Mamá, gorda y puta.
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por RelatosHott.
Ese día desperté temprano.
Me percaté de que tenía la verga totalmente erecta.
Sin embargo, no me levanté de la cama, seguía ahí.
Cerré los ojos por unos minutos; intenté seguir durmiendo.
Pero no pude.
Había agarrado el tronco por encima de mi calzoncillo con la mano.
Empecé a frotarlo.
El sueño comenzó a disiparse a medida que mi calentura aumentaba, así que abrí los ojos; estaba decidido, iba a comenzar la mañana haciéndome la paja.
Aparté las sábanas de mi cuerpo y extraje mi verga del calzoncillo.
Volví a cerrar a los ojos.
Empecé a masturbarme.
Diversas imágenes aparecían en mi cabeza; todas de porno que había visto: tetonas, embarazadas, transexuales, lesbianas, milf, madres con sus hijos.
No quería quedarme sólo con mi imaginación.
Necesitaba aumentar la excitación.
Finalmente me levanté de la cama, y me dirigí a la computadora.
Una vez encendida, me quité la ropa interior y quedé desnudo de la cintura para abajo.
Me puse a mirar pornografía.
Miré un montón de subgéneros, las mismas que pasaban en mi cabeza.
Al final, me decanté por el incesto.
Observé varios videos, en especial los de madres cogiendo con sus hijos.
Cada escena maximizaba el placer.
Sentía la forma en la que mi pene se endurecía hasta el punto de parecer una piedra.
Parecía que iba a reventar.
Las venas muy marcadas.
La cabeza colorada y humedecida por el líquido preseminal.
Mis huevos rebotando en el asiento.
Me estimulaba pensar en esos tipos que se cogían a sus propias madres.
Me estimulaba pensar que todo eso era posible.
Sabía que todo era actuado, que no eran familiares.
Entonces llegué a un punto en el que me enceguecí, en el que mi mente se ponía en blanco.
Una sola imagen se centró en mi cabeza: la de mi mamá.
Hacía una semana que mi papá se había marchado a su trabajo en las minas localizadas en el sur del país.
Tenía que quedarse dos semanas en aquel lugar, luego regresaba a casa por otras dos semanas.
Así que ella y yo estábamos solos.
Papá ganaba un buen salario, por lo que mamá podía trabajar tranquilamente como ama de casa.
Sabía que se había despertado antes que yo; debía limpiar.
Obnubilado por la excitación, cometí una locura, pero poco me importaba.
Me puse de pie y fui en busca de mi mamá.
Primero salí de mi dormitorio y mire a ambos lados del pasillo.
Como no la vi, intuí que se encontraba en la cocina, así que comencé a caminar por el pasillo.
Estaba decidido, como dije antes, nada me importaba.
Iba por ahí, sólo con mi remera, con la verga erecta al aire, mis huevos colgando, descalzo, sintiendo una leve brisa en mis muslos.
Me detuve en la entrada de la cocina/comedor, miré de soslayo hacia el interior, y allí estaba.
Mi madre limpiando el piso con el trapeador.
Es una mujer de cincuenta y cuatro años, 1, 70 metro de altura, con el físico promedio (o estereotipado) de las amas de casa de su edad: gorda, de unos noventa kilos; un culo enorme, bien ancho, y unas tetas gigantes, que cubren más de la mitad de su vientre.
Como era pleno verano, llevaba un vestido ligero casi ceñido a sus curvas voluptuosas.
Se transparentaban las bragas que se metían entre su gordo culo.
Tenía un gran escote que enseñaba la mitad de su busto.
Ella no me veía porque estaba dándome la espalda.
Entonces me le acerqué, me paré enfrente suyo, me llevé la mano a la verga y le dije:
—Mamá.
Ella se dio vuelta, y comencé a masturbarme.
Mamá descendió la mirada a mi verga y pude ver la sorpresa en su rostro.
Estaba paralizada, no decía nada, sólo había abierto aún más sus ojos y boca.
Mis latidos aumentaron, sentía cómo mi corazón golpeaba mi pecho.
Verla así, indefensa, ante algo inesperado como es tener a tu hijo taladrándose el pene erecto delante tuyo, me llevó a descubrir un extraordinario nivel de excitación.
Seguí masturbándome, no sé cuánto tiempo, no sé si segundos o minutos, estaba en otro mundo, estaba en el paraíso.
Ella estuvo un lapso prolongado con los ojos en el pene, hasta que apartó la cara hacia un costado y miró el suelo.
—Tenés que hacer eso en tu pieza —dijo un tanto avergonzada.
No hice caso a sus palabras, al contrario, la excitación aumentó.
Su benévola reacción me sorprendió.
Siempre imaginé una actitud más reaccionaría, violenta, iracunda, pero no.
Ese comportamiento inofensivo me hizo pensar que podía abusar de su bondad, que podía ser impune.
Así que separé las piernas, incliné la pelvis hacia adelante, con la verga apuntando hacia ella, y aumenté la velocidad de la masturbación.
Los huevos iban de atrás hacia adelante rápidamente.
