Los 7 pecados capitales: 5. Ira
Ira: Sentimiento de indignación que causa enojo..
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«La ira ofusca la mente,
pero hace transparente el corazón»
Niccolò Tommaseo
1.
“Loquito por ti”, “No me arrepiento de este amor”, “Traicionera”, “Daniela”, “Nunca me faltes”, “La luna y tú”, “Prisionero de la soledad”. Eso es lo que se bailaba. Era mediados de los años 90s y en mi casa se celebraba el bautizo de uno de mis sobrinos, hijo de mi hermana mayor y la fiesta estaba en su apogeo.
Me llamo Iván y esa noche tenía 12 años y medio. Mi cuerpo estaba mutando a uno que no comprendía aún. Me estaban saliendo pelitos en la zona púbica. Mis piernas tenían un vello apenas insinuado, como piel de durazno, y mi pecho ya mostraba cierta definición adolescente. Sin embargo, seguía siendo un niño, y uno bastante introvertido para mayor abundamiento. Excepto por el baile. Era mi pasión. Desde niño sentía que el ritmo lo llevaba en la sangre. Mayormente bailaba solo en mi dormitorio. Había aprendido salsa, merengue, cumbia y cualquier cosa que sonara a tropical y me volvía loquito bailando frente a un gran espejo que tenía en la pared.
Víctor llegó a medianoche. Lo había invitado mi hermano mayor, tío del niño. Era su colega en el trabajo. Pantalones grises muy claros y camisa negra con puntos blancos semiabierta en el pecho que se le veía divina. Cuando lo vi se me apretaron los músculos del estómago. Nunca había visto un hombre tan apuesto y varonil. Su barba candado lo hacía aún más atractivo. Mi mamá me pidió que guardara la chaqueta del joven en mi dormitorio, lo que hice solícito y en mi pieza la restregué en mi nariz aspirando su olor exquisito, mezcla de hombre y Azzaro.
Cuando bajé, él estaba sentado conversando con mi hermano. Por la posición en que estaba podía ver el grosor de sus piernas en la unión con los glúteos y, por si fuera poco, el pantalón le formaba un enorme bulto en la entrepierna. Un macho de aquellos, de no más de 25 años. Las mujeres lo miraban sin recato y cuchicheaban entre ellas. Por mi parte, yo solo podía mirarlo con disimulo. Como a veces miraba a mi hermano, a mi papá que había dejado a mi madre por otra mujer, a mis tíos, a todo hombre que pasara ante mi vista, porque ¡me moría de ganas! Pero solo eso me estaba permitido: mirar.
Una chica lo sacó a bailar. ¡Atrevida!, ¡qué rabia sentí! Luego fue otra y enseguida fue él el que las invitó a bailar a ellas. Yo creo que él estaba consciente del efecto que causaba. Muy pronto la menor de mis hermanas se lo acaparó para ella con un más que evidente coqueteo, ¡zorra!
El hombre bailaba con tal gracia que yo me recriminaba de no atreverme a salir a bailar yo también, pero cuando creí desmayarme de placer fue cuando lo vi bailar “Se me perdió la cadenita” de la Sonora Dinamita. El movimiento de sus caderas, la redondez de su culo ceñido al pantalón, los pelos de su pecho moreno me quitaban la respiración. Y la puta de mi hermana se le ofrecía sin ninguna vergüenza, la muy maraca.
Con mi mirada fija en él, no sé qué cara tenía, probablemente más de rabia que otra cosa, porque mi hermano se acercó y desordenándome el pelo me dijo:
—¿Qué te pasa, Vancito?
—Nada —dije yo.
—¿Te traigo un refresco?
—Bueno
Mi hermano volvió luego con una Coca-Cola y me dijo que lo acompañara, porque él iba a fumar al patio. Allí nos sentamos un ratito. Por un buen rato no me dijo nada. Solo fumaba y me miraba. Hasta que de pronto:
—Vancito, ¿te puedo hacer una pregunta?
Yo temblé. No quería, no quería que me preguntara eso. No podría aguantarlo. Solo callé.
—¿A ti te gustan los hombres, Vancito? —susurró acercando su rostro al mío y las lágrimas que habían estado contenidas por tanto tiempo se derramaron sin control. ¡Qué sería de mí!
—Tranquilo, tranquilo, Vancito, tranquilo, que alguien te puede ver —Se paró para abrazarme—. Yo no le voy a decir a nadie. Cálmate. Mira, anda al baño, mójate la cara y espérame en el cuarto y yo subo en un ratito a verte, ¿sí?
—Bueno —dije yo, secándome las lágrimas de la cara con la manga de la camisa.
Me senté en la cama con todo el dolor del mundo acumulado en el pecho hasta que apareció. Mi hermano se sentó al lado mío y me dijo que hacía tiempo lo sospechaba. Desde que comencé a transformarme en un adolescente, y ahora, la forma en que miraba a su amigo le había despejado toda duda.
—Vancito —me dijo—, ser homosexual no tiene nada de malo. No eres el primero ni serás el último en sentir deseos por otros hombres. Es verdad que no es bien visto, y tendrás que ocultarlo por tu propio bien, pero a mí me tendrás siempre a tu lado. No estás solo. En la vida encontrarás sinsabores, pero también tienes que aprender a ver lo bueno que te ofrece. Y respecto de Víctor, si no quieres que alguien más sospeche vas a tener que controlarte y no mirarlo así. Haz de cuenta que él no está, no lo mires. Ahora vamos a bajar y aquí no ha pasado nada, ¿sí? Y no te preocupes por mí, que yo te quiero mucho, mi niño. Vamos, dame un abrazo —me dijo, rozando su cara áspera con la mía.
Mi hermano Gino tiene 25 años y es el segundo después de mi hermana mayor, la madre del bautizado, casada con un hombre que le lleva varios años. Al casarse ella tendría unos 24 y él era 10 años mayor, y de eso han pasado unos 6 años ya. Mi cuñado, Gabriel, es un hombre muy atractivo, sin duda, pero más que nada, ha sido un papá para mí. Ese era el rol que él había asumido ante la ausencia de mi verdadero padre. Luego sigue mi hermana, la zorra, de 20 y al último yo que seguramente fui un descuido de mis padres.
Las palabras de mi hermano me tranquilizaron bastante. Recuperé un poco el ánimo y bajé. Los sones de “Prisionero de la soledad” brotaban de los parlantes. Víctor estaba sentado, seguramente mi hermana no lo había dejado descansar. Su frente perlada de sudor lo atestiguaban. Traté de no mirarlo más y me senté en una silla también. De pronto me miró.
¡Me miró! Me miró y se acercó quedando sentado a una silla por medio de distancia. Se fijó en mí. Seguramente le llamó la atención que un niño tan pequeño estuviera ahí, en la fiesta. Y se acercó. Se sentó a mi lado.
—Hola —me dijo, mirándome curioso.
—Hola —le dije yo, sin atreverme a mirarlo directamente a los ojos.
—¿Cómo te llamas?, ¿eres de la familia? —me preguntó sin quitar la vista.
—Soy hermano de Gino —respondí.
—Ah, bueno, mucho gusto “hermano de Gino” —me dio la mano y me hizo reír.
—Me llamo Iván —agregué.
—¿Y no te gusta bailar, baby?
“Baby”. Así me dijo: “baby”. Y la palabra quedó flotando en el aire y mi sonrisa se quedó pegada en mi cara y mi pierna quedó pegada a la suya y… entonces mi hermana lo tomó de la mano y le dijo:
—Me encanta esta, Víctor, ¡vamos a bailar!
Víctor apenas alcanzó a susurrar:
—Ya vuelvo —apretando ligeramente mi rodilla con su mano.
“¡Perra maldita!” —pensé. Había comenzado a sonar “Vení, Raquel” y todos comenzaron a hacer una rueda riendo y gritando.
“Me tocó la pierna” —pensé. Lo miré bailar y noté que sus pantalones le ajustaban tan bien que en el nacimiento de las nalgas se notaba el borde del slip en una imagen hipnotizante.
En cuanto dejaron de sonar Los Auténticos Decadentes casi muero de la dicha. Me explico, yo casi nunca bailo en público, sin embargo, en mi ciudad hay una canción que TODOS bailan porque por alguna extraña razón todos se saben la coreografía. Y esa justamente es la que comenzó a sonar en ese momento: “Latinos” de Proyecto Uno. Y yo salté como resorte y me puse en la pista para bailar también. La algarabía era total. Mis familiares me aplaudieron porque iba a participar en la coreografía.
