Los 7 pecados capitales: 2. Gula
Gula: Exceso en la comida o bebida, y apetito desordenado de comer y beber.
“A beber y a tragar
que el mundo se va a acabar”
Refrán popular
1.
Apadriné a Gregorio, no porque tenga alguna relación en particular con la iglesia, sino simplemente porque mi compadre Eugenio (compadre de amistad) me lo había pedido. Supongo que su mujer se lo exigió, quiero decir, le debe haber exigido bautizar al hijo, porque tampoco mi amigo tenía una especial conexión con eso que llaman dios. Lo típico, seguir una tradición porque todos lo hacen, nada más.
Esa tarde me preocupé de vestir bien, de cumplir mi rol y eso. La verdad, nunca imaginé que “mi rol” iba más allá que asistir de traje a la iglesia y ayudar en el bautizo. Parece que había más.
Según el cura, yo debía procurar que el niño llevara una vida congruente con su condición de cristiano.
“¡Ni siquiera soy cristiano!” —pensaba yo—. Si alguna vez fui bautizado, fue porque la tradición así lo exigía, pero vamos, yo no soy ejemplo ni de cristiano ni de nada.
En fin, así se dieron las cosas y después de la ceremonia y la fiesta, me olvidé del crío.
Pero la mamá, no. Ella siempre trató de involucrarme en la vida del chico, cosa que era algo fatigosa porque a mí no me gustan los niños, sin embargo, pensé en recordar entregarle un regalo cada cumpleaños. No sabía qué más debía hacer.
Cuando me juntaba con mi amigo, un “¿Y cómo está el ahijado?” me parecía suficiente.
Cuando el crío aprendió a caminar revolucionó la casa.
—Ya está caminando —me dijo un día su padre con evidente orgullo—. Deberías verlo.
En ese “deberías verlo” advertí un velado reproche que intenté subsanar volviendo con mi amigo a su casa luego de salir a correr juntos. El niño ya estaría por cumplir el año.
Sí, era un niño muy mono. Peladito y de ojos expresivos. El papá lo ponía en el suelo y él daba unos pasos. A mí me recordaba esos monitos a cuerda que se ponen en una superficie y caminan o corren o tocan un tambor. Esta vez caminó hacia mí. Con pasos descoordinados que parecía que en cualquier momento se caía. Yo extendí mis brazos no porque tuviera un especial interés en sostenerlo, sino para evitar una caída, pero no fue necesario, el niño llegó a mí y se sujetó entre mis piernas abiertas. Yo iba con un short de correr y el niño posó sus manos en mis piernas peludas peligrosamente cerca de mis bolas.
El papá se rio de mí y de mi evidente incomodidad.
—¡No muerde! —me dijo, riendo.
Yo también reí con lo absurdo de la situación, pero el crío me agarró del pene y me miró con sus ojos grandes y haciendo brotar globitos de saliva de su boca. Lo tomé en brazos para terminar el contacto de sus dedos apresando la verga que inoportunamente se estiró en el costado de mi short deportivo. Mi amigo me miró divertido.
—No pasa nada —me dijo—. A mí también me lo ha agarrado y a pelo —me dijo en voz baja y riendo.
Yo no lo encontré gracioso, pero lo que dijo mi amigo me hizo pensar. En ese momento recordé una historia que había conseguido de un escritor de relatos porno que me la hizo llegar a través de Telegram. La historia relataba un momento en la vida de un padre, cuando está a punto de dar “ese” paso con todo lo que significa en nervios, miedos, culpa; en el terror de ser descubierto en una perversión tan terrible que mantenía todo su cuerpo en tensión mientras su mente le jugaba malas pasadas en todo momento, haciéndole sentir cosas que no eran reales. Esa historia la trasladé a este amigo mío y su hijo Gregorio. Sin querer, la pichula se me engrosó hasta el punto de hacerse notoria.
—¿Qué pasó? —me dijo mi amigo, alargando la sílaba acentuada y mirándome la entrepierna divertido—. ¿Estamos muy sensibles? —agregó.
A mí se me subieron los colores a la cara y me acomodé la verga como pude.
—Tranquilo, compadre —me dijo mi amigo—. Que ya sabemos que el pico es sordo y ciego —musitó.
En eso la madre del niño apareció con su mamadera. Luego de saludarnos, se sentó en el sofá al lado del marido y poniéndole un pañal en el pecho, le dio el biberón que el niño tragó con glotonería.
Mi amigo me miró sonriendo, pero no dijo nada.
Huelga decir que mis visitas a la casa de los compadres, ahora sí compadres en pleno derecho, se hicieron mucho más frecuentes y de algún modo me fui acostumbrando a esos ritos domésticos de los que poco antes no tenía idea.
Creo que de la novedad pasé al agrado de que me consideraran parte de la familia. Era algo nuevo, sin duda, y no era lo que esperaba cuando acepté apadrinar a Goyito. No sé qué esperaba, en realidad, pero me estaba gustando ir a casa de mis compadres y compartir con ellos.
La primera vez que empecé a fijarme en el niño de manera distinta fue en una ocasión en que encontré a mi compadre Eugenio solo con el niño. La madre se encontraba ausente y mi amigo se estaba haciendo cargo del bebé. Cuando llegué me saludó contento y me pasó al niño para que lo sostuviera mientras él preparaba el biberón. Conversamos un poco mientras él se ocupaba en esa labor. Luego pasamos al living donde me senté con el niño en mis piernas seguido de mi compadre que traía el biberón y el consabido pañal, pero antes de que yo le pasara al niño, me pasó él el biberón a mí y acomodó el pañal en el pecho del crío que tomó la botella con ambas manos y tragó la leche con una avidez que hizo que algo de leche le corriera por el mentón. Yo, en un acto reflejo, corté la caída de la leche y acerqué el dedo a su boca de tal modo que el niño giró su cabeza y soltando el biberón succionó mi dedo con una fuerza que me sorprendió. El padre miró riendo la escena del padrino con el dedo en la boca del niño.
—Chupa fuerte, ¿no? —me dijo.
—Sí —dije yo, sin agregar nada más y tratando de no mirar a mi compadre ni dar señas de nada de lo que estaba pensando, pero en eso, el niño soltó mi dedo al descubrir que de ahí no salía leche.
Le puse el biberón nuevamente en la boca y otra vez chupó con la fuerza de la que son capaces los críos con hambre. Mientras yo sujetaba la botella observaba con curiosidad la fuerza con que el bebé succionaba y no pude evitar imaginarme lo que sentiría si en vez de un biberón tuviera la cabecita de mi pico entre sus labios. Imaginarme eso hizo que la pichula se me parara completamente y, avergonzado, miré a mi compadre pidiéndole en silencio que tomara al niño.
Mi amigo se paró y lo rescató de mis brazos y se sentó frente a mí nuevamente. Le puso el biberón y jugó con él metiendo y sacando la tetina a intervalos lo que hacía que el niño luchara porque no le quitaran la fuente de su gozo más grande: mamar.
A medida que fue pasando el tiempo me fui dando cuenta que el niño estaba subiendo de peso y que, a pesar de los esfuerzos de los padres, comía en forma desacostumbrada, por decirlo de alguna forma. Cada vez que lo veía, el niño estaba mamando o tomando biberón o comiendo.
—Nos preocupa —me replicó cuando se lo hice notar—, come demasiado y no quiere dejar el pecho. Le encanta mamar.
Esas últimas palabras sonaron en mi mente con una intención perversa que me avergonzó. No dije nada, pero lo pensé.
2.
Goyito ya había cumplido tres años y medio. Definitivamente se había ganado mi cariño y ya no resentía tener que visitarlo. A esas alturas ya había establecido una relación de padrino-ahijado que exteriorizaba sacándolo a tomar helados, jugando con él o simplemente paseando por el parque.
