La hija
Hace tres meses que mi madre decidió que este viaje era necesario. Lo supe por la forma en que lo organizó todo sin preguntarme nada: los billetes, las paradas, el coche alquilado, el mapa doblado con un cuidado casi obsesivo. .
Tiene cuarenta y dos años y los lleva con una gracia que traiciona la disciplina: el cuerpo es una línea firme, con caderas que llenan el asiento del conductor y un pecho que se mantiene erguido bajo la tela fina de una blusa de verano, como si el tiempo solo hubiera afinado sus curvas en lugar de desvanecerlas.
Avanzábamos por la carretera, una franja estrecha entre campos repetidos hasta el cansancio. Yo ocupaba el asiento del copiloto con la incomodidad propia de mis dieciséis: las piernas demasiado largas para un espacio que no fue pensado para quedarse quieta, las manos buscando un lugar donde no estorbar.
Ella manejaba con ambas manos firmes sobre el volante, los brazos delgados pero tensos, la espalda recta, como si el cuerpo también tuviera que obedecer una decisión tomada hace tiempo.
No hablábamos. O peor: hablábamos de cosas que no importaban. El silencio entre nosotras no era nuevo, pero aquí tenía otro peso. En este lugar sin referencias, sin nadie que nos conociera, el silencio se volvía una prueba.
Yo sentía que mi madre esperaba algo de mí —comprensión, permiso— y al mismo tiempo parecía decidida a no pedírmelo nunca. Su rostro, marcado apenas por líneas que no eran de cansancio sino de insistencia, permanecía fijo en la carretera, evitando cualquier reflejo que pudiera devolverle una imagen incómoda.
La observé de reojo. Tenía el ceño apenas fruncido, esa expresión que había aprendido a reconocer en los últimos meses: no era preocupación, era anticipación. Como si ya estuviera en otro lugar, un poco más adelante, un poco más lejos de mí.
De vez en cuando apartaba un mechón de cabello que ya no intentaba disimular bajo gestos juveniles. Pensé en preguntarle qué buscábamos exactamente. No lo hice. A mis dieciséis todavía se cree que ciertas preguntas pueden evitar lo inevitable; a los cuarenta y dos ya se sabe que no.
El motor empezó a fallar sin aviso. Un sonido seco, irregular. Mi madre apretó los labios, redujo la velocidad con un gesto preciso. No dijo nada. Yo sentí una punzada absurda de alivio, inmediatamente seguida de culpa.
El coche se detuvo al borde del camino, frente a un paisaje que no ofrecía refugio ni promesa. Nos quedamos sentadas unos segundos, escuchando el calor, el viento leve, el mundo que seguía igual pese a nosotras.
Noté cómo sus manos permanecían un instante más sobre el volante, como si soltarlo fuera aceptar algo que no tenía que ver con el coche. Fue entonces cuando entendí —aunque todavía no sabía cómo nombrarlo— que ese viaje no iba a llevarnos a ningún lugar nuevo.
Que solo iba a obligarnos a quedarnos donde ya estábamos, frente a lo que mi madre deseaba y a lo que yo, con mis dieciséis y demasiada fe, aún creía que debía ser protegido. Abrí la puerta del coche. Mi madre hizo lo mismo.
Mi madre cerró la puerta con cuidado, como si el vehículo pudiera ofenderse, y empezó a caminar sin mirar atrás. Yo la seguí. El camino hacia el pueblo era corto, pero irregular, una franja de tierra apisonada que obligaba a mirar dónde se pisaba.
—Debe ser algo del motor —dijo al cabo de unos pasos, sin volverse—. Nada grave.
Asentí, aunque no sabía nada de motores. La escuché respirar hondo, como si esa frase también necesitara convencerse a sí misma. Caminaba a buen ritmo, demasiado para alguien que decía no estar preocupada. Yo me quedé medio paso atrás, ajustando el paso a la mochila que me golpeaba la espalda.
—Seguro encontramos a alguien —añadió—. Un taller, o alguien que nos ayude.
No respondió a nada que yo no hubiera preguntado.
El pueblo se veía a lo lejos: unas pocas construcciones bajas, polvo suspendido, una quietud que no parecía hospitalaria ni hostil, solo indiferente. Pensé que ese lugar no estaba esperando nada de nosotras.
Mientras caminábamos, mi mente volvió —como siempre— a casa.
Me llamo Clara. Tengo dieciséis años y, hasta hace poco, estaba convencida de que mis padres eran una pareja feliz. No perfecta, pero sólida. De esas que no necesitan demostrarse nada. Mi padre siempre había estado ahí: en la mesa, en el sofá, en los silencios largos de los domingos. Nunca faltó, nunca se fue. Yo quise creer que eso era suficiente.
