Margarita
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Yo había conseguido un empleo y a causa de mi inexperiencia en un empleo formal, especialmente en el área comercial, mi hermano me invitó a cenar en su casa y, mientras lo hacíamos fue poniéndome al tanto de cómo era el negocio de las exportaciones, de las responsabilidades de cada nivel y un sinfín de consejos para que me manejara con solvencia.
Esa conversación se había extendido hasta más allá de la medianoche y como vivían en Florida, sin ningún transporte directo que me arrimara a mi casa, me dijo que me quedara a dormir en el living.
Tal vez por la incomodidad o por los nervios, tardé mucho en dormirme y cuando mi hermano salió de la casa a las siete de la mañana para ir a su trabajo sin despertarme porque sabía que recién entraría a mediodía, yo dormía a pierna suelta.
Nunca supe si algún ruido o el subconsciente me hicieron despertar cerca de la diez y al ver la hora, salté del improvisado lecho para juntar la ropa y subir de dos en dos la escalera que conducía al primer piso donde estaba el baño. Era tal el impulso que llevaba al entrar al pequeño vestíbulo donde desembocaban las puertas, que no pude refrenar mi carrera y tropecé violentamente con mi cuñada que, envuelta en una toalla, salía del baño.
Aunque la conocía desde hacía más de tres años, esa muchacha apenas dos años mayor que él no me resultaba particularmente atractiva, salvo que como hombre no había podido ignorar la simpatía de su enorme boca ni lo sugestivo de su voz enronquecida, pero su cuerpo de sólidos pero pequeños senos y sus nalgas, tal vez demasiado prominentes, no encajaban en mis cánones de belleza.
Sin embargo, los seres humanos reaccionan de las formas más insólitas y absurdas ante sucesos extraordinarios. Mi empellón la había lanzado al suelo contra un rincón y, despojada de la pequeña toalla por el golpe, yacía despatarrada debajo mío, absolutamente desnuda. De forma totalmente inconsciente y animal, sentir esa tibia piel aun mojada por el agua restregándose contra la mía, me obnubiló.
Desembarazándome de la ropa que llevaba bajo el brazo y tomándole la cara entre las manos, busqué ávidamente esa boca que se movía balbuciendo una excusa por estar de esa manera, para sellarla con un beso. Aunque robusta, era más baja que yo y mi cuerpo flaco pero vigoroso le imposibilitó todo movimiento evasivo.
Sorprendida por el beso, su boca no conseguía desasirse de mis labios y con piernas y brazos agitados trataba inútilmente de escapar pero el poco espacio y la cabeza encajada en el ángulo del zócalo se lo impedían. Condicionado por la edad y evaluando sólo el hecho de que era una mujer desnuda, mi enajenación era salvaje y apoyando el pecho contra los suyos mientras soportaba en espalda y hombros los rasguños desesperados de Margarita, separé las piernas para presionar con las rodillas sus muslos abiertos y extraer del calzoncillo la verga que se había endurecido por la excitación. Dirigiéndola con los dedos, resbaló contra la espesa mata del vello púbico y buscando el agujero, la emboqué trabajosamente en la vagina y empujé con tal violencia que ella gimió sordamente. Comprimiendo la pelvis contra su sexo, terminé por inmovilizarla y soltando las manos de su cabeza, me incorporé para alzarle las piernas cuanto pude y apoyarlas en mis hombros.
Exacerbado hasta la violencia física por sus intentos de escapar, volví a aferrarla por los cabellos con las dos manos y sin dejar de penetrarla, golpeé repetidamente su cabeza contra el piso de madera para atontarla y mientras le decía que su inútil forcejeo no iba a liberarla de ser cogida, inicié un fuerte y acompasado hamacar de las caderas, sintiendo como el falo se introducía totalmente en esa caverna de estrechos músculos y calores ardientes.
Como si hubiera comprendido que su resistencia ya era vana, ella fue cediendo en el rechazo físico y, mientras me insultaba con un lenguaje impropio de una muchacha criada en un colegio de monjas, me desafió a que, si era tan macho, la cogiera tanto como la amenazaba. Instigado por ella y mi incontinencia, le pegué dos o tres fuertes cachetazos que la hicieron voltear la cabeza y mientras se protegía el rostro surcado por lágrimas de dolor, atrapé entre mis manos las macizas peras de los senos para luego de hundir los dedos en la carne estregándolos con rabiosa saña y mi boca se apoderó de los pezones para succionarlos rudamente.
Mis bestiales penetraciones la sacudían por entero y, como si se hubiera resignado, me suplicaba llorando que no le dejara marcas ni la lastimara y menos que acabara dentro de ella. Convencido de que estaba entregada y que si bien no lo hacía voluntariamente tampoco seguiría con su intransigente forcejeo, la coloqué de costado y haciéndole mantener encogida su pierna derecha, le alcé la izquierda y con la entrepierna así dilatada, volví a penetrarla tan hondamente que un ronco bramido sollozante acompañaba a cada remezón.
Ya no gritaba ni insultaba pero por su rostro se deslizaban abundantes lágrimas de rebeldía y su pecho se abombaba por la intensidad de los sollozos. Lejos de ablandarme, eso incrementó mi afán de poseerla de una manera total en esa única vez y, acomodándola para que quedara arrodillada con todo el peso del cuerpo descansando sobre su hombro derecho y la cara aplastada dolorosamente contra el rincón, apoyé una mano contra la zona lumbar para bajarle el torso y los poderosos glúteos adquirieron carácter de ciclópeos; formidables, colosales, se erguían con toda su solidez y, fascinado, hundí nuevamente la verga en la vagina hasta que el calzoncillo se estrelló contra el humedecido sexo.
En esa posición la cópula era soberbia y, para mi asombro, descubrí que los gemidos de Margarita habían variado de tono para reflejar el inmenso placer que sentía en balbuceadas frases de júbilo, pero las nalgas espectaculares me obsesionaban y separándolas con las dos manos, descubrí la maravilla de un ano grandioso, apretado y oscuro.
Sacando el pene del sexo, lo apreté contra él, y entonces ella cesó de gemir para suplicarme que no lo hiciera, que ni mi mismo hermano consiguiera haberlo hecho después de dos años de matrimonio. Ávido por hacerlo mío, empujé la cabeza ovalada cubierta por las espesas mucosas de la vagina y sí, era cierto; los esfínteres no cedían en lo más mínimo. Dándole el mismo tratamiento que a otras mujeres, presioné con el dedo pulgar en el haz musculoso y en medio de sus rugidos de dolor, la penetré hasta el nudillo.
Socavándola profundamente en lentos vaivenes a los que sumé un movimiento giratorio, fui consiguiendo su dilatación y entonces sí, volví a intentarlo con la verga; a pesar de sus esfuerzos, los esfínteres cedían levemente a la presión pero el falo se doblegaba sin lograr entrar y sólo después de intentarlo cuatro o cinco veces, apuntalándolo con el pulgar, consiguí que la ovalada cabeza penetrara la tripa hasta que, transpuesto el límite del prepucio, lentamente fue introduciéndose hasta que toda ella estuvo en el recto.
Los rugidos de mi cuñada se habían convertido en bramidos y entonces me rogó para que acabara lo antes posible y terminara con ese martirio. Asiéndola por los hombros, me afirmó en las piernas acuclilladas e inicié un lento, cadencioso y lerdo penetrar a la tripa, fue colocando en su boca inimaginables palabras de goce y, cuando sentí como el esperma estaba por estallar, saqué el falo para introducirlo en la vagina casi como una vindicta cruel, descargando en ella la abundancia del semen.
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