Diría más, anhelaba las visitas a mis compadres casi todos los fines de semana. Eugenio y yo éramos muy deportistas por lo que solíamos ir juntos a correr o jugar a la pelota y siempre volvíamos a su casa y de ahí yo partía a la mía.
Con el tiempo me fui dando cuenta que el niño tenía una relación de mucha complicidad con su padre con quien parecía entenderse sin palabras. A veces me desconcertaban con sus miradas y sus sonrisas. Parecían tener un lenguaje secreto entre ellos.
En una de mis visitas pude observar algo extraño en mis compadres. Los notaba tensos, diría que incluso algo irritables. Se lo pregunté a mi compadre cuando quedamos solos:
—¿Pasa algo compadre?, noto que con la comadre están un poco distanciados.
—Es culpa de Goyito, compadre.
—¿Cómo así?
—Mire, el niño ya tiene más de tres años —me contó en tono confidencial—. Y hace recién un mes dejó la teta.
—¿Todavía mama?
—Ya no. Jenny ya no tiene leche. Pero hasta hace poco lo hacía. Le tiene los pezones heridos a su mamá. Yo no la puedo tocar y anda siempre de mal humor.
—Vaya, pero ya la dejó, al menos.
—Hay un problema, compadre. Es algo grande. Conversémoslo después.
Mi compadre me dejó muy intrigado. ¿Qué cosa sería tan difícil de contar que no podía hacerse allí en la casa?, seguramente algo que no debía saber su esposa —imaginé.
Pasó un par de semanas antes de que surgiera el momento adecuado. Mi cumpa pasó con Goyito por mi casa y nos tomamos un par de cervezas con el niño jugando en la alfombra frente a nosotros.
Luego de conversar de una variedad de asuntos yo no aguanté más.
—¿Y? —pregunté luego de unos segundos de silencio.
—La cosa es un poco truculenta, compadre, pero ocurrió así. Espero que no me juzgue. —me advirtió.
—Dele no más, ni que hubiera matado a alguien, cumpa… Espere… no ha matado a nadie, cumpa, ¿verdad?
—Ja, ja, no compadre, a nadie —y luego de unos segundos de silencio nuevamente, me dijo:
—Hacía días que no tenía sexo, mi mujer andaba de muy mal humor por esto de los pezones heridos. Una tarde salió al supermercado y me dejo a Goyo. Yo andaba caliente y lo dejé un rato jugando en el living y me hice una paja en el dormitorio mirando Xvideos.
—Yo hago lo mismo, ja, ja, ¿y qué pasó, lo pilló su señora?
—No, el niño. Justo que acabé con abundante leche en el pecho cerré los ojos, usted sabe, en ese instante en que uno queda medio desmayado y de pronto sentí un dedo que me recorrió por la barriga. Abrí los ojos y Goyito estaba llevándose un dedo a la boca. “¡Leche!” —es todo lo que dijo y enseguida se agachó sobre mí y me dejó limpiecito.
—Limpio… cómo… no entiendo.
—Sorbió toda la leche, compadre, la lamió y se la tragó y era un buen poco, compadre, la tenía acumulada y el niño… Eso no es todo, compadre, el niño tomó la pichula que estaba mojada en semen todavía caliente y se puso a mamar.
—¿Le chupó el pico? —miré al niño y noté algo distinto en él. Sus labios. Algo había en sus labios que se veían más… hinchados.
—Me chupó el pico, compadre. Mi propio hijo y… —en ese momento mi compadre se detuvo y bajó la cabeza.
—¿Y… qué… hay algo más aún?
—Se me paró de nuevo, compadre. No pude evitarlo. Chupa con una fuerza, con unas ganas, si usted supiera, compadre, no se cansa nunca, ni de día ni de noche.
—Espere un poco, compadre… ¿me está diciendo que el ahijado ha seguido chupándole el pico después de esa vez?
—Cada vez que quedamos solos, compadre, me busca, me lo toca sobre el pantalón, mete su mano en mis shorts, tengo que ir a verlo en las mañanas y en las noches.
Nuevamente miré a mi ahijado y él me miraba con su boquita entreabierta.
“¿Mi ahijado le chupa el pico al papá?” —pensé y sin querer imágenes de Goyito con su boquita alrededor de mi pichula inundaron mi mente. El pico dio un saltito dentro de mi pantalón.
—¿Quiere probar, compadre? —La pregunta de mi cumpa me sacó de mi abstracción.
—¿Eh? ¡No!, ¡cómo se le ocurre, compadre! —respondí con falsa indignación, pero mi cumpa ya me había visto el paquete que se había formado en mi entrepierna. Y el niño también.
Lo siguiente que supe es que Goyito se acercó a mí, me abrió las piernas y se detuvo entre ellas. Mi compadre mirando expectante. No tuve que hacer nada, el niño me abrió la cremallera con una destreza difícil de creer en un chico de esa edad. Cuando tomó el pico, este ya se encontraba en ese estado en que se va engrosando de a poco. Mis mejillas ardientes delataban mi ánimo: caliente de deseo, de ganas, de vergüenza.
Cuando el niño tuvo el pico entre sus manos, corrió lentamente el cuerito hacia atrás y luego se quedó un rato mirando absorto la cabeza roja y luego se abocó a chuparlo con tantas ganas que solo atiné echar la cabeza para atrás y gozarlo. Succionaba con fuerza, como deseando sacarme la leche a como diera lugar. Me pajeé un poco tratando de evitar mirar a mi compadre, pero este se acercó y se sentó a mi lado en el sofá. También se sacó el pico y comenzó a pajearse.
“Grande la pichula del compadre”—pensé. Primera vez que la veía así, totalmente parada y tan de cerca. También pensé que la forma en punta de flecha de la cabeza sería fácil de introducir en el ano, pero se engrosaba hacia abajo; tal vez solo cabría la puntita. Todo eso lo pensé en una fracción de segundo, pero la imagen del pene inserto hasta las bolas en el ano del niño continuó en mi mente y tuve miedo de que mi compadre se diera cuenta de mis deseos más íntimos.
Goyito se la metía en la boca como podía, en una actitud que solo podría definir como hambre, hambre por la verga. Sí, creo que eso lo definía bien: era un chico con hambre por la verga.
Comencé a sentir ese gustito tan especial que antecede a la expulsión del moco y no queriendo acabar tan rápido, dirigí a Goyito hacia su padre girándolo de los hombros. Mi compadre lo apuntó con el pico y el niño en un segundo estaba engullendo la pichula paterna. Mi compadre y yo nos miramos, nuestras miradas extraviadas de gusto.
No sabía qué pensar. La culpa me consumía, pero, por otro lado, la visión de mi ahijado mamando verga con tanta decisión me tenía a punto de acabar y ya no pude aguantar. No me siento orgulloso de ello, pero a esas alturas ya no estaba en mis cabales y despegando al niño del palo paterno lo dirigí a mi verga y en cuanto le puse la cabeza dentro, eyaculé. Eyaculé con fuerza. Pensé que el niño se atragantaría, pero no. Sentía el ruidito que hacía al tragar la leche. ¡Qué visión! Su carita demudada del gusto o de no sé qué estaría sintiendo mi ahijado, pero la imagen de sus labios rodeándome la cabeza del pico y tragándose el moco que expulsaba resulta algo difícil de describir. No había terminado aún de correrme cuando mi compadre acercó su falo a la boca del hijo y tocó sus labios con él. El niño dejó mi verga de lado y tomó a su padre que inmediatamente echó la cabeza hacia atrás y con un rictus de placer comenzó a descargarse. El niño tragaba y tragaba casi sin respiro.
“¿Cómo puede ser?” —pensé y luego me senté cerrando los ojos avergonzado y satisfecho.