Pero hacía meses que algo no encajaba. No eran peleas abiertas. Era peor: conversaciones que se cortaban cuando yo entraba a la habitación, miradas que no se sostenían, gestos pequeños de cansancio acumulado. Mi madre —Mary Forbes, cuarenta y dos años— empezó a hablar menos de mi padre y más de sí misma. De lo que había dejado pasar. De lo que todavía estaba a tiempo de sentir.
Este viaje fue idea suya. “Nos va a venir bien”, dijo. “Solo tú y yo”. Usó la palabra reconectar como si fuera algo que se enchufa de nuevo, como si bastara con cambiar de paisaje. Yo quise creerle. Quise pensar que necesitaba estar conmigo, que había algo entre nosotras que rescatar antes de que se perdiera del todo.
Caminando hacia el pueblo, miré su espalda. No parecía una mujer escapando, sino alguien que por fin avanzaba hacia algo. Esa certeza me incomodó.
—Cuando volvamos —dijo de pronto—, tal vez deberíamos hacer esto más seguido. Viajar juntas.“Cuando volvamos”.
La frase quedó suspendida entre nosotras.
Pensé en mi padre, solo en casa, sin saber exactamente dónde estábamos en ese momento. Pensé en la normalidad que había dejado atrás sin darme cuenta. En lo fácil que había sido creer que el amor era algo estable, algo que no exigía decisiones dolorosas.
El pueblo nos recibió sin ceremonia. Un par de hombres sentados a la sombra, una mujer barriendo frente a una casa baja, niños descalzos que dejaron de jugar apenas nos vieron pasar. Nadie se acercó. Nadie se apartó. Éramos visibles, pero no urgentes.
Mi madre se detuvo frente a una construcción abierta por un costado. Un techo de chapa, herramientas colgadas de clavos torcidos, el olor metálico del aceite viejo. Un taller, aunque la palabra sonaba demasiado precisa para algo tan elemental.
—Aquí —dijo, más para sí que para mí.
Entramos.
Él estaba agachado junto a una motocicleta, con las manos negras de grasa y una camiseta clara que había perdido hacía tiempo su color original. Levantó la vista despacio, sin apuro, como si supiera que no íbamos a desaparecer. Tenía el rostro serio, endurecido por el sol, pero los ojos atentos. No sonrió. No hizo falta.
Mi madre habló primero. Explicó lo del coche, el ruido, el lugar donde se había detenido. Él escuchó sin interrumpirla, limpiándose las manos en un trapo. Cuando respondió, su voz era baja, firme.
—Se llama Giovanny —dijo mi madre después, girándose apenas hacia mí, como si eso fuera importante—. Puede venir a verlo.
Asentí. Giovanny ya estaba tomando una caja de herramientas. No preguntó nada más.
El camino de regreso al coche fue distinto. Caminábamos los tres, pero el espacio entre mi madre y él parecía tener otra densidad. No se tocaban. No se miraban demasiado. Y sin embargo, algo se había desplazado.
Yo iba un poco más atrás, observándolos sin querer hacerlo. Giovanny caminaba con una seguridad que no tenía que demostrar. Mi madre adaptó su paso al de él sin darse cuenta. Sus hombros, que antes estaban tensos, ahora parecían más sueltos. Hablaban del calor, del polvo en la carretera, de lo común que era que los coches fallaran en esa zona. Palabras simples. Demasiado simples para explicar por qué yo sentía que algo se estaba desarmando lentamente.
Llegamos al vehículo. Giovanny se agachó enseguida, abrió el capó, examinó sin decir nada. Mi madre se apoyó en la puerta, cruzó los brazos. Yo me senté en el borde del camino, con las piernas recogidas, mirando cómo el sol empezaba a subir.
Giovanny señaló algo dentro del motor. Dijo una frase corta. Mi madre asintió, como si hubiera entendido más de lo que realmente entendía. Sonrió. Fue una sonrisa leve, casi distraída. No se la había visto en mucho tiempo.
Yo pensé, sin querer pensarlo, que ese viaje no era solo para reconectar conmigo. Que había algo en mi madre que necesitaba ser visto por alguien que no la conociera de antes, que no la recordara joven ni esposa ni madre. Alguien que solo la mirara ahí, en ese borde de carretera, como una mujer detenida frente a una posibilidad.