Ya tú sabes
pa’ toda la gente que movieron la cadera,
aquí está otra cosita caliente,
mucha sabrosura…
Proyecto Uno otra vez con mi gente de…
Cuando comenzó la coreografía a ratos quedaba justo detrás de él con la vista fija en su culo perfecto que se movía con una gracia sin igual; en otros momentos yo quedaba a su lado y notaba como me miraba sonriendo mientras los dos levantábamos una pierna al mismo tiempo con tal sincronización que parecíamos haberla ensayado juntos. Cuando yo quedaba delante de él podía sentir su mirada en mi trasero. ¡Qué no hubiera dado por tener un culo tan lindo como el de él!, pero no, el mío era pequeño, ¡yo mismo era más pequeño que lo habitual en un chico de 12 años!
Dime si son latinos (yeah)
dime si son latinos (hell yeah)
dime si son latinos (say it loud)
dime si son latinos (we multiply)
De pronto sentí un tirón en el brazo y mi hermana, la zorra, me sacó de mi lugar quedando ella detrás de Víctor. ¡Juro que la hubiera matado! ¡Puta maldita! En ese instante me salí del grupo y me fui a sentar furioso, tratando por todos los medios de que no se me notara la ira en la cara. Tomé una Coca-Cola y salí al patio y allí me quedé rumiando mi rabia. Mi pecho me dolía de pena y frustración. Una lágrima rodó por mi rostro, pero no quería llorar. Sólo sentía que me dolía mucho el pecho y hubiese querido que algo ocurriese para que nadie se pudiera divertir. Un terremoto habría sido lo ideal. ¡Y que todos murieran aplastados!
Mi hermana, la madre del bebé festejado, se acercó y me dijo:
—¿No quieres ir a acostarte, Vancito?
—No quiero —le contesté con la cabeza gacha.
Ella se quedó un ratito a mi lado sin emitir palabra, me acarició el pelo, me acarició la cara y de pronto me dijo que me quedara un ratito descansando, que le diría a Gabriel que me viniera a ver. Al rato se acercó mi cuñado. Callado, encendió un cigarro y se paró junto a un pilar, mirando hacia el patio, de espaldas a mí. Así estuvo un buen rato. En el interior de la casa seguía la algarabía, la dulce voz de la gran Gilda entonaba:
… Nadie más que tú me ha quitado el sueño,
nadie más que tú, nadie.
Nadie más que tú ha de ser mi dueño,
nadie más que tú, nadie…
—Vancito… —por un rato largo no dijo nada más—. Vancito —repitió—, tu hermano le iba a ofrecer a Víctor que se quedara a dormir aquí, en la pieza de ustedes. Pero si tú estás así, le diré a Gino que será mejor que le pida un radiotaxi.
“¿¡QUÉ!, ¡QUÉ!?” —sus palabras estallaron en mi cabeza. Un súbito golpe de energía me invadió y me levanté como resorte mirando a mi cuñado. Traté de calmarme. De un segundo a otro, mi corazón comenzó a palpitar con una fuerza que no le conocía. Miré a mi cuñado que me miraba con una mezcla de sorpresa y preocupación. De pronto lo abracé y pegué mi cara a su pecho. Su olor invadió mis sentidos. Sus brazos me sostuvieron bien pegadito a él y me besó en la cabeza. Sus manos me acariciaron suavemente la espalda.
—Quiero ir a bailar —le dije—. Mi cuñado nuevamente se vio sorprendido, pero yo le sonreí, lo tomé de la mano y lo tiré hacia el salón.
Miré con decisión a una de mis primas y la saqué a bailar. Ella me miró extrañada de esa súbita personalidad que no me conocía y se paró sonriendo. Justo en ese momento todos salieron a bailar porque la canción que comenzó a sonar era “La coja Catalina” y por supuesto que en el estribillo todos imitaban el paso de un cojo. Víctor también se unió al típico pasito de la coja y todos le celebraban el buen humor. Yo también reía. Reía y temblaba de emoción sin saber muy bien por qué. Un rato después comenzó una canción que tampoco desperdicié:
Loquito por ti, loco, loco
Loquito por ti, por ti, por ti
Pero no me toques mis sentimientos
Nunca tú me vayas a hacer sufrir
Lo miraba con disimulo. En mis labios se leían las letras de Armando Hernández. Él me sonreía.
Loquito por ti, loco, loco
Loquito por ti, por ti, por ti
Víctor gritaba la canción junto a todos los demás mirando a las niñas que reían y se hacían ilusiones descabelladas, pero yo sabía que me cantaba a mí, solo a mí. Lo sabía, mi corazón me lo gritaba y mi pecho ardía de emoción.
Esa noche, por primera vez en mi vida, bailé desaforado, con una pasión desconocida. Mi madre me miraba risueña desde un rincón, mis familiares comentaban lo bien que bailaba y yo me sentía otro: mayor, sexy, ardiente, radiante. Me sentía deseado. Y Víctor reía y me miraba y en un momento hasta me hizo un cariño en la cabeza revolviéndome el pelo.
Ya avanzada la noche, nadie parecía querer terminar con la diversión, pero yo, niño al fin, me sentía muy cansado y decidí ir a la cama en la esperanza de que Víctor no demorara en hacer lo mismo. No fue así. Me quedé dormido y él no apareció.
En la madrugada me desperté cuando mi hermano entró en mi pieza. Al verme despierto se sentó en mi cama, me acarició la cara y me dijo que Víctor se iba a acostar en su cama porque estaba ebrio y no podía conducir. Entendí que yo tendría que compartir mi cama con mi hermano, aunque no lo dijo. Traté de no demostrar ninguna reacción, pero mi hermano, con su mano tomando mi mentón me miraba fijamente como tratando de descubrir algo en mis ojos y luego acercando su cara a la mía me dio un beso en los labios. Un beso suave, fraterno, un beso cálido e inocente. En ese momento entró Víctor, un poco tambaleante, con una sonrisa en su cara. Mi hermano le dijo que se acostara y que no se preocupara por nada, que allí estaría tranquilo. Luego me miró a mí y nos dejó.
Víctor se sentó en la cama frente a la mía y comenzó a desnudarse. Se sacó decididamente la camisa dejando a la vista la mancha oscura de sus vellos que cubrían sus pectorales y avanzaban hacia el cuello. En el torso, los vellos disminuían a los costados formando al centro una línea oscura que bajaba hasta su ombligo y luego engrosaban nuevamente antes de esconderse en la pretina del pantalón que ya se deslizaba hacia abajo. Sus piernas musculosas, también oscurecidas por la abundante vellosidad, evidenciaban a un hombre acostumbrado al deporte. Mi mirada embelesada no había dejado la visión de tan magnífico espécimen de macho en ningún instante. Ni siquiera levanté la vista cuando Víctor me dijo:
—Nunca has visto a un hombre desnudo, ¿verdad? —Su pregunta no obtuvo respuesta. Todo mi ser estaba absorto en la lasciva visión de su entrepierna que abultaba su slip blanco en forma impúdica. Sus testículos enormes delineaban el centro de su interior de algodón y lo que debía ser su miembro se extendía, grueso, hacia el costado derecho. Solo su mano adentrándose en sus interiores para acomodarse la verga que comenzaba a crecer me sacó de mi ensoñación y levantando la vista me encontré con sus ojos taladrando los míos con curiosidad y con un gesto adusto que no supe interpretar. Rápidamente levantó las sábanas y se cobijó en ellas rompiendo el hechizo que su imagen había provocado en mi deseo adolescente. Yo también me acomodé en mi cama y me quedé fijo mirando el techo con la cara caliente y la respiración agitada.
Esperé, mucho rato esperé. Cerré los ojos soñando que él de pronto levantaba mis sábanas y entraba en mi cama y se acostaba junto a mí, abrazándome, uniendo su cuerpo con el mío. Besándome virilmente, con un deseo y una pasión equivalentes a mi propia calentura. ¡Oh, dios!, ¿qué no hubiera dado en ese instante porque mi sueño se hiciera realidad!
“¡Víctor!, ¡Víctor!” —exclamaba en silencio, pero Víctor no respondía.
