La pediatra: parte 2
Continuación de la historia de una mamá pediatra que no solo se da placer practicando BDSM con su pequeño hijo, sino que también ayuda a otros papás, en su consultorio y en su faceta de médica, a complacerse y disfrutar de estos sucios juegos con sus hijos..
Muchas gracias por el recibimiento del primer capítulo de esta historia. Tardé un poco en publicar la segunda parte ya que la traducción fue más difícil en esta ocasión y porque me tomé la libertad de alterar y añadir detalles exquisitos al final para volverlo mejor (al menos en mi opinión, espero que también les guste).
Antes de recibir a su primer paciente, Alicia paseó rápidamente la mirada por la sala de espera. Estaba repleta, como de costumbre. Había comenzado su pequeño negocio hace tres años paralelamente a su práctica pediátrica cuando vio cuántos niños fueron trasladados de urgencia a la sala de emergencias con las horribles consecuencias del BDSM fallido. ¿Cuántos rectos y vaginas perforadas tuvo que contemplar, sin siquiera mencionar los catastróficos intentos de juegos con la uretra o la vejiga? ¡Algunas prácticas de BDSM simplemente no pertenecían a manos de apóstatas! Pero, ¿Cuáles eran las alternativas?
Así fue como le llegó la idea de ofrecer su servicio: profesional, seguro, limpio (¡limpio era importante! ¡Muchos incompetentes en el mundillo del BDSM no se molestaban en observar los principios más básicos de la higiene) de entrenamiento y tormento! En cuestión de meses, su lista de espera había crecido tanto, que cerró su consultorio de pediatría y se dedicó a este trabajo a tiempo completo.
Su mirada se deslizó sobre los pacientes que esperan. La mayoría eran caras conocidas: estaban Juan y Jessica junto a su hija Carla. Alicia los conocía bien: esta pareja tenía un “fetiche de agotamiento”. Lo que más disfrutaban era atar y estimular a sus pequeña de 10 años durante horas con varios juguetes, provocándole incesantes orgasmos, hasta que alcanzaba el límite de su fuerza y se hallaba al borde del desmayo; solo llegados a este punto de estimulación y agotamiento, Juan comenzaría a follarla.
Justo al lado de ellos estaban sentadas las gemelas Renata y Vania, un par de dulces niñas pelirrojas de 9 años. Su madre, una soltera cachonda llamada Olivia, era una dama adorable que hacía un pastel de manzana buenísimo. El fetiche de Olivia le fascinaba especialmente a Alicia: esa mujer tenía un fetiche de estiramiento anal y a menudo hacía a sus niñas competir. Quien pudiera acomodarse primero hasta el fondo de su recto un nuevo juguete anal, no no sería castigada.
Alice dejó su mirada deambular por sus pacientes una vez más, buscando caras nuevas, desconocidas, que le trajeran algo de novedad a su ya de por sí estimulante y envidiable trabajo. De repente, lo vio: un niño nuevo, probablemente de 7 años, sentado en la esquina más alejada de la habitación, tembloroso, confundido y tirando de la ropa de su madre que lo ignoraba visiblemente, mientras recorría el catálogo de los tormentos, entrenamientos y fetiches que su clínica ofrecía.
Finalmente, se acercó con Amy, su secretaria, y miró la mesa en el portapapeles a su lado. Su primera cita del día era Carolina. ¡Oh, esto prometía ser divertido! Carolina era uno de sus pacientes más mayores, de 12 años, pero la conocía desde que era una niña. Llamó a madre e hija y volvió a su sala de examen echando su cabello sobre su espalda y esparciendo por la sala el olor de su perfume.
A pesar de su corta edad, Carolina ya se mostraba como una niña alta y esbelta, que recién ingresaba a la pubertad. Llevaba un vestido oscuro simple que parecía bastante modesto al lado del atuendo de moda de su madre. Las dos mujeres intercambiaron besos de mejilla.
-Christina, ¡es genial verte! ¡Estás estupenda! ¿Dónde está Melisa?
Christina sonrió. Ella y su compañera lesbiana Melisa habían adoptado y entrenado a Caroline y a sus dos hermanas bebés.
-Melisa tuvo que quedarse cuidando a las otras dos pequeñas. Les aplica las técnicas de dilatación anal y vaginal que nos explicaste.