Giovanny trabajaba en el motor con una concentración casi animal. El sol del mediodía le pegaba de lleno en la espalda, haciendo que la camiseta se le pegara a los músculos, delineando cada fibra de su espalda y los hombros anchos. Cada vez que se movía, un tenue olor a sudor, metal y tierra caliente llegaba hasta mí, mezclado con el perfume floral de mi madre, un aroma que ahora se me antojaba frágil y traicionero.
Yo seguía en el suelo, pero mi cuerpo ya no estaba relajado. Una tensión nueva, cálida y desconcertante, me anudaba el estómago. Miraba a mi madre, que ya no se apoyaba con indiferencia en la puerta. Estaba erguida, con los brazos ya no cruzados en señal de defensa, sino colgados a los costados, con las palmas ligeramente vueltas hacia adelante. Sus ojos, fijos en Giovanny, ya no eran los de una mujer esperando una reparación mecánica. Eran los de una presa que observa al depredador, no con miedo, sino con una fascinación que la paraliza.
Giovanny sintió la mirada. Levantó la cabeza lentamente, el rostro medio en sombra bajo el capó del coche. Sus ojos, oscuros y profundos, no se dirigieron primero a mi madre. Se posaron en mí. Me recorrieron de arriba abajo, una evaluación lenta y sin prisa. No era una mirada de un hombre a una niña; era la mirada de un hombre a una mujer en ciernes, y por primera vez, sentí mi propio cuerpo como un territorio desconocido. Mis pechos, que empezaban a ser algo más que simples botones, se tensaron bajo la tela del sujetador. Sentí un calor que me subió por el cuello y me sonrojó las mejillas. Él lo notó. Una comisura de su boca se curvó en lo que casi era una sonrisa, un gesto de propiedad silenciosa.
Luego, su atención se desvió hacia mi madre. Y la mirada cambió. Se volvió más intensa, más hambrienta. No examinaba, devoraba. Sus ojos bajaron de su rostro a su cuello, demorándose en el pulso que latía un poco más deprisa de lo normal. Descendieron por la clavícula que la blusa de lino dejaba al descubierto, hasta detenerse en el pecho. Vi cómo el torso de mi madre se inflaba sutilmente, cómo sus pechos se erguían bajo la mirada de ese hombre, como si respondieran a una orden no verbal. La tela se tensó sobre sus pezones, que se erizaron, marcando dos puntos firmes y oscuros a través de la tela. Giovanny los vio. Su respiración se detuvo un instante. El silencio se hizo denso, pesado, cargado de electricidad.
—Necesito una llave inglesa —dijo él, y su voz era un gruñido bajo, áspero, que pareció vibrar en el aire entre nosotras. Mi madre se movió como en trance. Se acercó a la caja de herramientas, doblando la cintura para buscar. Giovanny no hizo ningún esfuerzo por apartar la mirada. Sus ojos se clavaron en las nalgas de mi madre, redondeadas y firmes, que la tela del pantalón vaquero ceñía como una segunda piel. Vi el contorno perfecto, la división que marcaba el inicio de sus muslos. Un calor húmedo se me despertó entre las piernas, una sensación nueva y alarmante que me obligó a apretarlas. Mi madre encontró la llave y se la entregó. Sus dedos se rozaron. Ella no retiró la mano al instante. La dejó allí un segundo, un segundo demasiado largo, sintiendo la piel áspera y caliente de él.
Él tomó la herramienta, pero sus ojos siguieron en los de ella. —Gracias —murmuró.
—De nada —susurró ella de vuelta.
Yo era un fantasma en esa escena. Un testigo incómodo de un lenguaje que no entendía pero que mi cuerpo sí descifraba. Giovanny volvió a trabajar, pero el ritual había cambiado. Cada movimiento era ahora una exhibición. Los bíceps se le hinchaban al apretar una tuerca, la espalda se le arqueaba, mostrando un V perfecto que descendía hasta la cintura de sus pantalones de trabajo. Y mi madre observaba, bebiendo cada detalle, su boca ligeramente abierta, los labios húmedos.
Se detuvo de nuevo. Se secó la frente con el antebrazo, dejando una mancha oscura de grasa en su piel. Miró hacia el horizonte, como si tomara una decisión.
—El calor es fuerte —dijo, y era una afirmación, no una queja. —Se necesita algo fresco.