Mi respiración aumentó.
Comencé a gemir casi involuntariamente.
—Uy, sí.
Oh, sí.
Oh —susurré.
Ella volvió a mirarme la verga, que se me puso más tiesa.
Estaba por acabar.
Coloqué la mano que tenía libre en mi cintura.
Me miré el pene.
Miré a mi mamá.
Miré su cuerpo.
Miré sus tetas.
Miré su rostro.
Volví a mirarme la verga.
Paré la masturbación.
Mantuve la mano en el pene, y eyaculé; primero, el semen empezó a chorrear, como si rebalsara, luego vinieron en formas de disparos; algunos aterrizaban cerca de mi mamá.
Tuve un orgasmo soñado.
Solté el pene y vi y sentí sus espasmos (parecía que tenía vida propia), mientras las gotas de semen caían al suelo.
Suspiré y, con indiferencia, con la impunidad que comenté anteriormente, le di la espalda y regresé al dormitorio.
Nunca volvimos a comentar lo sucedido.
Nuestra vida siguió.
Cuando estaba solo, sonreía al pensar que ella tuvo que limpiar el semen que arrojé en el piso que estaba limpiando.
Los días pasaron, y papá volvió.
Lo recibimos con el mismo cariño de siempre.
Pasábamos los días juntos.
Por momentos, veía el rostro de mi mamá.
Era sorprendente la forma en la que actuaba.
Parecía que habían borrado su memoria.
Hablaba conmigo como si nunca hubiera pasado por algo bochornoso.
Seguía sirviéndome, seguía lavándome la ropa, seguía despidiéndome con el cariño de siempre cuando debía salir de casa.
Esos días tuve algo de temor al creer que le iba a contar todo a papá.
Pero los días corrían con tranquilidad.
Llegó el día en el que papá debía regresar al trabajo.
Esa madrugada, me desperté al oír rechinar las bisagras de mi puerta.
Llevé la mirada a la puerta, pero un bulto negro se antepuso.
De pronto, sentí que unos labios fueron a mi boca.
Me dí cuenta que se traba de mi madre.
Sentí que lamió mis labios, entonces abrí los míos.
Nuestras lenguas empezaron a entrelazarse.
Nuestras salivas se mezclaban.
Lamió todo el interior de mi boca, incluyendo los dientes.
Saboreé su aliento.
Sentí la respiración de su nariz chocar contra mi rostro.
Chupaba sus carnosos labios.
Nuestras barbillas se mojaron de baba.
Mi verga empezó a endurecerse.
No podía creerlo.
Estaba contento porque sabía que ese placer iba a regresar.
Luego apartó su rostro.
Me dio la espalda y salió de mi habitación.
Me había dejado sólo con una erección tremenda.
"Qué hija de puta", pensé con una sonrisa.
Ya entrada la mañana, los tres nos encontrábamos en el comedor para despedirnos de papá.
Nos dio un gran abrazo a cada uno, y salió a la vereda.
Allí lo esperaba una camioneta propiedad de la empresa minera; iba a llevarlo a la terminal, con todo pago.
Montó el vehículo y nos saludó mientras se marchaba.
Cuando lo perdimos de vista, mamá me tomó de la mano y me llevó al interior de la casa.
Yo estaba intrigado.
Imaginé lo que se venía.
Caminamos por el pasillo (ella estaba adelante mío; estaba siendo arrastrado).
Pensé en que nos dirigíamos a su dormitorio, pero no, nos detuvimos frente a la entrada del baño.
Mamá abrió la puerta y nos adentramos.
—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté.
—Vamos a bañarnos.
Mi corazón dio un salto.
Con sólo escuchar esas palabras, mi pene estaba entrando en erección.
Mamá soltó mi mano, y se acercó a la ducha.
Deslizó la cortina sobre el riel.
Abrió los dos surtidores del agua para regular la temperatura.
Al final, empezó a desvestirse.
Vestía una musculosa rosada y unas calzas negras.
Tomó la calza por la cintura y comenzó a deslizarla hacia abajo.
Primero descubrió su enorme culo repleto de celulitis.
Llevaba unas bragas blancas que se introducían entre sus nalgas.
Luego enseñó sus gordos muslos y, al final, los tobillos.
Se sacó las sandalias, quedando descalza.
Después procedió a quitarse esa musculosa.
Llevaba un corpiño negro, que, de forma inmediata, se quitó.
Introdujo ambos pulgares a los costados de sus bragas, se inclinó hacía delante, mostrándome su culo, y comenzó a quitárselos de forma lenta, como si fuera una stiptease.
Por supuesto, mi pene estaba tan duro como una piedra.
Quedó completamente desnuda, y se metió a la ducha.
Se colocó debajo de la lluvia.
—Dale —dijo —¿no vas a entrar?
Me desvestí lo más rápido que pude.
Me quité el calzado, el pantalón, la remera.
Me saqué el calzoncillo, y la verga, como un resorte, saltó, se balanceaba de arriba hacia abajo.
Entré a la ducha.
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