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Incestos en Familia, Sexo con Madur@s, Voyeur / Exhibicionismo

Las lecciones de mi pequeña (Parte 2)

Nuestras vidas cambiaron desde ese momento con Laurita, ahora ya no sentía culpa por las fechorías que hacíamos juntos, y nuevos personajes se suman a esta emocionante aventura..
Antes de empezar, pido disculpas a mis fieles lectores por el tiempo que tardé en subir esta historia, tuve algunos problemas y desafortunadamente perdí decenas de borradores que tenía con ricas historias, por lo que esta tal vez esta no esté a la altura de la primera parte, pero no duden en comentarme que tal les parece, no siendo más, los dejo con el relato.

Desde aquel atardecer en que me corrí dentro del culito virgen de Laura, nuestra relación había evolucionado a algo más profundo, más pecaminoso y adictivo. Ya no era solo el padre protector; era su amante secreto, su maestro en placeres prohibidos que la sociedad condenaría sin piedad. Laura, mi pequeña de 9 años con esa inocencia que aún se mezclaba con una curiosidad voraz, ahora me miraba con un brillo en sus ojos verdes que decía todo sin palabras. Se había vuelto más hermosa, como si el secreto que compartíamos le diera un resplandor especial, un aura de mujer en miniatura que me hacía perder la cabeza. Su sonrisa rebosaba de alegría cada mañana, cuando la llevaba a la escuela en el auto, y se convertía en nuestra rutina de pecado y placer. Mientras conducía por esos caminos secundarios, con el sol filtrándose entre los árboles, ella se inclinaba hacia mi regazo sin que yo tuviera que pedírselo. «Papi, ¿puedo?», preguntaba con esa voz tímida, mordiéndose el labio, y yo solo asentía, desabrochando mis pantalones para liberar mi polla ya semierecta por la anticipación.

– Buenos días, papi. Quiero hacerte feliz antes de la escuela –, decía ella, arrodillándose en el asiento del copiloto mientras chupaba mi verga con esa boca pequeña y cálida, succionando con una torpeza que se había vuelto experta en tan poco tiempo. Sentía su lengua girando alrededor de la cabeza, lamiendo el presemen como si fuera el dulce más delicioso, y sus manitas diminutas apretando la base mientras el auto avanzaba lento para no llamar la atención. Tenía miedo de que María nos descubriera –¿Qué pasaría si un día se enteraba de que su hija me vaciaba las bolas todas las mañanas? –, pero esa adrenalina lo volvía todo más excitante, como un juego peligroso que nos unía en la transgresión. Ella gemía bajito alrededor de mi carne, vibrando contra mí, y yo agarraba su melena castaña para guiarla, empujando un poco más profundo hasta que sentía el fondo de su garganta. «Joder, hija, qué bien lo haces», decía, imaginando cómo su coñito se mojaba solo de darme placer. Terminaba corriéndome en su boca, chorros espesos que ella tragaba con avidez, lamiéndose los labios después como una gatita satisfecha. – Sabe rico, papi. ¿Te gustó? –, preguntaba, acomodándose de nuevo en su asiento con las mejillas sonrosadas. – Claro mi amor, me encanta tu boquita y tu lengüita rosadita –, ella solo sonreía pícaramente.

La rutina era sencilla y perfecta en su depravación: la dejaba en la escuela a las 8 am, volvía a casa con las bolas vacías y una sonrisa de culpa, recogía a María para llevarla al hospital a las 9 am –ella siempre ajena, besándome en la boca sin sospechar nada–, y luego regresaba a casa para «trabajar» en mi consultoría informática. Pero en realidad, pasaba las horas pensando en el culito de Laurita, en cómo se tragaba mi verga centímetro a centímetro mientras me apretaba, en su aroma frutal mezclado con el sudor de nuestras «lecciones». Como me quedaba solo en casa, empecé a tener un cierto gusto por estar desnudo, paseando por las habitaciones sin prenda alguna durante todo el día. Total, como ya les había contado antes, vivíamos en una casa dentro de un condominio campestre un poco a las afueras de la ciudad, rodeados de campos verdes y con vecinos distantes, lo que me daba cierta libertad para estar a mis anchas. Me sentía seguro y confiado, con el sol que entraba por la ventana calentando mi piel mientras me sentaba en el estudio, respondiendo emails con una mano y tocándome con la otra, recordando los gemidos de mi hijita.

