MADRE ARDIENTE
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por zoohot.
SONIA es una mujer joven y de bello rostro, algo robusta pero no fuera de línea, con trasero redondo, levantado y perfecto y pechos grandes y duros que gustaba lucirlos con vestimenta adecuada. En su adolescencia, había conocido al hombre de su vida, un atlético potrillo llamado Walter, fuerte, atlético, líder en todo lo que hacía, pero sumamente mujeriego. Durante un verano, él la había conquistado y como primera medida la desvirgó bajo su cuerpo musculoso, y desde entonces la tuvo casi como una esclava a su lado, al sólo efecto de darle verga por boca, vagina y ano, diariamente y sin descanso. El muy altanero tenía muchas chicas a sus pies, pero como acompañante permanente prefería a Sonia, por ser ella la más ardiente a la hora de someterse a sus intensos embates sexuales, sin presentarle queja por su andanzas con otras hembras, mientras volviera con ella. Sonia aceptaba cualquier situación con tal de no verse privada del cuerpo de su macho, de su esperma, de sus olores.
Pasado el tiempo, siempre juntos en esas condiciones aunque ya conviviendo como pareja estable, cuando promediaban sus 22 años, su semental dejó preñada a Sonia. Así fue como tuvieron un hermoso varoncito que llamaron Diego. Sin embargo, la vida de pareja estable y la paternidad inesperada no convencían a Walter, por lo cual un buen día abandonó a ambos y se aventuró a ir a vivir y trabajar en otro país. Para Sonia fue muy dura esa catástrofe, no tanto por tener que afrontar sola la vida y la crianza de su pequeño hijo –que apenas tenía 2 años- sino por verse dejada a un lado y privada de disfrutar día a día de su macho, de gozar siendo apretada y amasada por ese cuerpo oloroso y colmada de semen una y otra vez. Su cuerpo enloquecía pidiéndole los embates del macho, pero tuvo que seguir sola, tratando de calmar sus ímpetus de hembra despechada y caliente.
Diego se crió muy bien con su mamá, como un niño feliz. Fue creciendo en hermosura, hasta que alcanzó la adolescencia como un efebo bastante alto y fornido. Diego desarrolló muy bien, por haberse dedicado a los deportes y la vida al aire libre desde más pequeño. Bello de rostro, con hermoso y muy abundante pelo castaño claro (que su madre prefería mantener algo largo), y estampa y actitudes muy varoniles.
En la visión de Sonia, a los 14 años Diego se había convertido en un vigoroso macho y, para mejor, era el vivo retrato de Walter, su padre, al que ella nunca había podido olvidar y seguía extrañando y añorando sus favores físicos y sexuales.
Muy deportista, era común que algunas tardes Diego regresara a casa empapado de sudor después de jugar fútbol con sus amigos, se quitara su remera (movimiento en el que se marcaban sus incipientes y bien definidos músculos) y entrara a tomar una ducha. Luego de bañarse, solía salir cubierto por un toallón o sólo con un slip, para dirigirse a su cuarto donde terminaba de vestirse. En esas andanzas, recién bañado, su slip marcaba un muy desarrollado bulto sexual que no se avergonzaba de exhibirlo ante su madre en su ir y venir.
El cuerpo de Sonia (que no había borrado la memoria neurológica de los placeres que le había propinado su añorado macho Walter) reaccionaba ante esa contemplación. Le parecía estar viendo al mismo padre, reproducido en ese potrillito varonil y musculoso. Sin proponérselo, en esos momentos su vagina se humedecía y su ano se dilataba instintivamente, sintiendo también que sus pezones se ponían duro y aumentaban sus calores corporales. Irracionalmente sentía: “es él, es Walter que volvió a mi vida”.
Sonia no aguantaba más, deseaba a Diego como una perra en celo, lo acechaba observándolo discretamente cuando se cambiaba en su cuarto, o cuando él dormía. Esas contemplaciones le hacían derramar mucho líquido desde su concha, y terminaban invariablemente en una furiosa masturbación con sus dedos.
