La licenciatura
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por GabrielledelD.
LA LICENCIATURA
Tras mis primeras “experiencias” de aquel año turbulento en que cumplí los 16, y que en su momento conoceréis, pasaron muchos años, quizás demasiados, en tener un affaire lujurioso de cierto calibre con otra persona. Mi, en general, rechazo hacia los hombres y mi natural discreción al acercarme a otras mujeres me privó en ese período de tiempo de una vida sensual más intensa. Escarceos de una noche en la disco con cualquier tío o tía, como máximo saldados con alguna felación o un apresurado cuni. También es cierto que disfrutaba enormemente, y lo sigo haciendo, con mis fantasías sado y con la masturbación. A fin de cuentas lo que vale es la mente, e imaginación nunca me ha faltado. Lo que voy a contar ahora, mi segundo encuentro serio con el sexo duro ¿compartido? puedo calificarlo como el suceso más extraordinario que he vivido jamás.
Tras el bachillerato fui a parar a estudiar a la Universidad de Valencia. Terminé la carrera con un brillante expediente académico al cumplir veintitrés años justos. Por esa época conocí a Javier, el único, ¿único? hombre de mi vida, pero todavía no mantenía con él contacto carnal alguno. Tuvo su premio, según el estúpido punto de vista del orgullo varonil: con él perdí mi virginidad, pero por esas fechas mi himen y mi ano continuaban intactos. En Julio celebramos el típico viaje con el típico autobús, por el típico recorrido (y, entonces todavía asequible) de Francia, Suiza, Austria, Italia; de nuevo Francia, y a casa. Salimos relativamente temprano sin casi haber dormido por la celebración previa a la partida. Estaba previsto que la primera etapa finalizara sobre las nueve de la noche, pero una inoportuna avería hizo que llegáramos al hotel en Annecy a las tres de la madrugada. En el vestíbulo se distribuyeron y numeraron las parejas para la ocupación futura de las habitaciones. Como el grupo de amiguetes al que yo pertenecía era impar, la suerte me colocó de compañera de habitación para todo el recorrido, a una chica con la que nunca había cruzado dos palabras. Se llamaba Hilde. Era mas bien menuda, morena, con un cuerpo proporcionado. Grandes ojos negros en una cara agraciada. Pero lo que destacaba sobre todo y la hacía muy popular entre los machitos de la Uni era su enorme busto. Vestía siempre pantalones. A excepción de su exótico nombre era muy reservada y discreta. Casi nunca se la veía con la misma gente. No parecía muy sociable, la verdad. Mala suerte. Pero yo estaba sin cenar y muerta de cansancio. Solo quería meterme en la cama y dormir unas horas, así que entonces ni me importó. Entré en el baño la primera; me metí en la cama con mi camiseta de Snoopy larga y sin mangas, y me dormí antes de que Hilde saliera.
A la mañana siguiente tuve que despertarla zarandeándola, de tan pesadamente como dormía. Como no hacía caso y se hacía tarde, muerta de hambre tomé mi bolsa de viaje y bajé a desayunar. Hilde entró en el autobús cuando todo el mundo estaba ya sentado. Tuvieron que ir a buscarla. Se quedó en la trasera del bus, sola, fumando como una carretera.
La segunda etapa era Berna. Tras un recorrido turístico por paisajes de postal llegamos alrededor de las siete de una tarde bochornosa como solo puede serlo en la centroeuropa montañosa. El hotel se encontraba en pleno núcleo histórico. Desembarcamos y cenamos con tiempo mas que suficiente para prepararme a lucir palmito. En la habitación ya estaba Hilde. Inmediatamente me percaté de su total inhibición. Andaba totalmente desnuda, con la ventana a la calle abierta de par en par. Cierto que hacía mucho calor pero, vaya, tampoco era para eso. Yo me duché; me lavé los rizos; me pinté; me puse de estreno mis ropitas interiores: un dos piezas negro comprado para la ocasión; me enfundé una de mis habituales minimini y un suéter sin mangas, que exigía a gritos desprenderme del suje, y a la discoteca que nos habían recomendado a todo el grupo. Estaba realmente sexy e insinuante.