—¿Me entiende ahora, compadre? —las palabras rompieron el silencio, pero yo no supe qué responder. ¿Lo entendía?
3.
No lo conversamos. No fue necesario. Establecimos una rutina que consistía en que los fines de semana, después de nuestra actividad deportiva, pasábamos a casa del compadre y luego sacábamos a pasear al niño. Sin decirlo, sabíamos que iríamos a mi departamento y el niño daba rienda suelta a su necesidad de tragarse nuestro semen.
Hasta ese momento, tanto mi compadre como yo habíamos concluido tácitamente que nuestras pichulas serían las proveedoras de la leche que el niño parecía necesitar tan imperiosamente y así fue. Pasó un año tal vez en que el niño se alimentó de nuestra simiente y en todo ese tiempo también a nosotros se nos hizo costumbre que el nene nos mamara la verga. Sabíamos que habíamos ido más allá de la necesidad de “ayudar” al chico. Era algo sexual, sin duda, pero evitábamos mencionarlo de esa forma. No nos engañábamos, es solo que no lo hablábamos, por vergüenza, porque preferíamos no elaborar demasiado la situación ni tratar de explicar lo inexplicable.
Yo recibía las chupadas de mi ahijado en silencio y trataba de no cooperar con el acto perverso; sentía, torcidamente, que si no hacía nada no tendría ninguna culpa de lo que ocurría. Mi compadre, sin embargo, había tomado por costumbre acariciarle el potito al niño, dejarle ir un dedo en la rajita, acariciarle el hoyito, pero la verdad es que mi mente era un torbellino: Disfrutaba ver cómo mi ahijado sorbía la verga de su papá, y gozaba de ver cómo este le acariciaba el culo.
Por mi parte, yo siempre dejaba que el niño solito me sacara el pico e hiciera lo que tenía que hacer. Por lo general ponía mis manos en la nuca y cerraba los ojos; no participaba activamente en ello, salvo cuando eyaculaba, que solía tomar su cabecita y le encajaba la pichula bien adentro. Sabía que el niño no desperdiciaría ni una gota de leche y que aguantaría la verga.
En definitiva, la idea de que lo que hacíamos era solo por ayudar al niño era una farsa que no duraría mucho tiempo.
El niño creció. Llegó el momento en que su apetito por el semen dio paso al apetito por la carne y tanto mi compadre como yo nos dimos cuenta por dónde iba la cosa. Goyito quería pico. Esa era la verdad. Pero no solo mamar, lo quería todo.
Las caricias del compadre por el potito del niño dieron paso a la introducción de dedos en el ano. Poco a poco lo fue acostumbrando a la penetración. El niño no se quejaba, por el contrario, exigía cada vez más. Por mi parte tenía recurrentes pensamientos sobre lo que sería dejársela ir todita por el hoyo. Fantaseaba con una orgía entre el compadre, el niño y yo en la misma cama en una especie de todo vale que incluía el sexo entre los adultos también. Me imaginaba a Eugenio culeándose al hijo y yo culeándolo a él… o él a mí. Con el tiempo le quité a esos pensamientos toda la carga de prejuicios y connotaciones mariconas que me molestaban al principio. Quería probar.
La oportunidad se presentó cuando Goyito tenía ya 5. Un día ocurrió una situación muy peculiar en una de nuestras visitas a mi departamento y que introdujo un gran cambio. Ocurrió en el ascensor del edificio.
Subimos mi compadre, el niño, yo y un vecino de un piso superior. Mientras subíamos, el niño iba muy concentrado mirando la bragueta de este vecino; un hombre de unos 45 años, no éramos amigos, pero lo había divisado antes en el edificio y nos saludábamos por cortesía, aunque debo confesar que ya antes había llamado mi atención.
Cuando llegamos a nuestro piso, bajamos los tres, pero justo antes de que las puertas del elevador cerraran, el niño se soltó de la mano del padre y se devolvió de modo que ni mi compadre ni yo alcanzamos a detenerlo ni alcanzarlo antes que las puertas cerraran. Le dije al compadre que esperara frente al elevador por si el vecino se devolvía con él, mientras yo corrí a las escaleras para alcanzarlos, aunque no sabía en qué piso vivía el vecino.
Subí un piso, el elevador ya había pasado; corrí al siguiente, lo mismo; continué un piso más y allí, alcancé a ver el elevador que comenzaba a cerrar las puertas, pero nadie había salido de él.
—¡Espere! —Alcancé a gritar.
El vecino alcanzó a detener las puertas y yo entré al elevador, agitado por el carrerón por las escaleras.
El vecino tenía al niño de los hombros y su bragueta aún abierta. Inmediatamente entendí qué había pasado. Miré el rostro del vecino y luego su bragueta con el cierre abajo. El niño nuevamente intentó meter la mano dentro del slip del hombre que con su mano se tapó impidiéndole al niño que hiciera lo que tenía en mente. Yo tomé a mi ahijado de la mano.
—No sé qué le pasó, te ruego que disculpes… —le comenté al vecino que aún no decía una palabra.
—No te preocupes, entiendo —esbozó una sonrisa y con la bragueta abierta, bajó del ascensor. Yo bajé con el niño hasta mi piso.
Una vez en mi departamento le conté todo a mi compadre, incluida la parte de que encontré a Goyito tratando de meter la mano dentro de la bragueta abierta del vecino. También le comenté que este se había despedido de mí con un “entiendo” que podía significar algo interesante.
No vi al vecino hasta un par de semanas después. Lo vi en el estacionamiento con un chico de unos 11 o 12 años, un adolescente un tanto rellenito, sin ser gordo. El vecino me saludó con un gesto cuando me vio, pero al dirigirnos ambos al ascensor intercambiamos algunas palabras.
—¿Cómo va todo con tu hijo?
—¿Goyito?, no, no es mi hijo, es mi ahijado.
—Ah, ok. ¿Todo bien con él?
—Sí, todo bien. Es un chico curioso —entramos en el ascensor.
—Los niños siempre son curiosos —sonrió—, y a veces tienen necesidades especiales también.
Lo miré sin decir palabra, tratando de dilucidar qué quería decir.
—Perdón, creo que no nos hemos presentado. Yo soy Alejandro. Alejandro Andrade y este es mi hijo, Christian.
—Mucho gusto. Tomás Marchetti —Si es cierto que el apretón de manos dice algo de las personas diría que Alejandro era una persona franca y gentil. En eso ya estaba llegando a mi piso, por lo que solo se me ocurrió pasarle mi tarjeta
—Por si alguna vez me necesitas — le dije.
La rutina que habíamos establecido con mi compadre Eugenio continuaba como siempre, y si bien hasta varios meses después de haber comenzado con este “tratamiento”, si así pudiera llamarlo, nunca habíamos concretado algo enteramente sexual, algo comenzó a cambiar. Lo vi primero en mi compadre, pero debo ser honesto, es algo que siempre, desde la primera vez, sentí y no fui capaz de reconocerlo ni menos aún de exponérselo a Eugenio: se trata del deseo sexual que iba más allá de lo que hacíamos, pero era un pre púber, casi un bebé. ¿Qué podría hacer? Estaba fuera de toda discusión que lo que el niño quería era leche, pero de algún modo habíamos naturalizado que eso no significaba sexo, no. Solo era, así lo queríamos creer, una especie de respuesta condicionada que no sabíamos de dónde había surgido, pero que tratábamos de satisfacer ante la posibilidad de que el niño buscara por otro lado que es exactamente lo que había hecho con el vecino.