Un día, en pleno verano, Diego había vuelto de jugar fútbol al sol y muy mal quemado. Sonia le aconsejó tomar una ducha bien fría, ya que luego le pasaría una crema protectoria para aliviar la quemazón de su piel. Así se hizo y, luego de la ducha, Diego se acostó en su cama tan sólo envuelto en un toallón; Sonia le pidió que se ubique boca abajo y ponga sus manos bajo su cara, para comenzar a extender la crema sobre su espalda enrojecida.
El paso de sus manos por esa espalda viril, musculosa y ardiente excitaba a Sonia en forma enloquecida, ¡qué hermoso macho era!. Le indicó que se diera vuelta para hacer lo mismo en el pecho. Diego se ubicó boca arriba, colocó sus manos bajo su nuca y entregó su cuerpo a Sonia para que continuara con el tratamiento. Diego se conmovió al ver a su madre inclinada sobre él desde el costado de la cama; ella se había ocupado de vestir una remera de breteles con escote bien amplio, de forma tal que sus tetas grandes y redondeadas casi pendían sobre él. A su vez, Sonia sintió que se mojaba entera al verlo a Diego en esa posición: la ubicación de los brazos hacía que sus juveniles bíceps se mostraran duros y sólidos, contempló la suave vellosidad de sus axilas, sus pectorales bien marcados, sus pezones duros, el vientre plano y bien trabajado por el ejercicio… No dejaba de ser un cuerpo adolescente, pero su machumbre bien definida ya se vislumbraba en ese pecho amplio y esa cintura estrecha.
Ella comenzó a extender la crema en el pecho del joven, disfrutando ese recorrido, ese contacto con su piel tersa, bronceada. Inclinada sobre él, percibía sus olores varoniles que –inevitablemente- le recordaban los de su macho Walter. Las manos recorrian el pecho y el vientre de Diego, mientras él observaba a Sonia inclinada, con sus pechos pendientes como frutos. Esa visión y el recorrido de las manos excitaba su sexualidad en pleno desarrollo, con la testosterona corriendo a raudales por su sangre. Intuía también el jovencito el placer sensual de Sonia, que evitando mirarlo a los ojos se concentraba en cada parte del cuerpo viril que recorría con sus manos. Diego respiraba algo agitado y se fruncían sus labios, en el típico gesto del macho encendido y caliente. Sí, era su madre, pero no dejaba de ser una hembra hermosa y él un potrillo enardecido.
Con una rápida observación, Sonia advirtió que la porción del toallón que aún cubría las partes pudendas del macho, se encontraba elevada. Notó que los tocamientos habían excitado al machito y provocado una erección en su verga. Hembra hábil y conocedora, pidió a Diego que flexionara la rodilla de una de sus piernas, apoyando la planta del pie en la cama, para así poder encremar y masajearla. Cubrió de crema el muslo del machito y mientras con una mano masajeaba la entrepierna, con la otra hacía lo mismo más abajo del ombligo de Diego, provocando el notable aumento de la erección y la mayor frecuencia de la respiración de él, quien –incluso- hizo algunos gemidos involuntarios. En un momento, ambos se miraban a los ojos: él la vió a ella mirarlo no como una madre sino como una hembra caliente; ella observó en la mirada y el gesto de Diego la excitación del macho en celo. Sonia sentía que los jugos vaginales brotaban e incluso ya corrían por su entrepierna. No pudo más, la suerte ya estaba echada, su cuerpo reclamaba el macho añorado que había perdido y ahora, en forma sorprendente, recuperaba.
Con un rápido movimiento se quitó su remera y dejó sus pechos al descubierto, ante la mirada de asombro y deseo de Diego. Enseguida, se inclinó sobre él y lo besó en la boca, mientras con una de sus manos arrancaba el toallón que el joven vestía y comenzaba a acariciar su verga durísima y sus bolas calientes, jugando con sus dedos entre el vello púbico del machito erecto.