Bailé como una loca. Todo lo que pude y más. En un descanso para reponer líquidos fui a la barra a por una jarra de desustanciada cerveza suiza, lo único que podíamos permitirnos en ese caro país, y allí estaba Hilde, sentada, sola, fumando cigarrillos Dunhill de caja dorada y granate, con un brebaje fuerte al lado. Me acerqué a ella y tras beberme de golpe la birra la invité a que me acompañara a la pista.
– Bailar no es lo mío, contestó.
Así que la dejé y volví a la juerga.
Cuando empezó el lento, tras desembarazarme a duras penas de una multitud de compañeros y lugareños que querían disfrutar de mis encantos me dirigí de nuevo a la barra a darle un poco de conversación. Ya no estaba.
Al cerrar la disco la ciudad era un cementerio. Así que volvimos al hotel a una habitación a continuar el sarao. Cuando el conserje nocturno nos amenazó con llamar a la policía nos fuimos a dormir. Eran las tres de la madrugada. El fin del mundo para los helvéticos.
Entré sin hacer ruido. Había mucha luz ya que la ventana continuaba abierta y el alumbrado público era por allí inusualmente intenso. Hilde yacía totalmente desnuda en posición semifetal. Sigilosamente fui al baño, me quité las ropas y me quedé en bragas. Prescindí de la camiseta a causa del intenso calor, pero me puse el sostén. Me senté en el sillón de la habitación a satisfacer un pequeño vicio: fumarme un único cigarrillo americano mentolado justo antes de meterme en la cama. Mientras aspiraba el humo con delectación miraba a Hilde. La veía perfectamente: me fijé en sus grandes y hermosos pechos y en su abundante vello púbico. Comencé a excitarme. El cigarro terminó y me fui a la cama. Entonces oí su voz.
– ¿Se puede saber que mirabas?
No contesté inundada de vergüenza. Ella tampoco insistió. Me dormí azotándola en sueños.
Apenas me había dormido cuando desperté sobresaltada al notar que alguien desabrochaba mi sujetador. Giré instantáneamente la cabeza. Hilde seguía durmiendo en idéntica posición. Entonces me di cuenta que mis braguitas estaban en mis rodillas y mi cuerpo estaba sudoroso y caliente. Me metí en el baño y me masturbé. Al volver a la cama volvió a hablarme.
– La próxima vez que lo hagas te duchas después.
Al día siguiente tuve que volver a zarandearla para hacerla despertar. Cuando seguíamos ruta me acerqué a ella. Asegurándome que nadie nos oía balbuceé una disculpa.
– No te fíes de los sueños, me contestó.
La siguiente parada fue Insbruck. Allí también aterricé a las 4 de la madrugada beoda de grappa como una cuba tras una tarde-noche en una de esas tabernas de largas mesas y cantos corales. Fuera hacía fresco pero la habitación estaba cálida y acogedora. Me fumé mi Salem mientras miraba a Hilde desnuda en su cama, durmiendo plácidamente. Yo estaba a sus espaldas y veía retazos de su largo vello púbico asomar entre sus glúteos. Animada por el alcohol me subí la zamarreta y metí los dedos bajo las braguitas tocando mi coñito pues me estaba calentando. Terminé el cigarro y decidí no continuar. Me quité la camiseta y me dejé caer en la cama solo con las bragas y me dormí casi al instante. De nuevo me pareció que apenas habían pasado unos minutos y que alguien me besaba la columna vertebral. Volví la cabeza de golpe. Allí en su cama estaba Hilde inmóvil, durmiendo. De nuevo mis braguitas habían desaparecido del sitio. Me levanté, y aunque estaba bastante alterada solo hice pis y me volví a dormir.