Por otro lado, mi compadre era estrictamente heterosexual y, por mi parte, simulaba serlo tanto como podía. Me costaba pensar que Eugenio pudiera tener algún pensamiento, mirada, o deseo hacia otro hombre. Ambos éramos deportistas, masculinos, él casado; yo de vez en cuando tenía alguna novia, y aunque bien sabía que mi interés iba por otro lado, no iba por la vida buscando hombres. ¿Y el niño?, eso resultaba impensable, calificarnos como predadores en busca de niños me resultaba repulsivo y absolutamente fuera de toda posibilidad, sin embargo, después de haber accedido a que el niño nos chupara el pico ya ningún pensamiento era tan inamovible y, en una suerte de contradicción vital, lo que a ratos me parecía impensable en otros momentos me parecía deseable.
4.
Pocos días después, me encontré nuevamente con el vecino. Me preguntó por Goyito. Le comenté que el fin de semana vendría con su padre y luego de intercambiar un par de palabras nos despedimos, pero en ese instante se me ocurrió:
—¿Qué te parece si el sábado vienes a tomarte unas cervezas con nosotros?
Alejandro, que ya se iba yendo, se volvió y levantó el dedo pulgar asintiendo con una sonrisa.
El sábado me llamó a eso de las 5 de la tarde avisándome que iba bajando.
Fue una velada de relajo. Nos tomamos unas cuantas cervezas, nos enteramos de nuestras ocupaciones, hablamos de fútbol y platicamos de nuestras vidas o al menos de aquello que se podía contar.
Nos enteramos de que Alejandro era separado y semana por medio recibía la visita de su hijo, aunque la buena relación que tenía con su ex mujer les permitía flexibilidad en ese asunto. Ese día su hijo estaba con su madre.
No sé si Eugenio lo habría planeado así, pero cuando estábamos todos algo mareados le comentó a Alejandro algo sobre el incidente del ascensor ante lo que este trató de esbozar una disculpa, pero mi compadre lo interrumpió.
—Sabemos que no fue culpa tuya, fue mi hijo quien se me escapó. ¿Hizo algo que te haya molestado?
—Ehhh, no… no, por supuesto que no.
—Él es muy curioso.
—Bueno, sí… trató de… no sé… supongo que fue un accidente.
—¿Un accidente?
—Mira, yo no sé exactamente qué pasó por la mente del niño, pero al entrar al elevador fue directamente a bajarme el cierre del pantalón. Me sorprendió, no alcancé a reaccionar cuando ya tenía su mano…
—¿Dentro?
—Sí, en un instante tenía su mano dentro.
—Entiendo —dijo mi compadre con naturalidad. Muy típico de él.
—Eh… ¿por qué haría eso?
—Le gusta hacerlo —replicó mi compadre.
—No entiendo, ¿no es primera vez?
—No, no lo es. Busca algo.
Alejandro se miró la entrepierna y luego dijo:
—Busca… ¿algo?… ¿qué?
—Goyito, venga —exclamó mi compadre.
Goyito se acercó con un juguete en la mano. Su papá lo ubicó entre las piernas del vecino y le quitó el juguete.
—¿Quiere algo del vecino, mi amor?
Entonces Goyito, miró a mi Alejandro y apuntó a su entrepierna, pero no se movió.
—¿Qué es eso? —insistió mi compadre.
—Leche —dijo Goyito, como la cosa más natural del mundo.
—¿Leche? —preguntó Alejandro, confundido.
—Sí, leche —interrumpí—, el niño quiere leche.
—Pero… —alcanzó a decir mi vecino cuando Goyito estiró sus manos e intentó bajar su cierre.
—Leche —repitió.
—Pero… —Alejandro me miró con incomodidad, pero bajo sus manos cubriéndose la entrepierna podía advertir que su falo había crecido. También el mío y el de mi compadre que se tocaba impúdicamente.
—Permíteselo, no hay problema —dije yo y ante eso, Alejandro retiró sus manos de donde las tenía y las dejó a su costado. Goyito entonces abrió la bragueta con la pericia que ya le conocemos.
Alejandro nos miró a ambos con su cara muy seria, todavía preguntándose si estaría bien dejar al chico hacer lo que fuera que iba a hacer, pero mi compadre ya se estaba sacando el pico y ante eso, Alejandro entendió que no había problemas en experimentar.
Goyito metió la mano dentro de los interiores de Alejandro y por la medida del brazo que desaparecía dentro del pantalón, debía tener algo muy interesante escondido.
El niño apenas la pudo sacar, medio doblada, y una vez fuera, pegó un estirón que casi nos hace exclamar tanto a mi compadre como a mí. Alejandro pegó un salto en el sofá al sentir la boquita del niño tragándose una tercera parte del pico de un solo intento. Entonces, lo que ya venía en crecimiento se paró completamente, dos terceras partes de la rígida verga la podíamos apreciar saliendo de entre sus ropas. El niño chupó sonoramente tratando de sacarle los mocos a los que tan habituado estaba ya. Alejandro puso una mano en la cabeza de mi ahijado para enseñarle el ritmo y meterle una porción extra de carne blanca con venas finas de color violeta.
De las tres vergas que quedaron frente a la carita del niño, la de Alejandro destacaba por lo gruesa y robusta, lo que hacía que los esfuerzos del niño por tragársela parecieran aún más grotescos. Yo me quité el pantalón y mi compadre me siguió. Alejandro, mareado y seguramente experimentando por primera vez la mamada de un niño, también se los bajó dejando a la vista de Goyito sus bolas redondas y colgantes. El niño continuaba con sus inútiles esfuerzos por tragarse tamaño vergajo. Sabíamos que eso no era posible, pero la escena seguía siendo única. Los labios rojos del niño rodeaban la gruesa verga dejando verla enteramente humedecida cada vez que su boquita se retiraba para luego tragársela nuevamente. Mi compadre acercó la suya tocando con su glande violáceo el tronco de la verga del vecino y Goyito respondió al entrenamiento que tanto su padre como su padrino le habíamos proporcionado en los últimos meses alternando entonces las chupadas de la verga nueva con la de su papá.
Supe que Alejandro estaba descargando cuando noté la contracción de sus músculos del estómago. Entonces no pude resistir más y descargué también en la cara del niño que, imperturbable, siguió sorbiendo los jugos que aún no cesaba de emitir la majestuosa pichula del vecino, todavía pulsando y cabeceando en la boca de mi ahijado. Cuando este entendió que ya no saldría más, recogió mi leche con la cabeza del pico que acababa de agotar y lo lamió hasta dejar limpias la verga y su cara. Enseguida mi compadre lo acostó de espaldas en el sofá y subió sobre él metiéndole el pico en la boca y descargando completamente en su interior. El vecino miraba con la boca abierta y los ojos desorbitados, con la pichula todavía enhiesta en su mano, incrédulo de todo lo que había presenciado y experimentado.
—Jamás imaginé que volvería a gozar de esto —dijo, con los ojos cerrados.
A pesar del esfuerzo, las palabras de Alejandro me quedaron sonando en la mente. “¿No era su primera vez?”
Nos quedamos un rato en silencio, sentados desnudos, sin emitir palabra. El único ruido que se escuchaba era el que hacía Goyito que seguía concentrado en la pichula de su papá, chupando y lamiendo. Para mí no era novedad, nunca dejaba las vergas tan fácilmente, aunque las viera agotadas.
—Entonces… ¿no es tu primera vez? —rompí el silencio mirando a Alejandro.
Este se mantuvo en silencio por un instante como pensando cómo responder, para luego mirarme y simplemente negar con la cabeza.
—¿Cómo fue?… ¿tu hijo?
—Sí… hacía lo mismo.
Sus palabras llamaron la atención de Eugenio que incorporándose en el sofá lo miró incrédulo.
—Cuéntanos cómo fue.
—Es una historia algo sórdida, pero… bueno, en las circunstancias en que nos encontramos supongo que no importará que la sepan.