Me encantaba especialmente ir a la habitación de Laurita, rodeado de sus peluches y posters de dibujos animados, para perderme en mis vicios. Había comprado unas pequeñas tangas para ella –de encaje rosa y blanco, tan diminutas que apenas cubrían su coñito sin pelos–, y las usaba para masturbarme después de que ella las usaba. Olían a ella, a jabón de frutas y a esa esencia inocente que me volvía loco. Me tumbaba en su cama, pasaba las tangas por mi cara inhalando profundo, y me la jalaba con furia, imaginando cómo la follaba de nuevo. «Dios, hija, tu olor me pone como un animal», pensaba, bombeando mi polla venosa hasta que el presemen goteaba. Uno de esos días, como cualquier otro, estaba en pleno éxtasis: de rodillas en el suelo de su habitación, con una tanga envuelta alrededor de mi verga, masturbándome con fuerza mientras gemía su nombre. Sentí una presencia algo diferente, como de esas veces que sientes una mirada sobre ti, un cosquilleo en la nuca que te dice que no estás solo. Me detuve un segundo, jadeante, y busqué por todos lados: miré bajo la cama, detrás de las cortinas, incluso abrí el armario pensando que quizás Laurita había dejado un juguete que se movía solo. Nada. «Debo estar paranoico», me dije, volviendo a mi tarea con más vigor, sintiendo el clímax acercarse.

Para mi sorpresa, al levantar la vista hacia el ventanal de la habitación de Laurita –que quedaba en el segundo piso y daba directamente a la vía principal del condominio–, me percaté de que se veía todo hacia afuera, y allí estaba: unos pequeños ojos curiosos de una princesa rubia y de piel blanca, mirándome desde la casa vecina. Se quedó atónita, con la boca entreabierta, observando con una mezcla de recelo, curiosidad y sorpresa a la vez. Era una niña diminuta, con el pelo en coletas y un pantaloncito floreado que se pegaba a su cuerpo por el calor. Verla allí, espiándome en mi momento más vulnerable, me excitó aún más: mi polla palpitó con fuerza, endureciéndose como nunca, y empecé a jalármela con más ímpetu, mirándola directamente a los ojos como si la desafiara. «Mírame, pequeña, mira cómo me corro pensando en culitos como el tuyo», pensaba, el morbo invadiéndome como una ola. Levanté la mirada y me percaté de que había un camión de mudanzas frente a la casa de los vecinos; de inmediato asocié lo que pasaba: nuevos inquilinos, y esta chiquilla era parte de ellos. Estaba a punto de terminar, el semen subiendo por mi verga, cuando de repente salió una mujer –alta, rubia, con curvas pronunciadas– a despabilar a la pequeña que se había quedado viendo hipnotizada. La tomó de la mano y la metió adentro, rompiendo el hechizo. Del susto, me cubrí con las manos, y se me desinfló toda; intenté volverlo a hacer, frotándome desesperado, pero el momento se había ido. Miré el reloj: ya era hora de ir por Laurita. Maldije por lo bajo, me vestí rápido y salí al auto, con las bolas pesadas y la frustración bullendo en mi interior.

De camino a la escuela, recogí a Laura como siempre. Ella subió al auto con su uniforme plisado, la falda subiéndose un poco al sentarse, y notó mi tensión de inmediato. – Papi, ¿estás bien? Pareces enfadado –, dijo, cruzando las piernas y mordiéndose el labio con esa timidez que me desarmaba. No respondí, solo aceleré hacia nuestro tramo desierto, el mismo donde habíamos empezado todo. Aparqué bajo los árboles, el sol filtrándose en motas doradas, y la miré con hambre. «Ven aquí, hija. Papá necesita tu amor», le dije, desabrochando mis pantalones y liberando mi polla aún dura por la excitación reprimida. La invité a mi regazo, pero esta vez no fue suave: la senté de espaldas, levantando su falda y bajando sus pantys con urgencia. Su culito suave y redondo se presionó contra mí, y sin preámbulos, escupí en mi mano para lubricarla, posicionando la cabeza de mi verga contra su ano ya entrenado. – Papá, ¿Qué pasa? Estás diferente hoy –, jadeó ella, aferrándose al volante mientras empujaba despacio, sintiendo la resistencia inicial ceder. Estaba más brusco, emocionado por la frustración acumulada, embistiendo con fuerza desde el principio, mi polla gruesa estirándola como nunca. El auto se mecía con cada empujón, slap-slap contra sus nalgas, y ella gemía alto, una mezcla de dolor y placer. – ¡Ah! Papi, me duele un poco, pero… no pares –, suplicó, moviéndose contra mí, su coñito mojándose y goteando sobre mis bolas.

