cómo lo hiciste tú? —pregunté, sin rodeos.
—Firmando.
Fue todo lo que dijo. Pero su mirada ya apuntaba hacia el oeste, donde el bosque comenzaba a cambiar de aire, donde el olor a tierra húmeda daba paso a la sal, y las hojas de los árboles se volvían más pálidas.
Esa noche no hubo escabullidas. No hubo planos secretos ni caminos improvisados.
Manish me llevó por una ruta que nunca habíamos recorrido. Estaba marcada, pero no figuraba en los mapas. Avanzamos por una vereda que parecía común hasta que el bosque comenzó a abrirse como una garganta, y los árboles se alejaron del camino.
Y entonces, la escuché: la playa.
No era un mar abierto, no del todo. Era una curva silenciosa del océano, encerrada entre rocas y manglares. Pero el aire salino era inconfundible, y el rumor de las olas contra la arena tenía algo hipnótico.
—Aquí es —dijo Manish—. Pero antes…
Nos detuvimos ante una estructura de piedra pulida. No era una puerta. Era un umbral. Y junto a él, un hombre de traje oscuro, que no parecía encajar con el resto del entorno, sostenía una carpeta.
No preguntó mi nombre. Solo miró a Manish, luego me miró a mí, y extendió el portafolio de cuero.
—¿Qué es esto?
—Una forma de entrar —respondió Manish, y se apartó.
La carpeta contenía una sola hoja. No tenía membretes. No tenía firmas previas. Solo una frase:
“El que cruce sabrá, y el que sepa no podrá fingir ignorancia.”
Abajo, una línea en blanco.
Firmé.
El guardia no dijo nada. Solo asintió y se hizo a un lado.
El complejo no era un edificio. Era un mundo plegado entre dunas y árboles. Estaba hecho para no existir en los mapas. No tenía letreros ni caminos pavimentados. Pero cada rincón brillaba con una claridad inquietante.
Entramos al salón principal por una puerta disimulada bajo un toldo de lino blanco. Allí, por fin, lo vi.
No lo que era, sino lo que hacía sentido.
Hombres. Todos. Ninguno menor de cuarenta. Bien vestidos. Con trajes livianos de lino, camisas abiertas, relojes discretos pero carísimos. Bebían, reían. Algunos estaban solos, otros en grupos pequeños, como si todo fuera una reunión de negocios donde los negocios no importaban.
Y luego ellas.
No las chicas del pueblo. No las trabajadoras del almacén o las cocineras del comedor.
Ellas eran distintas.
Algunas muy jóvenes, otras maduras, todas hermosas en ese sentido que no es solo físico, sino escénico. Como si cada una estuviera perfectamente ubicada en una obra de teatro que dominaban desde adentro. No eran prostitutas. O si lo eran, lo eran con una dignidad feroz, casi mitológica.
Victoria estaba entre ellas.
La vi desde el umbral. No estaba sola. Hablaba con un hombre mayor, que la escuchaba como si ella fuera música. Ella no me vio. O quizás lo hizo y decidió no reaccionar.
—No te acerques aún —susurró Manish—. Aquí las reglas cambian. Aquí todo tiene un ritmo. Si la buscas, que sea como si no lo hicieras.
Me senté.
Bebí algo que no supe cómo llegó a mi mano. Sentí los ojos de algunas mujeres pasar por mí como aves en vuelo bajo. Estaban observando. Evaluando. Reconociendo.
Y por primera vez desde que había llegado a ese lugar, comprendí la magnitud del sistema.
Margaret lo hacía funcionar. Yo lo recorría. Manish lo entendía. Victoria… lo sostenía.
No veía a Victoria como antes. Ya no era solo la mujer que me había llevado a su cabaña con una sonrisa y una botella prohibida. Ahora la observaba entre las demás —esas mujeres hermosas, suaves como terciopelo y duras como vidrio— y comprendía que ella no era una excepción, sino una de ellas.
Eran peligrosas compañeras de juego.
Amigas, sí. Amantes, quizá. Pero sobre todo, cómplices de un mundo que se dejaba ver solo cuando uno ya había entrado demasiado.
Victoria reía con aquel hombre mayor, inclinaba la cabeza con una gracia medida, perfecta, como si supiera exactamente cuánto mostrar, cuánto callar.
No sentí celos. Sintió una punzada más aguda: la certeza de que, aunque la había tocado, aún no la conocía.
Noté que entre ellas corría algo más que simpatía o hábito: se comunicaban.
No con palabras, sino con miradas sutiles, ligeros movimientos de cabeza, una mano rozando la copa justo en cierto momento. Era un lenguaje propio, secreto, como el de los músicos que improvisan en la penumbra, sabiendo siempre cuándo entrar, cuándo callar.
No hablaban entre sí, pero se entendían.
Gustavo lo vio sin estar preparado.
Fue solo un instante: una mujer —alta, de piel canela y labios oscuros— se volvió hacia el hombre que la acompañaba, rio con algo que parecía ternura y juego a la vez, y sin más, desanudó la blusa liviana que llevaba puesta. Se la quitó con la calma de quien no teme, y sus pechos quedaron al descubierto bajo la luz suave del salón, sin pudor, sin apuro.