Observé que mi compadre se acomodó en el sillón con la cabeza de Goyito metida entre sus piernas. Eugenio puso su mano en la nuca del niño obligándolo a comerle el pico mientras miraba atentamente a Alejandro que sostenía su verga entre sus dedos distraídamente. Por mi parte yo también me puse cómodo en el sillón y con la pichula al aire me dispuse a escuchar a mi vecino.
5.
—¿Ven cómo se deleita Goyito chupándole el pico a su papá? Es algo innato. Sé cómo es. Seguramente ustedes no le enseñaron. Lo aprendió solo, ¿verdad?
Miré a mi ahijado que se encontraba absorto chupando la pichula semi erecta de mi compadre que le acariciaba el cabello amorosamente; luego miré a mi vecino nuevamente.
—Tu niño necesita mamar. Lo lleva en la sangre —se dirigió Alejandro a Eugenio—. Mi Christiancito hacía lo mismo. Aprendió a mamar a los 3 años. Le enseñó un adolescente, vecino nuestro. Le pagaba para que cuidara al niño cuando mi mujer y yo salíamos los fines de semana.
Una mañana de domingo me desperté con el niño bajo las sábanas chupándome la cabeza del pico, mi señora durmiendo al lado mío. La noche anterior habíamos llegado tarde, habíamos ido a bailar y llegamos algo bebidos. Primero pensé que era mi mujer, pero inmediatamente me di cuenta de la verdad. El niño me sostenía las bolas con sus manos pequeñitas. Supe en ese mismo instante que era mi hijo. Como pude me deslicé hacia el costado de la cama y lo tomé en brazos tratando de no despertar a mi mujer. Lo llevé a su habitación y ahí me senté un rato con él, tratando de entender por qué había hecho eso. El niño me miraba con sus ojos bien abiertos y antes de que me diera cuenta se inclinó sobre mi vientre y se echó nuevamente el pico a la boca.
Sé que en ese instante debí haberlo retirado, pero el gusto que me dio fue como un relámpago que me paralizó. Tomé su cabeza con una mano, pero en vez de retirarlo, lo apreté aún más contra mi falo haciendo que se metiera toda la cabeza y un poco más en la boca. Se ahogó, pero no me importó y a él tampoco. Continuó chupando con una desesperación que me asustó.
—¿Acabaste en su boquita? —quise saber.
—Sí, le hice tragarse todo el moco y luego me sentí como el hombre más sucio y perverso que pisa la faz de la tierra.
—Pero lo repetiste, ¿no? —inquirió Eugenio.
—Sí —respondió Alejandro luego de un instante de silencio—. Esa mañana lo dejé que hiciera el “trabajo”. Me sacó el moco y no lo podía creer. Tenía 3 años nada más. Después de eso me prometí que jamás se repetiría, pero también quería saber quién le había enseñado, sabía que él no podía haber aprendido eso solo. Así que me puse en campaña para tratar de descubrir el origen de ese “gusto”. Al principio no sabía cómo. No quería preguntarle directamente; pensaba que si le recordaba el tema querría hacerlo de nuevo. Pero lo supe de casualidad. Uniendo piezas me di cuenta de que el único hombre con el que se quedaba solo era el adolescente que lo cuidaba los sábados por la noche. Así que esa misma semana instalé cámaras en la casa con lo que saldría de dudas. Y lo que descubrí me cambió la vida.
—¿Qué…?, ¿qué descubriste?, ¿cómo…? —exclamamos ambos, mi compadre y yo.
—El siguiente sábado salimos a cenar con mi mujer —continuó Alejandro—. Volvimos tarde y esa noche no revisé nada, pero al día siguiente, en cuanto pude me encerré en mi estudio a revisar las grabaciones. Uff, no lo podía creer.
Eugenio y yo no atinamos a interrumpirlo, ambos nos pajeábamos suavemente mientras escuchábamos la historia. Goyito había dejado a su padre al no poder sacar ya más leche del pico.
Alejandro continuó:
—La grabación comienza con Jorge, el vecino, en el living. Puso un video juego en la PS, nada distinto a lo que haría cualquier adolescente, pero Christian, mi hijo no estaba interesado en el juego. Desde el primer momento se abalanzó a la entrepierna del chico hasta que este se bajó los pantalones y mi hijo le mamó la verga mientras este jugaba con los controles en la mano.
Por un buen rato fue mi hijo el que hizo todo. Le comía la verga con un entusiasmo, unas ganas, que uno diría que era una necesidad muy grande la suya. Cuando las chupadas se hicieron muy intensas, Jorge dejó el control a un lado y se dedicó a disfrutar de la mamada de mi bebé. Hasta ese momento yo debería haber sentido rabia o impotencia por no poder hacer nada, por no haber estado ahí, pero lo que realmente me ocurrió es que se me paró el pico al punto de tener que liberarlo y hacerme una paja para liberar la tensión. Sentí unas ganas tremendas de estar con ellos y obligarlos a ambos a chuparme la pichula, una verga grande, de hombre, un pico maduro.
—Uff —se me salió a mí al imaginarme la escena, ya abiertamente pajeándome—. Alejandro me miró y continuó:
—Jorge le acabó en la boca y, aunque cueste creerlo, pude ver claramente en la grabación que mi niño se tragó toda la leche hasta dejarle el pico limpiecito al muchacho. No desperdició ni una gota. Por eso sé lo que le pasa a Goyito. Ambos son chicos que nacieron para tragarse el moco de los hombres. No lo pueden evitar, es una adicción.
—¿Los dejaste seguir haciendo lo que hacían en los días siguientes? —inquirió Eugenio, que también se acariciaba la verga completamente erecta.
—No solo los dejé. Propicié muchos momentos para que se quedaran solos, pero también yo lo busqué; facilité situaciones que pudieran causar el interés de mi hijo. La primera vez que nos quedamos solos, me vestí con un short y me ubiqué de la misma manera en que los había visto en la grabación, con el videojuego al frente, las piernas muy abiertas, genitales sueltos dentro del short. No fue difícil; el niño solito se ubicó entre las piernas y metió la mano dentro de una pierna del short. Enseguida sacó el pico y se lo metió en la boca. Obviamente él no podía meterlo todo, lo que yo tengo es mucho para él, o al menos, lo era en esos años. Hoy sabe usarlo a la perfección.
Eugenio y yo nos miramos, calientes, la historia de Alejandro nos tenía realmente muy interesados. De seguro que veíamos todas las posibilidades que se abrían con nuestro vecino y su hijo. Alejandro continuó:
—De ahí en adelante, tuve que pensar con astucia. Tenía que conciliar los tiempos para cumplir en la cama con mi mujer, pero también quería culearme al niño. Era algo que sabía que tendría que hacer. No tengo problemas en confesarlo: soy bisexual, y si bien, nunca había tenido nada con un niño, sí lo había hecho antes con hombres incluso después de casado. Solo que esto era el clímax de la perversión, era mi hijo, y eso en vez de horrorizarme, me causaba cada vez más ganas de hacerlo, de culeármelo hasta inyectarle la última gota de mi semen en su culo. ¿Ustedes ya se lo han culeado? —dijo de pronto, apuntando con un gesto a Goyito.
Me atraganté con la cerveza que estaba tomando en ese instante cuando lo oí. Me quedé en silencio. Cuántas veces no le había dado vueltas yo mismo a esa idea. Sabía que mi compadre Eugenio no andaba lejos de ello. Ya había llegado a meterle dos y hasta tres dedos en el culo a su hijo cuando este le comía la pichula. Lo veía en sus labios abiertos y su mirada fija en mis ojos cuando, sentado al lado mío en el sofá, tomaba entre sus manos la cabeza de Goyito para hundirle el pico hasta hacerlo toser. Sabía que ambos lo deseábamos y no nos habíamos atrevido a enfrentarnos a nuestros demonios internos. Hasta ese momento.
Alejandro nos miró esperando una respuesta.
—No —dijo Eugenio —Aún no.
