LA BANDERA
Tomás tenía ochenta años y una reputación que lo precedía: un pasado de mujeriego implacable y dos hijos que lo evitaban. Aquel día, sin embargo, había preparado una cena especial en su casa en Suiza. No era Navidad, ni cumpleaños, ni aniversario: era simplemente el momento de verlos..
Jesús, el hijo mayor, llegó primero. Con su traje oscuro, el ceño fruncido y el alma encorsetada por décadas de tradición católica, cruzó el recibidor con una mueca de juicio y el abrigo aún en los brazos.
—Siempre tan teatral, éste —murmuró al ver la decoración—. Hasta los candelabros están en pose.
Antonio, el segundo, apareció segundos después, con una mochila al hombro y el rostro curtido por una libertad que siempre le costó cara.
—Se siente como una emboscada —dijo, sin saludar.
La cuidadora, Lina, una mujer de treinta y cinco años, latina y hermosa, los recibió con una bandeja de copas. A su manera, ella también estaba atrapada en esa casa: entre los restos del viejo Tomás y el misterio del nuevo.
El salón principal resplandecía con una elegancia serena. Manteles blancos, platos humeantes, copas brillantes. En la pared, un cuadro religioso ladeado. Todo era bello, y todo era una mentira.
Tomás apareció entonces, lento pero digno, apoyado en su bastón y con una sonrisa torcida que no anunciaba paz, sino rendición.
—Pensé que no vendrían —dijo.
—Dijiste que era importante —respondió Jesús.
—Te armaste un banquete —agregó Antonio, sirviéndose vino.
Se sentaron. Comieron. Hablaron del clima, de vuelos, de política tibia. La primera copa de vino aún no se había vaciado cuando Tomás soltó la frase.
—No los llamé para hablar del clima. Hay algo que quiero que sepan.
Jesús dejó su tenedor con gesto exacto. Antonio bajó la copa, curioso. Lina, desde la puerta de la cocina, observaba. El silencio, al principio, fue tibio. Luego espeso.
—¿Otra carta de despedida? —preguntó Antonio.
—¿Un testamento? —inquirió Jesús, sin humor.
Tomás negó con la cabeza.
—No. Les quiero hablar de mí.
Lina entró con la bandeja de café. Llevaba el cabello recogido y una camisa blanca algo abierta, lo suficiente para dejar asomar la clavícula y un lunar que solía atraer la mirada de Tomás. Lo sintió otra vez: esos ojos besándole el escote.
Jesús se tensó al verla.
—Gracias, Lina. Ya puedes irte —dijo, con ese tono educado que era otra forma de desprecio.
Pero Tomás levantó la mano.
—Que se quede. Antonio giró la cabeza hacia ella, como si recién la viera.
Lina sintió el calor en la nuca. Podría haberse ido. Podría haber bajado la mirada. Pero se mantuvo firme.
Tomás tomó aire, y luego lo dejó ir como quien se quita una máscara.
—Tengo una amante. Una mujer joven. Vive conmigo. La conocí por internet. Nos escribíamos todos los días. Hacíamos videollamadas. Me mandaba fotos, me mandaba videos. Le gusta decirme “mi osito”.
Antonio soltó una carcajada nerviosa.
Jesús, rojo de furia, se puso de pie.
—¿Lina? ¿Es usted la responsable de esta… degeneración?
—Ella…—respondió Tomás.
Lina no se movió. No había nada más honesto que ese momento. Nada más íntimo que ser mirada así, con sospecha, con deseo, con miedo. Todos esos hombres en la habitación y ella en el centro.
Jesús se pasó la mano por la frente.
—Esto es una locura.
—Es mi locura —dijo Tomás.
—¿Le parece normal participar en esto Lina?
Ella no respondió de inmediato.
Jesús la había señalado como una culpable.
¿Culpable de qué?, pensó Lina. ¿De tirar? ¿De no pedir permiso?