Él —el hombre— no hizo gesto alguno. Solo la miró, como si fuera un acto cotidiano, casi ritual, y luego acercó los labios a los pezones de ella con una devoción quieta, como si bebiera de un símbolo.
Gustavo sintió que el aire se hacía más denso. No por la desnudez, sino por lo que significaba.
Nadie se escandalizó. Nadie fingió no verlo. Nadie miró demasiado.
Era parte del ritmo. Una ofrenda. Un juego, sí… pero uno que no admitía jugadores ingenuos.
El hombre con el que Victoria hablaba se levantó. No parecía molesto ni impaciente, más bien satisfecho. Ella le rozó la manga del saco con los dedos, como si lo despidiera sin palabras. Él le sonrió, inclinó apenas la cabeza y se alejó con paso tranquilo hacia otra parte del salón.
Victoria se quedó sola unos segundos. Bebió el último sorbo de su copa, dejó el vaso en la mesa, y sin mirar a nadie más, caminó directo hacia mí.
No saludó. No sonrió. Solo se detuvo frente a mí, con los ojos hundidos en los míos, como si hubiera cruzado una distancia más vasta que la sala entera.
—Ella es Laura —dijo, con voz baja y precisa, haciéndome girar nuevamente hacia la chica de piel canela que había ofrecido sus pechos—. Es de las más entregadas.
La miré, aún con el eco de la imagen de esa otra chica flotando entre ambos como un hilo suelto.
—Laura… —dije, con la duda mordiéndole la lengua—. ¿Entonces ella es…?
Ella sonrió, no con burla, sino con una especie de piedad.
—Aquí, somos ropas —respondió—. Los hombres nos usan según la que miren.
El silencio entre nosotros no era incómodo. Era denso, cargado de palabras no dichas. Bajé la mirada por un instante, tomé aire, y volví a mirarla.
—¿Qué es este lugar, en verdad…?
Laura en ese momento inclinaba el rostro, el cabello le cayó sobre un hombro, y le hablaba a aquel hombre con la claridad serena de quien no se esconde.
—En el salón puede pasar todo lo que ellos deseen —dijo, sin cambiar el tono—. Todo lo que paguen, lo que imaginen, lo que se atrevan a pedir. Algunas veces aquí, otras veces prefieren las habitaciones que rodean el complejo. Son muchas. Discretas. Silenciosas.
Hizo una pausa, lo miró de reojo, como si tanteara la profundidad de su reacción.
—Y otras veces… vamos a la playa. Hay lugares entre las rocas, hay toldos que se montan solo para una noche. Depende del hombre. De la fantasía. Del precio.
Gustavo no respondió de inmediato. Lo entendía, al menos en parte. Pero lo que más lo inquietaba no era lo que ella decía… sino cómo lo decía.
Sin vergüenza. Sin cinismo. Con una calma casi poética.
De repente, algo en el aire cambió. No fue un grito, ni un gesto escandaloso, solo una interrupción sutil en el murmullo constante del salón. Giré la cabeza, curioso, como si un hilo invisible me tirara del cuello, y entonces la vi.
Ella —de cabello oscuro, suelto y espeso— se arrodillaba frente a un hombre alto, de traje gris claro y manos pesadas. Sus movimientos eran precisos, casi ceremoniales. Lo hizo con tal naturalidad que uno podría pensar que aquello era tan cotidiano como servir una copa de vino. Sus dedos deshicieron el cinturón, bajaron la cremallera, y un momento después su rostro se acercó con agilidad felina a ese pene erecto.
Yo no vi el acto en sí. No necesitaba hacerlo. Bastaba con ver su rostro, su entrega medida, la mirada del hombre fija en ella como si contemplara una ofrenda, una victoria o ambas.
A mi lado, Victoria— sonrió apenas, como quien reconoce a una colega haciendo bien su oficio.
—Ella es Erika —dijo, sin cambiar el tono ni la expresión—. Le gusta empezar así.
Me quedé quieto. No por escándalo, no por asombro, sino porque entendí que, en ese lugar, los cuerpos hablaban otro idioma. Uno antiguo, sin adornos, sin culpa.
El hombre de Victoria regresó sin anuncio, como una sombra que sabe volver al fuego. Ella lo notó antes que yo, con ese instinto que tienen los animales del bosque y las mujeres que han aprendido a leer los pasos sobre la madera.
Se levantó sin despedirse. Me ofreció una última mirada —no de ternura ni de culpa, sino de promesa suspendida— y caminó hacia él.
La fiesta ya había comenzado.
No hubo preámbulo. Solo el murmullo del salón bajando como la marea cuando algo más grande está por venir. Victoria, o quien fuera esta noche— se sentó sobre una otomana cercana, alzó la falda con una soltura aprendida y elegante, y abrió las piernas como si revelara un secreto, como si mostrara no solo su carne, sino el acceso a un lenguaje más antiguo que las palabras. El hombre se inclinó sobre ella. No hubo ternura en sus gestos, pero sí una hambre controlada. Se apoderó de la vagina de ella con una confianza brutal y serena. Y allí, entre sombras suaves y luces doradas, sus cuerpos comenzaron a moverse como dos frases que riman sin haberse buscado.