“¿Aún no?” —pensé yo—, “¿aún no?”. ¿Es que mi compadre tenía planeado culearse al niño?, ¿lo había considerado?, ¿lo había… decidido?
Lo miré desconcertado.
—¡Me lo quiero culear! —me susurró con los puños apretados y la boca en un rictus de desesperación—. ¡Lo tengo que culear!
Supe ahí que la virginidad del niño tenía sus días contados y mi pichula pegó un salto de contento.
—Yo lo hice cuando el chico cumplió 5 —continuó Alejandro—, pero antes de eso, hice que Jorge lo iniciara en la penetración. Era lo ideal, el chico tenía un pene muchísimo más adecuado para ponérselo a mi hijo por primera vez.
La historia siguió así por varios años, pero llegó un momento en que mi señora y yo ya no podíamos seguir juntos y nos separamos. El niño siguió viviendo con ella, pero nos vemos a menudo. Con él no he tenido que buscar por fuera, tengo el mejor sexo y, créanme, este chico —apuntó a Goyito—, les va a dar grandes satisfacciones, pero ustedes tienen que liberarse de sus propias ataduras.
Eugenio y yo nos miramos con nuestros rostros abochornados. Sabíamos que tenía razón.
6.
El domingo siguiente, en el living de mi departamento, fuimos testigos de cómo Christiancito se sentaba en la verga del padre hasta devorarlo por completo. Alejandro se sentó en el sofá con las piernas estiradas sobre la alfombra. Su hijo se sentó en el pico de espaldas a él, dándonos a Eugenio y a mí una vista única de la unión de los sexos. Fui testigo privilegiado de cómo el chico apuntó la pichula del papá hacia su hoyito y luego la fue haciendo desaparecer hasta quedar prácticamente sentado en los cocos. Las dudas que hasta ese momento mantenía respecto del grosor de esa verga y la posibilidad de que no cupiera en el ano se disiparon completamente con Christian que apenas insinuó una mueca que ni siquiera me pareció de dolor, sino más bien de mucha satisfacción.
Luego comenzó un rítmico movimiento subiendo y bajando que Alejandro también acompañó con su propio vaivén, metiendo y sacando gran parte del pico del culo de su hijo que disfrutaba cada segundo de la empalada que le propinaba su progenitor.
Alejandro me llamó para que me sentara a su lado, pasó un brazo sobre mis hombros, ambos estábamos desnudos, y me acercó hacia él. No me di ni cuenta cuando me estaba besando. Fue un beso adulto, de lengua, caliente, apasionado. Su mano acariciante se deslizó por mi brazo y pronto se apoderó de mi pezón derecho y lo retorció entre sus dedos. Sentí una puntada en el pico de puro gusto. Sentí por primera vez el calor de un hombre, una vorágine inesperada. No me importó que mi compadre nos estuviera observando. No era el momento para fingir ser quien no era.
Luego Alejandro le dijo algo a su hijo al oído y este se paró muy lentamente y se puso a horcajadas sobre mí para empalarse en la pichula que se erguía desde mi entrepierna. El chico se sentó en el pico y sentí algo que no había experimentado nunca cuando la herramienta entró en su gruta caliente y suavecita. El pico entró todo de una vez y casi eyaculo en ese mismo instante. La sensación de que la pichula está siendo acariciada como con un guante de carne caliente la viví como una experiencia mística.
Nunca en mi vida tuve sexo anal, lo reconozco. Alguna vez se lo propuse a alguna de las mujeres con las que me acostaba, pero ni ellas accedieron ni yo estuve muy seguro de que lo quería. Creo que más que nada tenía cierta curiosidad. No tenía idea de lo deliciosa que resulta la sensación de poder clavarla ahí.
Cuando miré a mi compadre, este estaba con los ojos cerrados recibiendo una espectacular mamada de pico que le estaba brindando Alejandro. Pude advertir cómo le chupaba los cocos y se los estiraba con los labios para luego apoderarse nuevamente de la pichula haciéndola desaparecer en su boca. Creo que Eugenio nunca había recibido una mamada así.
La siguiente vez que los miré, Alejandro le estaba enseñando a Goyito cómo darle satisfacción al papá con su lengua en el hoyo. Pude advertir que Eugenio estaba totalmente entregado. Más tarde se la pusieron entre los dos al niño.
Eugenio también se la metió a Christian, el chico fue capaz de aguantar las tres vergas adultas sin queja alguna. Sin duda tenía mucha experiencia, pero lo que coronó la tarde fue lo que Alejandro nos propuso ese día: que su hijo desvirgara a Goyito.
Cuando lo mencionó, vi cómo a Eugenio se le paró de una manera imposible. A mí me ocurrió lo mismo, no podía esperar a ver aquello.
Nos fuimos a mi dormitorio. Allí nos ordenamos un poco situando a los niños en el centro de la cama. Eugenio y yo a cada lado de Goyito sujetando sus piernecitas, mientras Christian le chupaba el hoyo metiéndole la lengua sin asco.
Alejandro luego lo apartó por un instante y embadurnó la cuevita de mi ahijado con una crema que introdujo con un dedo. Lo demás fue mucho más sencillo de lo que me hubiese imaginado. Eugenio ya había acostumbrado a Goyito a recibir sus dedos por lo que el niño no sufrió ninguna incomodidad cuando Christian le puso el pico adolescente y se lo enterró suavemente, pero con mucha firmeza. No se detuvo hasta que ni un centímetro de piel se divisaba entre la unión de sus carnes. Entonces comenzó a culearlo con mucha delicadeza al principio, para aumentar el ritmo después. Los adultos alrededor nos pajeábamos maravillados de poder ver el sexo entre los chicos. Alejandro, sin aviso alguno, le puso el pico entre los labios a mi compadre. Yo pensé, en un primer momento que este lo rechazaría, pero para mi sorpresa, lo tomó con una mano e hizo lo que pudo para echarse al menos unos centímetros a la boca, supongo que en una suerte de experimentación que no le debe haber parecido mal ya que al rato se apoderó de un buen trozo de carne y lo chupó con muchas ganas.
De ahí en adelante las cosas cambiaron completamente. Para Eugenio y para mí, al común afán de servir de lecheros de Goyito se agregaron variantes que no habíamos pensado ni en sueños. Alejandro y Christian, nuestro D’Artagnan, se encargaron de “desvirginar” nuestras mentes y con ellos entramos al mundo de las perversiones y la lujuria sin límites. Un universo de placer sexual que nunca previmos y del que pensábamos sacar tanto provecho como pudiéramos.
Alejandro, Eugenio y yo nos transformamos en una especie de tres mosqueteros, inseparables. Nos unía el deporte y la depravación del sexo alternativo. Depravación que fuimos aprendiendo a naturalizar de la mano de Alejandro que actuó como nuestro mentor en el sexo intergeneracional. También entré en la práctica del sexo homosexual del que, reconozco, conocía muy poco y la idea que tenía de él no era otra que la que se basa en los prejuicios y la ignorancia. Mi compadre, reconozco, nunca le “tomó el gusto” al sexo con hombres adultos, pero habiendo uno o más niños lo descubrí capaz de todo. Yo, en cambio, me di cuenta prontamente que jamás podría dejar ese tipo de satisfacción y muy luego me convertí en el compañero sentimental de Alejandro.
Yo fui el tercero en culearme a Goyito, mi turno llegó después de mi compadre, evento del que no fui testigo. No fue difícil ya que, a pesar de la edad de mi ahijado, la iniciación por parte de Christian más la preparación que le había brindado su padre y la penetración posterior con su verga adulta ya lo tenían más que dispuesto a recibir a cualquier hombre en su interior. Y si a eso agregamos sus ansias por sentirla, solo quedaba una cosa por hacer: complacerlo. Diría que despertamos un pequeño demonio, si no fuera porque fue exactamente al revés, él despertó el demonio en nosotros. Siempre fue él el promotor de nuestros vicios.
