La niña que juega a los sentones…
¡Disfruta de este juego tanto como ella!.
El aire en el salón era denso, cargado con el aroma a crema solar y la electricidad estática que genera la complicidad. Lara, plantada desnuda en el centro de la habitación sobre la alfombra, era el epicentro de esa energía. Su cuerpo infantil, aún sin típicas las curvas de la adolescencia, parecía irradiar una autoridad que los demás, inconscientemente, acataban.
—¡Tengo un juego nuevo! —anunció, con los pies firmes y las manos en las caderas—. Se llama «Los Sentones Volcánicos».
Miguel y Leo intercambiaron una mirada cargada de fatiga. Ya conocían ese brillo de inquisidor en los ojos de Lara.
Elena, en cambio, dejó su tableta a un lado y se inclinó hacia adelante en el sofá, una sonrisa casi imperceptible en sus labios. Ella sabe que las ocurrencias de la niña siempre están geniales.
—Explícame las reglas, amor —dijo, sabiendo que su voz animaba a la niña.
Las Reglas del Juego
Lara trazó círculos en el aire con los dedos. —Mami empieza. Tienes que hacer diez sentones completos sobre el hombre que te toque. Si el volcán hace erupción… ¡ganas!
—¿Y si no? —preguntó su padre.
—Entonces me toca a mí —concluyó Lara.
Leo tragó saliva. La simple mención ya había comenzado a despertar en su entrepierna esa respuesta fisiológica que tan bien conocían.
Primera Ronda: Elena vs Miguel
Elena se levantó con fluidez y eligió a su esposo. Miguel se tendió en las alfombras con un suspiro resignado. Ella descendió con precisión quirúrgica. Lara observaba, contando en voz baja.
—¡Siete! —gritó Lara—. ¡Papá está poniendo cara de volcán! En el noveno descenso, Miguel no pudo más. Un gemido escapó de sus labios.
—¡Erupción! —anunció Lara, triunfante—. Mami gana.
Elena se levantó con elegancia y mostrando la copiosa eyaculación de su marido sobre la parte interna de su pierna derecha. Su mirada se encontró con la de su hijo, como desafiándolo.
Segunda Ronda: Lara vs Leo
Leo se preparó con concentración. —Tu mástil tiembla, Leo —observó Lara mientras se posicionaba. Los primeros cinco sentones fueron controlados. Pero en el séptimo, cuando Lara varió repentinamente la velocidad, su control se quebró.
—¡Demasiado rápido! ¡Esperá! —protestó, pero ya era tarde.
—¡Gané! —exclamó Lara, mientras Leo giraba su cabeza, ruborizado y sintiendo que sus testículos quedaban vacíos.
Tercera Ronda: La Revancha
—Ahora cambiamos —decretó Lara—. Mami con Leo, yo con papá.
Elena, al montar a su hijo, mostró una técnica depurada. Leo luchaba contra el estímulo dual del placer y el tabú. Sabía que su madre lo iba a drenar en cuando ella lo quisiera, si llegaba al segundo sentón para el adolescente sería un triunfo.
—Aguantá, Leo —lo animaba Miguel.
Pero en el quinto sentón, cuando Elena se inclinó para murmurarle algo al oído, la resistencia de Leo se desvaneció y su pene, siempre firme y poderoso, expulsó la lava blanca que tanto disfrutan las Flores. —Creo que… aprendí un truco nuevo —comentó Elena al levantarse, disfrutando de los jadeos de su hijo.
Ronda Final
Lara, enfocada como un halcón, enfrentaba a Miguel para el campeonato definitivo.
—Esta vez cuento en voz alta —anunció, montando a su padre—. ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!
Miguel aguantó como un roble. Pero cuando Lara ejecutaba los movimientos, algo llamó su atención. Al descender, el roce de su vagina infantil contra el pene de su padre le transmitió una sensación nueva, extraña. Una humedad tibia y resbaladiza que no provenía de ella, ni del sudor.
En el quinto sentón, más lento, su mirada se clavó en la base de la oruga de Miguel, en ese pene que conocía tan bien. Allí, brillaba un rastro distintivo, un líquido claro y pegajoso que transfería su humedad a sus propios muslos con cada contacto. No era el esperma de las «erupciones»; era algo diferente, más elástico y translúcido. Su mente, rápida, conectó los puntos: esa humedad solo podía haber sido depositada allí por su madre durante la primera ronda. Era su humedad. El rastro de Elena.
—¡Ocho! —gritó, pero su voz sonó menos segura.
La fascinación de la niña chocó con una revelación visceral. Mientras Miguel se esforzaba por contener su propia respuesta, Lara sentía en su propia carne la evidencia de un poder ajeno. Su madre «mojaba»; marcando el territorio, alterando la textura del juego. Lara, en cambio, estaba completamente seca. Sus movimientos, aunque efectivos, no dejaban rastro alguno.
—¡Nueve… y…! —gritó, descendiendo con una lentitud exquisitamente calculada, haciendo que el pene de su padre quedara encajado en su entrada— ¡Diez!
Miguel exhaló un suspiro profundo de alivio. Había aguantado.
Pero Lara no saltó victoriosa de inmediato. Se quedó quieta sobre él por un segundo, demasiado largo, sintiendo la humedad ajena enfriarse en su piel. Luego, se bajó con un movimiento extrañamente mecánico. Se miró los muslos internos, donde el brillo transferido era evidente. Se tocó con un dedo, frotó la sustancia entre el pulgar y el índice, observando su textura. Luego, ese mismo dedo lo pasó por su propio pubis seco, contrastando brutalmente las sensaciones.
Su mirada, cargada de una perplejidad radical, se alzó hacia su madre, quien seguía de pie, serena, dueña de un cuerpo que producía sus propios fluidos, que ‘mojaba’.