Y recordó. Porque todo había empezado mucho antes de esa cena hipócrita.
Se conocieron por internet. Una página de citas.
Ella entró por aburrimiento. Él, también.
Su foto era vieja, mal encuadrada, y el nombre de usuario le pareció patético: “OsoSuizo80”.
Cuando le reveló su edad real, ella estuvo a punto de bloquearlo. Literalmente.
—¿Ochenta? No me jodas, abuelo.
Él respondió:
—No te jodo, pero podría hacerlo.
No supo si fue el descaro, la inteligencia o el modo en que escribía sin apurarse. Empezaron a hablar todos los días.
Ella le mandaba selfies donde se le notaban las tetas, él respondía con poemas de Neruda y frases de películas antiguas.
Hubo risas. Hubo fotos. Videos.
—Tenés un culo que merece estar en una vitrina —le escribió una noche, borracho.
Ella no se ofendió. Se rió. Lo provocó.
—Y vos tenés la lengua de un degenerado elegante.
Fue Tomás quien pagó el pasaje. “Venite a Suiza. Te cuido, me cuidás. Como quieras llamarlo.”
Ella lo pensó. Lo pensó bien.
No era amor. No era plan de vida. Pero sonaba… distinto. Y ella estaba harta de hombres jóvenes que acababan en dos minutos y no sabían mirar.
Llegó a su casa como su “cuidadora personal”.
Eso fue lo que les dijeron a los vecinos, a sus hijos, al médico.
Pero adentro, en esa casa de muebles antiguos y olor a madera húmeda, Lina era otra cosa.
Era el deseo. El caos. El cuerpo que él ya no merecía, pero aún podía rogar.
Y esa noche, la primera, tomaron vino, despacio fueron relajandose. Dos copas. Tres. Luego la mirada de él se volvió torpe, hambrienta. Y la de ella… no fue de rechazo.
Se inclinó para recoger el sacacorchos y lo sintió: la mirada clavada en su culo, con descaro.
Lo hizo de nuevo, más lento.
—¿Querés tocar? —le dijo. No como una invitación. Como un desafío.
Y él tocó.
La llevó al sofá. O más bien, la guió con las manos temblorosas por el respaldo.
Ella se subió a horcajadas. Se dejó lamer las tetas, le desabrochó la camisa con burla.
—¿Sabés qué es lo peor? —le dijo, entre risas y jadeos— Que me siento una puta por estar acá.
Él la miró, con esa cara de vencido que mezcla placer y humillación.
—Entonces cogeme como si te pagara.
Y lo hizo. Lo montó despacio. Lo hizo acabar con gemidos de niña mala.
Después, se echó a su lado, desnuda, oliendo a vino, sudor y madera.
No hubo culpa. Solo un silencio de pacto.
Volvió al presente. A esa cena absurda, a ese juicio no pedido.
—Normal no —dijo finalmente—. Pero es real.
Antonio no supo dónde mirar. Jesús parecía que iba a romperse los dientes de tanto apretar la mandíbula.
—¿Le ayudás a…? —balbuceó Jesús, sin atreverse a completar la frase.
—Le ayudo a vivir. A desear. A disfrutar lo que le quede de vida —dijo ella, con voz clara.
Tomás la miró, fascinado.
—No se asusten —agregó Lina, con una media sonrisa que no era complaciente, sino victoriosa—. Lo cuido. Pero no cuido la moral de nadie.
Jesús la miraba como si pudiera descifrarla con la mirada.
Antonio, en cambio, la miraba con una mezcla incómoda de deseo y desconcierto.
Querían saber más.
Querían saber qué clase de mujer se abría de piernas para un viejo de ochenta años.
Querían saber qué le daba él que no pudiera darle un hombre entero, joven, firme.
Querían saberlo todo.
Y ella… lo recordó.
Fue otra noche. Sin vino. Sin excusas.