Alicia se echó a reír mientras llevaba de la mano a Carolina a la silla de ginecólogo. La niña de 12 se quedó ahí parada, viéndose los pies, sin emitir sonido. Christina exclamó:
– ¡Carolina! ¿Qué estas esperando? ¡Espabila y súbete a la silla! ¡Dios mío, esta no es la primera vez para el médico!
De hecho, no lo era. Carolina era uno de sus pacientes habituales y lo había sido desde que tenía 8 años. Alicia había participado en muchos de sus hitos. Le había dado su primer fisting anal, su primer estiramiento de uretra, su primera tortura de clítoris. Ella había estado presente cuando Carolina perdió su virginidad (de hecho, la niña la había perdido ante la mirada de su hijo Tomás, quien en ese momento estaba siendo simultáneamente fustigado por su madre, mientras Christina y Melisa grabaron todo; era uno de sus videos favoritos para mostrar invitados y nuevos clientes); había escuchado a la niña gemir a regañadientes en su primer orgasmo, extáticamente en su tercero, agotada y desesperada en su noveno, llorar y suplicar… y hoy la acompañaría en su hito final.
En la parte posterior de su catálogo de servicios disponibles, Alicia tenía una pequeña sección de tratamientos avanzados que solo ofrecía a pacientes experimentados. Los tutores que venían a su consultorio, al hojear el catálogo, generalmente saltaban directamente a ese segmento final y exigían esto para sus pequeños ángeles. Alicia luego les explicaba pacientemente que había un orden natural de prácticas para cada nivel de experiencia, les ofrecía alternativas agradables y divertidas y las invitaba a las clases de seguridad BDSM infantiles para ayudarlos a conocer y comprender los límites de sus hijos. Después de que los niños pudieran soportar sesiones de agotamiento, de entrenamiento y distención anal sin lubricación, un par de agujas para sus pezones o clítoris, enemas tamaño adulto y otros hitos importantes, entonces volvía a preguntarle a los tutores si aún querían proceder al siguiente nivel. Para Carolina, ese día había llegado hoy.
Alicia le dedicó a Christina una mirada firme e interrogativa.
– ¿Todavía quieres hacer esto?
Christina devolvió la mirada.
– ¡Absolutamente! Melisa y yo hemos hablado esto durante toda la semana.
Alicia asintió y se volvió hacia Carolina. Por ahora, la niña estaba completamente desnuda y sentada con piernas extendidas en la silla de ginecología. Se podía apreciar un par de plugs, impresionantemente enorme, introducidos en cada uno de sus dos pequeños orificios. También podía ver algunas marcas rojas frescas a través de sus medias, que apenas comenzaban a volverse púrpura. Que inusual. En su mayor parte, Caroline era una chica muy bien entrenada. Pero la perspectiva de lo que estaba por venir podría haber encendido una chispa de rebeldía desesperada en ella.
Alicia pasó sus dedos a lo largo de uno de los moretones y, súbitamente, le dio un agudo pellizco. Caroline se estremeció, pero no dijo una palabra.
-Tenemos que atarte para esto, Carolina. No podemos dejar que te inquietes durante el procedimiento. Eres una buena chica, lo sé, no quiero cuestionar eso, pero en realidad podrías hacerte mucho daño si repentinamente empezaras a retorcerte durante el examen. Creo que ya eres capaz de abrocharte las correas de las piernas, por ti misma, ¿verdad?
La silla del ginecólogo llevaba correas firmes sobre los estribos de las piernas y en los reposabrazos. Alicia a menudo dejaba que sus pacientes se apretaran las correas de las piernas por sí mismos. Le gustaba la idea de que se vieran obligados a participar de su propia sumisión. Las correas estaban colocadas en los muslos justo sobre la rodilla. De esta manera, ambas piernas se mantenían firmemente en su lugar y el acceso a los genitales no podía ser restringido por los niños, pero, a la vez, las rodillas y la parte inferior de las piernas permanecía libre para que ellos pudieran patalear y retorcerse, impotentes. A Alicia también le gustaba eso.
– ¿Y bien? – la apremió su madre, que se veía cada vez más ansiosa por comenzar, a juzgar por la manera en que se mordía los labios y frotaba su mano por debajo de su minifalda negra.
Carolina no obedeció. En cambio, ella echó una mirada a su madre.