—Mami… —la voz de Lara era un hilo, desprovista de su tono triunfal—. Tu jardín… moja el de papá. —Señaló no el cuerpo de su madre, sino la humedad residual en sus propios muslos y en el pene de Miguel—. Yo no tengo ese rocío. Yo no ‘mojo’. ¿Por qué?
El silencio fue absoluto. Miguel desvió la mirada, súbitamente consciente de haber sido el vehículo de esa revelación. Leo contuvo la respiración.
Elena no se inmutó. Permaneció de pie, dueña de su cuerpo y de su función.
—Eso, cariño —dijo, su voz un hilo de misterio—, es la savia que anuncia que un jardín está en flor. Tu tierra, por ahora, solo está preparándose. —Se acercó y pasó una mano por el cabello de su hija—. Pero no te preocupes. Cuando a tu jardín le toque florecer, también producirá su propio rocío… y ‘mojará’.
Lara no respondió. Solo miró la sustancia brillante en su dedo con una nueva mezcla de asombro y de envidia. Había descubierto un nuevo y crucial parámetro: no se trataba solo de provocar erupciones, sino de poseer la humedad que las precede y las facilita. Un poder secreto del que, por ahora, ella estaba excluida.
Crónicas del Edén
Un blog sobre la belleza cruda, la piel y los pequeños terremotos domésticos.
Entrada: «De Volcanes y Jardines Secretos»
Publicado el 28 de julio, 23:47
Hoy el Edén fue un coliseo de anatomías inocentes. Nuestra pequeña directora de juegos inventó «Los Sentones Volcánicos» – un ritual que convirtió nuestros cuerpos en territorios de exploración y nuestros ritmos fisiológicos en marcadores de victoria o derrota.
El Juego de los Volcanes
Las reglas eran simples, como solo una mente infantil puede diseñarlas: diez descensos sobre el volcán elegido. Si entraba en erupción, victoria. Si no, el turno pasaba a la científica en jefe. La simplicidad del mecanismo escondía la complejidad de sus consecuencias.
Miguel fue mi primer territorio. Conozco cada recodo de su geografía, cada punto de presión que convierte la contención en catarsis. Al noveno descenso, su cuerpo arqueado fue un puente entre la voluntad y la naturaleza. La erupción llegó, predecible y cálida. Victoria técnica. Pero era solo el calentamiento.
El Dios Adolescente y su Tempestad
Luego vino el cambio de parejas que transformó todo. Me tocó el volcán joven, mi Leo. Aquí la coreografía adquirió otra textura. Subir sobre él fue como montar un relámpago – toda esa energía contenida, esa tensión entre lo que su cuerpo sabe y lo que su mente prohíbe.
Cada descenso era un estudio en contrapunto. Sentía la firmeza de su juventud, ese mástil que se erguía con una sinceridad que casi duele. Pero era en los momentos de pausa, cuando nuestro sudor se mezclaba y su respiración se hacía jadeo, donde leía la verdadera batalla. Sus músculos tensos no eran solo de placer, sino de resistencia contra un tabú que nosotros, en nuestro Edén, habíamos dicho no existía.
En el quinto descenso, me incliné hasta su oído. «Es solo el juego, mi amor», susurré. Y fue como soltar la última amarra. Su erupción fue violenta, casi airada, y al levantarme sentí el eco de su temblor en mis propias piernas. No era solo triunfo lo que sentía, sino esa punzada agridulce de ver cómo el dios adolescente cae en la gracia y desgracia de su propio cuerpo.
El Descubrimiento del Jardín
Pero la verdadera revelación llegó en la ronda final. Lara, nuestra pequeña cartógrafa, enfrentaba a Miguel. La observaba ejecutar sus movimientos con esa concentración feroz que la caracteriza, cuando vi cómo su expresión cambió.
Al descender, algo captó su atención. No eran las erupciones espectaculares que tanto celebraba, sino algo más sutil. Su carita mostró primero curiosidad, luego confusión. Se bajó de su padre y se quedó mirándose los muslos, donde un brillo extraño se marcaba sobre su piel. Se tocó con un dedo, lo frotó, observó cómo estiraba esa sustancia clara y pegajosa.
Luego vino la pregunta, formulada con esa crudeza que solo la inocencia posee: «Mami… tu jardín moja el de papá. Yo no tengo ese rocío. ¿Por qué?»
No dijo «fluido vaginal» ni «lubricación». En su mundo de metáforas naturales, había descubierto la savia, el rocío, la humedad del jardín florecido. Y al constatar su ausencia en su propio cuerpo, descubría por primera vez la diferencia fundamental entre su infancia y mi madurez.
La Epifanía de la Sequía
En su mirada no había vergüenza, sino el asombro de quien descubre un sentido del que carece. Como si de repente se diera cuenta de que todos podíamos oír una música que a ella le era inaudible. Esa humedad que yo dejo en mi estela, ese rastro de fertilidad que transferí a Miguel y que ella encontró en su propio cuerpo, se convirtió en el verdadero premio del juego.
Mientras le explicaba que su jardín todavía dormía, que su primavera llegaría, veía en sus ojos que había comprendido algo esencial: se puede provocar erupciones, pero la verdadera magia está en poseer la humedad que las hace posibles. Se puede ser la científica que observa volcanes, pero anhelar ser el jardín que produce su propio rocío.
El Edén hoy respiró con el ritmo de los cuerpos que se descubren unos a otros. Y en el centro de todo, nuestra pequeña diosa se dio cuenta de que, por ahora, su templo carece del manantial que convierte el ritual en sagrado.
Etiquetas: #VolcanesYJardines #RitoDePasaje #CuerpoFemenino #InocenciaYDescubrimiento #ElEdén #GeografíasÍntimas



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