Se alejó unos pasos hasta la sombra escasa de un árbol bajo, donde había dejado una pequeña nevera portátil, que hasta ese momento no le había prestado mayor atención. La abrió. El sonido seco del cierre rompió el silencio. Sacó tres botellas de cerveza. El vidrio estaba cubierto de gotas que caían lentamente sobre la tierra. Se acercó a mí primero y me tendió una. Sus dedos rozaron los míos, y el contacto fue deliberado, firme. Me miró a los ojos, un desafío silencioso. —Para ti —dijo.
Luego se acercó a mi madre. Le entregó la suya, pero esta vez no se soltó. La rodeó con su mano, cubriendo la de ella, que tembló ligeramente. —Y para ti, Mary —dijo su nombre, y el sonido de su voz pronunciándolo fue como una caricia.
Mi madre no bebió. Miró la botella, luego la mano de Giovanny que la cubría, y finalmente alzó la vista hacia él. En sus ojos no había duda, solo una rendición ansiosa. Él inclinó la cabeza, se acercó despacio, y la besó.
No fue un beso tierno. Fue un beso de reclamación. Sus labios se aplastaron contra los de ella, ávidos, y la vi abrir la boca para dejarle pasar la lengua. La vi responder con una urgencia que la transformó. Ya no era mi madre, la mujer ordenada y predecible. Era una criatura de deseo puro, ardiendo bajo el sol de un pueblo sin nombre. Una de las manos de Giovanny abandonó la botella y subió, lentamente, a posarse sobre su pecho. La palma se aplanó sobre el seno izquierdo, el pulgar buscó el pezón erecto y lo presionó a través de la tela, haciéndola gemir contra su boca.
Yo me quedé helada, con la botella de cerveza sudando en mi mano. El mundo se había reducido a esa imagen: la mano de un hombre desconocido acariciando el pecho de mi madre, sus lenguas enredadas, el sonido de su respiración entrecortada. Y debajo de mi propia piel, el calor se convertía en un pulsación insistente, un vacío que pedía ser llenado. Giovanny se separó, ambos jadeaban. Él me miró por encima del hombro de mi madre, y en sus ojos vi una pregunta que no necesitaba palabras. Y en el fondo de mi alma, supe que la respuesta era sí.
El beso se rompió con un sonido húmedo, un chasquido que resonó en el silencio del mediodía. Mi madre se apartó un paso, pero no por vergüenza. Lo hizo para mirarme. Sus ojos, antes llenos de una niebla de deseo, ahora estaban despejados, fijos en mí con una intensidad que me escalabró. No buscaba mi permiso. No me pedía disculpas. Estaba tomando una decisión, y su mirada me incluía en ella como una pieza fundamental, no como un obstáculo.
—Clara —dijo su nombre, y su voz era un susurho ronco, nuevo—. Ven aquí.
Mis pies no obedecieron al instante. Estaban clavados en la tierra, mi mente luchando por procesar la orden. Pero la autoridad en su voz, una autoridad que nunca antes había escuchado, era más fuerte que mi parálisis. Me levanté, dejando la botella de cerveza olvidada en el suelo, y caminé hacia ellos. Cada paso era un viaje a un territorio desconocido.
Giovanny no me miró con lujuria, sino con una curiosidad profunda, como si estuviera presenciando un rito ancestral y sagrado. Su mano seguía en el pecho de mi madre, pero ahora era posesiva, protectora. Cuando estuve a su lado, mi madre tomó mi mano. La suya estaba caliente y temblorosa.
—Esto… esto es lo que necesitaba —me dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas que no se derramaron—. No es solo para mí. Es para nosotras. Para que aprendas. Para que veas.
No entendí sus palabras, pero sentí su verdad. Sentí el peso de años de silencio, de renuncias, rotándose en ese momento.
—No voy a fingir más, Clara. No delante de ti. No delante de mí. —Hizo una pausa, inhalando profundamente—. Giovanny, muéstrale. Muéstrale a mi hija lo que es un cuerpo que no miente. La orden colgó en el aire, cruda y absoluta. Giovanny asintió, sin sorpresa. Como si hubiera estado esperando esa señal. Se giró hacia mí, y por primera vez, su mirada fue directamente para mí, sin filtros. Me despojó con los ojos, no con crudeza, sino con una atención tan detallada que sentí que estaba aprendiendo la forma de mi propio cuerpo a través de su pupila.
—Tú primero —dijo él, y sus palabras no eran una pregunta.
Y entonces, mi madre hizo lo impensable. Sus manos, con una lentitud reverencial, subieron hasta el dobladillo de su propia blusa. La levantó por encima de su cabeza, dejándola caer al suelo. El sol golpeó su piel pálida, casi translúcida. Sus pechos eran más hermosos que los de cualquier mujer que hubiera visto en revistas: perfectos, redondos, con los pezones grandes y oscuros, aún erectos por la atención anterior. Su vientre era plano, marcado por una línea fina que descendía hasta el borde de sus vaqueros.
