MADERA Y FLORES
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por sweet.ciro.
Siempre fui muy independiente, tranquilo, digamos, reflexivo.
Mi mamá era una persona solitaria y depresiva, que calmaba su ansiedad de vivir relacionándose con cuanto hombre le hacía un guiño.
A mi corta edad ya habían vivido con nosotros al menos tres individuos y ninguno se había querido quedar.
Mi papá biológico era un mito para mí, pues ni siquiera lo recordaba.
En casa vivíamos mi mamá y yo.
Entonces no tenía más hombre en el hogar que su pequeño hijo Francisco, es decir yo, de 8 años.
Tenía su cama en el cuarto con ventana a la calle.
El mío era más chico, con una cama individual y los muebles regulares para un niño de segundo grado de primaria: un escritorio infantil, lámpara, cesto para juguetes, etc.
Estaban comunicados sin cortina ni puerta, y podíamos entrar y salir de un cuarto al otro como si fuera uno.
A los ocho años me dejaba al cuidado de la señora que hacía la limpieza y me cuidaba hasta las cinco de la tarde.
Yo caminaba y regresaba de la escuela primaria en compañía de otros niños, que por el camino se iban quedando en sus casas.
Como yo vivía más retirado, me tocaba caminar solo un buen tramo.
Cuando no había hombre en casa, mi mamá me dejaba dormir junto a ella, en su cama.
Era muy cómoda y limpia, como que olía a flores y a su cuerpo.
A veces aun se despierta en mí esa especie de memoria olfativa y me lleva de nuevo a ese lugar, a persar de que ya pasaron tantos años.
Su cuerpo era de formas exhuberantes, consta en fotografías, y por la época de la sicodelia usaba minifaldas de colores vivos, pantalones cortos que resaltaban sus caderas, blusas al cuerpo y peinados de la época.
No concordaba su estilo de ropa provocadora con su carácter pasivo y melancólico.
Supongo que lo hacía para dejar ver que era lo bastante joven como para conseguir marido, pues en los sesentas una chica soltera y con un hijo era vista como personaje de un drama de película.
Nuestra ciudad era caliente y el invierno casi no se presentaba en ningún año.
Mi mamá tenía un puesto de ropa en un mercado popular y trabajaba los siete dias de la semana, con énfasis en sábado y domingo, que eran los días de mayor venta.
Vendía ropa para damas, jovencitas y niñas.
No eramos ricos, pero no nos iba nada mal.
Sólo eramos algo solitarios, pues como dije, en casa estábamos los dos únicamente.
Una noche particularmente caliente, después de cenar, estuvimos viendo televisión hasta tarde, digamos las diez de la noche.
Eran programas policiacos, Kojac, Cannon, no recuerdo bien.
Pero mi mamá me había permitido desvelarme un poco porque no teníamos sueño, era muy fuerte el calor y el ventilador apenas se daba abasto para refrescarnos.
Despues de la tv mamá propuso un baño y nos metimos bajo la regadera.
Estuvimos contentos peleándole al calor, desnudos ella y yo.
Mi mamá tenía un lunar en forma de corazón cerca del ombligo, bajando un poco hacia la pelvis.
Era pequeño, como del tamaño de una uva pasa.
Hacia abajo, casi frente a mi cara veía la mata de vello que coronaba su vagina, negra y misteriosa para mí.
Yo la veía y luego me analizaba, pues yo tenía pene, y era diferente.
Sus senos eran hermosos y redondos, grandes y pesados pero fuertes, con pezones prietos que remataban en orgullosas puntas.
Yo no tenía pechos, pero me comparaba.
Eran grandes diferencias las de mamá comparada conmigo.
Mi mamá se dio cuenta que había curiosidad en mi mirada y lo tomó por el camino natural.
Me explicó el por qué de las diferencias y para qué eran la vagina y los
pechos, todo enfocado a la reproducción.