Las siguientes noches se repitió la extraña historia, con el añadido de que vi el reloj en una de ellas y, aunque me costaba creerlo, habían transcurrido casi tres horas desde que me había dejado vencer por el sueño. No volví a masturbarme ni una sola vez a excepción de la penúltima noche en Génova. En la discoteca me dio por un pavo de pelo largo y aspecto lánguido. Bailamos y me puso a cien. Entramos en el lavabo de las tías y nos metimos en una cabina. Por lo visto en Italia es lo normal. Me la quería meter pero me negué. El chico se comportó y me comió el coño. En justa correspondencia por el buen trabajo realizado le di una mamada que me salpicó el suéter de esperma. Me llevó en su precioso Alfa Spyder al hotel. Incluso tuvo el detallazo de venir a despedirse al día siguiente con una camiseta de seda de Armani de regalo. Bueno, pues a lo que vamos: llegué a la habitación e Hilde no estaba. Después del cigarrito y de acostarme, esta vez totalmente desnuda pues hacía un bochorno que hizo saltar todas mis timideces, lo de siempre: me dormí y desperté, casi instantáneamente, o, al menos así me pareció, al notar una lengua hurgar en mi culo. Estaba bañada en sudor, tórrida como una burra. De nuevo busqué al autor o autora, y vi a Hilde, sentada en la terraza a 5 metros de mí, desnuda, fumando un cigarro y mirándome. Desde luego ella no podía ser de ninguna manera. Me levanté y me metí en el baño e hice correr el agua tibia de la ducha por mi cuerpo mientras mi dedito aliviaba mis ardores. Ya tranquila y relajada volví al lecho. Hilde seguía allí, fumando, observándome.
– Buenas noches, dije.
– Buenas noches, contestó.
La última noche estaba previsto que la pasáramos en Montpellier, pero al llegar al hotel nos encontramos con que estaba en obras, a causa de un reventón en las tuberías de agua. Nos trasladaron hacia el interior por la nacional hacia Beziérs y en un desvío fuimos hasta una colina, a caer al hotel alternativo, un castillo restaurado, un auténtico Relais & Chateau que iban a inaugurar el próximo 1 de agosto. Estábamos encantadas. Aunque se veían por todas partes señales de obras, algunas de ellas inacabadas, aquello era una pasada. El hotel tenía discoteca, un jardín enorme y, en recuerdo de su pasado cátaro, unas salas-museo en sus sótanos. Las habitaciones, un cielo. Bajamos a cenar. Después de un abundante buffet toda la gente fuimos a examinar las dependencias. Cuando bajamos a la cripta fuimos primero a las bodegas, después al museo, pero antes de que pusieran en marcha la disco nos enseñaron el plato fuerte: los calabozos y una auténtica cámara de tortura, perfectamente ajaezada. Allí la leyenda decía que había actuado la inquisición y que cientos de herejes habían sufrido tormento. Yo estaba extasiada. Mis fantasías encontraron un adecuado marco para manifestarse. Miraba y remiraba los grilletes, los látigos, el potro, la fragua, los cepos, las jaulas… una delicia. Cuando volví a la realidad me dí cuenta que todos habían salido. Bueno, todos menos Hilde que todavía parecía mas embelesada que yo. Salimos juntas. La puerta no tenía cerrojo alguno. Sin saber porqué fuimos al jardín. Hacía una bonita noche. Nos sentamos en un banco junto a un estanque. Me ofreció un cigarro. Lo rechacé.
– Pensaba que fumabas. Fue la única palabra que había salido de su boca en todo ese rato.
– Solo antes de acostarme.
Fumó en silencio mientras yo la observaba por el rabillo del ojo. Terminó su cigarro. Lo apagó. Dio media vuelta y se fue sin decir adiós.
Según la costumbre a las tantas me metía en la habitación, muy piripi y extenuada. Hilde no estaba. Me metí directa en la cama.
Esta vez sí que fui consciente del tiempo transcurrido cuando me tocaron el hombro mientras me llamaban:
– Inés… Inés, despierta.
Abrí los ojos. Era Hilde.
– ¿Qué pasa?
– Ven conmigo.
– ¿A dónde? contesté molesta por la interrupción de mi sueño.
– Abajo. Vamos al sótano.
– ¿A qué, si puede saberse? Dije un poco enojada.
– No hagas preguntas y ven. Por favor.
Miré el reloj. Me incorporé del lecho:
– Oye. Son las cuatro y media. Dentro de tres horas nos llamarán. ¿Para que quieres que baje al sótano contigo?
– Para saber de lo que eres capaz.
La respuesta era enigmática. No era nada extraño. Hilde lo era. Eso me acabó de desvelar. Me levanté. Me puse las chancletas.
– Está bien. De acuerdo.