No me moví. No pude.
me quedé allí, como si la escena me hubiera anclado, como si todo lo demás —las palabras no dichas, los nombres falsos, incluso la memoria de Manish— se hubieran disuelto en esa imagen única: Victoria, abierta de piernas como una flor nocturna, recibiendo placer con una intensidad que no disimulaba. Era completa sumisión. Era entrega. Cruda, honda, feroz.
Sintió un nudo arderle bajo el esternón. No era rabia. No era envidia. Era algo más turbio, más honesto: fascinación.
Se embriagó de la imagen, como quien bebe sin darse cuenta hasta que el mundo gira. Olvidó el tiempo. Las voces. Incluso su propio cuerpo. Y cuando quiso reaccionar, cuando por fin logró alzar la cabeza, ya no quedaba nada que reconociera.
Estaba solo.
No había rastro de Manish. Ni su voz, ni su risa, ni su sombra. Solo cuerpos entrelazados. Solo piel y jadeos. En cada rincón al que volteaba, veía la misma escena repetida como una letanía carnal: otra mujer en brazos de otro hombre, su boca abierta en un grito que era placer o algo muy parecido. Había piernas entrelazadas, golpeteos de penes entrando y saliendo de vaginas y anos, espaldas arqueadas, pezones brillando bajo la luz, bocas que besaban, chupaban, se perdían.
Todo se volvía más salvaje. Más ritual. Más hermoso. Más brutal.
Y entonces lo vi.
Un hombre. Solo, como yo. Sentado en un sillón de respaldo alto, en la penumbra. Era mayor, sin duda. Bien vestido, pero sin ostentación. Observaba, pero no con lujuria ni ansias. Su mirada era otra: calma, inquisitiva… y profundamente consciente
Como si supiera algo que todos los demás ignoraban.
No podía apartar los ojos de él.
Era extraño —casi absurdo— que en medio de aquel estallido de cuerpos y gemidos, mi atención se fijara justo allí, en el único lugar donde no había deseo encendido, ni carne expuesta, ni jadeos en curso. Y sin embargo, la figura de aquel hombre lo retenía como un imán.
Había algo en su quietud. En la forma medida de su espalda, en la mirada que no pestañeaba, en el modo en que parecía no ver lo que sucedía, sino por qué sucedía.
Entonces, un trabajador —porque lo era, se notaba en la ropa más sencilla, en la manera sumisa de caminar— se le acercó. Se inclinó, dijo algo al oído del hombre. Me hubiera gustado saber lo que le dijo, pero sí vi el gesto que siguió: una leve inclinación de la cabeza, un movimiento con la mano. Ni siquiera un asentimiento, más bien un permiso dado con la economía de quien no necesita hablar demasiado.
Y entonces entró ella, una niña.
Irrumpió en el salón sin ropa, sin joyas, sin una sola tela que ocultara su piel clara y sin miedo. Sus ojos no miraban a nadie. Caminaba con la misma dignidad de quien conoce su papel y ya lo ha representado antes.
Detrás de ella, cuatro hombres de piel negra. Altos, fuertes, tan callados como la sala en ese instante. No había agresividad en sus rostros, pero sí una especie de potencia contenida, como si esperaran la chispa que encendiera algo más grande que ellos.
La niña, de no más de 8 años se detuvo frente al hombre mayor. Bajó lentamente las rodillas, sin que se lo pidieran, sin que él lo indicara. Se quedó así, esperando. Ofreciéndose no solo a él, sino al momento que estaba a punto de empezar.
No pude dejar de mirar.
Desde donde me encontraba, la escena parecía surgir de un sueño turbio y lento, como esos que uno no recuerda al despertar, pero que dejan una sensación pegajosa en el pecho.
Ella, arrodillada aún, había inclinado un poco el torso hacia atrás, los brazos abiertos como si ofreciera su cuerpo al salón entero. Y fue entonces cuando lo noté. Su piel relucía bajo la luz suave como si estuviera bañada en algún néctar invisible, algún líquido espeso y ámbar que capturaba los reflejos de las lámparas como oro derretido. Su pecho completamente plano brillaba.
No sabría decir qué era. Desde la distancia, solo podía suponer: miel, quizás, o algo más raro, más ceremonial. Lo cierto era que parecía haber sido vertido con cuidado, tal vez incluso como parte de un rito. El líquido se escurría desde sus hombros hasta el valle de su inexistentes pechos, bajaba por su abdomen, dejando un camino tibio y brillante.
El hombre mayor no dijo nada. No necesitaba hacerlo.
Con otro de sus gestos medidos —el más leve movimiento de su mano, como si apartara el polvo de un libro antiguo— dio su consentimiento.
Uno de los cuatro hombres dio un paso adelante. No hubo urgencia en su andar. Se arrodilló frente a ella como si lo que estuviera por hacer no fuera un acto carnal, sino uno sagrado. Luego, inclinó el rostro y comenzó a lamerle el pecho, con lentitud su lengua se apoderaba de sus pequeños pezones, siguiendo la línea del líquido como quien traza un mapa con la lengua.
