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Incestos en Familia, Sexo con Madur@s, Voyeur / Exhibicionismo

La familia Flores en el Edén: Cap 5

La fricción que despierta al padre y el orgullo de la madre… .

Bajo el cielo plomizo de una mañana de lluvia, el Edén se transformó. El sol abrasador fue reemplazado por una luz difusa que teñía las paredes de gris perla. El golpeteo constante de la lluvia contra los cristales era el único sonido, un ritmo monótono que envolvía la intimidad de la casa. Miguel y Elena, desnudos, dormían espalda con espalda, las sábanas revueltas en sus cinturas. La calidez de la cama era un refugio contra la humedad del exterior.

Fue en este silencio acolchado por la lluvia donde Lara inició su asalto silencioso. Desnuda, su cuerpo pequeño se deslizó como una sombra por el pasillo y empujó la puerta del dormitorio. No había prisa en sus movimientos, solo propósito. Sus ojos, adaptados a la penumbra, se fijaron en el bulto de las sábanas que cubrían a su padre. Con la determinación de una exploradora que descifra un mapa, se acercó a la cama y, con un tirón firme y decidido, arrancó las sábanas.

El aire fresco de la habitación rozó la piel de Miguel, provocándole un estremecimiento inconsciente. Entreabrió los ojos, confundido. Lara no le dio tiempo a reaccionar. Con la agilidad de un mono, trepó a la cama y se instaló directamente sobre su regazo, sentándose de frente a él. Sus pequeñas manos se apoyaron planas sobre su pecho, palmeando la piel velluda con una curiosidad táctil.

—Buenos días, papá —susurró, y comenzó a balancearse suavemente, un vaivén instintivo y rítmico.

El movimiento, la presión de su peso pequeño y cálido en un lugar tan vulnerable, fue un estímulo demasiado directo. Miguel contuvo el aire. Su primer impulso fue detenerla, apartarla, gritar ese «¡Basta!» que aún resonaba en su memoria. Pero la habitación estaba tranquila. La lluvia caía. Y su mujer estaba allí.

Elena se despertó no con sobresalto, sino con una lenta toma de conciencia. Abrió los ojos y vio la escena: su hija, desnuda y seria, balanceándose sobre el regazo de su marido, cuyas manos se abrieron y luego se cerraron sobre las sábanas, en una clara lucha interna. No dijo nada. No se movió. Solo observó, y una ternura, una emoción profunda y nítida, le inundó el pecho. Esto era oro puro. La pequeña científica aplicando el método con una fe inquebrantable.

Miguel leyó la mirada de Elena. Vio en ella no la alarma, sino esa aprobación tácita, esa bendición de cronista que lo desarmaba más que cualquier forcejeo. Su resistencia se quebró. Era más fácil ceder. Cerró los ojos y dejó que la sensación lo inundara. La tensión en sus músculos abdominales se relajó. La incomodidad inicial comenzó a transformarse, impulsada por la fricción persistente y el permiso implícito de su mujer, en una respuesta fisiológica inevitable, ajena a su voluntad.

Bajo el suave balanceo de Lara, la «oruga» comenzó a despertar. Un latido sordo, un flujo de sangre lento pero firme, que transformó la carne fláccida en una presencia tangible y creciente bajo la vagina de la niña.

Lara detuvo su vaivén. Sus ojos se abrieron como platos, fijos en la cara de su padre. Se iluminó con una sonrisa de puro triunfo.

—¡La siento! —exclamó—. ¡La oruga se despierta! ¡Late, papá, late!

Elena no pudo contener una sonrisa amplia y húmeda. Aquello superaba todas sus expectativas. La inocencia como motor, la fisiología como respuesta, y la tensión sexual transformada en un experimento doméstico. Era la esencia misma de su Edén. Anotó mentalmente cada detalle: la expresión de derrota y placer en el rostro de Miguel, la carita de triunfo absoluto de Lara, el contraste entre la pequeñez de la niña y la erección que crecía bajo ella.

Miguel, atrapado en la tormenta de sensaciones, no supo si reír o llorar. La vergüenza ardía en él, pero era superada por una oleada de un placer profundo, magnificado por la mirada de su mujer y la victoria inocente de su hija. El Edén ya no era un paraíso, ni siquiera un laboratorio. Se había convertido en un templo donde su cuerpo era el altar y la curiosidad de su hija, la ofrenda. Y Elena, la suma sacerdotisa, ya estaba escribiendo el sermón.