Miré hacia su cama. ¿Cuánto rato había pasado ya? Tal vez una hora, no sé. Poco a poco la oscuridad fue revelando su figura. Sus ojos cerrados, sus labios entreabiertos, su rostro con el pelo desordenado vuelto hacia mí. Estaba dormido. Su pierna izquierda salía de las sábanas que apenas cubría su sexo y parte de su barriga. Su pecho desnudo subía y bajaba al ritmo de su respiración. Yo trataba de no hacer ruido alguno con mi respiración en un intento inútil por detener el tiempo y poder admirarlo, tocarlo, besarlo, acariciar su cuerpo sin que él lo percibiera. Descubrir su cuerpo por completo y lamer sus piernas hasta llegar al bendito lugar en que descansaban sus bolas que en mi mente imaginaba peludas y calientes. Hubiese querido poder pasar mi lengua por la cabeza roja de su verga erecta, gruesa, dura y palpitante. Mi respiración se tornaba difícil a ratos y casi no pude reprimir un ¡Oh! de sorpresa cuando de pronto Víctor, en sueños sin duda, levantó su pierna, aquella que caía por el costado de la cama y con ella encogida cayó el trozo de la sábana que aún lo cubría para dejar a la vista su interior blanco a medio bajar con su mano derecha dentro, agarrando su virilidad que… ¿era mi imaginación o aquella barra de carne había crecido hasta casi salirse de su encierro? No, no era mi imaginación. Víctor la tenía firmemente sujeta desde la mitad del tronco y su mano se movía como movía yo la mía cuando, esclavo de mi imaginación, soñaba con mi padre, con mi hermano, con mis tíos. Luego se giró y con el slip recogido dejando a la vista el nacimiento de sus nalgas se quedó quieto, seguramente dormido.
Mi pene se encontraba tan erecto, que no pude evitar comenzar a hacerme una paja urgente y justo en ese instante alcancé a escuchar los pasos de mi hermano que se desvistió rápidamente y se acostó a mi lado obstaculizando la visión que tenía de Víctor.
Mi hermano era un hombre ya, pero realmente nunca me había fijado en él como tal. Sin embargo, con los estímulos recientes aún tan a flor de piel, mi mente comenzó a divagar con él, sentí sus piernas de deportista junto a las mías. Sus vellos causándome un cosquilleo que nada hacían por aliviar mi estado de excitación.
En un principio ambos estábamos de espaldas, pero vagamente recuerdo que en algún momento de la madrugada debo haberme dado vuelta y quedé abrazando a mi hermano con mi brazo en su barriga. Sentía su respiración y su piel en mi mano. Luego ya no supe más hasta que desperté.
Ni mi hermano ni Víctor se encontraban acostados. La luz del sol entraba con fuerza por la ventana.
Sentí un dolor en el pecho y una profunda tristeza que a ratos se tornaba en ira se apoderó de mí. ¿Por qué Víctor no me había buscado?, ¿por qué me ignoró? No lo entendía. Él tenía que acercarse a mí, acariciarme, besarme, acostarse conmigo, amarme. Eso era lo que tenía que haber hecho, pero no lo hizo y me ignoró. No lo entendía. ¿Acaso no me había dicho “baby”?, ¿acaso no había sonreído cuando le canté esas canciones?, ¿no sabía él que estaba enamorado de mí? Él se había enamorado de mí, lo sabía. ¿O no era así?, ¿y si no estaba enamorado? Peor aún, ¿y si estaba enamorado, pero no de mí?
Una pena aún más profunda me invadió y me quedé allí, sentado en la cama sin saber qué hacer hasta que sentí a mi madre llamándome a almorzar. ¿Almorzar?, ¿cuánto había dormido?
Me levanté perezoso y me dirigí al baño. ¿Y si Víctor estuviera allí?, a lo mejor se había levantado recién y nos encontraríamos en el baño. Pero no, no estaba ahí, tampoco estaba abajo. No estaba. Se había marchado. Mi pena cundió aún más, pero traté de disimular lo mejor que pude. Eso sí, nadie me sacó palabra alguna.
Mi hermana la zorra se veía inusualmente alegre y eso me ponía aún más de mal humor. La perra parecía muy entusiasmada por algo, pero no quise quedarme a averiguarlo. Me levanté de la mesa y volví al dormitorio, bajo la mirada inquisidora de mi hermano y mi cuñado.
2.
El viernes siguiente Víctor volvió a la casa. Hasta ese momento no lo había entendido, pero cuando lo recibió mi hermana con un beso sentí que el mundo se caía a pedazos. En ese instante la indignación que me invadió fue de tal magnitud que les deseé a todos una muerte dolorosa. Creía que si lo deseaba con furia mi deseo se cumpliría y me libraría de toda esa gente que me hacía tanto daño, sin embargo, no lograba comprender que esa era una visión muy distorsionada de la realidad.
Ese día Víctor no se fue. Mi madre me contó que había invitado a Víctor a pasar con nosotros todo el fin de semana y que compartiría la habitación con mi hermano y yo. No supe qué sentí cuando me lo dijo. La ira de hacía unas horas había dado paso a una tristeza y a un vacío que todo me parecía realmente absurdo e inentendible. Me fui a mi pieza y me recosté a pensar y a llorar en silencio por todo lo que me pasaba y que no lograba comprender a cabalidad.
No sé cuánto rato estuve así. Cuando mi madre tocó a la puerta y entró, venía sonriente. Víctor venía con ella.
—Hijo, el joven va a compartir su pieza así que le vamos a dar espacio en el closet, ¿está bien? Ud. puede dormir con su hermano.
No contesté. Por el bolso que Víctor sostenía, entendí que la invitación no era de ese día. Más triste me puso saber que en esa familia pasaban cosas que yo no sabía y que la vida seguía cuando yo lo único que quería era que un poder supremo los castigara a todos, pero por la actitud de los demás, parecía que el único castigado era yo.
Nos quedamos solos él y yo en la habitación. Arregló algunas prendas en colgadores del closet y luego se sentó en el borde de la cama de mi hermano, mirándome.
Yo, recostado en la mía, solo miraba al techo.
—No te gusta que me quede aquí, ¿verdad? —No contesté. No habría podido, la opresión en el pecho me lo impedía.
—Si quieres puedo inventar algo para irme mañana. Ahora no se me ocurriría qué decir para justificar que no puedo quedarme al menos esta noche —sus palabras sonaron sin enojo.
—¿Por qué? —dije son dejar de mirar el techo, en un hilo de voz.
—Porque no creo que sea bueno obligarte a soportarme aquí si no quieres.
—¿Por qué? —repetí arrastrando las palabras —¿por qué?, ¡¿por qué?! —esto último con los ojos cerrados y los puños apretados. Las lágrimas a punto de salir.
—Baby —lo sentí cuando se sentó a mi lado —lo siento mucho. Nunca imaginé que te sentirías así. Nunca. No fue mi intención hacerte sentir mal —Había tomado mi mano en las suyas.
Abrí los ojos y vi su cara frente a mí. Mis manos aprisionadas, mi corazón latiendo desaforado, mi respiración agitada.
Su mano derecha me soltó para arreglarme un mechón de pelo. Luego la dejó así, posándose en mi rostro. Su dedo pulgar acariciándome suavemente. Luego todos sus dedos recorrieron mi piel, la frente, los párpados. Uno de sus dedos recorrió mis labios que yo entreabrí. Su dedo índice se quedó inmóvil en muda súplica. Abrí aún más mis labios y entró. Mi lengua acarició su dedo y lo chupé. Su boca ahogó un gemido y así, como saliendo de un trance, lo retiró rápidamente y me soltó. Se paró rápidamente de la cama y sin mirarme, salió de la habitación.
Quería llorar, pero a la vez… ¡me dijo “baby”!, me acarició, ¡me acarició! ¡Tal vez sí me ama, después de todo! Quise reír, sentí un dolor en los músculos del estómago de tanta tensión, de tanto tenerlos apretados. Al final no hice nada, solo permanecí allí. No hice nada.
Ya al atardecer, mi madre me llamó para cenar. Nos reunimos todos en la mesa. También mi hermano, mi hermana mayor, mi cuñado, Víctor y a su lado, mi hermana, la zorra, con una estúpida sonrisa pegada en la cara. ¡Qué ganas de…!, ¡maldita zorra!
Cené en silencio, sin mirar a nadie. Sabía que Víctor me miraba a ratos. Pero también advertía su atención hacia mi hermana.
“Si solo ella desapareciera” —pensaba.
Me acosté temprano, pero no pude dormir. A la medianoche entró mi hermano.
—¿todavía despierto, Vancito? —preguntó.
—Sí —le dije, con desgano. Hacía rato que esperaba a Víctor, no quería dormirme sin haberlo visto un ratito al menos, un ratito nada más.
—Vancito, ¿cómo te sientes? —mi hermano se sentó a mi lado, tal como Víctor lo había hecho esa tarde.
—Bien —le respondí. Creo que sí me sentía mejor. Al menos, no tenía esa opresión en el pecho que me impedía respirar.
Mi hermano me habló de cosas que no retuve, se rio de cosas que no escuché y de pronto se quedó callado.
—Dame un lado, Vancito —me dijo y comenzó a desvestirse.
—Mejor duerme al otro lado —le dije, aún pensando en que quería ver a Víctor cuando se acostara.