Ella cerró los ojos. No suspiró. No tembló. Se quedó inmóvil, como una estatua viva, una figura tallada para ese momento exacto.
Yo debía mirar hacia otro lado. Lo sabía. Y sin embargo, no lo hice.
Intenté apartar la mirada. No por pudor —esa palabra hacía rato que había perdido sentido allí— sino por instinto, por una especie de alarma sutil que me susurraba que mirar demasiado podía delatarme, volverme evidente en un lugar donde la discreción era la única moneda que aún tenía valor.
Desvié la vista con torpeza, buscando un refugio que no fuera tan incendiario. Pero lo primero que encontré fue a Erika.
Estaba de rodillas, justo como antes, aunque ahora con una entrega aún más feroz. Su espalda se arqueaba hacia adelante con un ritmo que no era nuevo, era sabio. En su rostro no había esfuerzo, solo maestría. Su boca descendía por la verga del hombre que la guiaba —sí, por su verga, porque otra palabra habría sido demasiado sutil, demasiado mundana— y lo tomaba casi por completo, como si su garganta hubiese sido moldeada para esa tarea exacta.
Deduje, sin querer hacerlo, que llevaba años haciéndolo. Y no por la práctica solamente, sino por la quietud de su alma al hacerlo. Como si allí, con la boca abierta al abismo de otro, encontrara algo parecido a la paz.
Volví a mirar hacia el hombre mayor.
Ya no estaba solo. Uno de los otros hombres de piel oscura se había arrodillado también, esta vez detrás de la niña bañada en miel. La escena seguía desplegándose, lenta como una ceremonia, precisa como un castigo divino.
Los hombres se veían extasiados. No de ese modo agitado y torpe con el que uno imagina el placer en la superficie. No. Había en sus rostros una dicha más profunda, más antigua, como si hubiesen tocado algo que no se toca con la piel, sino con la raíz misma del deseo.
Sus ojos estaban cerrados o entreabiertos, y en ellos se dibujaba algo parecido a la gratitud. Como si la escena que compartían —la niña brillante, la miel, los cuerpos entregados sin pudor— fuera una dádiva, un regalo raro que solo unos pocos eran dignos de presenciar y aún menos de experimentar.
No hablaban. Apenas un susurro escapaba de tanto en tanto, una respiración agitada o un gruñido bajo, contenido, como el de un animal al que no le permiten rugir. Pero en sus gestos había armonía, como si la escena no fuera producto del deseo, sino del acuerdo. Como si supieran exactamente qué hacer, cómo moverse, cuándo avanzar, cuándo detenerse.
Los miraba y sentía una mezcla punzante de asombro, desconcierto… y una punzada de envidia, suave pero persistente, como el aguijón de una abeja que no ha sido vista pero que ha dejado su veneno.
Allí, en medio de la sala, en ese salón donde todo ardía sin llamas, donde la moral se había quedado en la puerta junto a los abrigos, sentí que algo me llamaba. No era Victoria. No era el sexo. Era otra cosa.
Una pregunta.
Uno de ellos comenzó a moverse con más fiereza. No violenta, no bruta, pero sí con una urgencia que no dejaba espacio para la delicadeza. Sus manos tomaron la cintura de la niña con fuerza medida, como quien ha aprendido que el poder puede usarse con elegancia, sin romper lo que se desea.
La penetró en un solo movimiento lento pero sin pausas, no podía asegurarlo aunque si lo sospechaba, analmente. Sus caderas golpeaban con un ritmo creciente, y ella no sufría, no lloraba, se entregaba aún más, como una flor que no le teme al fuego.
Nadie decía nada.
Nadie lo detenía, ni lo juzgaba. Ni siquiera los otros tres hombres que compartían la escena parecían contrariados. Solo miraban, respiraban hondo y esperaban su turno con una especie de reverencia que desarmaba cualquier sombra de vulgaridad.
Y yo… yo no sabía qué hacer.
Las palmas de mis manos sudaban. Sentía la garganta seca, como si hubiera tragado tierra. No por lo que veía, sino por lo que no entendía. ¿Dónde estaba la línea? ¿Dónde el límite? ¿Qué papel me correspondía a mí, que no era un cliente, ni un guardián, ni un dios?
Y aun así, me puse de pie, no supe por qué ni para qué, di un paso.
Solo uno.
Fue como romper un hechizo. El sonido de mis zapatos sobre la madera me devolvió al cuerpo. Alcé la vista y, por un instante fugaz, la niña bañada en miel —aún penetrada y con la boca ocupada por una verga que antes no había podido ver por mi posición, totalmente entregada— me miró.
Y en su mirada, no había sorpresa. Ni juicio. Solo un leve gesto de reconocimiento. Como si ya supiera que yo terminaría allí, de pie entre las sombras, temblando entre el asombro y la pregunta.
Otro paso. Esta vez más seguro.
Y entonces escuché una voz detrás de mí.
—¿Primera vez?
Me giré con el sobresalto del que teme haber cruzado una línea invisible, como un ladrón que se descubre en medio de la sala, bajo la luz directa.
Era un hombre. Totalmente desnudo.