Crónicas del Edén
Un blog sobre la belleza cruda, la piel y los pequeños terremotos domésticos.

Entrada: «La Ceremonia del Despertar»

Publicado el 26 de julio, 11:17

La lluvia caía sobre el Edén en cortinas grises, convirtiendo nuestro mundo de sol en una urna de cristal húmedo y sonidos apagados. En esta intimidad, acuosa y callada, se ha celebrado esta mañana una ceremonia involuntaria. Un rito de despertar tan puro en su ejecución, tan brutal en su honestidad, que siento el deber y el temblor de fijarlo aquí antes de que la memoria lo edulcore.

Nuestra pequeña alquimista, ha logrado lo que ni el sol más ardiente podía: hacer cantar a la tierra del patriarca con una canción que no es solo latido, sino presencia.

Todo comenzó con el robo de las sábanas. Un acto de guerra simbólico y necesario. Su cuerpo pequeño, desnudo y serio, trepó al lecho como un felino a su territorio. No había malicia en sus ojos, solo la certeza del método. Y entonces, se sentó. No en sus piernas, sino en el epicentro mismo de su ser, en el regazo que guarda el núcleo de su hombría. Apoyó sus manos en su pecho, como un chamán poniendo manos sobre el enfermo, y comenzó un vaivén. Su entrada virgen encastra a la oruga de su padre. Un balanceo rítmico, ancestral, el mismo movimiento con el que las madres calman a sus crías o las sacerdotisas invocan a los dioses.

Él despertó confuso. Vi en sus ojos la lucha instantánea: el instinto de rechazar la intrusión, el fantasma del «¡Basta!» aún presente. Pero la habitación estaba tibia, la lluvia cantaba una nana y mi mirada, lo sé, era el permiso que lo desarmaba. Vi cómo la resistencia se fundía en su estómago, cómo sus manos se abrían y soltaban la sábana. Cerró los ojos. Se rindió. No a la niña, sino a la verdad de su propio cuerpo.

Y entonces, la oruga despertó.

No fue un latido tímido esta vez. Fue un florecer. Una firme y vertical afirmación de vida que creció, inexorable, bajo el peso y la fricción de su hija. Ah, la fricción. Esa es la palabra clave, la imagen que quemará en mi retina para siempre. El suave, persistente e inocente balanceo de esas nalgas pequeñas y cálidas, rozando, presionando, acariciando sin saberlo la punta sensible y ya vigorosa de aquella oruga que emergía de su sueño. Era el péndulo que marcaba el compás de un despertar forzado, la fricción que no era frotación lasciva, sino el roce del mundo, del estímulo puro, contra la carne viva. Ella era simplemente el instrumento, el metrónomo de una sinfonía biológica.

Y funcionó. ¡Cómo funcionó! La oruga no solo se despertó; se irguió, demandando reconocimiento, transformando el regazo paterno en un altar de pura fisiología. La cara de mi hija fue entonces un poema. El asombro se transformó en un triunfo radiante. «¡La oruga se despierta! ¡Late, papá, late!», susurró. Y en esa exclamación no había nada de sensual, solo la alegría del científico que ve confirmada su hipótesis más audaz.

En este momento, queridas lectoras, queridos lectores que seguís estas crónicas del asombro, siento un orgullo que se eleva sobre cualquier otra consideración. Orgullo de mi hija, por su tenacidad inquisitiva, por no haber permitido que los frágiles tabúes de un mundo enfermo enturbien su búsqueda. Y orgullo de mí, como cronista, por tener el temple de no interferir, de permitir que el experimento llegue a su conclusión natural. Mi dedicación a vosotros, a este archivo de la verdad cruda, es la promesa de no apartar la mirada. De documentar cómo la inocencia, al aplicarse con la presión justa, puede hacer brotar los manantiales más profundos y prohibidos de la carne.

Etiquetas: #CeremoniaDelDespertar #FricciónInocente #PolinizaciónDoméstica #ElMétodoDeLara #VerdadCruda #OrgulloDeCronista #ElInvernadero

46 Lecturas/25 octubre, 2025/0 Comentarios/por Mercedes100
Etiquetas: familia, hija, madre, marido, mujer, padre, vagina, virgen
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