La familia Flores en el Edén: Cap 1
Así es el cómo se dan las cosas en una familia que está acostumbrada al nudismo..
Bajo el sol cenital que convertía el agua de la piscina en un millón de espejos rotos, la familia Flores existía en un estado de placidez animal. El Edén, como ellos llamaban a su hogar, era más que una casa; era un microcosmos de piel y sol donde las normas del mundo exterior se disolvían como el cloro en el agua. Miguel, el patriarca, flotaba de espaldas, sus ojos cerrados contra el resplandor, un tronco anciano y sereno mecido por las suaves ondulaciones. Elena, su esposa, se apoyaba en el borde, la barbilla apoyada en los brazos cruzados, observando. Su belleza no era la de una flor delicada, sino la de un paisaje tallado por el tiempo, intensa y profunda. Desde su mente, en la quietud, surgían ya frases para su blog secreto, imágenes de la tensión muscular de Leo al nadar, del brillo del agua sobre los pechos de Lara.
Lara, la hija menor, era un torbellino de energía creativa. Sentada en los escalones de la piscina, murmuraba historias sobre las nubes, transformando cúmulos inocentes en bestias mitológicas que protagonizaban dramas épicos. Su imaginación era un manantial que nunca se agotaba.
Y estaba Leo. Nadaba con una gracia inconsciente, su cuerpo juvenil cortando el agua con precisión. Era el centro de la quietud familiar, un sol alrededor del cual giraban, aunque ninguno lo admitiera abiertamente. Su desnudez, como la de todos, era tan natural como el aire. Hasta que, sin previo aviso, dejó de serlo.
Fue al salir del agua, resoplando y echando hacia atrás el pelo mojado, cuando el cambio ocurrió. El contraste del agua fresca con el calor del sol, la fricción de la toalla con la que comenzó a secarse, o quizás solo el simple y abrumador bienestar del momento, provocaron una respuesta física inevitable, ajena a cualquier convenio: una erección firme y vertical que se alzó con una sinceridad casi desafiante.
Miguel, al abrir los ojos, la vio. No hubo alarma en su mirada, solo un reconocimiento silencioso, como quien observa el florecer de un cactus en el desierto: un evento natural, pero no por ello menos impactante. Elena contuvo el aire. No por vergüenza, sino por una repentina y aguda percepción estética. Aquella imagen, su hijo bañado en luz, el agua resbalando por su torso, poseía una crudeza que anotaría mentalmente con avidez de escritora.
Pero fue la risa de Lara la que quebró el hechizo. Una risa clara, cristalina, como campanillas, pero cargada de una curiosidad infantil y directa que no conocía la sutileza.
—¡Mira, mamá, mira a Leo! —exclamó, señalando con un dedo delgado y mojado—. ¡Parece el mástil de un barco! ¡O la torre del castillo de nubes que vi antes!
La carcajada de Lara no era burlona, era pura, la reacción ante un fenómeno que su inagotable creatividad inmediatamente buscaba nombrar, comparar, integrar en su mundo de fantasía. Pero para Leo, esa risa fue un latigazo. La comodidad se esfumó, reemplazada por un calor punzante que le subió desde el pecho hasta las orejas. La naturalidad de su cuerpo, que hasta ese momento era un hecho incontestable, se convirtió de repente en un espectáculo. Un espectáculo para su hermana pequeña.
—Lara, cariño —intervino Elena, su voz un sedal intentando calmar las aguas—. El cuerpo de tu hermano a veces hace eso. Es normal, es solo sangre.
Miguel, ya de pie en la piscina, con el agua le llegando a la cintura, añadió con su tono pausado:
—Como cuando a ti se te eriza la piel con el frío. Son cosas del cuerpo.
Intentaban, con palabras simples, devolver la situación a la normalidad de su Edén. Pero no podían. La torre de marfil de la inocencia de Lara había sido construida frente a la evidencia de su hermano, y la crudeza del hecho chocaba contra la poesía de su interpretación. Leo ya no se sentía como el sol central, sino como un animal bajo observación. La mirada de su madre, aunque serena, le pesaba como una caricia demasiado consciente. La tranquilidad de su padre le pareció, por primera vez, una distancia insalvable.
—¿Y por qué a mí no se me pone así? —preguntó Lara, con genuina perplejidad, su cabeza ladeada.
Esa pregunta, inocente y brutal, fue la gota que colmó el vaso. Leo no dijo una palabra. Con un movimiento brusco, envolvió la toalla alrededor de su cintura, no por pudor, sino como un acto de defensa, una barrera contra la mirada y la risa que lo habían convertido en un extraño para sí mismo. La tela, húmeda, se pegó a su piel, marcando la forma que intentaba ocultar. Sin mirar a nadie, caminó hacia la casa, dejando un reguero de agua sobre los azulejos calientes.
El Edén, por un instante, había revelado su primera sombra. La serpiente no había sido la tentación, sino la conciencia aguda de una diferencia que, hasta entonces, había dormitado bajo el sol. Elena intercambió una mirada con Miguel, una mirada que contenía preocupación, un atisbo de excitación por la complejidad del momento y la certeza de que aquel evento, tarde o temprano, encontraría su camino hacia las páginas oscuras y morosas de su blog. La tarde, que había comenzado en poesía, ahora respiraba con el ritmo áspero y crudo de la realidad.
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