No hacía el menor intento por cubrirse. Caminaba con naturalidad, como si su piel fuera su traje más cómodo. Llevaba un vaso corto en una mano, ámbar profundo que deduje —sin certeza, pero sin dudas— era whisky.
Sus ojos eran de un gris raro, como ceniza recién apagada. Su cabello, recogido en una coleta baja, tenía hebras blancas y otras aún negras, como si no hubiera decidido del todo envejecer. Sus pasos eran lentos, medidos, como si nada en el mundo pudiera hacerlo tropezar.
—Soy Gregor —dijo, sin dejar de caminar, como quien menciona el clima.
—Gustavo —respondí, por reflejo, aunque sentí la voz salir débil, casi temblorosa.
Gregor sonrió, apenas. No había burla en su gesto. Solo algo parecido a la paciencia.
Me miraba con una calma inquietante. No la calma de quien no tiene prisa, sino la de quien ya ha estado en todos los lugares y sabe que no hay razón para correr. Lo hacía mientras se llevaba el vaso a los labios y bebía con lentitud, saboreando cada gota como si pudiera contarle una historia distinta.
Y fue entonces cuando lo sentí.
Un manojo de nervios, apretado justo bajo el estómago. Como un nudo tibio que se deshacía en forma de miedo. Un miedo que no venía de él, ni del lugar. Venía de mí. De la idea súbita, punzante, de que aquello estaba prohibido. Que yo no debía hablarle. Que él era un cliente, uno de los que pagaban por estar allí, y yo… yo no era más que un engranaje menor, un peón curioso en medio de una maquinaria que no comprendía.
Me asusté. Pensé en irme. Pensé, incluso, en disculparme por haberle respondido.
Y me dieron ganas de orinar. Así, simple y animal. Como quien siente de pronto que ha perdido el control sobre su propio cuerpo.
Gregor me miró de nuevo. Esta vez con un dejo de compasión en la mirada.
—Tranquilo, Gustavo —dijo, con voz tan suave que apenas rozó el aire entre nosotros—. Aquí, todos tuvimos una primera vez.
Gregor se acomodó, con un movimiento suave, como si estuviera acostumbrado a tomarse su tiempo, sin prisa. Su mirada se desvió hacia la escena que aún seguía desplegándose ante nosotros. La niña de la miel, ahora recibiendo la atención del tercero de los hombres, se movía de manera tan fluida, tan natural, que parecía que su cuerpo ya era parte de la atmósfera misma.
Él observaba todo esto con una calma que me desarmaba.
—Llevo viniendo aquí… mucho tiempo, Gustavo —dijo, después de un largo trago de whisky, mirando la copa como si la bebida fuera lo único que lo anclara al mundo exterior—. Más de diez años, quizás.
Puso el vaso en una mesa que estaba junto a nosotros y se recostó un poco hacia atrás, sin apartar la vista del salón.
—Soy amigo cercano del dueño —continuó, con una sonrisa leve, casi nostálgica—. Hemos tenido nuestros desacuerdos, claro, pero hay una especie de… hermandad que se forma, ya sabes, con el tiempo. Este lugar no es solo un refugio para los clientes, también lo es para aquellos que hemos aprendido a ver las cosas desde otro ángulo.
Sus ojos se movieron lentamente hacia la figura de la niña bañada en miel, y luego la señaló con un gesto de cabeza, como quien señala una pieza de un rompecabezas en el que ha participado.
—Ella es parte de todo esto —dijo sin mucha emoción en su voz, pero con una seguridad aplastante—. Pero yo ya no participo de esas cosas, no como antes, al menos. Yo solo vengo a observar. A ver cómo todo sigue funcionando. Soy testigo, más que actor, ahora.
Me quedé en silencio, observando cómo sus palabras se deslizaban con naturalidad. No tenía prisa por explicarse, pero su tono era claro. Era un hombre que había dejado de buscar. Ya había visto, experimentado, y ahora, lo que quedaba era la observación.
—Me alegro de haber podido conocer este lugar —dijo, con una sonrisa que rozaba la nostalgia—. Es un cambio de ritmo agradable respecto a la cotidianidad. Los eventos habituales. Este lugar te… te sacude de tu vida diaria, te pone en otro estado. Te permite ver lo que normalmente no podrías. Y lo impresionante, Gustavo, es que todo aquí está orquestado, todo está bajo control. La gente piensa que esto es caos, pero no lo es. Es un espectáculo controlado, una danza que no cualquiera puede bailar.
Gregor no necesitaba mirarme para saber lo que yo era. Lo había deducido, quizás por mi ropa, mi postura o el modo torpe en que mis ojos intentaban abarcarlo todo sin detenerse demasiado en nada. Yo era un trabajador. Uno de tantos. Lo sabía, y aun así, me hablaba con una gentileza inesperada, sin arrogancia ni superioridad. Como si mi presencia, por más fuera de lugar que me sintiera, no le resultara molesta.
—¿Te sientes cómodo aquí, Gustavo? —preguntó, y por un momento creí que era una prueba, una trampa incluso, pero su tono era genuino, como el de quien ofrece una manta a quien ha llegado empapado.