En ese beso, pronto se abrieron las bocas y se entrecruzaron las lenguas, mojadas y hambrientas. Diego tomó la cabeza de Sonia con una mano, acariciando su pelo y con la otra mano rozaba sus pechos. Hábilmente, la hembra colocó uno de sus pezones entre los labios de Diego, quien comenzó a chupar y mamar golosamente ambas tetas. Sonia –sin detener el masaje sobre el sexo del macho- empezó a lamerlo y chuparlo, en el cuello, las axilas, el pecho, bajando y bajando hasta pasar la lengua por sus pendejos y comenzar a succionar sus bolas y su verga. La hembra chupó la verga erecta del machito sin descanso, deleitándose al sentirlo gemir, retorcerse y mover rítmicamente su cadera.
No lo dejó eyacular. Jadeante, Sonia se terminó de desnudar y se recostó junto a Diego, abrazándolo e incitándolo a que se subiera sobre ella. El machito, enloquecido, la montó y su verga buscó –con embates rápidos- la húmeda concha de la hembra que se le entregaba. La penetró de un solo golpe, con tanta fuerza que le arrancó un grito a Sonia. Ambos cuerpos se movían y convulsionaban con desesperación, mezclándose los gemidos y gruñidos de Diego con los grititos y expresiones de Sonia, que no dejaba de repetir: “aah, ahh, macho, macho, clávame, más, más…”. El orgasmo de la hembra se fusionó con una tremenda y abundante eyaculación del machito. Quedaron así, abrochados, uno dentro del otro, abrazados apretadamente, jadeando, oliéndose y temblando de placer.
Fue que a partir de ese día, Diego y Sonia no fueron más hijo y madre, fueron macho y hembra, hambrientos, calientes, deseándose con locura. Diego abandonó su cuarto y se instaló en el dormitorio de su madre, fue su macho, su pareja. Copularon salvajemente todos los días, e incluso varias veces por día. Sonia fue llevándolo a conocer distintas formas de disfrutarla: chuparle la concha hasta hacerla acabar, eyacularle en la boca, o entre los pechos, penetrarla por el culo hasta llenarle el recto de esperma caliente. Lo hacían en la cama, en el suelo (como animales alzados), de pie contra las paredes, en la ducha, de día, de noche. Diego tenía 14 años y ya era un verdadero semental, sirviendo a una poderosa hembra.
Así siguieron hasta los 17 años de Diego. Con el paso del tiempo, el machito se desarrolló mucho más físicamente hasta convertirse en un verdadero potro reproductor, hermosísimo y fuerte. El ardor, el deseo y el placer que le daba Sonia le permitió dejar a un lado su condición de hijo y madre, ninguna otra jovencita podía darle el gozo físico que le brindaba Sonia, con ella y sólo con ella se sentía un verdadero macho.
En esa etapa, Sonia tomó la decisión de no cuidar más la ingesta de los anticonceptivos que consumía y que evitaban un seguro embarazo con semejantes servicios sexuales de Diego. Así las cosas, un día supo que había quedado preñada de él, y tal como lo había planeado, decidió traer al mundo a esa criatura, fruto de tanta pasión y lujuria.
Cuando Diego lo supo se perturbó grandemente, pero Sonia se encargó de consolarlo y conformarlo, diciéndole que era algo hermoso que tuvieran un hijo juntos, fruto del amor y la pasión que sentían el uno por el otro. El jovencito, preso por la atracción lujuriosa que ella le producía, lo aceptó finalmente. Vivían en una ciudad pequeña, no muy lejana de Buenos Aires. Como toda comunidad chica, las noticias volaban. Y Sonia explicó a sus conocidos que tenía un novio y que había quedado embarazada de él, quien por esta razón se había alejado, y que ella encararía el embarazo sola con la única compañía de su hijo Diego, que ya era un hombrecito. Así pudieron manejar su secreto frente a la sociedad del lugar.