—Ahora tú —me susurró mi madre, y su aliento era cálido en mi mejilla.
Mis manos temblaban. Sentí el rostro de Giovanny y el de mi madre clavados en mí. Con dedos torpes, desabroché los botones de mi blusa. La tela se abrió, revelando mi piel joven, mis pechos más pequeños, todavía en formación, con pezones rosados y pálidos que se erizaron al contacto con el aire y con sus miradas. Me sentí expuesta, vulnerable, pero también… vista. Realmente vista, por primera vez.
—Sí —dijo Giovanny, su voz un gruñido de aprobación—. Así es.
Mi madre desabrochó sus pantalones. Se deslizaron por sus caderas, dejando al descubierto un par de bragas blancas, sencillas, que se humedecían visiblemente en el centro. Se las quitó ella misma, quedando completamente desnuda bajo el sol. Su cuerpo era una promesa, una obra de arte de madurez y deseo.
Giovanny se quitó la camiseta. Su torso era una escultura de músculos y trabajo, cubierto de un vello oscuro que descendía desde su pecho y se perdía en la cintura de sus pantalones. Luego, se desabrochó. Su miembro, ya duro, se liberó. Era grande, grueso, con una vena prominente que recorría su longitud. La punta brillaba con un fluido transparente. Miré, sin poder apartar la vista, sintiendo esa pulsación húmeda entre mis piernas intensificarse hasta convertirse en un latido doloroso.
Mi madre se arrodilló frente a él. No era un acto de sumisión, sino de adoración. Tomó su erección con una mano, su palma parecía pequeña en comparación. Miró hacia arriba, hacia él, y luego hacia mí.
—Clara, míralo bien —dijo—. Esto es el deseo. Puro, sin mentiras. Y esto… —su otra mano descendió por su propio estómago hasta llegar al vello de su sexo—. …esto es la respuesta.
Con los ojos fijos en mí, comenzó a tocarse. Sus dedos se deslizaron entre sus labios, ya hinchados y abiertos. Dejó escapar un gemido suave, un sonido que vibró en mis propios huesos. Se masturbó frente a mí, mostrándome cómo su cuerpo respondía, cómo su clítoris se hinchaba bajo sus dedos, cómo se introducía uno, luego dos, dentro de sí misma, con una lentitud tortuosa.
—¿Lo ves? —jadeó—. No hay nada de qué avergonzarse. Tu cuerpo sabe. El mío sabe. El suyo lo sabe.
Giovanny observaba la escena, su respiración agitada, su mano envolviendo su propia ereción, moviéndose al mismo ritmo que los dedos de mi madre.
—Tócate, Clara —dijo él, y su voz fue una orden que liberó algo dentro de mí—. Tócate como ella. Descubre lo que tu cuerpo quiere.
No pude resistirlo. La vergüenza, el miedo, la confusión, todo se disolvió bajo la fuerza de su deseo y el ejemplo de mi madre. Mis manos bajaron, temblorosas, hasta el borde de mi falda. Me la subí, deslizando mis dedos bajo el algodón de mis bragas. Me encontré húmeda, ardiente. Al tocar mi clítoris, una descarga eléctrica recorrió todo mi cuerpo. Me apoyé en el coche, las piernas temblando, y comencé a imitarla.
Los tres nos masturbábamos allí, al borde de una carretera polvorienta, bajo un sol implacable. Mi madre, con la experiencia de una mujer que se reencuentra con su placer. Giovanny, con la fuerza bruta de un hombre que lo reclama. Y yo, con el descubrimiento aterrador y glorioso de mi propio poder, de mi propio deseo. Éramos un triángulo de lujuria y aprendizaje, y en ese momento, no había madre ni hija. Solo había tres cuerpos, tres almas, sincronizadas en el ritmo más antiguo del mundo.
El ritmo se aceleró. Los gemidos de mi madre se volvieron más urgentes, su respiración entrecortada. Vi cómo su cuerpo se tensaba, cómo su espalda se arqueaba en un arco perfecto de éxtasis. Con un grito ahogado, su orgasmo la recorrió, una ola que la hizo temblar de pies a cabeza. Su mano se quedó quieta, absorbida por el calor de su sexo, mientras su cuerpo se relajaba lentamente, rendido y satisfecho.
Giovanny la observó, su pecho subiendo y bajando, su propia mano todavía moviéndose sobre su ereción, pero con más calma, como si estuviera esperando. Esperando a mí.