Asentí con una leve sonrisa que no me salía del todo natural. No quería parecer un intruso, pero tampoco podía fingir que entendía completamente lo que estaba viendo. Él lo notó. Lo notaba todo.
—¿Estarías dispuesto a aceptar una invitación? —dijo entonces, sin mirarme, como quien ofrece algo sin comprometerse aún del todo.
No sabía a qué se refería. No pregunté. No hice nada más que asentir de nuevo, con algo parecido al miedo recorriéndome la espalda, pero también con esa fiebre de curiosidad que me había llevado hasta allí en primer lugar.
Acepté.
Lo hice sin dudar, como si pudiera protegerme tras la máscara de la obediencia. Como si decir que sí me mantuviera a salvo, como si negarme pudiera romper la ilusión que Gregor tejía con cada palabra.
Y él sonrió. No con triunfo, ni con satisfacción. Era más bien la sonrisa de alguien que confirma una sospecha, que reconoce una decisión ya tomada antes de ser pronunciada.
—Perfecto —dijo, y alzó el vaso a medio llenar—. Entonces, acompáñame. Puede que veas algo distinto.
Gregor se alejaba sin apuro, con esa misma cadencia suya, pesada y elegante. Cuando volteó la cabeza y sus ojos se encontraron con los míos, no dijo una sola palabra, pero lo entendí con la claridad de una orden. Debía seguirlo.
Atravesamos pasillos alfombrados, cruzamos una galería en penumbra donde las voces del salón apenas eran un murmullo lejano. No pasó mucho tiempo antes de que llegáramos a una puerta, una más dentro del complejo, pero al cruzarla supe que no estábamos en una habitación cualquiera.
Era una suite. Y llamarla así no le hacía justicia. Era más grande que el apartamento en el que vivía con mis padres, más elegante que cualquier cosa que hubiera pisado hasta entonces. Las paredes revestidas en madera oscura, cortinas gruesas que caían como olas pesadas, un olor tenue a incienso y cuero.
Y en el centro, o tal vez más al fondo —no recuerdo bien cómo llegué allí—, dos cuerpos desnudos me miraban con la confianza de quien ha sido preparado para recibir, uno era el de una mujer de alrededor de 25 años, tal vez menos, delgada, muy hermosa, su cabello negro liso le caía por su piel desnuda. A su lado, una pequeña niña, demasiado pequeña para poder articular palabras.
—Te presento a Delcy —dijo Gregor—. Y a María Camila, su hija.
Ellas no hablaron. La mujer sonrió, eso sí. Delcy tenía la piel color miel tostada, y María Camila era un poco más blanca que ella. Eran hermosas, y juntas formaban una promesa imposible de ignorar.
Yo miré a Gregor buscando alguna señal, una instrucción, cualquier cosa que me diera piso firme. Pero él solo se sentó en un sillón amplio, con la copa de whisky aún en la mano, y una sombra serena en el rostro. No parecía expectante, ni impaciente. Simplemente… presente.
Y entonces lo entendí.
Gregor no estaba ahí para participar. Su tiempo de acción había quedado atrás. Lo suyo era el arte de mirar. De contemplar lo que aún podía ser, a través de otros.
No dijo “hazlo”. No dijo nada. Pero en el silencio de la habitación, en esa especie de ritual tácito, su deseo quedó claro. No buscaba tocar, ni ser parte. Solo quería ver.
Delcy se acercó primero. No caminaba, flotaba. O eso me pareció en ese momento, cegado como estaba por la penumbra cálida y la presencia cercana de Gregor, cuya respiración, aunque silenciosa, parecía marcar el ritmo de lo que ocurría.
Tenía el cabello descolgado y caía como un cordón de sombra sobre su hombro izquierdo. Me tomó de la mano y me guio sin decir palabra, como si ya supiera el papel que me tocaba jugar.
La cama era inmensa, de sábanas gruesas y suaves, y ella se acomodó sobre ellas con la seguridad de quien ha repetido ese gesto más veces de las que se atrevería a contar. Yo me acerqué temblando, no por miedo, sino por ese extraño vértigo que se siente cuando se cruza una frontera invisible, y ya no hay retorno.
Se abrió de piernas recostándose en la cama, su vagina era un paraíso con ligeros bellos que la adornaban, su niña sentada en el suelo intentaba mirar algo que quizás ya había visto antes. Me retire la ropa con cautela, pero mi propia verga me traicionó cuando se liberó. Estaba tiesa como nunca la había visto, más erecta que en cualquier situación pasada. Delcy me recibió con el cuerpo entero. No hubo timidez, ni duda. Solo un calor envolvente, una respiración acompasada, y una mirada fija que no vacilaba. Me encontré encima de ella, cogiendo su cintura con ambas manos, como si al aferrarme pudiera sostener el momento, detenerlo antes de que se escapara.
La penetre de manera, lenta al principio, como quien afina un instrumento delicado. Su piel era un mapa de calor que respondía a cada caricia, a cada roce de mis manos. Y yo, aprendiz deslumbrado, solo sabía seguir, rendido a su sabiduría callada.