Tomás la esperaba en la habitación. No la llamó. No la ordenó. Solo la esperó, desnudo, encorvado en la cama, con el bastón apoyado en la pared y el cuerpo marcado por la vejez.
Ella se acercó sin decir palabra. Se quitó la blusa. No despacio. No como en las películas. De un tirón.
Él la miraba como si viera a una diosa que había bajado a perdonarlo.
Ella se subió a la cama. Lo besó en el cuello, donde la piel le olía a loción barata y años de historia.
Lo empujó con suavidad hacia el respaldo.
Se sentó sobre él, desnuda, sin miedo.
Sintió su verga flácida al principio. Le rozaba los labios de la vulva como una promesa que aún no se cumplía.
—¿Querés coger o querés que te coja? —le susurró al oído.
Él gimió.
Ella tomó su mano y la guió entre sus piernas. Estaba mojada. Mucho.
—¿Sentís eso?
Lo montó despacio, abriéndose con la mano para acomodarlo dentro.
Sintió cómo él se endurecía apenas entraba, cómo el cuerpo viejo aún respondía cuando se le hablaba con lujuria.
Cabalgó con movimientos firmes. Sus tetas le rebotaban en la cara y él las lamía con una lengua temblorosa pero hambrienta.
Lina gemía sin pudor. Le hablaba sucio.
—¿Te gusta que te coja como si fueras mi esclavo, eh?
—Sí… Lina, sí…
—¿Te gusta ver cómo te mojo la panza?
—Sí… Dios…
Ella se inclinó hacia atrás, arqueando la espalda, mostrando todo: el vientre plano, el ombligo sudado, el culo firme moviéndose arriba y abajo como si esa cama fuera un altar de pecado.
Y él gemía como un adolescente.
Acabaron juntos. No sabía si era posible, pero pasó.
El cuerpo de él tembló. El de ella se tensó. Gritaron. Se deshicieron.
Después, se limpió entre risas, le besó los testículos como una burla y le dijo:
—Sigo sintiéndome una puta.
Él, sin aliento, murmuró:
—Sos mi reina.
—No. Soy tu maldición —respondió ella, y lo besó como si lo marcara.
Tomás terminó el café a sorbos lentos, como si saboreara no el líquido, sino el efecto de sus palabras.
Miró a sus hijos.
—Ya es hora de ir a dormir. A esta edad uno no duerme mucho, pero igual hay que intentarlo.
Se puso de pie con esfuerzo. Lina acudió a su lado. Lo tomó del brazo. Lo besó por primera vez frente a Jesús y Antonio.
—¿Lo acompaño, don Tomás?
—¿Hace falta preguntarlo?
Avanzaron por el pasillo como dos cómplices, como dos sobrevivientes de una escena de guerra.
Jesús y Antonio los siguieron con la mirada, pero no dijeron nada.
Cuando se perdió el eco del bastón, se hizo el silencio.
El salón quedó a oscuras, salvo por la luz amarilla del candelabro.
Jesús abrió la boca para hablar, pero la cerró. Tragó saliva. Miraba la mesa, no a su hermano.
Antonio bebía vino, lento, girando la copa.
La tensión no se había ido. Solo cambiaba de forma.
Cinco minutos después, Lina volvió.
Descalza.
Con la blusa desabotonada en los dos primeros botones.
Sin prisa. Sin culpa.
Antonio levantó la mirada.
Jesús la evitó.
—¿Está bien? —preguntó ella, en voz baja, casi íntima.
—¿Tu? —devolvió Antonio, con una sonrisa torcida.
Ella se encogió de hombros.
Jesús se levantó de golpe. Fue hasta la cocina, sin decir palabra.
Quedaron solos.
Antonio dejó la copa en la mesa. La miró como quien evalúa una decisión que no debería tomar.
—No sé cómo hacés.
—¿Qué?
—Ser tan puta y tan digna al mismo tiempo.