Mi hermano no dijo nada, solo apagó la luz y se cambió al otro lado de la cama y una vez que quedó solo en slip se metió a la cama y me abrazó así, de costado, como en cucharita.
—Así está mejor, ¿no? —me dijo en un tono jovial.
“Si solo fuera Víctor” —pensé.
Con una mano debajo de mis hombros me sostenía el pecho y con la otra me arreglaba el pelo y me hablaba en la oreja con su voz grave y acariciante.
—No quiero que sufras, Vancito. Ud. sabe que lo quiero mucho, mucho. Lo sabe, ¿no? —intercambiaba el tuteo con el trato cariñoso que a veces me prodigaba.
—¿No?, ¿no lo sabe? —insistió ante mi silencio y más me apretó contra su cuerpo. Entonces, suavemente, posó sus labios en mi cuello y me besó por un largo rato.
—¿Y ahora?, ¿ahora sí lo sabes? —su voz susurrada me provocó un escalofrío. No quería sentir eso. No quería. Eso solo lo quería sentir por Víctor, pero mi hermano, su calor, su voz, su fuerza. No sé qué me pasaba en ese momento. Mi pene reaccionó irguiéndose completamente.
En ese momento entró Víctor. Aunque la luz estaba apagada, sentí sus pasos y percibí su aroma. Quise separarme de mi hermano, pero este no lo permitió. Me sostuvo en sus brazos firmemente.
Víctor encendió la luz del velador y vio a mi hermano abrazándome desde atrás. No pareció darle ninguna importancia. Solo comenzó a desvestirse y comentó algunas cosas con mi hermano. Al parecer tenían planes de los que, por supuesto, yo no tenía idea. Observé su cuerpo casi desnudo frente a mí. Se desvistió rápidamente, pero luego no entró a la cama tan rápido como hubiese sido lo normal, sino que ordenó su ropa en una silla, a los pies de la cama, paseándose en slips. Yo lo observaba atentamente. Mi hermano aligeró su abrazo.
Entonces, Víctor volvió hacia la cama. Su paquete, yacía impúdico hacia un costado de su encierro. Apagó la lámpara del velador y nos quedamos en silencio.
No tenía ganas de llorar, lo que tenía era un vacío en el pecho. Rabia también, pero una rabia contenida. Cerré los ojos inerte, sin ánimo de nada. Más tarde, entre sueños me abracé a mi hermano y soñé que era Víctor.
Varios días pasaron en ese estado de cosas en que yo parecía haber entrado en un estado depresivo. Era verano, no estaba asistiendo a la escuela. Pasaba encerrado en mi pieza y trataba por todos los medios de ver o encontrarme con Víctor. Detestaba con toda mi alma verlos a él y a mi hermana en actitud romántica. Mi hermano y mi cuñado, eso sí, nunca dejaron de preocuparse por mí. Me iban a ver, me conversaban, me invitaban a sentarme con ellos en el patio en las tardes, pero yo prefería continuar encerrado en mi habitación con una constante opresión en el pecho.
La relación entre mi hermana y Víctor se fue afianzando cada vez más. Víctor vivía solo, parece que tenía un departamento, pero frecuentemente pasaba algunos fines de semana con nosotros. Yo no sabía nunca de antemano cuando vendría, pero cada viernes ponía atención por si lo escuchaba llegar y mi corazón palpitaba firmemente cuando escuchaba su auto, sin embargo, mostraba una fría indiferencia cuando lo veía. Lo saludaba sí, pero sin mostrar entusiasmo alguno.
Esas noches, cuando él se iba a acostar, generalmente yo ya estaba en la cama. Quería verlo desnudo, pero no quería que él se diera cuenta de que esperaba ese momento. Niño al fin, creía que podía ocultarle a un adulto como él mi estado de permanente deseo. A veces mi hermano se acostaba antes que él y me abrazaba. Varias veces Víctor nos encontró así, abrazados, pero nunca dijo nada. Al menos, nunca supe que dijera nada.
Hubo una semana en que mi hermano no estuvo en la casa. Creo que lo habían enviado en comisión de servicio a algún lugar. Por supuesto, Víctor sabía de esto, ellos trabajaban juntos y llegó un día viernes. Yo sabía que mi hermano no llegaba hasta el día sábado por lo que esa noche al menos, dormiríamos solos en el dormitorio.
Se acostó tarde, pero yo permanecía despierto. Se desvistió rápidamente, apagó la luz de la lámpara y nos quedamos en silencio. Al rato me dijo:
—¿No tienes frío, baby?
Esa vez me dio rabia que me llamara así, pero de todos modos le contesté como si ello no me importara:
—Un poco —dije yo, aunque no era cierto, tenía la piel ardiente de deseo.
—¿No quieres acostarte aquí un ratito conmigo?, así te abrigas un poco.
—Bueno —repliqué al tiempo que yo mismo me sorprendí de la calma con que lo dije.
Me cambié a su cama y él no quitó el brazo, sino que me recibió como quien recibe a su amante. Su abrazo me atrajo hacia él, en un vano intento de simular interés en darme abrigo. Yo temblaba.
—Iván —me susurró.
Lo miré.
—¿Estás bien? —me dijo con su mano acariciando mi brazo.
—Sí.
Me atrajo aún más, haciendo que mi cabeza quedara descansando en su hombro, su piel quemaba.
—¿Qué quieres? —me susurró.
Yo cerré los ojos y quise decir: “A ti, te quiero a ti”, pero de mi boca no salió ningún sonido.
—Dime —insistió con un tono de voz que lo sentí más como un ruego que una orden perentoria.
—Posé mi mano en su pecho con los ojos cerrados. Quería no tener que contestar.
—Dime, ¿qué quieres? —repitió.
—Yo… —Tragué saliva—. Yo… te quiero a ti —agregué en un hilo de voz.
—¿Por qué? —me volvió a poner en la incómoda situación de tener que decir algo que no quería.
—Porque… —me quedé en silencio por un rato mientras acariciaba los abundantes pelos de su pecho. Él tragó saliva esperando mi respuesta.
—… te quiero —agregué con voz apenas audible.
Sentí su abrazo contenedor más fuerte en mis hombros. Me besó en la frente y me confesó:
—Lo vi la noche del baile. Fuiste muy evidente. No me gustó que me expusieras ante todos. La gente se dio cuenta de que estabas coqueteando conmigo.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Lo siento —le dije con sinceridad.
—Yo… tú sabes que me he puesto de novio con tu hermana —me soltó luego de un rato de silencio—. No sé si será algo permanente o qué, pero esperamos que sí lo sea.
Mi estómago se encogió de cólera en contra de la perra maldita de mi hermana, pero nada dije.
—Iván, ¿qué quieres de mí? —me instó a ser claro.
—Qué estés conmigo.
—Estoy contigo.
—Como estás con mi hermana.
—¿Quieres que seamos novios?, ¿eso me estás pidiendo? Tienes 12 años, eres un niño. Yo tengo 25, soy un hombre adulto y me gustan las mujeres. ¿Sabes lo que significaría que yo tuviera un romance contigo? Podría ir a la cárcel.
—Yo nunca diría nada.
—No sabes lo que pides, eres un niño. No lo sabes.
—Te quiero a ti. Quiero estar siempre contigo, quiero estar así contigo, juntos —Mi mano seguía acariciando su pecho, ahora en forma decidida. El Azzaro de su piel me volvía completamente loco.
—Y si te quedas conmigo toda la noche, en mi cama, ¿no te enojarás cuando mañana esté con tu hermana?
—No lo sé.
—¿Ves?, eres un niño… ¿has tenido sexo con alguien antes?
—No.
—¿Eres virgen?
—Sí.
—Oh, dios.
Podía percibir el debate interno en que se encontraba Víctor. Yo era un niño, pero me daba cuenta. Había en él una contradicción, una batalla moral que a ratos parecía perder. Pero yo estaba allí porque él me había invitado a su cama. Mi pene rígido, mis labios besando sus hombros. Él, estático, tragando saliva, resistiéndose con los últimos restos de fuerza que aún le quedaban.
Avancé mi mano por su estómago. Tan lentamente que en realidad parecía que mi mano solo reposaba allí, pero no, yo sabía que a cada minuto estaba unos milímetros más cerca de esa zona que me hacía estallar los sentidos.
Cuando mis dedos tocaron el borde de su slip, me detuve. Mi cabeza en su pecho ardiente. Su corazón desaforado. Su mano en mi espalda acariciándome en leves movimientos circulares. De pronto tiró la sábana hacia un lado y rápidamente se paró a un costado de la cama. Por un instante me miró y me dijo:
—Voy al baño. Es mejor que duermas en tu cama.
De allí en adelante no volví a dirigirle la palabra. Nunca más.
