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Fantasías / Parodias, Incestos en Familia, Voyeur / Exhibicionismo

La familia Flores en el Edén: Cap 3

El pene de Miguel no es un juguete para su hija….
El amanecer llegó con su luz pálida sobre los azulejos de la cocina. Elena se movía en silencio. Amasó la harina, coció la miel con la mantequilla. Hizo los panqueques que a Leo le gustaban de niño, los dispuso en el plato exacto, el de borde azul. Puso la mesa en el jardín, bajo la enredadera donde siempre desayunaban. El aire de la mañana era fresco y limpio. Encendió la música. Eran las viejas canciones de mar, las que Leo escuchaba cuando tenía siete u ocho años, cuando el mundo era su piscina y su cuerpo solo un instrumento para el juego. Los acordes se colaron por la casa dormida como un aroma más.

Cuando Leo bajó, vestido otra vez, encontró el escenario montado. Su madre estaba desnuda junto a la mesa, sirviendo el zumo de naranja. Su cuerpo no era una invitación, era un hecho. Una pared de realidad. El olor de los panqueques, el sonido de aquellas canciones, era un puente tendido hacia un pasado del que él ahora se sentía exiliado. —Buenos días —dijo Elena, con una sonrisa que no llegaba a los ojos, pero que era amplia y tranquila—. Hace una mañana preciosa. Todo está tan tranquilo. Leo se sentó. La silla de hierro forjado estaba fría a través de la tela de su pantalón. Miró los panqueques. Miró la desnudez serena de su madre, que se movía con una naturalidad que le pareció, de repente, agresiva. Cualquier palabra suya, cualquier gesto de irritación, sería como una piedra arrojada a un estanque en calma. Él sería la piedra. El elemento discordante.

—No tengo mucho hambre —dijo, su voz sonó áspera.

—No importa —respondió ella, pasando junto a él para dejar la cafetera en la mesa. Su piel rozó su hombro vestido. Era un contacto casual, pero él sintió que le quemaba—. Come lo que quieras. Es solo un desayuno. Como los de antes.

Miguel salió entonces, también desnudo, bostezando. Se sentó pesadamente.

—Huele bien —dijo, y empezó a servirse.

Lara apareció en la puerta. Se quedó allí, observando. Sus ojos no buscaban los panqueques. Se posaron en Leo, en la entrepierna de su pantalón, con la paciencia de un cazador. Esperaba. Esperaba ver el mástil. Esperaba que la realidad se alineara con la nueva verdad que había descubierto.

Leo intentó comer. El panqueque, que antes era dulzura, sabía a ceniza. La música de su infancia sonaba como una burla. La desnudez de sus padres era un juicio mudo. Cada bocado era un esfuerzo. La toalla que había usado como escudo ahora era su prisión, una capa de lana que lo separaba del mundo, que lo marcaba como diferente, como anormal en su propia casa.

—Parece que va a hacer calor otra vez —comentó Elena, mirando el cielo—. Un día perfecto para estar al aire libre. Qué paz.

Él quería gritar. Quería levantar la voz y decir que no había paz, que su interior era un nudo de vergüenza y confusión. Pero cómo quejarse del calor cuando todos dicen que hace fresco. Cómo quejarse de la paz cuando es lo único que hay. Se levantó, dejando la mitad del panqueque.

—Voy a… a mi habitación.

Elena no lo miró. Siguió untando mantequilla en su tostada.

—Como quieras, cariño. —Su voz era un lago en calma. Su desnudez, una estatua de la normalidad. Lara, desde la puerta, lo siguió con la mirada hasta que desapareció. Su expresión era de leve decepción. El mástil no se había izado. El silencio que dejó Leo al marcharse no fue una especie de presencia densa. Elena permaneció junto a la mesa, untando mantequilla en un panqueque que no se llevaría a la boca. Su desnudez era autoridad. El escenario que había montado  funcionaba a la perfección, aplastando la disidencia de su hijo bajo el peso de una nostalgia perfecta. Miguel, ajeno a las corrientes subterráneas, se relamía. El sol de la mañana calentaba su espalda desnuda. Se recostó en la silla, satisfecho, y cerró los ojos, absorbido por la falsa paz. Fue entonces cuando Lara, la cartógrafa, comenzó su nuevo mapa. Su objetivo ya no era el mástil escondido de Leo. Ahora era la oruga dormilona de su padre.

Se acercó a la mesa con su andar silencioso. Sus ojos, del color de la miel oscura, no se despegaban de ese racimo de piel entre las piernas de Miguel, fláccido y pacífico bajo el calor.

—Papá —dijo, su voz no era un preguntar, era un constatar.

Miguel abrió un ojo. —¿Sí, tesoro?

Elena, desde su puesto, dejó de untar la mantequilla. Observó. Lara no respondió con palabras. Extendió una mano pequeña y, con la punta del dedo índice, tocó la punta blanda del pene de su padre. Fue un contacto rápido, experimental, como probar la temperatura del agua. Miguel se estremeció, abriendo los ojos por completo. No con enfado, sino con una sorpresa bochornosa.

—Lara, eso no se hace.

—¿Por qué no? —preguntó ella, su mirada era pura ciencia—. Está dormida. Quiero verla despertar.

Elena contuvo una sonrisa de fascinación. Aquello era un nuevo capítulo. Miguel se removió, incómodo. La placidez de su cuerpo comenzaba a ceder, no por deseo, sino por la intrusión directa, por el estímulo mecánico de una curiosidad que no entendía de tabúes. Un leve temblor, una afluencia de sangre a un lugar que ahora se sentía observado, expuesto de una manera nueva y cruda.