El pánico me heló la sangre. Mi mano se detuvo en seco. El placer que había estado construyendo se desvaneció, reemplazado por un miedo visceral. Él lo vio en mis ojos. No era el miedo a ser vista, sino el miedo a lo que venía después. El miedo a la ruptura, a lo irrevocable.
Mi madre se incorporó lentamente, sus movimientos eran fluidos, saciados. Se acercó a mí, su cuerpo desnudo brillando con una fina capa de sudor. No me abrazó. Simplemente tomó mi cara entre sus manos. Sus pulgares me acariciaron las mejillas.
—Sé lo que sientes, mi amor —susurró, y su voz era la calma misma—. Es miedo. Es normal. Tu cuerpo ha conocido el placer, pero tu mente aún no se lo ha permitido del todo. —Tengo… tengo miedo —logré decir, mi voz era un hilo roto.
—Yo sé, mi pequeña. Pero no vas a estar sola. Nunca más. —Me miró a los ojos, con una intensidad que borró todo el mundo a nuestro alrededor—. ¿Quieres saber por qué te traje aquí? ¿De verdad quieres saberlo?
Asentí, incapaz de hablar.
—Te traje para que rompieras el miedo. No para que yo lo hiciera por ti. Para que aprendieras que tu cuerpo te pertenece, que tu placer te pertenece. Y que puedes entregarlo cuando tú decidas, no cuando otros esperen que lo hagas. —Hizo una pausa, sus ojos se llenaron de una ternura que me partió el alma—. Tu virginidad es tuya, Clara. Es un tesoro, no una carga. Y tú decides cuándo y cómo regalarlo.
Se giró hacia Giovanny, que nos observaba en silencio, respetuoso.
—Pero el placer… el placer se puede aprender. Se puede compartir sin romper nada. Se puede explorar. —Mi madre volvió a mirarme, y en sus ojos vi la propuesta, la invitación—. Déjame enseñarte. Déjame mostrarte cómo se da placer sin que eso signifique una entrega total. Déjame que te guíe.
Antes de que pudiera responder, ella se giró y se arrodilló nuevamente frente a Giovanny. Su mano rodeó su erección, que todavía estaba firme y pulsante. La miró a él, luego a mí.
—Observa, Clara. Observa y aprende.
Y entonces, inclinó la cabeza y lo tomó en su boca. Vi cómo sus labios se estiraban para acogerlo, cómo su lengua lo recorría con lentitud. No era un acto de sumisión; era una lección magistral. Me estaba mostrando el poder, el control, el arte de dar placer. Giovanny cerró los ojos y soltó un gruñido profundo, su mano encontrando el pelo de mi madre, no para guiarla, sino para anclarse a la realidad.
Mi madre trabajó con una pericia que me dejó sin aliento. Usaba sus labios, su lengua, su mano al mismo tiempo en una sinfonía de estímulos. Y yo observaba, fascinada, sintiendo el miedo disolverse y ser reemplazado por una curiosidad ardiente. El calor entre mis piernas volvió, más intenso que antes.
Después de un momento, mi madre se detuvo. Se separó, dejando a Giovanny jadeando. Se giró hacia mí, con los labios hinchados y brillantes.
—Ahora tú —dijo suavemente—. Acércate.
Mi cuerpo se movió por voluntad propia. Me arrodillé frente a él, a su lado. Su erección estaba a centímetros de mi cara. Era imponente, viva, latiente. Olía a él, a masculinidad, a deseo.
—Tócala —guió mi madre—. Con la mano. Siente su textura, su calor.
Extendí la mano temblorosa y mis dedos se cerraron alrededor de su eje. La piel era suave y tersa sobre una dureza de acero. Sentí su pulso latir contra mi palma. Un escalofrío me recorrió.
—Así es. Ahora, con la lengua. Solo un toque. Pruébala.
Incliné la cabeza, mi corazón martilleaba en mis garganta. Con la punta de la lengua, toqué la pequeña gota de líquido que brillaba en su punta. Era salado, extraño, no desagradable. Giovanny soltó un gemido.
—Bien, mi pequeña. Muy bien —alabó mi madre—. Ahora abre la boca. Toma solo la punta. Deja que tu lengua lo explore. Sin prisa. A tu ritmo.
Hice lo que me decía. Abrí la boca y dejé que su glande entrara, envolviéndolo con mis labios. La sensación era abrumadora, llena de texturas y sabores nuevos. Moví la torpemente la lengua, y su reacción instantánea, un temblor que recorrió todo su cuerpo, me dio un poder que nunca antes había sentido.