3.
Víctor continuó visitando la casa, el romance con mi hermana, la perra, siguió su curso y se afianzó la relación. Mientras tanto yo, parecía alma en pena. Callado, siempre enojado, molesto con todos, triste y nadie sabía realmente cómo tratar conmigo. Mi cuñado y mi hermano sí, ellos siempre me trataron con respeto, aunque era un niño, sentía que ellos me querían bien. A Víctor no lo volví a mirar a menos que fuera con desprecio. A mi hermana tampoco, pero a ella nunca la miré.
En el tiempo que siguió y debido a la falta de habitaciones en la casa, Víctor siguió durmiendo en la pieza mía y de mi hermano, uno o dos fines de semana al mes, pero ya nada me importaba. Sentía una rabia infinita por todo, por cómo se desarrollaban las cosas conmigo al margen. Sentía una ira profunda porque todo parecía normal y no había nada normal en mi casa. Detestaba la forma en que cada cual llevaba su vida como si yo no existiera y deseaba firmemente que se murieran todos, Víctor incluido.
Un fin de semana, hasta se atrevieron a planear un paseo a la playa. Yo no quise ir. Mi cuñado, por motivos de trabajo, tampoco fue y así me quedé solo en la casa. Al menos mi madre me dejó comida, pero pudo no haberlo hecho y habría sido igual. El odio me corroía por dentro. Todo era tan injusto.
Esa tarde, cuando llegó Gabriel del trabajo me fue a ver a mi pieza. Yo fingía dormir. En mi mente resonaba la voz de Amanda Miguel cantando “Mi buen corazón”.
Mi buen corazón,
yo quiero saber por qué
te vuelves a enamorar
si siempre te han hecho mal.
Mi buen corazón,
tú eres mi perdición,
me arrastras siempre al dolor,
me matas en cada amor.
Me sentía como un alma en pena que sufría eternamente, un alma que era engañada una y otra vez, que se enamoraba sin ser correspondida. Sin embargo, era la primera vez que me sentía así. Creo que muy dentro de mí, yo quería sufrir. Era como adueñarse del sentimiento de dolor para justificar mi pena o hacerla tan inmensa y dramática como yo sentía que debía ser. De algún modo, creo que no solo era desdichado, sino que creía que tenía el deber de albergar la mayor infelicidad y tristeza que un ser humano pudiera sentir.
—¿Vancito, estás bien? —preguntó mi cuñado.
No contesté. Me quedé mirando el techo, acostado en mi cama.
Mi cuñado se sentó a mi lado y tomó mi mano. La acarició entre las suyas y me preguntó una y otra vez que cómo me sentía. Acarició mi rostro y me habló como debería haberlo hecho mi papá. Yo quería mucho y le tenía gran respeto a mi cuñado. No entendía por qué él se preocupaba tanto por mí, pero me sentía contenido.
—Vancito, ¿quieres ir a ver televisión conmigo? —me ofreció.
Yo lentamente me puse de pie y lo seguí sin decir una palabra. No quería hacerlo sentir mal, es solo que no me salían las palabras de la rabia y la pena todo mezclado.
En la sala, mi cuñado se sentó en el sofá y me invitó a que me sentara junto a él. Me pasó un brazo por el hombro y me acercó a su pecho.
—Estás pasando por momentos malos, lo sé. Tienes pena, tienes rabia contra todos. Pero quiero que sepas que yo te quiero mucho y no quiero que sufras —Dicho esto me dio un beso en la cabeza—. ¿Vale la pena, Vancito? —añadió.
Yo no sabía a qué se refería, pero no pregunté.
—Los demás también sufren con tu actitud —me dijo.
“Pues, que sufran” —pensé.
—¿Hay algo que pueda hacer yo para que te sientas mejor?, ¿es por Víctor que estás así?
Me quedé helado al escuchar esas palabras de su boca. ¿Es que acaso también él sabía lo que sentía?
—¿Lo quieres? —agregó de la manera más natural y yo sentí nuevamente que las lágrimas pugnaban por salir y trataba de que eso no ocurriera porque si soltaba una sola lágrima no podría detener el torrente que vendría detrás.
Me abracé a él con mi cabeza en su pecho y él me sostuvo con sus brazos fuertes.
—¿Estás enamorado de él? —insistió.
—Sí —me salió la respuesta apenas audible.
—Pero no puede ser. Él está comprometido con tu hermana. Es heterosexual. Tú, además, eres un niño.
—Lo sé —dije con un poco más de aplomo ante la auténtica sinceridad de mi cuñado—, pero me da rabia que todo tenga que ser así.
—¿Así cómo? —inquirió Gabriel.
—Así. Tan injusto.
—Tú también encontrarás a alguien. Debes tener paciencia.
—¿A alguien?, ¿quién me va a querer a mí?
—Yo te quiero.
—¡Pero yo quiero a un hombre que me ame! —Salieron las palabras impetuosas sin que alcanzara a pensar antes de decirlas, pero antes de tener tiempo de arrepentirme, mi cuñado me dijo:
—Lo sé, Vancito. A tu edad es natural que quieras amar y que te amen. Pero no puedes obligar a la gente a que sienta igual que tú. Tienes tiempo todavía. Pasarán muchas cosas en tu vida. Si supieras cuán sobrevalorado está el amor.
—Pero tú quieres a mi hermana. Eres feliz.
—Sí, la quiero, pero también te quiero a ti, ¿ves?
—Pero yo me refiero a un amor distinto, no de papá.
Mi cuñado tomó mi mentón con su mano y levantando mi cara me besó. Esta vez con un beso romántico, largo, sensual. Luego me miró fijamente a los ojos:
—El amor es algo muy complicado, mi niño. Puedes amar a alguien, puedes solo desear a alguien o, a veces, amar y desear a la misma persona o a más de una. ¿Crees que amas a Víctor? Ok, está bien, pero eso no te debe impedir mirar más allá —. Me besó nuevamente —. ¿Te gustaría que Víctor te hubiera hecho el amor?, ¿te hubiera gustado eso?
Mi cara se encendió. No esperaba de mi cuñado una pregunta tan directa, pero tenía razón. Eso es lo que más hubiera querido que pasara.
Mi cuñado me besó nuevamente, esta vez con pasión. Metió su lengua en mi boca y jugueteó con la mía. Una mano en mi cuello y la otra en mi espalda.
—¿Quieres que siga? —preguntó.
—Sí —dije yo, abandonado en sus brazos. Y entonces se paró y tomando mi mano me llevó al dormitorio.
Una vez allí, me tomó de la cintura y me hizo caer en la cama junto a él buscando mi boca con la suya.
—Todo lo que quieres está en esta casa, bebé. Todo. Es solo cosa de que aprendas a mirar bien —me dijo.
Yo no respondí, concentrado como estaba en las sensaciones que me producían sus besos y ahora sus manos que en algún momento se habían metido dentro de mis pantalones y se encontraban ahora amasando mis nalgas de una manera que me arrancaba gemidos de placer.
Antes de que me diera cuenta mi cuñado me tenía desnudo y él terminaba de sacarse toda la ropa. Nunca lo había visto así realmente. Tal vez, en la playa, pero esta vez verlo desnudo, conmigo, en mi cama, me hizo preguntarme por qué nunca me había fijado en él. Un hombre maduro, cariñoso, viril y que me tenía en un estado de excitación que parecía que me había hecho olvidar a Víctor.
Me tomó en sus brazos y un estremecimiento me recorrió la espalda al sentir su piel en la mía. Su olor enervante, sus brazos fuertes. Sin pretenderlo mis piernas se entrelazaron con las suyas. Sus pelos me causaban una rica sensación que me hacía apretar el estómago de gusto. Tomó mi rostro entre sus manos y me miró fijamente a los ojos. Frente a frente. Apenas separados por un par de centímetros. No dijo nada, solo acercó sus labios y me besó:
—¡Qué rico eres, Vancito!, ¡eres un chiquillo delicioso! —le salió del alma.
Yo acaricié su rostro áspero y lo besé. Un beso tímido, solo posé mis labios en los suyos, pero fue suficiente para que él soltara un ¡ahh! de gusto y me dio su lengua. Su pene lo sentí en mi barriga, duro, caliente y palpitante. Quise mirarlo y creo que él se dio cuenta porque se separó un poco de mí y me dijo:
—¿Lo quieres?, es todo tuyo, mi niño hermoso.
Yo lo tomé en mis manos y me sorprendió lo caliente y lo grueso que lo sentí.
¿Cómo no me había fijado antes? Gabriel era un hombre extraordinario y me tenía completamente entregado en esos momentos. En ningún instante pensé en mi hermana, en que lo que hacía podía ser considerado una traición hacia ella. Era un niño y los niños son egoístas.