Tuve el honor de llevarlo a mi departamento en una de nuestras salidas “al parque”. En esa ocasión, Eugenio me lo dejó todo para mí y lo tuve conmigo toda la tarde.
Nos encerramos en mi dormitorio y nos quedamos desnudos. Le enseñé a acariciarme como a mí me gusta. Me chupó los pezones mientras lo sostenía como un bebé en mis brazos. Uff, ¡qué sensación tan maravillosa! Mientras me chupaba las tetas, le introduje un dedo en el ano calentito y receptivo. Lo besé y le enseñé a chuparme la lengua en un juego exquisito que ninguno quería ganar. Lo hice chuparme los cocos, a tomarlos con la boca y estirarlos, lo insté a peinarme los pelos púbicos con la lengua, a meterme la lengua en el culo peludo. Primero se lo hice yo a él. Creí morir de gusto al tocar con mi lengua ese hoyito suavecito, sin ningún pelito, un agujero arrugado de suave color rosa que me estremeció de placer. Le metí la lengua ahí y lo hice temblar de gusto. Él solito se abría de piernas dándome más espacio para dedicarme a comerle el culo. Cuando le tocó a él hacérmelo a mí, no solo no lo rechazó, sino que, por el contrario, se abocó a comérmelo con unas ganas que casi diría que lo había hecho toda su corta vida.
Cuando le metí el pico en la boca, probablemente haya sido la primera vez que yo se lo ponía deliberadamente a él. Lo acosté boca arriba y me subí sobre él dándole estocadas profundas que le producían más de una arcada. Quería probar hasta dónde podía llegar y la verdad es que cada vez me sorprendía más del aguante del chiquillo que no me negaba ningún capricho.
Cuando ya no aguanté más, me senté a orillas de la cama y tomándolo del brazo sin muchas consideraciones, lo senté en el pico y se la encajé tan adentro como pude. Pensé que iba a gritar o tratar de sacársela del culo, pero no, aguantó la embestida y él mismo comenzó a moverse de una manera que me volvía loco. ¿Cómo podía una criatura de esa edad mostrar tanta determinación a la hora de culear? Era un chiquillo extraordinario, sin duda. Me lo culeé con fuerza, pero cuando estaba a punto de acabar, él saltó y se ubicó rápidamente entre mis piernas para tragarse los mocos cuyo sabor conocía tan bien.
Lo atraganté con tanta leche que le lancé, pero él no desperdició ni una gota. Jamás lo había hecho. Era realmente una obsesión la que tenía mi ahijado con eso de tragarse la leche.
El resto de la tarde lo volví a culear, ya con mayor delicadeza, despacito, desde atrás, con una piernecita levantada para darme acceso a su cuevita mancillada. Mis cocos chocaban con sus nalgas y con una mano lo sostenía pegadito a mi pecho. Esa vez sí le impregné de leche sus intestinos. ¡Qué ganas de preñarlo!
7.
Con Alejandro comenzamos a visitarnos en nuestros departamentos. Poco a poco iniciamos una relación romántica que era toda una novedad para mí, homosexual de closet y sin experiencia con hombres. Comprendí que mis experiencias con mujeres no me daban el título de bisexual. Siempre lo hice como una forma de engañar a los demás y principalmente a mí mismo, pero en la práctica nunca me satisficieron y una vez que conocí el poder del sexo con Alejandro, me di cuenta de que no volvería a tener una mujer en mi vida. A eso agrego que los dos niños eran una perversión que ni Alejandro ni yo queríamos dejar. Eso sí, mi nuevo amigo sí era bisexual y nunca me ocultó que no pretendía dejar de lado esa parte de su personalidad. Lo acepté así.
El sexo con Alejandro frecuentemente incluía a su hijo. Me hacía delirar de gusto sentirme clavado por la portentosa verga de mi amante a la vez que se la comía a su hijo. También me volvía loco que el niño me penetrara mientras el padre me ahogaba con su pico. Me sentía sucio y pervertido, pero de una forma lasciva y no culposa. Sentía que mientras más sórdido el sexo, más profundo el goce.
Christian y Goyito compartían el gusto por el semen. No había día en que no obtuvieran al menos una ración, generalmente más de una. Christian, cuando no estaba con su padre, lo obtenía de varios hombres con la venia de su progenitor quién más bien lo incentivaba: el director de su colegio era uno de ellos; otros eran personajes que como supe después, le allegaba directamente su papá. Entre estos últimos estaba el padre de uno de sus compañeros de escuela y un cura. Goyito, por su parte, nos tenía a su padre, a mí y eventualmente a Alejandro y Christian. Nunca estuvieron desprovistos de su alimento favorito. El hambre por el semen los unía e identificaba.
Goyito, poco a poco, fue acostumbrándose a ser penetrado. A su corta edad tenía un esfínter muy flexible; su padre y yo lo culeábamos tanto como podíamos. Christian descubrió que también le gustaba mucho culearlo, faceta nueva para él acostumbrado como estaba a comerse las vergas de los adultos, a recibir más que a dar. Sin embargo, lo que tanto Eugenio como yo temíamos llegó al fin: el día que Alejandro se la clavara a mi ahijado. Lo habíamos conversado muchas veces con mi compadre y siempre habíamos concluido en lo mismo: que para comerse un falo de esas proporciones necesitaba estar más grandecito. Habíamos pensado decírselo así a Alejandro, pero no fue necesario. Él mismo nos planteó que esperaría lo que fuera necesario para ponérsela y ese momento ya había llegado. Ya Goyito se las comía completas, tanto la verga de su papá como la mía.
Fue un domingo. Eugenio llegó con el niño, esta vez fue en el departamento de mi amante. La tarde fue como todas, tomamos cervezas, conversamos y compartimos algunos de nuestros deseos y expectativas. Alejandro nos escuchaba con atención a Eugenio y a mí, conocedor de nuestra inexperiencia. Unas horas después, nos preparamos para ver un video que, a pesar de que Alejandro y yo ya habíamos compartido muchos secretos, yo aún desconocía: era una grabación de él y Christian cuando este estaba aún muy pequeño.
Eugenio se ubicó en un sillón, mientras Goyito jugaba en la alfombra. Alejandro y yo nos sentamos abrazados en el sofá.
En la primera escena del video solo veíamos al niño chupando golosamente una verga que yo reconocí de inmediato. Christiancito debía tener unos 4 o 5 años recién. Obviamente era Alejandro el que sostenía la cámara por lo que no se veía su cara, sino la parte baja de su vientre todo peludo, parte de sus piernas musculosas y la cara del niño comiéndole el pico con vehemencia. A ratos la mano derecha del papá aparecía en el cuadro y le acariciaba la cabeza o lo apretaba para que le entrara más pichula aún en la boca. Eso no dejaba de maravillarme. Un niño tan pequeño con una verga tan portentosa entre los labios engullendo gran parte de ella. Su rítmico movimiento de sube y baja se mezclaba con las instrucciones del padre. Instrucciones que me provocaron un prurito en la ingle al darme cuenta de que ellas eran prácticamente las mismas que me había dado a mí cuando me enseñó a comerle la pichula como a él le gusta. Por un rato, incluso, me vi a mí mismo reflejado en la imagen de su hijo. Por un instante yo QUISE SER SU HIJO.