Y entonces lo noté: Gregor. Sentado, con la copa en la mano, sus ojos fijos, serenos, casi tristes. No había lascivia en su gesto, solo una suerte de nostalgia que no comprendí del todo, pero que me hizo mover con más decisión, como si pudiera ofrecerle algo que ya no era suyo.
Cogiendo a Delcy con fuerza contenida, sentí que ella jadeaba, sus pechos pequeños se movían al ritmo de mis embestidas.
Sentí sus manos sobre mi abdomen y me detuve, sentí que me empujaba suavemente y salí de ella. Delcy se apartó como una ola que se retira suavemente de la orilla, y en su lugar trajo a María Camila, que llevaba un chupete en su boca. No hubo pausa, ni transición brusca. Fue más bien como si el momento la hubiera estado esperando. Su piel era clara, casi translúcida bajo la luz tenue, y su cuerpo, más menudo, tenía esa delicadeza que no es debilidad, sino una forma distinta de firmeza.
La colocó frente a mí, como si adorara algo que apenas empezaba a conocer. Me miró con ojos grandes, de un gris inesperado, y me rozó apenas, con la yema de los dedos mi verga, como si mi piel pudiera romperse. Su tacto no era como el de Delcy. Era más lento, más tímido en apariencia, pero cargado de una intención que se revelaba con cada nuevo gesto.
Gregor seguía ahí. Inmóvil. Presente.
Delcy me condujo al cuerpo de su hija con una especie de ternura impaciente. Mientras la niña cogía mi verga con sus dos manos con la impaciencia de alguien que quiere conocer, yo lleve mi mano a su pequeña vagina. Comencé a tocarla suavemente por fuera primero, pero luego mi dedo medio comenzó a pasarse por el medio. Al entrar en ella, sentí que el mundo volvía a recomenzar. Era distinto. Su cuerpo, era una niña, era un lenguaje. Y yo aún no sabía nada.
Le metí mi dedo con cuidado, con una mezcla de deseo y reverencia, y ella me respondía con la extrañeza de sentirse invadida. La habitación tenía un silencio extraño, lleno de respiraciones cruzadas, de sábanas que crujían, del leve tintinear del hielo en el vaso de Gregor.
Ella se aferró a mí verga, no la soltaba. No gritó, no gimió. Solo apretó los labios y me miró fijo mientras la masturbaba, como si algo dentro de ella también se liberara. Me sentí parte de algo que no entendía del todo, pero que no podía negar.
Y entonces…
Delcy no dijo nada. Cuando se dio cuenta de que ya la nena se sostenía sola y con mi mano en su vagina, se inclinó, con movimientos suaves como promesas. Metió la punta de mi verga en su boca, hasta donde las manos de su hija se lo permitían. No fue un mamada urgente ni torpe, sino una silenciosa, como quien guarda un secreto en la boca y lo entrega sin palabras. Su aliento lo sentía como calor y algo más: complicidad. A una suerte de pacto mudo que no exigía nada, pero lo decía todo.
María Camila, no apartó la vista. Estaba de pie sobre la cama, con las piernas abiertas y las manos rodeando mi tronco. Observaba. Como si contemplara un fuego arder y se supiera parte de la llama, aunque en ese instante la invadiera.
No había vergüenza en sus ojos. No había miedo. Solo una extraña serenidad. La de quienes han dejado de hacerse preguntas y simplemente están. Allí, con sus cuerpos expuestos y su historia suspendida en el aire espeso de aquella habitación que ya no era del todo real.
Gregor sonrió. Apenas. Tal vez por Delcy. Tal vez por mí. O tal vez por ambos.
En esa suite —más grande que mi mundo entero hasta entonces— entendí que algo se había movido dentro de mí. No solo el deseo. Algo más profundo. Algo que no tenía nombre todavía, pero que empezaba a nacer entre esos cuerpos tibios y esas miradas que ya no buscaban permiso.
Me tomé un instante, quizá más de uno, para mirarlas como se mira un cuadro cuya belleza duele.
Delcy era de una fuerza serena, casi felina. Sus caderas se extendían como una promesa, y sus pechos —firmes, aunque pequeños— parecían esculpidos con intención, como si cada curva de su cuerpo hubiera sido pensada para desordenar la razón. Su vientre plano tenía la tensión justa que anuncia el deseo, como una llamada vulgar, como una invitación a lo sagrado del placer.
María Camila, en cambio, era la calma que llega tras la tormenta. Su piel era clara, sí, pero más que eso, era luminosa. Tenía algo en los hombros —en su línea suave y dócil— que me conmovía. Sus pecho plano, delicado, casi etéreo, y sin embargo, no percibía fragilidad. Sus piernas, abiertas con descuido mientras me miraba penetrarla con mi dedo, eran como versos sueltos que aún no entendía del todo pero deseaba leer con la boca.