Mi madre me guio. —Más despacio… ahora usa la mano al mismo tiempo… sí, así… acaricia sus testículos con la otra mano… suave…»
Seguí sus instrucciones, perdiéndome en el acto. Ya no era una niña asustada. Era una mujer aprendiendo un arte antiguo, bajo la tutela de la única persona que podía guiarla sin juzgarla. Mi madre observaba, con una mano entre sus propias piernas, masturbándose lentamente mientras me enseñaba a complacer a un hombre.
Sentí cómo el cuerpo de Giovanny se tensaba, cómo sus movimientos se volían más frenéticos. Su respiración era un jadeo rítmico.
—Se acerca, Clara —avisó mi madre—. Puedes tragártelo o retirarte. La decisión es tuya.
En ese instante, no hubo decisión. Solo había un instinto primal. Quería sentirlo, quería completar la lección. Lo mantuve en mi boca, moviéndome más rápido, hasta que con un rugido ahogado, él se liberó. Sentí el calor de su semen llenándome la boca, un sabor salado y potente que me hizo estremecer. Lo tragé, parte por instinto, parte por desafío.
Me separé, jadeando, con los labios hinchados y el sabor de él en mi lengua. Giovanny se apoyó en el coche, con los ojos cerrados, recuperando el aliento. Mi madre se acercó y me besó. No fue un beso de madre a hija. Fue un beso profundo, su lengua encontrando la mía, saboreando el residuo de él en mi boca, compartiendo el resultado de mi lección.
—Lo has hecho perfecto, Clara —susurró contra mis labios—. Eres una mujer ahora. Y tu primera vez, la tuya de verdad, será cuando tú lo decidas. Pero ahora ya sabes. Ahora ya no tienes miedo. El miedo había muerto, y en su lugar crecía una planta oscura y perversa, alimentada con la sal de su semen y el calor de su aprobación. Giovanny nos observaba, su pecho alzado, su miembro empezando a flaquear pero todavía imponente, un trofeo de nuestra lección.
Mi madre se levantó, su cuerpo era una estatua de diosa satisfecha. Se acercó a él y le pasó un brazo por el cuello, no como una amante, sino como una cómplice que reclama su parte del botín. —Lo arreglaremos mañana —dijo, su voz era baja, segura—. Por hoy, el coche puede esperar.
Se giró hacia mí, que todavía estaba arrodillada en el polvo, sintiéndome a la vez sucia y sagrada. —Levántate, Clara. Vámonos a casa.
La casa a la que se refería no era la nuestra. Era una pequeña construcción de adobe anexa al taller, con una puerta de madera carcomida. Giovanny nos guio, y al entrar, el olor a tierra húmeda y a leña vieja me golpeó. El interior era una sola habitación, tosca, con una cama grande de marco de hierro en el centro, sábanas blancas y arrugadas, y una única bombilla colgando del techo, bañándolo todo en una luz amarillenta y pecaminosa.
—Aquí es donde duermo —dijo Giovanny, y era una explicación innecesaria.
Mi madre no perdió tiempo. Se acercó a la cama y se sentó en el borde, las piernas cruzadas, completamente desnuda, dueña de ese espacio como si lo hubiera habitado siempre. Me miró. —Quítate la ropa, Clara. Toda.
Esta vez no dudé. Mis dedos, aunque todavía temblaban, tenían un propósito nuevo. Desabroché mi falda, la dejé caer. Mis bragas, húmedas y manchadas por mi propia excitación, siguieron. Quedé desnuda frente a ellos, mi cuerpo joven y pálido contrastando con el curtido de él y el maduro de ella.
—Acércate —me ordenó mi madre, y me señaló un lugar en la cama, a su lado.
Me senté, la piel de mis muslos rozando la de ella. Era cálida, suave. Giovanny se acercó a nosotras, su cuerpo un espectáculo de poder viril. Se arrodilló frente a la cama, a la altura de nuestras caderas.
—Has aprendido a dar placer —dijo mi madre, su voz un susurro que me erizó la piel—. Ahora aprenderás a recibirlo. Y a recibirlo de la forma más depravada y hermosa que existe.
Tomó mi mano y la llevó hasta su propio sexo, que ya estaba de nuevo húmedo y abierto. —Tócame. Siente cómo estoy. Siente el calor que tú has provocado.
Mis dedos se hundieron en su carne, cálida y resbaladiza. La exploré, encontré el botón duro de su clítoris, y ella gimió, arqueando la espalda. Mientras la tocaba, Giovanny inclinó la cabeza y, sin previo aviso, pasó su lengua por mi sexo.