Ella no se ofendió. Al contrario. Sonrió con los labios apenas curvados.
—No tenés idea de lo que soy.
Se quedó de pie frente a él.
Antonio, sentado, giró levemente. Sus ojos viajaron desde sus clavículas hasta la cintura. Luego más abajo.
No era el vino. No era la noche. Era el deseo, tan crudo como el de su padre.
Le rozó la cadera con la mano. Primero como si fuera un accidente. Luego no.
Ella no se movió.
—No deberías… —susurró ella.
—No estoy seguro
Deslizó los dedos hacia la curva perfecta de su culo. Lento, descarado.
—Ahora entiendo a papá —dijo, casi en un suspiro.
Ella lo miró con fijeza.
Podría haberse ido. Podría haberlo abofeteado. Pero no.
Se inclinó hacia él.
Le rozó la oreja con la boca.
—El problema no es que me entendáis. El problema es si te animás.
Él la tomó de la muñeca.
No con violencia. Con urgencia.
—No terminé con vos.
Lina lo miró.
Antonio se acercó más. La rodeó, la encerró con el cuerpo.
—¿Querés saber qué me pasa? —dijo, con la voz ronca, pegada a su cuello—. Que tengo una erección.
Ella exhaló, lenta. No se apartó.
En ese momento, Jesús apareció en el umbral de la cocina, con un vaso de agua en la mano. Se quedó congelado. Los miraba.
Antonio lo notó. Pero no se detuvo.
Al contrario.
Deslizó la mano abierta por la espalda de Lina, hasta apoyarla con descaro en la curva de su culo. La apretó.
Jesús frunció el ceño.
—¿Estás loco? —dijo, casi en un susurro.
Antonio no le respondió. Le hablaba solo a ella.
—Decime que no querés esto. Decímelo a la cara.
Lina giró apenas la cabeza. Tenía la respiración alterada, pero no de miedo.
—No te confundas, Antonio. Desearme no te hace especial.
Jesús dejó el vaso sobre la mesa, con fuerza. No toleraba que esa mujer se aprovechara de su familia.
—¡Esto es enfermizo! ¡Esta mujer los está manipulando a los dos!
Lina lo miró con una calma feroz.
—Yo no manipulo.
Se volvió hacia Antonio, que aún tenía la mano sobre su cuerpo.
La deslizó hacia abajo, lentamente, hasta liberarse.
Pero antes de soltarlo por completo, le rozó la entrepierna con la rodilla. Lo sintió duro.
Jesús, a un costado, respiraba fuerte.
Ella lo ignoró. Se acercó a Antonio. Muy cerca.
Le sostuvo la mirada.
Lo vio tragar saliva.
Lo vio hacerse el valiente.
Entonces, sin sonreír, le clavó la pregunta:
—¿Querés cogerme?
Jesús se movió, alarmado.
—¡Basta! Esto ya es perversión.
Lina no lo miró. Solo a Antonio.
—No dije que podés. Dije si querés. Porque eso ya no podés ocultarlo.
Antonio no supo qué decir. Tenía las pupilas dilatadas. El cuerpo tenso.
—Yo…
Ella dio un paso más cerca.
Le rozó el pecho con los dedos, sin apuro.
—Te imaginás metiéndomela. Me viste desnuda en tu cabeza desde que llegaste. Querés saber si mi coño se siente distinto por dentro que el de tu esposa
Jesús dio un paso atrás
—Sos una enferma —murmuró.
Lina por fin lo miró.
—No. Lo que pasa es que nunca has cogido a nadie con ganas, Jesús. Por eso te asusta tanto ver cuando sí pasa.
Volvió a Antonio.
—Entonces, te repito la pregunta. ¿Querés cogerme?
Silencio.
Ella lo dejó así.
Paralizado. Erección bajo el pantalón.
Jesús estalló.
—¡Usted está detrás del dinero de mi padre!