Mi cuñado me llevó al baño. Allí aprendí que si mi sueño es ser poseído tengo algunas labores que cumplir con anterioridad. Él me enseñó bien lo que tenía que hacer y, a pesar de mi pudor, me afané en quedar en condiciones de ser iniciado.
En todo momento mi cuñado me trató con una consideración, un respeto, un trato tan especial que me sentí avergonzado de no haber reparado en ello antes. Siempre me sentí querido por él. Ya dije que él tomó el rol de mi padre ante la ausencia de este último, pero en ese momento, su rol era el de un hombre experimentado, de un tutor, un maestro que guiaba mis primeros pasos en el rumbo que yo tanto anhelaba. Sabía que estaba teniendo la oportunidad de aprender con él y que él me quería bien.
Me llevó a la cama, sabíamos que estaríamos solos toda la tarde. Ni siquiera se preocupó de cerrar la puerta. Volvió a jugar conmigo en la cama, ambos desnudos, calientes, anhelantes.
Me comió el culo con una maestría que no lo podía creer. No sabía que se podía hacer eso. Metía la lengua tanto como podía en mi hoyito y me sacaba suspiros de placer.
Fue esa tarde el momento exacto en que aprendí a comerme una verga. Fue mi primera vez. Fue la de mi cuñado. Cuando comprendí el poder que tiene el sexo en los sentimientos por una persona, entendí también que no sabía nada. Que tenía tanto por aprender de la conducta y los sentimientos de las personas.
Mi cuñado me abrió los labios por medio de ponerme la verga entre ellos e intentar meterla. Yo, no lo niego, me la devoré. Me encantó comérmela, chuparla escandalosamente, ruidosamente, hasta que me dolieron las quijadas, pero no me detuve.
—¡Qué rico lo haces, Vancito! —me decía mi cuñado sujetando mi cabeza por la nuca y estableciendo así el ritmo que él quería para que le comiera el pico.
Después de un rato, me puso de espaldas con una almohada bajo mis nalgas y con las piernas en alto, apuntó a mi hoyito con el pico bien mojado con mi saliva.
Fue muy doloroso recibir su verga por primera vez. Creí que si ese era el precio, no querría pagarlo nuevamente. El dolor era intolerable, pero mi cuñado, hombre experimentado en estas lides, no desfalleció. Continuó su labor de quitarme el virgo con la paciencia y el conocimiento que un hombre como él no podía desconocer.
Poco a poco fue logrando su cometido. Cuando entró la cabeza del pico me fruncí y le grité que lo sacara, pero él no solo no me hizo caso, sino que lo metió un poco más y lo dejó ahí, esperando que me calmara y lo aguantara.
—Haz fuerza como para hacer caquita —me dijo y, aunque eso me dio vergüenza, hice lo que me pidió.
La pichula se fue toda hacia dentro de mi ser. Primero me asusté, pero luego, ya más tranquilo me sentí lleno de carne. No sé cómo describirlo de otra manera, pero eso era lo que sentía: lleno de pico, me sentía lleno de verga. La sentía clavándome algo por dentro, punzándome, sentía cuando la punta del pico chocaba con algo que me producía un calorcito que me recorría por todo el cuerpo, potente, intenso.
Mi cuñado me culeó de manera portentosa. Me llevó a las nubes y me trajo de vuelta con él. Mis piernas se aferraban a su espalda. Mis manos acariciaban su pecho. Mi boca pedía la suya. Todo mi ser estaba completamente entregado a él y su pene no disminuía su poderoso mete y saca. Me volvió loquito de placer. Sentía que en cualquier momento eyacularía sin haber tocado nunca mi pene.
Y así fue. Cuando ya no aguanté más, un temblor me recorrió desde las bolas y sin aviso, me corrí expulsando la leche en mi estómago. Mi cuñado en cuanto me vio desfallecer, aceleró su ritmo y eyaculó en mi interior. Su leche caliente la sentí a borbotones en mis entrañas y me sumí en un espeso sopor.
Cuando abrí los ojos, mi cuñado estaba acostado a mi lado conmigo en sus brazos. Me besó suavemente en los labios y me dijo:
—Eres muy rico, mi niño, eres hermoso.
Yo solo atiné a refugiarme en su pecho y abrazarlo de costado. Cerré los ojos y me sentí amado. Su piel estaba caliente. Me sentí pequeñito con él a mi lado y me gustó mucho eso.
Esa tarde, cuando todos volvieron del paseo, yo estaba en mi habitación, tranquilo. Tenía tantas preguntas en mi mente. Mi hermano entró al cuarto y me preguntó cómo estaba. Conversamos un poco mientras se desvestía para darse una ducha. Supongo que después de la tarde que pasé con mi cuñado mis sentidos estaban más alertas ante el cuerpo de los hombres. A mi hermano nunca lo había mirado de ese modo, pero ahora en ese momento lo encontré tan masculino, tan atractivo que me comencé a sentir muy confundido. En eso entró también Víctor que también quería ducharse, pero tuvo que esperar a que lo hiciera Gino, por lo que también se sacó la ropa y por unos minutos ambos estuvieron así frente a mí, solo con sus slips. Ambos eran muchachos jóvenes, deportistas, de piernas gruesas y físicos sumamente atrayentes, pero hasta ese momento yo solo me había fijado en Víctor. Por un instante sentí que la vida era mucho más de lo que yo imaginaba y cerré los ojos imaginando a los dos machos dándome placer.
Cuando abrí los ojos, Víctor se había recostado, así como estaba, sobre la cama y con un brazo bajo su cabeza miraba el techo. Mi hermano se había ido a duchar. Lo miré de reojo, pero ninguno de los dos hablamos. Enseguida me paré y salí de la habitación.
Sentía mi hoyito adormecido y por dentro aún tenía la sensación de una puntada. No es que me doliera el culo, pero caminaba y sentía la verga de mi cuñado dentro de mí. Era una sensación extraña, como que el culo no terminaba nunca de cerrar, pero me gustaba. Me senté en el patio y allí estuve hasta que me llamaron a cenar.
Supongo que esa noche fue el momento exacto en que quedaron las cosas claras. Luego de la cena mi cuñado salió al patio a fumar y yo lo seguí y mi hermano nos siguió a nosotros. Allí sentados los tres. Mi hermano y mi cuñado fumando y yo haciendo nada. Ninguno habló al principio. Hasta que mi hermano nos preguntó:
—¿Y qué hicieron toda la tarde?
—Ver tele —dijo mi cuñado.
Yo no dije nada, pero mi hermano me miró y yo no pude sostener su mirada.
—¿Estás bien, Vancito? —me dijo.
—Sí —contesté, lacónico.
—Ambos se miraron. Nuevamente silencio.
En el patio de mi casa había un asiento tipo columpio con toldo donde cabían hasta 3 personas y que tenía mucho uso en el verano; mi hermano se había sentado allí, mientras que mi cuñado y yo ocupábamos unos cómodos sillones de mimbre con cojines.
Gino me llamó:
—Vancito, siéntese aquí a mi lado —me dijo.
Tanto al pararme como al sentarme, mi hermano debe haber notado que lo hice con cierta incomodidad.
—¿Te pasa algo? —me dijo.
—No —dije yo, mirando a mi cuñado.
Mi hermano me pasó el brazo por los hombros y me acercó a su cuerpo.
—Está bastante grande ya el niño, ¿no? —
—Sí, ha crecido mucho —dijo mi cuñado como si yo no estuviera allí.
—Cualquier día se nos pone de novio —dijo mi hermano, sonriendo—. ¿Quieres una cerveza? —le ofreció a mi cuñado, para luego pedirme a mí que le trajera dos cervezas, sin esperar a que mi cuñado respondiera.
Cuando me paré, nuevamente debo haber hecho una mueca porque otra vez mi hermano me preguntó si me pasaba algo.
—No —repetí.
En la cocina me entretuve unos minutos con mi mamá y cuando volví al patio, le pasé una cerveza a mi cuñado y cuando le iba a pasar la otra a mi hermano, este me tomó de la mano.
—Vancito —me dijo—, lo pasó bien esta tarde, ¿no?
—Sí —le dije yo, un poco ruborizado.
—Me alegro, mi niño —me dijo él—, deme un abrazo.
Yo le di un abrazo, aún estaba de pie por lo que me tomó por la cintura entre sus piernas y me besó en la mejilla. Su mano se posó suavemente en mis nalgas frente a mi cuñado y me las acarició justo en medio de la rajita con el dedo medio internándose en ella.
—¿Qué pasó por aquí? —me dijo sonriendo apretándome la colita.