Las manos de Alejandro no se estaban quietas; al principio sus dedos acariciaban mi cuello con una suavidad enloquecedora y luego su abrazo me acercó más a su cuerpo de modo que su mano entró por la abertura de la camisa y se apoderó del pezón derecho con dos dedos. Lo apretó, lo giró, lo estiró. No era la primera vez; él sabía que eso me volvía loco de ganas. A ratos, me daba un tierno beso en la mejilla para seguir viendo el video. Este ahora mostraba como Alejandro le daba golpes en la cara a su hijo con la verga lo que dejaba marcado en el niño el brillo de los jugos lubricantes. Christiancito luchaba por atrapar el pico que se movía rápidamente escabulléndosele. Miré a Eugenio y estuve seguro de que ambos pensamos lo mismo. Esa escena era idéntica a la que tantas veces habíamos provocado nosotros cuando Goyito se desesperaba por asir el pico de su papá o el mío y llevarlo a su boca, como si con eso pudiera evitar el mayor desatino posible para él; que el semen se fuera a desperdiciar. No cabía duda de que los niños compartían el mismo gusto, la misma obsesión se podría decir, por la pichula.
El video pasó de pronto a otra escena. Se notaba que había sido editado, porque de pronto la imagen mostró una cama, esta vez en un dormitorio que sospecho debe haber sido el del matrimonio, de cuando Alejandro aún no se separaba.
Al parecer, Alejandro había ubicado la cámara en forma estática en algún mueble ya que de pronto apareció en el cuadro él con su hijo en brazos. Lo depositó en la cama con mucha suavidad y luego volvió su rostro hacia la cámara.
“¡Qué atractivo era en esos años!” —pensé.
Acto seguido, se subió él también a la cama, se acostó de espaldas, con las piernas abiertas en dirección a la cámara y tomó al niño para ponerlo a horcajadas con las piernas a ambos lados de su cabeza. La imagen solo mostraba la espalda de Christiancito y el cuerpo oscurecido de vellos e inequívocamente viril del hombre que no cesaba de prodigarme caricias estremecedoras en mi tetilla derecha, subyugándome, sometiéndome a él.
Aunque solo veía la espalda del niño, sabía que en esa imagen él le estaba comiendo la verguita a su hijo y eso me encantaba. Era una imagen lúbrica, pero también tierna. Eugenio hacía ya un rato que estaba con los pantalones hasta las rodillas y se meneaba el pico con parsimonia, tratando seguramente de no dejarse llevar por la excitación y terminar eyaculando antes de tiempo.
Por mi parte yo tenía mi mano izquierda dentro del pantalón de mi amante y solo sostenía su verga sin pajearlo. A ratos le apretaba el tronco y el trozo de carne cabeceaba en mi mano, pero, al igual que Eugenio, cuidaba de no causar un estímulo que fuera a llevarlo al clímax. No aún.
La imagen del video mostró ahora cómo Alejandro levantó al niño sin dejar de chuparle la verguita permitiendo así que la cámara captase ese instante para el deleite de todos, incluso de él mismo, creo, porque en ese preciso instante su verga dio un salto entre mis dedos.
Sus manos en la pantalla fueron a las nalgas del muchachito y las abrió para enseguida sentarlo sobre su boca. La imagen mostró entonces con una claridad que agradecimos, la lengua que traspasó el anillito del pequeño. Este dio un gemido cuando sintió que la lengua del padre avanzó al interior de su hoyito. Esa sola escena duró muchos minutos, pero, aunque uno podría pensar que había poca acción en ella, lo cierto es que cada cuadro, cada segundo en que el apéndice rojo y húmedo se dejaba ver para luego perderse en las entrañas del hijo, producían un estremecimiento, un calambre en mi estómago, un deseo irrefrenable por recrear la escena con el mismo hombre, pero en mi propio culo. Involuntariamente apretaba las nalgas en un vano intento de sentir lo mismo que debía estar sintiendo Christian con las caricias bucales del papá.
De pronto, Alejandro dejó al niño a un lado y con una rápida contorsión alcanzó un lubricante del velador. Se embadurnó el pico hasta dejarlo brillante y luego lo frotó abundantemente en el culo del niño para terminar introduciéndole un buen poco con los dedos en su interior. Acto seguido miró a la cámara y luego tomó a su hijo y lo sentó en el pico. Era evidente que no era la primera vez. El pico entró en la cavidad lentamente y con firmeza hasta que el niño quedó sentado con todo el miembro en su interior y solo las gordas bolas cubiertas de pelos negros tocando las nalgas blancas de Christiancito. En ese momento, Alejandro me apretó fuertemente el pezón y no pude contenerme. Fue un impulso arrollador, incontenible. Llevé mi mano derecha y me apreté el pico por sobre el pantalón, pero ya nada pudo evitar que eyaculara dentro de la ropa. Por un instante me sentí avergonzado, pero Alejandro me besó. Él sabía lo que había provocado. Sabía que él era capaz de eso, ambos sabíamos que él era un alfa. Eso no estuvo nunca en discusión.
La gruesa verga salía y entraba del ano del niño con mucha suavidad al principio, pronto era el mismo niño el que se levantaba y se dejaba caer en el vientre del padre. Las piernas de Alejandro recogidas y sus nalgas fuertes se contraían con el esfuerzo de ponerle el pico tan adentro como era posible. Me sorprendió constatar que el muchacho, a esa edad, ya era capaz de tragarse el pico completo. Yo sabía por experiencia que esa verga llegaba al fondo del recto, a esa zona en que este da un giro y da paso al colon que, cuando se siente invadido, produce un espasmo de inigualable placer. Si eso era así en mi culo de hombre adulto, me podía imaginar el deleite de Christiancito con la lanza de su papá traspasando ese recodo y adentrándose en la parte más profunda de su ser. ¡Qué ganas de ser yo el que era atravesado por la verga!, pero sabía que el plato fuerte era otro y estaba ávido por ser testigo directo de ese evento.
Ahora el pico era un émbolo que ejercía su labor con mecánico rigor, el niño saltaba, ahora no por su propia voluntad, en el regazo del padre. Este lo hacía brincar con sus embates, lo que hacía que la imagen entera semejara un cuadro surrealista de un hombre con un muñeco sin vida que, si no fuera por las manos del padre que lo sujetaba de las caderas, habría saltado lejos del animal que cabalgaba.
Enseguida, Alejandro se sentó en la cama con el niño aún clavado en el pico y acercándose a la orilla, saltó a un costado y se paró de frente a la cámara para mostrar a la invisible audiencia al pequeño siendo usado como un fleshlight de carne que tragaba la verga que, estática, recibía el recto masturbador. Luego de unos minutos, el niño fue rápidamente acostado a la orilla de la cama y el padre, sacó la pichula roja y brillante y le lanzó los trallazos de semen en la cara, los ojos, la nariz, los labios. El niño, a ojos cerrados, abrió la boca exageradamente para recibir allí el resto del abundante semen del padre, tragándolo con avidez. Cuando ya no quedaba más, el papá recogió el semen del rostro del niño y se lo dio en la boca con el dedo. Christiancito se apoderó del dedo medio del papá y lo chupó dejándolo limpio como presa de un apetito voraz.
Al final la nueva imagen muestra al padre y al hijo sentados a orillas de la cama. Alejandro sostiene a Christiancito en su regazo y le da un beso. No un beso apasionado, sino un piquito inocente, el que se esperaría de un padre y su hijo y luego, con una sonrisa, mira a la cámara y se para con el niño en brazos para detener la grabación.
Nuevamente miré a Eugenio y este, con la cara encendida, me dio una mirada que lo dijo todo: Esto es lo que le espera a Goyito en un rato más.
Fin
Torux
Relatos: https://cutt.ly/zrrOqeh / Telegram: @Torux / Mail: [email protected]
sigue contando amigo wow tus relatos son estupendos.. 🙂 😉 🙂 😉 🙂 😉
wawwww me has tenido a mil con este relato buenisimo, me senti goyito o cristian, me hubiera encnatado tener un papa como alejandro uffff buenisimo
Gracias chicos por sus comentarios.
uffd que delicia de relato