—Cariño, no es un juguete —dijo, su voz un poco más grave.

—No quiero jugar. Quiero ver —insistió Lara, y esta vez su mano se posó con más firmeza, no en la punta, sino en el cuerpo blando, rodeándolo con una curiosidad que era, a la vez, inocente y profundamente intrusiva. Apretó ligeramente, como quien prueba la textura de una fruta madura. Miguel contuvo la respiración. Sus músculos abdominales se tensaron. Bajo la presión persistente de esos dedos diminutos, la oruga empezó a ceder su flacidez. Un latido imperceptible, un llenarse lento e inevitable. No era una erección de deseo, sino una respuesta fisiológica a un estímulo táctil y a la vergüenza aguda de ser el objeto de estudio de su hija, bajo la mirada aprobatoria de su mujer.

Elena observaba el proceso con la intensidad de quien ve brotar una semilla rara. Vio cómo la carne de su marido respondía a la manipulación infantil, cómo se hinchaba y se erguía, transformándose de un apéndice inerte en un mástil vulnerable y sonrosado. Lara, con los ojos muy abiertos, siguió el proceso con admiración.

—Ah —exclamó—. Ya está despierta.

Miguel no supo dónde esconderse. Su hija sostenía su erección de manera natural y con muchas ganas de tenerla en sus manos. Y su mujer, al otro lado de la mesa, sonreía levemente, anotando mentalmente cada detalle para el gran archivo de su Edén personal.

De repente la mano de Lara se abrió. La oruga, ahora despierta y tensa, quedó liberada. Lara satisfecha había aplicado un estímulo y observado una reacción. El cuerpo de su padre era un mecanismo predecible. Dio media vuelta y se dirigió a la piscina, sus pies descalzos no hicieron ruido sobre los azulejos.

El asunto estaba resuelto. Miguel permaneció sentado, la respiración entrecortada. El calor del sol ya no era placentero; era una lámpara de interrogatorio. Bajó la vista hacia su propio cuerpo, hacia esa parte de sí mismo que ahora parecía tener una vida autónoma y vigorosa. Intentó cubrirse con la mano, un gesto torpe y tardío. La desnudez, por primera vez en años, le quemaba. Miró a Elena, buscando complicidad, una reprimenda hacia la niña, algo.

Elena sostenía el cuchillo untado con mantequilla. Sus ojos no juzgaban el cuerpo de su marido, sino la escena en su conjunto. Vio la vergüenza de Miguel, la curiosidad satisfecha de Lara, el plato abandonado de Leo. Era un ecosistema que a ella le encantaba.

—Necesito fregar los platos —dijo, y se levantó.

Su desnudez era funcional, un traje de trabajo. Pasó junto a Miguel sin tocarlo, recogiendo su taza y la de Leo. En la cocina, Elena frotó el plato de borde azul, eliminando los restos del panqueque que Leo no quiso comer. Las migajas se fueron por el desagüe. Su mente no estaba en la grasa ni en la espuma. Estaba en la imagen de los dedos pequeños de Lara cerrados alrededor de la carne de Miguel. La crudeza del acto era un diamante en bruto para su prosa. «La pequeña alquimista», pensó, «transformando la carne inerte en un testimonio de vulnerabilidad. El patriarca, despojado de su serenidad por un experimento infantil.» Sentía una profunda admiración por la pureza disruptiva de su hija. Secó sus manos en el trapo. Subió las escaleras hacia su estudio.

La casa quedó sumergida en un silencio cargado de cosas no dichas. En el living, Miguel intentó leer. El libro era pesado en sus manos. Las letras bailaban frente a sus ojos. Se sentó en el sillón de cuero, pero no apoyó la espalda. Se inclinó hacia adelante, los codos en las rodillas, formando una barrera con su propio cuerpo. Podía sentir, o creía sentir, el eco del tacto de Lara. Un cosquilleo persistente y desconcertante. Su reino de placidez se había agrietado. Miró hacia la escalera que llevaba a las habitaciones. La puerta de Leo seguía cerrada. Por primera vez, entendió, o intuyó, la prisión de su hijo. No era la ropa, era la mirada. Lara flotaba boca arriba en la piscina. El agua le cubría los oídos, ahogando todos los sonidos excepto el latido de su propio corazón. Miraba el cielo, pero ya no veía bestias mitológicas. Veía anatomías, penes y estaba como encantada. Se preguntó si el mástil de Leo respondería igual al mismo estímulo. Era una pregunta práctica, el siguiente paso lógico en su investigación.

En su habitación, Leo escuchó el chirrido de la silla de su escritorio. Era el sonido de Elena sentándose a escribir. Ese sonido, que antes era el murmullo de fondo de su infancia, ahora sonaba a sentencia. Significaba que algo de lo ocurrido, algo de él, sería inmolado en el altar de sus palabras. Se tumbó en la cama, con la ropa puesta, y clavó la mirada en el techo blanco.

________________________________

Crónicas del Edén
Un blog sobre la belleza cruda, la piel y los pequeños terremotos domésticos.

Si querés leer el blog de Elena, comentá y dejá tu T.

53 Lecturas/9 octubre, 2025/0 Comentarios/por Mercedes100
Etiquetas: familia, hija, hijo, madre, madura, marido, mujer, padre
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