Extendí la escena lo que pude, variando el ritmo: lento y profundo para sentir cada centímetro de su interior caliente y apretado, luego rápido y salvaje, agarrando sus caderas diminutas para clavarla más hondo. «Joder, hija, tu culo es mi alivio perfecto», gemía en su oído, recordando a la pequeña rubia espiándome, imaginando cómo sería follar un culito aún más virgen. El morbo me impulsaba, y no respondí a sus preguntas hasta que sentí el clímax llegar: aceleré las embestidas, gruñendo como un animal, y me corrí dentro de ella con chorros potentes, dejando toda mi leche caliente inundando su interior. Colapsé contra el asiento, jadeante, mientras ella se giraba con una sonrisa temblorosa. – Papi, fue intenso… pero también estuvo rico, mira cómo me dejaste el culito rojo y abierto. ¿Qué te pasó? –, preguntó, lamiéndose los labios. Guardé silenció y solo la besé en la boca, ayudándola a vestirse, y seguimos a casa, con mi semen goteando de su culito.

Cuando llegamos, Laura se percató de inmediato de que teníamos vecinos nuevos: el camión de mudanzas aún estaba allí, descargando cajas. – ¡Papi, vecinos! ¿Podemos ir a saludar? –, exclamó emocionada, saltando en el asiento. Le dije que se bañara de prisa para poder irlos a saludar, y ni corta ni perezosa, se duchó más rápido que un rayo, saliendo con su peluche de jirafa abrazado al pecho. Yo preparé unos bocadillos –sándwiches de queso y jamón, con unos pastelitos de manzana que tenía en el refrigerador– y una jarra de limonada fresca, cargándolo todo en una bandeja. Salimos juntos, cruzando el jardín, y nos encontramos con quien al parecer era el padre: un hombre de unos 40 años, alto y fornido, con una barba espesa y pelo en el pecho que le salía por afuera de la camisa desabotonada. Sentí un poco de envidia por esa barba tupida –la mía era más rala, nada comparado con ese aire de macho ibérico–, pero sonreí amablemente.

– ¡Hola, vecino! Soy Javier, y esta es mi hija Laura. Bienvenidos al condominio. Trajimos algo para darles un recibimiento cálido –, dije, extendiendo la bandeja. Marcos, como se presentó, sonrió ampliamente, tomando los bocadillos con gratitud. – Gracias, Javier. Soy Marcos, y wow, qué detalle. Tenemos una niña como ella, pero de 6 años. Elina, ven aquí –, llamó, y procedió a invitar a toda su familia para que vinieran a conocernos. Laura estaba muy emocionada, saltando de un pie a otro. Primero salió Anika, la madre: una mujer de unos 28 años, al parecer de origen escandinavo –sí, el muy bastardo de Marcos había internacionalizado su verga con una belleza nórdica–. Su piel muy blanca, ojos grises penetrantes y un rubio natural de esos que solo se ven en series de vikingos. Desbordaba unos exuberantes pechos que se salían de mi comprensión, apretados en una blusa ajustada, encajando perfectamente con su cuerpo de curvas pronunciadas y un poco rellenitas, como una diosa fértil que me hizo salivar en secreto.

Y al final, la más importante, la pequeña Elina, quien me había descubierto en mis placeres personales. De cerca, me percaté que tenía unos ojos azul intenso y una sonrisa hermosa que hacía juego con su nariz respingada, su cuerpecito delicado de aproximadamente 1,10 m pero con un culito durito que se marcaba bajo su vestido. Pareció no recordarme –o eso creí, aunque su mirada fugaz me dijo lo contrario–, pero no le había dicho nada a sus padres, lo cual me alivió. – ¡Hola a todos! Soy Javier, y esta es Laurita. Bienvenidos. Elina, eres muy alta para tu edad, casi como Laura y eso que tiene 9 años –, dije, sonriendo mientras extendía la mano. Anika rió suavemente. – Gracias, Javier. Soy Anika, y sí, Elina crece como una mala hierba. Encantada de conocerlos –, respondió, besando mis mejillas con un aroma floral que me excitó sutilmente. Marcos añadió: – Un placer, vecino. Veo que mudarnos aquí fue una gran idea. Elina, saluda a Laura –, y la pequeña se acercó tímida. – Hola… ¿Quieres jugar? –, preguntó Elina a Laura, quien asintió efusivamente. Las niñas se fueron juntas a explorar el cuarto de la pequeña Eli, riendo y correteando, dejando a los adultos charlando en el porche.