Un grito se escapó de mi garganta. La sensación fue eléctrica, abrumadora. Su lengua era áspera, experta, y se movía con una precisión devastadora. Lamió, succionó, penetró con la punta, mientras mi madre me susurraba obscenidades al oído. —Sí, mi pequeña, déjate hacer. Siente cómo te come. Siente cómo te abre. Él está devorando tu virginidad con la boca, está marcándote como suya.
Mi mano se movía con más urgencia en el sexo de mi madre, y sus gemidos se mezclaban con los míos. El mundo se redujo a esa cama, a esa triangulación de lenguas y dedos, a ese olor a sexo y sudor que llenaba la habitación. Giovanny se detuvo, y un gemido de frustración se me escapó.
—No todavía —dijo mi madre—. Primero, la última lección. La más importante.
Me apartó de ella y me tumbó boca arriba en el centro de la cama. Se colocó a mi lado, y Giovanny se subió a la cama, arrodillándose entre mis piernas abiertas. Su erección estaba de nuevo dura, apuntando hacia mi centro, hacia mi virginidad.
—Esto es tuyo, Clara —dijo mi madre, su mano acariciando mi mejilla—. Es tu decisión. Pero míralo. Míralo bien. Imagina cómo se siente al entrar, cómo te abre, cómo te llena por dentro. Imagina el dolor y el placer mezclándose hasta volverse uno solo. No te lo daré hoy. No se lo daré hoy. —Su mirada se desvió hacia Giovanny, una orden silenciosa—. Pero te enseñaré a desearlo más que a nada en el mundo.
Y entonces, Giovanny se agachó. Pero no se dirigió a mí. Se dirigió a mi madre. Se colocó entre sus piernas y, con un movimiento brutal y certero, se hundió hasta el fondo en ella.
Mi madre lanzó un alarido de puro placer. Vi cómo su cuerpo se adaptaba a él, cómo lo recibía, cómo sus piernas se enroscaban en su cintura para atraerlo más profundo. Y mientras él la fustigaba, mientras su cuerpo golpeaba contra el de ella con un sonido húmedo y rítmico, mi madre me miró a mí.
Sus ojos estaban vidriosos, perdidos en el éxtasis, pero su atención estaba en mí. —Mírame, Clara —jadeó—. Mírame mientras me la mete. Mírame mientras me rompe. Así es como se hace. Así es como una mujer es tomada. Así es como te tomará a ti cuando estés lista.
Giovanny la miró a mí por encima del hombro de mi madre. Sus ojos eran dos ascuas. Con una fuerza que me heló la sangre, la levantó, girándola sin salir de ella, para que quedara a cuatro patas, frente a mí. Ahora estaba de cara a mí, con Giovanny tomándola por detrás como a una perra. Sus pechos oscilaban al ritmo de sus embestidas, su cara era una máscara de placer salvaje.
—Toca tu clítoris, Clara —ordenó él, su voz era un rugido—. Tócame con los ojos. Correte con nosotros.
Mi mano voló a mi sexo. Mi clítoris era un punto ardiente, doloroso. Me masturbé con una ferocidad que no sabía que poseía, mientras observaba a mi madre siendo poseída, escuchando sus gritos, los golpes de su piel contra la de él. El orgasmo me golpeó como un tren, una explosión de luz y fuerza que me sacudió entera, me dejó gritando y arqueándome en la cama, un espasmo incontrolable.
Mi madre llegó al mismo tiempo que yo, con un guto gutural que se perdió en el mío. Giovanny la soltó con un último gruñido, y su semen brotó, manchando la espalda de mi madre, sus nalgas, el lecho blanco.
Nos quedamos los tres, jadeando, en el silencio pesado que siguió a la tormenta. Giovanny se tumbó a mi lado, agotado. Mi madre se desplomó sobre mí, su cuerpo sudoroso y pesado sobre el mío. Sentí su aliento en mi cuello, el latido de su corazón contra mi pecho.
—Ahora ya sabes —susurró, su voz era un hilo roto, satisfecho—. Ahora ya eres como yo.
Cerré los ojos. Lejos, el coche seguía roto. Afuera, el mundo seguía igual. Pero aquí, en esta habitación sucia y sagrada, bajo el olor del sexo y el sudor de un hombre y mi madre, yo había nacido de nuevo. Y sabía, con una certeza que me aterraba y me excitaba, que este era solo el primer día de mi nueva vida.


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