– ¡Por favor, no quiero esto! ¡Por favor, haré cualquier otra cosa! ¡Por favor!
Christina no se dejó conmover.
– ¡Sal de la silla! – dijo la mujer, con calma.
Caroline obedeció.
– ¡Abre tus piernas! – Ordenó secamente la mujer, mientras desabrochaba el ancho cinturón de cuero que le rodeaba la cintura.
Su niña se paró frente a ella con las piernas abiertas. Sin mediar palabra, ella fustigó el ya magullado muslo de su hija con el duro cuero del cinturón. Carolina lanzó un grito que probablemente fue audible hasta la sala de espera. ¡Golpe! ¡De nuevo! Por un total de cinco veces, ella hizo que la correa golpeara la suave carne enrojecida. Luego, como si nada hubiera pasado, ella se abrochó el cinturón nuevamente y simplemente dijo:
– ¡Vuelve a la silla!
Sin hacer otro alboroto, la pequeña volvió a la silla y, como una buena niña, sujetó sus propias piernas a las correas de los estribos.
Alicia procedió a apretar las correas de las muñecas y, luego, se acercó a su escritorio para abrir un cajón no abría con demasiada frecuencia. En él, en filas ordenadas, selladas en cubiertas de plástico estériles, yacían algunos dispositivos pequeños de aspecto inocente, cada uno del tamaño de un dedo meñique, delgado y ligeramente en forma de pera con contornos elegantemente redondeados. Bien podrían haber sido pequeños bolígrafos con linternas o cualquier otra objeto alargado e inocuo. Tras examinar varios, eligió uno y revisó el empaque y fecha. Alicia asintió, cerró el cajón y llevó sus instrumentos al pequeño carrito metalizado al lado de la silla de ginecología. Se lavó y desinfectó completamente sus manos, luego se puso guantes estériles. Echó una mirada de reojo a Christina, buscando una última señal de consentimiento por parte de la madre, quien solo meneó la cabeza de arriba abajo, sonriendo, mientras se retiraba las pantaletas y comenzaba a frotar su húmedo pubis frenéticamente con la mano derecha, mientras que con la izquierda grababa con su celular (seguramente para mostrárselo con orgullo a Melisa cuando llegara a casa).
Hecho esto, Alicia se arrodilló entre los muslos temblorosos de su paciente. Quitó ambos plugs, luego sacó un especulo frío (siempre mantenía algunos espéculos en el refrigerador para los procedimientos ginecológicos) y lo empujó hasta el fondo de la infantil apertura de Carolina. La chica se acalambró y removió en la silla, pero eso no era nada que el pulso firme de Alicia no pudiera manejar.
El instrumento entró en la estrecha cavidad sin problemas. Después de todo, esta vagina estaba acostumbrada a cosas más grandes desde el comienzo de la pubertad. Dos, tres de giros enérgicos de la manivela del espéculo y el canal vaginal se extendió y expuso el rosado y liso cuello uterino con el pequeño hoyuelo central que era la entrada a su útero. Alice agarró el dispositivo alargado como pluma del tamaño de un meñique. Presionó un pequeño botón en el eje y con un clic suave, el pequeño dispositivo desplegó un par de alas delgadas, cambiando su forma a una T. Satisfecha, Alicia deja que las alas retrocedan.
– Aquí vamos-, murmuró para sí la doctora y procedió a insertar el objeto alargado en forma de T en la apertura del especulo.
-Oh sí. ¿Lubricante?, preguntó Alicia automáticamente, sin girarse.
– ¡Dios, de ninguna manera! – rió Christina, fingiendo escandalizarse. Estaba parada directamente detrás de ella y miraba sobre su hombro para obtener una buena oportunidad con su cámara. Su mano derecha estaba ya empapada de los jugos vaginales que escurrían de su vagina.
– Como guste-, dijo Alicia devolviéndole la sonrisa y empujó la T hacia adelante hasta que tocó la entrada al útero de Carolina. La niña pronunció un gemido bajo y atormentado, pero la larga varilla de plástico se deslizó en su cavidad uterina tan imparable como un tren a toda velocidad. Alicia dejó escapar el aliento que había sostenido sin darse cuenta. El pequeño dispositivo había desaparecido en el interior del útero de la niña, ahora firmemente alojado en el interior de su cuerpo, mantenido en su lugar por las dos pequeñas alas de la T. Alicia retiró el espéculo sin cerrarlo, causando un último estremecimiento dolorido por parte de Carolina.