Mi imaginación volaba con sus explicaciones y me veía a mi mismo embarazado, amamantando un bebé y cosas así, absurdas pero creíbles en mi mente infantil.
No se le ocurrió hacer notar que sólo las mujeres podían embarazarse y me quedé con la idea que podría sucederle a todos, a cualquiera.
Terminó la ducha, la charla y nos fuimos a dormir casi mojados, para guardar la frescura.
De nuevo me dejó dormir a su lado.
Me puso un calzoncillo y me pasó de nuevo la toalla por el cabello.
Ella regularmente se ponía un pantalon corto y una playera vieja para dormir cómoda, pero esta vez hizo algo que llamó mi atención.
Se puso una pieza pequeña sobre el torso, casi transparente y que cubría hasta el pubis.
Se puso también un calzón pequeño, con encajes y una fina tela le tocaba suavemente el pubis, haciéndolo casi visible.
Ambas piezas de color blanco que transparentaban su carne, sus pechos.
El calzón parecía que quería hundirse en la grieta de su sexo.
Era la ropa que usaba cuando tenía hombre en casa.
Debe haber visto algo en mis ojos porque se me quedó mirando y me explicó que hacía demasiado calor y que ella no podía dormirse en puro calzoncillo, como yo.
Que al menos debía cubrir su pecho.
Yo sólo le contesté que se veía muy bonita y le pregunté si vendría su novio esta noche.
Sonrió y me dirigió hacia mi lugar de la cama.
Duérmete ya, dijo, y me besó dulcemente en los labios.
La oscuridad olía a jabón, a champú, a la piel de mi mamá.
Las sábanas estaban húmedas y pesadas por el sudor de ambos.
Oía la respiración de ella que se mezclaba con el sonido que iba y venía al vaivén del ventilador que giraba, nos tocaba la piel y nos lamía el calor del cuerpo.
Al poco rato comencé a notar su respiración más relajada, como cantando en susurros intermitentes…si cerraba los ojos veía estrellas que se encendían y apagaban a lo lejos, muy profundo en mi.
Mi mamá se quedó dormida rápidamente, vencida por el cansancio y la calentura del día.
Estabamos frente a frente y su mano tocaba mi cadera.
Si hubiera sido invierno hubieramos dormido abrazados, yo metido en sus senos calientes y reverberando el latir de su corazón.
Pero hoy no, sólo me tocaba con la mano la cadera.
El calor no permitía el abrazo, pero ella mantenía el contacto conmigo, al menos con una mano.
A veces la subía o la bajaba, como acariciandome desde el sueño.
Yo estaba despierto.
No podía dormir.
La respiraba.
Respiraba su aliento en mi cara y el olor de su cuerpo limpio.
De su cabello brotaban flores y esencias de madera que entraban en júbilo con cada oleada del ventilador.
Me acerqué y olí la rebeldía de sus pechos liberados, le di suaves besos en los pezones que parecían querer volar.
Mi boca recordó la noche en que llegué al mundo y por instinto, pero con nueva malicia, comenzó a chupar la suave punta, saboreando con la lengua el terciopelo negro del pezón ahora endurecido.
Mi mamá puso su mano en mi nuca y apretó mi cara contra su pecho, gimiendo en el sueño el placer libidinoso de amamantar al recién nacido, al hijo amado que le dio, sin que ella lo viera venir, el placer de dar leche y sentir al mismo tiempo la miel del orgasmo en el primer día de la maternidad.
El cuerpo de mi mamá se arqueó levemente y me soltó.
Gimió suave otra vez y tomó aire profundamente para volver a caer en el sopor del sueño, aliviada sin saber de qué.
Yo cerré los ojos fingiendo dormir, pero ella no despertó.
La oscuridad olía a flores, a espuma de mar, a piel de mujer.
Bajé un poco más y besé su vientre, abracé con suavidad su cadera tersa, metí la lengua en su ombligo.
El olor limpio de su sexo me perturbó.
Por la posición de sus piernas no alcancé a besar su vagina, pero quería hacerlo.