Les conté cosas de mi trabajo –la consultoría informática desde casa– y el de María como enfermera, para entrar en confianza. Ellos me contaron de los suyos: Marcos era ingeniero en una empresa que lo mandaba a viajar mucho, y Anika se quedaba en casa trabajando freelance en animación y haciendo labores del hogar. No me importaban mucho los detalles, pero lo que sí llamó mi atención fue que Marcos trabajaba por fuera, dejando a Anika sola con la niña –oportunidades, pensé con morbo–. Dije que los invitaba para que pudieran venir a cenar el fin de semana en familia, a lo que aceptaron sin problema, sonriendo entusiasmados. De pronto, escuchamos venir a las pequeñas: venían con la ropa toda mojada, goteando agua por el suelo. Estas dos traviesas se habían metido a la piscina con todo y ropa puesta, salpicando y riendo. Estábamos los tres adultos sorprendidos, pero yo más al ver cómo se le marcaba ese pequeño pantalón de licra a la pequeña Eli, delineando su culito durito y sus labios ya que al parecer su madre no le había dejado ropa interior. Laurita también tenía marcados sus pezoncitos duros sobre su blusa de tiras, y el short de jeans se veía más provocativo ahora, pegado a sus curvas apenas incipientes –cosa que no pasó desapercibida para Marcos, quien disimuló una mirada lujuriosa que me hizo sentir un pinchazo de celos y excitación.

Al sentir que se me estaba endureciendo la verga, de inmediato saqué la excusa: – Bueno, debo ir a quitarle la ropa mojada a Laurita para que no se resfríe. Nos vemos pronto –, dije, tomando a mi hija de la mano y despidiéndonos rápidamente. Al llegar a casa, la llevé a su habitación, cerrando la puerta con llave. – ¿Qué pasó, hija? Cuéntame –, pregunté, quitándole la blusa empapada y revelando sus pechitos pequeños y duros, con pezones rosados erguidos por el frío. – Estábamos jugando, papi, y Eli dijo que la piscina se veía divertida. Ella me propuso meternos así, con ropa y todo. Fue idea suya, lo juro –, explicó Laura, temblando un poco mientras le bajaba el short, dejando su coñito expuesto y brillante por el agua. Yo estaba más duro que una roca y no puse atención a su excusa, mi polla presionando contra los pantalones al verla así, vulnerable y mojada, recordando la escena con Elina. Laurita se dio cuenta, sus ojos bajando a mi entrepierna con una sonrisa pícara. Sin pedírselo, se arrodilló frente a mí, desabrochando mi cinturón y sacando mi verga palpitante.

– Me regañas y todo, pero bien que te emocionaste por vernos a las dos mojadas, seguro que algo te pasó con Eli y te desquitaste conmigo –, dijo ella, lamiendo la cabeza con su lengua pequeña, succionando el presemen mientras sus manitas me masturbaban lento. No pude decir nada, me tenía atrapado, solo gemí, agarrando su cabeza para empujar más profundo, follándole la boca con ritmos suaves al principio, sintiendo su garganta apretada y cálida. – Joder, hija, eres una putita perfecta –, pensaba, ¿o tal vez lo dije en voz alta?, el morbo de la situación –las niñas mojadas, el secreto con los vecinos– haciendo que mi polla palpitara. Aceleré, embistiendo su boquita como si fuera su culito, y ella gemía alrededor de mí, sus ojos lagrimeando, pero llenos de placer glup-glup-glup sonaba mi verga en su garganta. Me corrí con fuerza, chorros espesos inundando su boca y su carita, había quedado bañada en mi leche, se limpió y se lo tragó todo, lamiéndose los labios después. – Cámbiate, hija, que tu madre ya está por llegar –, le dije, besándola en la boca mientras la ayudaba a vestirse, el corazón me latía a mil por la emoción de lo que podría llegar a pasar más adelante.

Pero esto no terminaba aquí; los nuevos vecinos abrían puertas a más tentaciones, más secretos prohibidos. Continuará…


Si te gustó mi relato, déjame un comentario para hacer la siguiente parte, estoy pensando en escribir más sobre las aventuras de la pequeña Laurita, pero hazme saber si quieres más de esta pequeña.

27 Lecturas/20 noviembre, 2025/0 Comentarios/por BigBoy25
Etiquetas: culo, follar, hija, madre, padre, semen, vecina, vecino
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