-Bueno, eso es todo. ¿Has leído el manual que te di la última vez?
-Sí. ¡Por supuesto! No me he cansado de leerlo- La voz de Christina estaba ansiosa, casi hambrienta. Este fue el momento que llevaba esperando desde el comienzo de la consulta, por el que llevaba aguantando el chorro caliente y exquisito de orgasmo femenino que pugnaba por salir de entre sus piernas desde que comenzó a tocarse.
Alicia recogió un pequeño control remoto blanco que también estaba en el paquete del pequeño artilugio. Ella colocó una mano sobre el vientre de la joven e iba a presionar el botón, pero Christina la detuvo:
– ¿Puedo hacerlo yo? ¡Por favor! Necesito terminar ya-, gimió la mujer, que frotaba furiosamente su entrepierna.
Alicia le entregó el control remoto a la ansiosa mujer y le dijo que colocara la mano sobre el vientre de la niña, mientras explicaba secamente:
-La corriente eléctrica producirá espasmos en la musculatura uterina, causando un dolor similar al de dar a luz. La batería es suficiente para 1,000 choques individuales, por lo que debería durar aproximadamente un año.
Christina miró el asustado rostro de su hija con ojos brillantes.
– ¿Oíste eso, cariño? ¡Oh, creo que este será definitivamente mi nuevo juguete favorito! ¡A partir de ahora vas a sentir esto con cada orgasmo!
Dicho lo cual y a una señal de Alicia, la madre presionó un botón. Sucedió de inmediato. La espalda de Carolina se arqueó, sus extremidades se estrecharon mientras luchaba con sus grilletes. La niña dejó escapar un grito incontrolado, grueso y casi bestial, todo esto, al mismo tiempo que su madre dejaba escapar un gemido de incontenible placer y desparramaba por lo menos media taza de flujo vaginal sobre el limpio piso del consultorio, a la vez que se estremecía espasmódicamente, al ritmo de un orgasmo largamente contenido.
La doctora le dijo que dejara de presionar el botón y, en cuanto Christina la hizo, la niña se derrumbó en la silla, aun dejando salir cortos grititos entre sus jadeos. Alicia vio el desastre que Carolina había hecho en el piso de su consultorio, un charco transparente pero visible de jugos vaginales, y le dedicó una mirada de desaprobación.
-Lo siento, doctora. No pude contenerme más tiempo…- jadeó la mujer, con una mirada angustiada.
-Si sabía que se iba a venir, debió habérmelo dicho, para capturar todo el líquido en uno de estos- dijo Alicia, mientras tomaba uno de los pequeños recipientes de vidrio que siempre tenía a la mano, a la altura de su escritorio. – No debe desperdiciarse ni un mililitro de squirt y, además, me tomará tiempo limpiar antes de dejar entrar a mi otro paciente.
-No se preocupe. No se desperdiciará- dijo Christina, mientras desabrochaba las correas que sujetaban las piernas y brazos de Carolina y la ayudaba a ponerse en pie. Todavía estaba tambaleándose mucho y necesitó ayuda de las dos mujeres para incorporarse.
-Ya sabes que debes hacer, cariño; recuerda que es importante hidratarse después de cada sesión, en especial esta, que fue muy dura- le dijo su madre a la vez que le acariciaba una mejilla.
Débil como estaba, Carolina no tenía fuerzas de resistirse, por lo que simplemente se dejó caer al suelo y comenzó a lamer y sorber ruidosamente, conteniendo las arcadas (no quería otro castigo de su madre por rechazar sus jugos) el aún tibio charco regado desde la vagina de la mujer. Cuando la niña terminó de sorber, se limpió los labios con el antebrazo y se puso el vestido negro con la ayuda de Alicia y Christina. Finalmente, ambas mujeres intercambiaron besos de mejillas antes de que ambas, mamá e hija, ama y esclava, abandonaran su sala de examen.
¡Uf!, soltó Alicia, mientras enderezaba su bata de laboratorio y una vez más revisaba su apariencia en el espejo. Un paciente más antes de que ella tuviera un descanso y algo de tiempo para controlar a Tomás y ver si obtuvo su recompensa.
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