La frase cortó el aire como un cuchillo sin filo: torpe, violento, desesperado.
Lina se detuvo en seco. Giró, con la copa aún en la mano.
Antonio no dijo nada. Solo la miraba, clavado al suelo.
Jesús continuó, con el dedo extendido borracho de rabia:
—¿Creés que no lo sabemos? ¿Que no entendemos qué hacés acá? ¡Una latina cincuenta años menor, moviéndose por la casa con las tetas casi afuera, susurrándole obscenidades a un viejo que no distingue entre amor y erección! ¡Sos una cazafortunas, una puta con plan de pensiones!
El salón temblaba.
Jesús tenía la cara roja, la vena del cuello a punto de reventar.
Antonio apartó la vista, incómodo.
Lina lo dejó hablar.
Cuando hubo terminado —cuando ya no tenía nada más que decir salvo gritar “prostituta” como un cura de pueblo—, ella avanzó con paso firme.
Se le puso delante. Tan cerca que podía oler el miedo bajo su colonia.
—¿Querés que te diga la verdad, Jesús?
Él no respondió.
Ella se acercó tanto que su aliento golpeaba la cara de Jesus. La voz fue un cuchillo dulce.
—Lo del dinero… es lo único que podrías entender de todo esto.
—…
—Porque si aceptaras que estoy acá por deseo, por poder, por placer…
—Usted no me conoce.
—Sé que te revolvió el estómago imaginarme tomar la verga vieja de tu padre con respeto y hambre.
—¡Cállese!
—¿O te revuelve porque te excitó? Eso es, te excita ver lo apasionada que soy con tu padre.
Jesús retrocedió. Golpeó la silla detrás de sí con torpeza.
—Yo cuido a tu padre, sí —continuó Lina, sin elevar la voz—. Le limpio la mierda si hace falta. Le cocino, le leo, le caliento la cama. Y no me pidió nada. Se lo ofrecí yo. ¿Querés saber por qué?
Jesús no podía hablar.
Antonio tampoco.
—Porque a veces un viejo te mira y no te juzga. Te desea. Te agradece. Y te deja tocarlo sin pedirte que seas otra.
Ella dio un paso atrás. Bebió de su copa.
—No estoy detrás de su dinero, Jesús. Estoy delante.
—…
—¿Por qué tanto ruido?
La voz de Tomás llegó desde el pasillo, ronca pero clara.
No sonaba enfermo ni confundido. Sonaba alerta.
Jesús se congeló.
Antonio giró hacia el fondo de la casa.
Lina no se movió. Solo dejó la copa vacía sobre la mesa.
—¿Nos ha escuchado?
—Siempre escucha —dijo Lina, casi en un susurro.
Antonio dio un paso hacia el pasillo. Luego se detuvo.
Miró a Lina.
Ella no lo miró a él. Miraba hacia adentro.
—¿Querés que vayamos todos? —dijo Antonio, medio en burla, medio en desafío.
Lina giró la cabeza, apenas.
—No. Me espera a mí.
Jesús se cubrió el rostro con la mano.
Lina se desabotonó un botón más.
Se acomodó el cabello.
Y caminó hacia el cuarto, descalza, despacio, como si esa casa le perteneciera desde siempre.
Antonio la siguió con la mirada hasta que desapareció por el pasillo.
Jesús se dejó caer en la silla.
La puerta del cuarto estaba entreabierta. Lina empujó con la punta de los dedos y entró sin pedir permiso.
Tomás estaba sentado al borde de la cama.
Desnudo.
Su cuerpo era un mapa del tiempo: piel blanda, colgajos, venas marcadas. Pero sus ojos estaban vivos, brillantes. Ardían.
—¿Disfrutaste el espectáculo? —preguntó ella, sin ternura.
—Mucho —respondió él
Lina se acercó.
Se desabotonó la blusa por completo. Dejó que cayera al suelo.