Quería ocupar nuevamente mi pene y Delcy lo entendió, acostó a Maria Camila boca arriba y se acomodó sobre ella, en cuatro, dando un espectáculo más para Gregor que para mí, porque el cuerpo de Delcy tapaba por completo mi visión. Ahora todo lo que podía ver era su cola, abierta para mí. No había percibido lo hermoso que tenía su trasero, aún en esa posición era clara la forma de sus nalgas. Fui yo quien la cogió, sí, con todo el cuerpo y también con el alma —si acaso eso es posible—. Delcy me volvió a recibir con la generosidad de quien da permiso, solo espacio. Su piel ardía, y no en el sentido habitual. Era como si su calor contuviera siglos de deseo contenido, como si al estar dentro de ella abriera un santuario que muchos habían rozado, pero pocos habían habitado de verdad.
Sus uñas se clavaban en el colchón con una devoción animal, pero mis pensamientos no estaban únicamente allí, en el jadeo, en la humedad, en el vaivén rítmico que acompaña a todos los cuerpos que se buscan.
Me descubrí pensando, como si no estuviera cogiendo a Delcy sino leyéndola, letra por letra, a través de sus gemidos. Me sentí profundamente humano. No solo por la carne, sino por lo que en mí vibraba más allá del cuerpo. Era deseo, claro, pero también asombro, ternura, un vértigo que rozaba la tristeza. No por lo que hacía, sino por lo que comprendía.
Yo no era el mismo muchacho que había llegado con Manish, cansado de la universidad y el clima frío. No. En ese instante exacto me supe cambiado, como si algo que antes estaba dormido en mí hubiera despertado para siempre.
Y justo cuando Delcy exhaló un sonido que no sabría describir, como una nota larga y final de un instrumento que nadie más podía tocar, escuche a María Camila quejarse, intentando salir de debajo de su Madre. No con urgencia, sino con la calma de quien sabe que su turno ha llegado y no necesita anunciarlo.
Salió por un costado y yo, aún dentro de Delcy. La miré.
María Camila se deslizó por un costado hasta el borde de la cama, pero con la atención de quien sabe que cada cuerpo cuenta una historia distinta. La tomé por sus piernas y la coloque boca abajo sobre la espalda de Delcy, a quien le saque mi verga para colocarla entre las piernas de la niña con decisión y dulzura, como si el placer fuera un idioma que dominaba a la perfección. Yo la sentía, mojada, envolvente, densa como una promesa cumplida.
No pedía permiso; ordenaba con cada movimiento, y ellas obedecían, agradecidas, embriagadas, rotas en mil partes.
Intentaba moverse pero la sujetaba demasiado bien. Su llanto se hizo sonoro sobre la espalda de Delcy, su saliva y lágrimas caían en la piel desnuda de su madre, y eso bastaba. La curva de sus caderas era un lenguaje antiguo, más antiguo que cualquier religión. Y cuando comencé a hundirme en ella, algo se encendía, algo se rompía.
Mi respiración era una bestia. Mi piel, un tambor. Y mi deseo, un río desbordado.
Entonces, cuando la tensión era insoportable, cuando mi cuerpo entero pedía el derrumbe final, cuando comencé a correrme al interior de la vagina desflorada de María Camila —justo ahí—, se oyó la voz:
—No te pierdas en el fuego, muchacho. Lo importante es lo que queda después de las brasas —dijo Gregor.
Y fue como si alguien hubiera tirado de un hilo secreto dentro de mí. Mi orgasmo se soltó con violencia, sí, pero también con un asombro casi doloroso. Me corría dentro de María Camila como si algo más que semen saliera de mí: miedo, rabia, infancia, el eco de todos los nombres que había olvidado.
Ella se quedó quieta un segundo, sollozando, dejándome temblar dentro de su cuerpo. Luego Apoyo sus manos sobre la espalda de su madre, intentando enderezarse, como quien quiere observar a su adversario directamente a los ojos después de una batalla.
Gregor no dijo más. Solo dio un sorbo a su whiskey, con esa mirada suya de quien ha visto demasiado y aun así sigue mirando.
Cuando todo terminó, María Camila se retiró a un rincón de la suite y Delcy se echó a su lado, con la cabeza apoyada en su hombro como la madre e hija que eran. Afuera, el mar rompía contra la costa con su rumor constante, ese mismo sonido que había acompañado el principio de todo esto, cuando aún creía venir aquí solo a trabajar.
Gregor se levantó con lentitud, recogió su vaso vacío y se acercó a la puerta. Antes de salir, se volvió una vez más hacia mí.
—No hay regreso, muchacho. Pero eso ya lo sabías.
Y luego se fue.
No quise hablar. No con Delcy. No con María Camila. Ni siquiera conmigo mismo. Solo me quedé ahí, sintiendo cómo el sudor se enfriaba sobre mi piel, cómo el olor del sexo y del whisky se mezclaban con el aire salado que entraba por la ventana entreabierta.
Pensé en Manish. Pensé en Margaret. Pensé en Victoria. Pensé en todos los rostros que me habían traído hasta este momento, y en lo fácil que había sido cruzar la línea cuando nadie te advierte que existe.
Me vestí con calma, sin apuro, como quien recoge sus cosas después de una tormenta.
Al salir, la noche era densa y sin estrellas. Caminé entre los árboles sin linterna, guiado por el rumor del mar a lo lejos y por la certeza, ya clara, de que algo en mí había cambiado para siempre.
No era amor. No era culpa. No era gloria.
Era otra cosa.
Y aún no tenía nombre.
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