– Antes ponte la ropa interior que llevabas en Berna.
Intrigada fui a la bolsa. Tomé el sostén y rescaté las braguitas de la ropa sucia. Me quité la camiseta ante ella. No llevaba nada debajo. Me puse el conjunto negro, y el albornoz encima. Hilde llevaba la misma ropa que cuando se largó del jardín.
– ¿Vamos?
Salimos sin hacer ruido. Nuestra habitación daba al corredor del primer piso de una de las alas del castillo. La escalera nos condujo dos plantas mas abajo directamente al distribuidor de entrada a las mazmorras. El conserje no podía vernos ni por asomo. Hilde abrió la puerta. Recorrimos el pasillo de las celdas solo iluminado por las luces de emergencia y llegamos a la sala de los suplicios. Hilde encendió las luces. Al entrar me dio el ahogo. No lo había vuelto a experimentar desde mi tarde con Laurita. Verme allí con ella, el dulce y apetitoso objeto de mis últimos deseos me movió el cuerpo. Medio intuí lo que iba a pasar. No me había traído por hacer turismo. Faltaba una incógnita: ¿cuál de las dos? ¿y si era yo el objetivo? Mientras estos pensamientos se arremolinaban en mi mente Hilde se acercó a la pared y tocó los grilletes. Su cierre era muy fácil. Extendió sus brazos en cruz.
– Perfecto. Ven, acércate, dijo.
Cuando intenté acercarme las piernas casi no respondían. Por un momento pensé que iba a ser yo la víctima. La opresión de mi pecho aumentó. Pasaron unos minutos. Estábamos inmóviles mirándonos una a la otra. ¿Y… porqué no? Pensé. La atracción por lo desconocido me dio fuerzas. Cuando caminé hacia ella iba dispuesta, y con ganas, al sacrificio ¿o al placer? Me acordé de Laurita, de Santa Irene, de… ya no recuerdo. Me puse frente a ella.
– ¿Qué vas a hacerme?
Me miró con un gesto mitad incredulidad y mitad… ¿desprecio?
– ¿Hacerte? ¿No eres tú la que quieres hacerme algo a mí desde la segunda noche? ¿Puedes decirme a que viene ese cinismo?
– Perdona, balbuceé. Nuevamente me sentí llena de vergüenza.
– Venga. Basta de charla, dijo mientras se despojaba de la sempiterna camiseta sin mangas. Quedó en sujetador. ¿Te importa quitarte el albornoz?
Hice lo que me pidió. Ella hizo lo mismo con sus pantalones y sus bragas. Por último se desprendió del sostén. Se acercó a la pared y extendió los brazos, metiendo las muñecas en los grilletes.
– Ponles el cierre.
La tenía delante, desnuda, desafiante, como si dijera: a ver si te atreves.
– Elige el látigo y cumple tus deseos: azótame.
Quedé paralizada. No por lo que íbamos a hacer sino por ¿cómo coño había podido averiguar mis fantasías? No era consciente de haberme insinuado de ninguna manera, ni en ese aspecto ni en ningún otro.
– Venga. ¿A que esperas?
No se explicar el porqué, pero en esos momentos deseé ser yo el cuerpo desnudo que estaba engrillado, la piel destinataria del suplicio, y que fuera ella mi ama, la que disfrutara con mi tormento. Me sentí por primera vez en mi vida una sumisa, una esclava. Pero ya era tarde para discutirlo. Fui al armario y tomé una larga fusta. Me puse frente a ella, ligeramente ladeada y… le asesté un fustazo todo lo fuerte de que fui capaz. A sus pechos. No emitió sonido alguno. Solo hizo una ligera mueca de dolor. Estuve unos instantes inmóvil observando el surco rojizo del latigazo. Volví a golpear. Otra vez a sus tetas. Otra y otra. Todas al mismo sitio. Hilde sufría en silencio. Yo azotaba sus senos una y otra vez. Ya gemía al quinto latigazo. Todavía dos mas y los quejidos eran mas evidentes. Paré tras un trallazo brutal a tomar aliento. Mientras recuperaba el resuello la miré. Su cara denotaba sufrimiento, desde luego pero también una extraña expresión, un atisbo de ¿complacencia?