Luego bajó el pantalón, despacio, sin mirar atrás.
Estaba completamente desnuda.
Caderas fuertes, pechos firmes, el vello oscuro y húmedo.
Tomás alargó la mano, temblorosa, hacia su vientre.
Ella lo detuvo.
—No —dijo, con voz baja—. Hoy no vas a tocar. Hoy yo te uso.
Se subió a la cama. Se puso a horcajadas. Su piel brillaba por la luz tenue de la lámpara.
Tomó su verga flácida con la mano. La trabajó. La escupió.
Lo miraba sin amor. Con hambre.
—¿Te acordás de cómo me cogiste la primera vez? Como si fueras a romperte.
—Sí…
Cuando sintió que él estaba duro —lo suficiente, lo justo—, lo montó. Sin delicadeza. Sin beso. Sin palabras.
Se empaló sobre él con fuerza.
Tomás jadeó, cerrando los ojos. Ella gemía como una puta desinhibida, sucia.
Empezó a moverse. Fuerte. Rítmica. Las nalgas chocaban contra sus piernas flácidas.
El cuarto se llenó de sonidos húmedos, de carne y saliva.
—¿Te gusta que te coja así, viejo de mierda?
—Sí… sí…
—¿Te gusta que me resbale la concha por esa verga de abuelo?
Tomás gemía como un animal atrapado entre el dolor y el éxtasis.
Lina se inclinó hacia él. Le mordió el cuello. Le lamió la oreja.
Se masturbaba mientras lo montaba, los dedos sobre su clítoris, como si no fuera suficiente el cuerpo del otro.
—Decime que soy tu puta.
—Eres mi puta.
—Decime que preferís morir adentro mío.
—Quiero morir adentro tuyo.
Ella se arqueó. Gritó. El orgasmo la sacudió como una sacudida eléctrica.
Él se corrió al mismo tiempo, con un quejido débil, desgarrado.
Quedaron así, fundidos, sudorosos, sucios.
Ella aún encima, con los músculos temblando.
Se levantó, se limpió con su ropa interior y salió del cuarto como si acabara de librar una batalla.
La puerta del cuarto se abrió con un leve chirrido.
Y Lina volvió.
Desnuda.
La piel marcada por la fricción.
El vello púbico enredado, húmedo, brillante.
El interior de los muslos manchado de semen y sudor.
Los pezones duros.
El cabello revuelto, la boca aún hinchada de gemidos.
No intentó cubrirse.
Caminó descalza por el pasillo, como una diosa arrasando un templo.
Y al entrar en el salón, los vio.
Antonio la miró primero.
Sus ojos descendieron por su cuerpo como un pecado aprendido.
No pestañeó.
No dijo nada.
Jesús giró segundos después. Y lo entendió. Todo.
El olor los envolvió.
Sexo caliente.
Semen viejo y reciente.
Sudor mezclado con colonia.
Ella olía a cuerpo usado.
Y los dos lo sintieron.
El latido en la entrepierna.
El peso del deseo golpeándoles los pantalones.
Erecciones brutales. Innegables.
Jesús se cubrió el rostro.
Pero no se giró.
Miraba entre los dedos.Fascinado. Derrotado.
Antonio tragó saliva. El pantalón se le marcaba. La verga dura, apuntando.
No podía mover los brazos. Ni esconderse.
Lina se detuvo en medio del salón.
Los miró. A los dos.
Y sonrió.
No una sonrisa amable.
Una sonrisa de puta.
Una que decía: «Mírenme bien. Ya no hay regreso.»
—Ya está hecho —dijo. Su voz ronca, quebrada de tanto gemir.
Jesús no dijo nada.
Antonio bajó la mirada, no por vergüenza, sino por temor a eyacular solo con verla.
Ella se acercó a la mesa. Tomó una uva.
La mordió.
La masticó con los labios húmedos.
Luego, lentamente, se metió los dedos entre las piernas.