En eso sentimos los pasos de Víctor que se acercaba y mi hermano me hizo sentarme a su lado. Víctor se sentó en el sillón junto a mi cuñado.
Hacía mucho tiempo que no me sentía así: tan pleno, tan lleno de sensaciones, tan… bullente. A Víctor ni lo miré. De pronto todo comenzó a cobrar sentido para mí. Fue como un banco de niebla que se comienza a disipar. Las palabras de mi cuñado y de mi hermano resonaron dentro de mí:
“Todo lo que quieres está en esta casa, bebé. Todo. Es solo cosa de que aprendas a mirar bien”. “En la vida encontrarás sinsabores, pero también tienes que aprender a ver lo bueno que te ofrece.”
¿Cómo no lo había visto?, ¿cómo se me pasó por alto que el amor de mi hermano y de mi cuñado era un amor de verdad? Me invadieron sentimientos encontrados: ganas de reír y tristeza por mí mismo. Pero ahora las cosas serían distintas, pensé.
Esa noche mi hermano se acostó antes que yo y cuando me metí a la cama, él ya estaba durmiendo. Me abracé a él, puse una pierna sobre la suya y también me quedé dormido. Ni cuenta me di cuando se acostó Víctor. Tarde seguramente, había tomado por costumbre quedarse con mi hermana en el living o en el patio hasta altas horas de la noche.
Al día siguiente era domingo. Cuando desperté era Gino quien me tenía en sus brazos. Sonreí de contento. Entonces me levanté. Víctor dormía aún. Su rostro me pareció hermoso, pero ya no sufrí por no tenerlo. Esa mañana desayuné de buen ánimo con mi madre y mis hermanas. Ni siquiera la presencia de la perra disminuyó mi ánimo. Mi cuñado aún no se levantaba tampoco.
Esa tarde Víctor se marchó a media tarde. Yo sabía que esa noche mi hermano dormiría conmigo. Lo sabía. No pude dejar de verlo en todo el día. Me recriminaba no haber puesto atención en él nunca antes en mi vida. A ratos él me veía y bromeaba conmigo. Me revolvía el pelo. Gabriel también me sonreía con esa gracia tan propia de él. En un momento en que nos encontramos solos en la cocina me dijo:
—Esta noche será muy especial para ti, Vancito. ¿Recuerdas lo que te enseñé sobre prepararte con anterioridad?
—Sí —le dije y lo miré a los ojos—, lo sé.
4.
En pocos días las cosas habían cambiado considerablemente. Mi locura por Víctor había cubierto con una nube negra la convivencia familiar, pero la nueva situación en que me encontraba parecía haber traído una paz necesaria. Sabía que esa noche sería de mi hermano como había sido de mi cuñado y estaba deseoso y expectante. ¿Qué sentía por Víctor?, ¿tan lábiles eran mis sentimientos? Lo que días atrás era una profunda convicción de estar enamorado del novio de mi hermana, había dado paso a una conformidad, una aceptación de que tal vez él nunca podría ser mío y eso ya no me provocaba los arranques de ira ni rencor contra todos como antes. Mi cuñado y mi hermano me querían y quería ser de los dos como ya me había entregado a uno.
Esa noche me acosté temprano y esperé a mi hermano ya preparado, como me había dicho mi cuñado. Gino vino al dormitorio bastante tarde. Entró con mi cuñado.
Gabriel se acercó a mi cama y me dio un beso prolongado delante de mi hermano.
—Te queremos mucho, Vancito —me dijo—. Los dos te queremos mucho y queremos lo mejor para ti. Esta noche será para ustedes. Ya será el momento en que podamos estar los tres juntos, ¿te gustaría estar con ambos? —agregó.
Yo no supe qué decir, miré a mi hermano y este sonreía:
—Hay muchas cosas que tienes que saber, Vancito, muchas.
En eso mi cuñado se separó de mí y abrazando a mi hermano le dijo algo al oído y se besaron. Mi pene rígido dio un salto al ver ese beso de amantes, un beso de lengua, lujurioso. Luego mi cuñado se fue y Gino aseguró la puerta y vino hacia mí.
Mi cuerpo flaco vibró de nervios cuando mi hermano me tomó de las manos y me hizo pararme a un costado de la cama. Yo solo tenía puesto mi slip, por lo que su abrazo me hizo estremecer al tocar su piel desnuda. La calidez de su pecho tocando el mío, la suavidad de sus vellos en contacto con mi pecho lampiño. Sus labios encontrando los míos, su faz con su barba crecida, su aroma, su aliento. Todo ello me tenía en una tensión tremenda. Tuve que sacar un poco mi pene por sobre el elástico del slip y dejarlo pegado a mi barriga por la fuerza de la erección. Allí quedó atrapado entre mi cuerpo y el de mi hermano. Me besó virilmente, su lengua atrapó la mía y se introdujo en mi boca, succionando, explorando, enseñando. Mi hermano, mi maestro, mi adoración.
Me tomó en brazos, como si fuera un novio de novela y me depositó en su cama. Aquella que Víctor solía ocupar. Luego, se acostó a mi lado y tomándome en sus brazos continuó con sus caricias ardientes, con sus besos urgentes. Sus piernas aprisionaban las mías y con una mano sujetaba mi espalda apretándome contra él.
“¡Oh, dios!” —pensé—, ¡qué sensaciones tan maravillosas!
Gino se las arregló para sacarme el slip y luego se paró un momento al lado de la cama para quedar desnudo frente a mí. Entendí que era para que lo viera; para darme esa visión como un regalo; para mostrarme aquello que habría de comerme en un rato más.
Yo en mi estado de máxima calentura me acerqué a la orilla y extendí mi mano aprisionando en ella la barra de carne. Gino la acercó a mi rostro y humectó mis labios con ella. Majestuosa verga la de mi hermano. Un trozo de carne grueso y moreno que despedía un olorcito a jabón que no alcanzaba a disimular su verdadero aroma. Intoxicante. Cerré los ojos y me acerqué la verga a la nariz. Aspiré profundamente y así, sin ver, me adueñé de esa energía vital que despedía la verga de mi hermano. La besé con delicadeza, mojé mis labios con sus jugos, tímidamente toqué el hoyito de la cabeza del pico con la punta de la lengua y un gusto agridulce se extendió por mis papilas. Lo repetí una vez más, chupé la puntita esta vez, y luego otra vez, ruidosamente. Luego me la comí entera. O lo que me cabía en la boca. La apresé entre mis labios y acaricié su tronco con mi lengua en una suerte de rito a ciegas en que rendía pleitesía a la verga que me haría suyo en unos minutos.
Mi hermano me dejó hacer. No quiso interrumpirme, sabedor de la naturaleza de mis actos, del profundo acto de pertenencia que supone el tragarse la verga fraterna. Gino, hombre experimentado al fin, sabía que en esos momentos él sólo podía ofrecerme su hombría en silencio.
Cuando abrí los ojos, Gino me miraba con infinito amor. Eso no más puedo decir. No lo podría describir de otro modo. Mi hermano me amaba y yo, con la vergüenza de haberlo ignorado por tanto tiempo, trataba de resarcir mi error con mi inexperta juventud.
De pronto mi hermano tomó mis piernas y llevándolas sobre sus hombros me comió el hoyo del culo con una carga de lujuria que casi me hace acabar ahí mismo, pero pude aguantar su arremetida. Su lengua húmeda y caliente entrando en mi cavidad me provocaba verdaderos espasmos de placer. Los mismos que ya me había provocado antes mi cuñado con su lengua. Pero nada se asemejaba a lo que me haría sentir después, cuando sin aviso me comió el pico y las bolas de una vez. Creí que me desmayaba. El sexo con mi cuñado fue sensacional, pero esto que me hacía mi hermano era tan irreal que me provocaba terror no saber qué hacer para corresponderlo. Mi ingenuidad no me permitía ver que mi juventud e inexperiencia eran precisamente el mejor regalo para un hombre como él, versado en estas lides.
Me chupó la raja, las bolas y el pico y yo, aunque traté, no pude evitarlo. Me derramé en su boca que él jamás retiró de mi verga adolescente. Luego, cuando ya no quedaba nada de mi líquido vital, se arrimó a mí y me la devolvió en la boca en un beso profundo y viril.
Luego, mi hermano me abrazó y me atrajo hacia él.
—Tenemos toda la noche —me dijo.
No sé si sería por bajar mi ansiedad y tranquilizarme, pero enseguida se puso a conversarme de muchas cosas. De cómo él y Gabriel habían tenido una corta relación antes de que él se casara con mi hermana. De cómo las pulsiones sexuales a veces se ajustan para disfrutar tanto de hombres como de mujeres. Y que si yo quería también podía seguir los mismos pasos.