Metí la mano y rocé con los dedos la mancha de pelos debajo del calzón.
Había humedad y fragancia, una hoguera.
Hundí mi cara entre su pierna y su pelvis buscando ese mar revuelto que le adivinaba, quería lamer la humedad que le sentí con la mano, abrir la boca y tragarme la oscuridad dormida de su entrepierna.
Mi cuerpo de niño temblaba y sudaba mientras por dentro se encendía un fuego dulce que quemaba la garganta, las orejas.
Mil peces luminosos y tibios abandonaron mi cuerpo en un leve río de miel transparente que salío por mi pene duro.
Sentí un placer que dolía y agitaba mi cuerpo.
Mi voz se hizo de luz, despertando a mi madre.
Fingí dormir, girando mi cuerpo boca abajo para ocultar lo que había eyaculado (no sabía realmente qué era) y me quemaba la piel.
Mi madre acomdó sus pechos bajo la tersa transparencia, vio que estaba casi en sus rodillas y amorosamente me jaló metiendo sus manos en mis axilas, hasta la altura de su rostro, suponiendo que me moví en algun loco sueño.
Me dejó boca abajo con mi cara hacia ella y volvió a besar mis labios.
Mi garganta estaba seca.
Estaba a punto de llorar y no sabía por qué.
Al fingir dormir, me dormí.
No creo que pasara mucho tiempo cuando me despertó de nuevo el olor a flores y madera de su pelo.
Ahora me daba la espalda, suave y larga como un suspiro.
La prenda trepó hasta sus homóplatos y podía tocarla, pasar mi mano por su costillar hacia la cadera, imperceptiblemente, como un pelícano que pasa sobre un mar dormido.
Tenía sujeto el calzón por un hilo que se perdía entre sus nalgas y renacía en V sólo cubriendo su sexo por el frente.
No me había dado cuenta.
Despacio, como una boa con hambre, me moví hacia mi madre.
Respiré en su nuca.
Besé su columna vertebral.
Me detuve a media espalda y pegué mi cuerpo contra el suyo, mi boca en su espalda, mis manos viajando ciegas sobre la duna de su cadera.
Mi sexo pequeño estaba duro y dolía.
Me quité el calzoncillo y puse mi pene en el abismo de sus nalgas.
Mis piernas tocaban sus muslos.
Había lágrimas en mis ojos y algo parecido al llanto quería salirse de mi pecho.
Me ahogaba.
Un mecanismo, una orden oculta, un codigo dormido se activó en mí y comencé a mover mi cadera queriendo entrar en mi madre, quería meterme en ella y reventar como las granadas cuando caen maduras del árbol sobre la tierra mojada.
La mano suave de mi madre tocó mis pequeñas nalgas.
En el medio de la noche y el calor, mi corazón se congeló.
Había despertado por lo fuerte del abrazo y las fricciones de mi cuerpo sobre sus nalgas.
Se levantó de la cama y me miró sin calzoncillos, boca abajo y de cara a la pared, fingiendo dormir.
Estaba mojado por el sudor.
Temblaba.
Mi madre tocó mi frente y sintió que ardía.
Tiene fiebre, dijo en voz alta.
Levantó mi cuerpo entre sus brazos y dijo “¡Despierta!”.
Yo seguía fingiendo porque no sabía qué hacer, tenía miedo de su enojo.
Me llevó a la ducha y abrió la llave.
Abrí los ojos y tragué una gran bocanada de aire.
Mi cuerpo era una brasa apagándose bajo el la regadera.
Sentí una convulsión, un calambre inesperado en mis piernas, se tensaron mis manos.
Los peces de luz volvieron en un nuevo torrente de miel transparente que mi madre no supo ver, porque se los llevó el agua de la ducha.
Después de esa noche, mi mamá no volvió a dejarme dormir con ella.
Supuso que el calor de su cuerpo me afectaba, como el calor a las flores y el sol a la madera.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!