Jesús jadeó.
Antonio cerró los ojos. Pero no para dejar de ver: para imaginar más.
—¿Querían saber quién soy? —preguntó, lamiéndose el jugo de uva de los dedos.
—Ahora lo saben.
Antonio fue el primero en moverse.
No dijo una palabra.
Se llevó las manos al cinturón.
Lina lo miró con una ceja apenas levantada.
Jesús giró el rostro, sorprendido.
—¿Qué hacés…?
El clic del metal lo interrumpió.
Antonio se desabrochó el pantalón.
Lo dejó caer.
La erección saltó, firme, brutal, sin disimulo.
—Estás loco —murmuró Jesús, sin moverse.
Pero Antonio ya estaba fuera del mundo de Jesús.
Se quitó la camisa. El torso sudado, la piel erizada.
Estaba ardiendo.
Caminó hacia Lina.
Ella no se apartó.
Lo dejó acercarse.
Sintió el calor de su cuerpo, la dureza de su sexo tan cerca.
—¿Es esto lo que querés? —preguntó ella, sin ternura.
—No —dijo él, ronco—. Es lo que necesito.
Jesús se levantó, alterado.
—¡Esto es demencia! ¡Es mi padre!
Lina lo miró.
Desnuda. Sucia. Erguida.
—¿Querés que te pida permiso, Jesús?
Jesús retrocedió un paso.
Antonio se arrodilló.
Le besó el vientre.
Luego la vulva, sin pudor.
Abrió los labios con los dedos. La lengua entró sin prisa, sin miedo.
Lina gimió.
Lo guió por el cabello. Lo empujó más. Más.
Jesús temblaba.
—No puedo creer esto… No…
Pero su verga marcaba el pantalón. Dura. Incontrolable.
—¿No podés creerlo, o no podés soportarlo? —dijo Lina, sin mirarlo.
Antonio la comía como si fuera la única forma de existir.
Ella mojada otra vez, pegajosa otra vez, inmunda de placer otra vez.
Jesús dio otro paso atrás.
Antonio seguía entre sus piernas, jadeando contra su centro. La lengua lo mantenía pegado a su humedad, como un niño enfermo de hambre.
Lina lo montaba con los ojos fijos en Jesús.
Jesús estaba de pie, como una estatua vencida, con la verga endurecida bajo los pantalones.
Fue entonces que ella le habló, suave y cortante como un cristal.
—Ven, acercate.
Jesús parpadeó.
—¿Qué?
—Quiero ver tu verga.
—Quiero saborearte
Antonio no se detuvo.
Pero alzó los ojos, divertido, sucio, como si también esperara ver a su hermano rendirse.
Jesús negó con la cabeza, pero no se movió hacia atrás.
Los ojos clavados en el cuerpo de ella:
las piernas abiertas,
los pezones brillando,
el vello enrojecido y pegajoso.
Y su hermano lamiéndola como si no existiera mañana.
—No puedo… —dijo Jesús, apenas un susurro.
—Ya estás aquí. Ya no hay un “no puedo”.
—Estás duro por mí, no lo niegues.
—Ven, Jesús.
Y Jesús lo hizo.
Se acercó.
Primero con miedo.
Pero su boca encontró la de ella, húmeda, hinchada, caliente.
Y se besaron.
Con una furia que él nunca había tenido con su esposa.
Lina lo chupó de los labios como si quisiera quitarle la voz.
Jesús jadeaba, entre besos y espasmos, mientras Antonio seguía abajo, succionando, acariciando, gimiendo contra la carne de ella.
Ella tenía un hijo en la boca y otro entre las piernas.
Los dedos de Lina tomaron la nuca de Jesús con firmeza.
Lo pegó a su boca.
Lo hizo tragar su aliento.
Jesús no pudo más.
Se sentó, se desabrochó los pantalones, y Lina se acercó a él, metió su verga en su boca.
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