—Puedes disfrutar de lo mejor de ambos mundos —me dijo, pero yo no podía estar más lejos de ello en esos momentos.
En ningún momento dejé de acariciar su pichula que no cedía en su dureza. Cabeceaba en mi mano y cuando ya no aguanté más me deslicé por las sábanas para probar el falo fraterno de una vez por todas. Era una verga muy distinta a la de mi cuñado. Esta era una verga morena, tubular, sin tantas venas como la de Gabriel, la cabeza más chica, violácea, poderosa. Puse todo mi empeño en darle el máximo placer al chupársela y a juzgar por sus exclamaciones y gemidos, creo que lo logré. Le chupé las bolas redondas y peludas y hasta me atreví a seguir el camino oscuro que avanzaba desde la parte más escondida hacia el hoyo perdido entre pelos negros. Él mismo se abrió las nalgas y levantó las piernas cuando advirtió mis intenciones y allí llegó mi lengua. A las rugosidades que cerraban el paso hacia su ano maduro.
Le chupé el culo con tantas ganas que yo mismo me sorprendí de que algo tan exótico pudiera causar tanto placer. En ese momento descubrí que esa sería una actividad que difícilmente querría dejar de practicar.
Su verga olorosa la llevé a mi boca con desesperación, pero él, comprensivo, me enseñó que no era necesario que me la tragara toda de una vez. Que poco a poco adquiriría la experiencia necesaria para comérsela completa. Sin embargo, yo sentía que tenía la responsabilidad, el deber de comérsela entera y hacerlo delirar de gusto; lo que conseguí fue ahogarme y provocarme un par de arcadas por la imposibilidad física de tenerla por completo en mi cavidad bucal.
“Ya aprenderé” —pensé.
Una de las cosas que más me gustó de esa sesión de sexo con mi hermano fue el momento en que él me subió de frente sobre su cuerpo y me mimó por mucho rato. Su pene entre mis piernas resbalaba baboso en mi piel, pero él no tenía apuro alguno. Sólo me miraba y me besaba.
—¡M’ijito rico! —murmuraba y me miraba incrédulo, mientras corría un mechón de mi cabello y me besaba los párpados. Sus brazos cruzaban completamente mi espalda y me mantenían deliciosamente aprisionado, cautivo de su pasión.
Cuando me depositó a su lado de espaldas, supe que había llegado el momento. Con lentitud levantó mis piernas y me hizo sujetarlas con mis manos por detrás de las rodillas. Luego me comió el culo una vez más y me aplicó una crema que no supe jamás de dónde salió.
El beso del pene en el ano me provocó un temblor en todo el cuerpo. Quería disfrutar, pero no sabía si sería tan doloroso como cuando recibí a mi cuñado la primera vez. Gino, adivinando mis temores, me reafirmó:
—Tranquilo, no te haré daño. Será muy suavecito, ya verás.
Y así fue, yo aflojé el nudito y haciendo fuerzas como ya me había enseñado Gabriel, le di paso a mi gruta que inmediatamente fue invadida por el calor del gigante moreno que entraba en su palacio.
De allí en más, me culeó con una suavidad y una lentitud inesperada. Me llevaba a las alturas del placer, para luego devolverse de la cumbre y comenzar de nuevo. Mi ignorancia en el juego del amor me llevaba a la exasperación, quería que me aserruchara con fuerza, pero a la vez creía desfallecer cada vez que me tenía en el punto de no retorno sin cruzarlo. ¡Qué desesperación tan grande!
Yo apretaba el anillito, aunque el grosor de la verga casi no me lo permitía, pero Gino lo sentía y en esos momentos me culeaba con más fuerza. Cuando ya creía que no podría aguantar más, mi hermano comenzó con un movimiento más y más rápido. Si tuviera que describir esa cacha con el máximo rigor, tendría que decir que era un movimiento como de tres metidas cortitas seguidas de otras tres clavadas profundas, en un ritmo que me desencajaba de gusto.
Cerré los ojos en un momento solo para recibir un beso apasionado y la cacha se hizo urgente y enérgica. Allí sí que me llevó a la cima para no parar hasta descargarse completamente en mí que, tal como me ocurrió con mi cuñado, eyaculé sin tocarme.
¿Cuántas veces me culeó mi hermano esa noche? No lo sé. A pesar del cansancio y el esfuerzo de toda una noche de sexo y amor, me levanté en cuanto desperté. Mi hermano ya no estaba en la cama y con toda la calma del mundo me presenté en el comedor para compartir el desayuno con mi familia. Esa mañana, a pesar de que aún era temprano, todos estuvieron en la mesa. Fue casi como un festejo para mí.
Tal como me había ocurrido con mi cuñado, la verga de Gino la sentí gran parte del día dentro de mi recto en una sensación fantasma que no quería que desapareciera.
Epílogo
Cuando reflexiono sobre mi temprana adolescencia siento que crecí dominado por la ira y la imposibilidad de entender mis circunstancias. Viví años con la necesidad de culpar a los demás, dominado por sentimientos de rencor que me impedían ver a mi alrededor y, especialmente, ciego al amor que me rodeaba.
La falta de control sobre mis propios sentimientos fueron una constante en mi juventud porque no era capaz de enfrentar el miedo atávico a quedarme solo, a no ser aceptado, a no llegar a conocer el amor. Mi respuesta fue la ira, porque no sabía cómo lidiar con lo que yo consideraba una injusticia, esto es, que todos encontraran la felicidad menos yo y, peor aún, que llegaran a ser felices a costa mía y cuando crecí y me di cuenta de que, en realidad, eso respondía a un sentimiento egocéntrico y falaz, sentí alivio.
Por mucho tiempo sentí vergüenza de esa actitud mía, pero hoy creo que fue una etapa difícil cuyo manejo excedía mi voluntad. Mi hermano Gino fue… cómo decirlo… el catalizador de esos sentimientos, el ser que al final me trajo calma. Con él aprendí a reconocer este aspecto de descontrol y a abordar las cosas en forma menos dramática.
Con Gino y Gabriel aprendí también a disfrutar de los placeres mundanos. Nuestra vida sexual se hizo cada vez más creativa e impúdica. Aprendí a gozar del erotismo de ciertas prácticas inusuales sin culpa, a amar sin restricciones.
Cuando entré a la universidad, mi hermano me arrendó un departamento para mí solo. Ya entonces éramos, además de hermanos, amigos y amantes. Hoy vivo con él y recibimos frecuentes visitas de mi cuñado. Atrás quedaron los días de ira y frustración. Víctor se hizo parte de la familia, hoy es padre de dos niños hermosísimos, y poco a poco fue adentrándose en los secretos familiares. ¿Llegué yo a cumplir el sueño de estar con él alguna vez? No, nunca lo cumplí y no me importa porque nada se compara con vivir con la persona que amas más que a nadie en la vida y esa persona es mi hermano. Solo a él lo quiero en cuerpo y alma. Lo amo como jamás creí que se pudiera amar. Es mi todo y aún hoy, en nuestra adultez, desfallezco de solo pensar que podría haber pasado por su vida sin advertir su aura, sin ser alcanzado por su magia, sin ser suyo.
Víctor también tuvo que lidiar con sus propios sentimientos, lo sé, aunque él no lo admita. Sé que yo provoqué una lucha en su corazón, pero al final ambos encontramos la felicidad y el amor y, aunque las cosas concluyeron en forma diferente a como yo pensaba, no me arrepiento de haberlo amado porque las cosas del corazón no son tan simples como en las novelas rosa. Hoy sé que mi corazón le pertenece a Gino, pero también reconozco que un día fue de Víctor y está bien. Así es la vida.
No me arrepiento de este amor
Aunque me cueste el corazón
Amar es un milagro y yo te amé
Como nunca jamás lo imaginé
FIN
Torux
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WOW De todos tus relatos este ultimo estubo genial torux te felicito amigo bien escrito me fasino y me exito que tres pajas me hize jejeje saludos amigo…. 🙂 😉 🙂 😉 🙂 😉
Gracias, alexpinwi12, me alegro que te haya gustado el relato.
muy rico mi estimado pero me quede con ansias de saber mas de la relacion de gabriel con victor y de que como los dos cogian a vancito, ojala nos des esa fantasía, me encantas tus relatos mi estimado, siempre me deslechas jujuju
Hola, Fer Mzt Sants Jacs. Seguramente te refieres a Gabriel y Gino, porque Víctor y Vancito no llegaron a tener nada entre ellos. ¿Podrían tener algo en una continuación? No lo sé. 🙂
Gracias, por tu comentario.
uff hermano, que delicia releer cada vez y con mucho más morbo que antes….