No sé que me ocurrió. ¿La excitación del momento? ¿El íntimo deseo de ocupar su lugar? ¿Ver materializar mis fantasías? ¿Notar el brote y el olor de nuestros fluidos vaginales? De repente me hirvió la sangre. Retomé el castigo con una furia incontenible. Descargué de forma brutal e incontrolada latigazo tras latigazo sobre el cuerpo de Hilde. Estaba poseída, ebria de deseo de martirizarla. Paré por segunda vez, agotada. Las últimas convulsiones del orgasmo agitaban su cuerpo escarnecido. Se había corrido mientras la azotaba. Ofuscada, me asaltó una violenta náusea que hizo que saliera corriendo buscando un aseo. Recordaba haber visto uno junto a la entrada. Llegué con el tiempo justo para vomitar en el inodoro. Tuve que arrodillarme porque no podía tenerme en pie, totalmente mareada. No se cuanto tiempo pasé devolviendo. Cuando por fin pude incorporarme tuve que sentarme sobre la taza, agotada por el esfuerzo, el mareo y la excitación. Sudaba como una cerdita. Cerré los ojos recostándome sobre la pared. Recobrada la compostura miré a mi alrededor. Me quedé de piedra. Estaba en el lindo cuarto de baño de mi habitación. Me miré. Llevaba mi ropa íntima negra y mi albornoz colgaba de la percha. No recordaba haberlo recogido ¿Entonces? Entré en la habitación y vi a Hilde en su cama, en su sempiterna posición semifetal que ya conocía. Me senté en el lecho sin creerme lo que me estaba pasando. Entonces lo oí. Unos sollozos casi imperceptibles. Era Hilde. Me acerqué y encendí la luz de la mesilla.
– Hilde, ¿qué te pasa?
Vi su cuerpo desnudo, amoratado y surcado por todas partes por las huellas del látigo. Gemía de dolor.
– Hilde, por favor, tenemos que buscar un médico. Dije suplicando, muerta de miedo.
– No te preocupes, estoy bien. Vete a la cama. Contestó con voz firme y autoritaria.
– Pero Hilde…
– Déjame. Te he dicho que estoy bien.
Apagué la luz y fui a mi lecho. No sabía que hacer. Me invadió un inmenso, infinito cansancio. Me dejé llevar y me tumbé toda larga. Me dormí casi instantáneamente. Me despertó un suave zarandeo.
– Es muy tarde. Despierta.
Era Hilde. Miré el reloj. Las nueve pasadas. No había oído el teléfono interior avisando la hora. Ella estaba junto a mi cama. No me dejó abrir la boca:
– Nunca, nunca dirás a nadie lo sucedido esta noche. Nunca ¿Me oyes? Prométemelo.
Asentí con mi cabeza, incapaz de articular palabra. Dio media vuelta y salió de la habitación con su maleta.
En el viaje de vuelta no nos pusimos juntas. Yo pensaba y pensaba en lo sucedido. Hubiera querido hacerle mil preguntas ¿Había sido todo un sueño? ¿Entonces, y las marcas del látigo? ¿Y porqué me había pedido que no contara lo ocurrido? De vez en cuando la miraba. Estaba allí, al fondo, con semblante feliz contemplando el paisaje, fumando como una carretera. No me atreví a molestarla. Cuando llegamos a Valencia desapareció como por arte de magia. A mí me esperaban dos de mis hermanas y el novio de una de ellas y, la verdad, tampoco estuve muy atenta. Así que me fui al pueblo sin poder despedirme. Mas tarde me enteré que se había ido a Alemania, a casa de una hermana. Hoy creo que es una alta ejecutiva en la Bayer.
Aunque pasen mil años recordaré minuto a minuto lo sucedido en esa noche del Relais ¿Sería alguna vez mi cuerpo objeto del placer de mi verdugo como había sido el de Hilde para mí? ¿Alcanzaría alguna vez de nuevo ese estado de embriaguez como cuando desollaba sus carnes con el látigo? ¿Sería yo la que llegaría a disfrutar como ella mientras laceraban las mías? No tardaría demasiado en obtener algunas respuestas a esos interrogantes, pero eso, como decía Kipling, eso ya es otra historia.
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