Pese al embarazo, Sonia no dejó nunca de requerir sexualmente a Diego, incluso cuando su panza ya era prominente. El joven se mostraba remiso y dudaba, preocupado por si la cópula podía dañar al bebé o perjudicar el embarazo. Sonia se encargo de convencerlo que no era así y que –al contrario- “al bebé le va a hacer bien sentir la fuerza de su papi”. De tal forma, siguieron ayuntándose diariamente con fervor. Incluso Diego descubrió que lo excitaba mucho ver cómo se sacudía la panza de Sonia mientras el la cogía, y la sometía a los embates de su verga.
Producido el parto, tuvieron una hermosa niña. Durante la cuarentena post parto, Sonia exigía a Diego que la cogiera por la boca y le dejara mamar sus espermas calientes. Pasado el período de necesaria abstención, ella volvió a busconearlo ávida de su sexo y su cuerpo varonil.
Según cuenta Diego, una tarde mientras se preparaban para tener sexo, él esperaba recostado en la cama, desnudo. Apareció Sonia, también sin ropas, y con la bebé en brazos totalmente desnudita, recién bañada. Para su sorpresa, ella recostó a la pequeña sobre el pecho de Diego diciéndole: “déjala así, le hará bien sentir el calor y los olores de su papi…”. Diego mantuvo a la beba inquieta sobre su pecho, sosteniéndola suavemente con sus manos, mientras Sonia aprovechaba para succionarle el pene y las bolas…
Con el correr de los meses, Diego tuvo temor que Sonia buscara quedar nuevamente preñada. No estaba dispuesto a que esa situación continuara, pese a que la lujuria lo ataba al cuerpo caliente de ella. Por eso, un día decidió irse de la ciudad y radicarse en Buenos Aires, en casa de sus padrinos de bautismo, con la excusa de estudiar allí. Esa decisión trajo mucho conflicto con Sonia, pero finalmente Diego concretó su plan.
Sin embargo, los fines de semana iba a casa de Sonia para verla y ver también a la niña. Pero en estas ocasiones Sonia lo provocaba intensamente hasta que lograba llevarlo a la cama y hacerse ayuntar y servir. Si Diego pretendía colocarse un preservativo, Sonia rompía en llanto y le decía “ya no me querés como antes…”. Él insistía que de todas formas le daba su semen por la boca y por el culo, y que sólo pretendía evitar nuevos embarazos, lo cual provocaba nuevos lloros de la hembra, quien argumentaba que la sensación de la eyaculación en el fondo de su vagina no tenía comparación con otro lugar, agregando siempre “no me niegues tu cuerpo, tu leche, macho”. Diego trataba igualmente de mantener distancia, permanecer lejos, en Buenos Aires. Me comentó que no sólo lo preocupaba un nuevo embarazo, también tenía el íntimo temor de que alguna vez Sonia lo instara a tener sexo con la pequeña…, todo para movilizar su lujuria en distintas formas y así retenerlo más.
Todo esto me lo contó Diego, a quien conocí como compañero de estudios en la universidad. Lo confesó buscando en mí algo de comprensión, y lo obtuvo. Lo tranquilicé expresándole mi sentir “a partir del momento en que al verte, ella se mojaba y vos, al verla, tenías una erección, ya no eran madre-hijo, eran macho y hembra, e hicieron lo que la naturaleza llamaba a hacer: que se abrocharan sexualmente”. Eso sí, las prevenciones que él tenía eran razonables y lo incité a que se mantenga en esa línea.
Los caminos de la vida nos llevaron a dejar de vernos, cada uno en sus propias ocupaciones. Con el tiempo me enteré que Diego había vuelto a vivir con su madre en la misma ciudad, y que ella –ya siendo una mujer grande- había quedado embarazada nuevamente….
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