Mi hermano y yo (VIII)
La casa de verano donde supimos que ya seríamos suyas para siempre..
Al día siguiente quedamos los cuatro para ir a la playa. A una cala algo apartada donde el acceso no era fácil y se practicaba nudismo. Apenas había gente, un par de parejas, que al poco rato se fueron. Nos pidieron hacer topless, a lo que accedimos sin problemas. Nuestras tetas iban a botar, y como el bikini era minúsculo las nalgas no le iba a la zaga. Después de unos baños los cuatro, mientras nos metían mano en el coño y las tetas todos en el agua, ya sin ningún pudor y nos pasaban la una a la otra como si fuesen dueñas de ambas, nos echamos en las toallas.
Ambos nos comentaron que se les había ocurrido pasar las vacaciones en una casa que tenía Alberto en la sierra, pero con vistas al mar. Era una casa de sus abuelos. Su mujer fallecida odiaba el lugar, no soportaba la vida rural. En realidad, odiaba el matrimonio. Se habían casado muy jóvenes, al nacer Bea, y se truncó en parte su carrera profesional y miraba a Bea como la culpable. A los dos o tres años de matrimonio, empezaron las discusiones. Bea me comentó que habían sido habituales. Su madre, además no era una persona emocionalmente muy estable. Su humor cambiaba de un momento. Para evitar problemas su padre dedicaba mucho tiempo al trabajo, a ella porque su madre se desentendía y a hacer deporte. Él se negó a deshacerse de la casa de sus abuelos y en los ratos libres, como estaba a una hora en coche, empezó a reformarla poco a poco. Yo había estado dos veces, cuando me llevó con Bea y mi hermano, al que le pagaba un dinero cuando era un adolescente para ayudarle. Al fallecer su mujer, dedicó más tiempo a la reforma hasta tenerla terminada. Bea me comentó que estaba bastante bien, aunque tampoco iba mucho.
– «¿Qué os parece la idea de pasar un par de semanas? Hay hasta una pequeña piscina», dijo Alberto.
Ambas contestamos al unísono que sí. Dos semanas todos juntos.
– «Id a comprar ropa cómoda, shorts minúsculos que se os vea el culo, camisetas ceñidas… no sé ¿algo más Alberto?», preguntó Juan
– «Las tangas y tacones que no falten. Salimos pasado mañana».
-«Llevaremos los dos coches, porque hay que coger la comida para todos esos día», dijo Juan
A los dos días, Bea y yo preparamos las maletas con la ropa que nos dijeron que lleváramos y toda la compra de comestibles que creíamos que necesitaríamos con su ayuda.
La casa estaba situada en una ladera de la zona de la sierra, rodeada de frutales y separada bastante de las otras, de hecho apenas se veía. La parte delantera se podía ver el mar, bastante lejos, había que coger el coche par acercarse, y la zona de atrás a la sierra con una piscina discreta, no muy grande. Tenía un enlosado alrededor con macetas y las sombras que daban algunos árboles, geniales para desayunar por la mañana. Parte del terreno, el más alejado, tenía viñas, y que cedió a una bodega para explotar las viñas a cambio de parte de la producción que se la entregaban embotellada y sellada. Algunas las vendía pero la mayoría se las quedaba para tomar él o regalar. Era un vino bastante famoso por su calidad.
La casa después de la reforma quedó impecable. Tenía dos plantas, la superior con dos habitaciones de matrimonio con su propio baño y una adicional con un balcón y un ventanal que había preparado como biblioteca y sala de lectura. La parte inferior era diáfana, enorme salón y comedor, con una mesa donde tranquilamente podían estar unas 20 personas. Adyacente a la casa había un garaje, y en la parte inferior también un enorme sótano.
– “Donde vamos cada pareja”, preguntó Bea.
Alberto y Juan se miraron maliciosamente.
– “Vosotras dos al sótano”, dijo Alberto
Nos quedamos mirando ambas. Bajamos y el sótano era otra enorme habitación, en realidad, solo era una. Por un lado había dos camas de matrimonio unidas formando una enorme zona de descanso. Al lado un armario con diferentes juguetes sexuales; dildos, arneses, vibradores de todo tipo, máscaras o cintas con bola para poner en la boca, entre otras, a otro lado había un columpio sexual, colgando del techo. En otra pared un aspa hecha con dos maderas y varias argollas a distintas alturas. También un potro, parecido a los de gimnasia pero más bajo. El cuarto de baño tenía un par de lavabos y una zona de ducha grande con varias tomas de agua, como la de un vestuario sin separar del resto. Todo era uno. Solo los wc tenía puerta. De hecho su suelo era continuo con el suelo del cuarto de baño con algo de caída para el desagüe. Al ducharte el resto te estaría mirando desnuda. Finalmente había también una TV de 55”o más pulgadas en la pared al lado de un minibar con barra, juegos de luces de colores en el techo. En fin, como se suele decir la casa de una madame.
– “Os alojareis aquí, salvo que Alberto o yo os digamos que subáis a una de nuestras habitaciones”, dijo Juan.
Nos aclararon que aquello no era una cárcel, solo nuestro “dormitorio”. En cualquier momento si queríamos, podíamos subir a las habitaciones superiores.
– “Ahora, las tetas al aire, tacones de aguja, short e ir preparando la cena, casi son las nueve”, dijo Alberto mientras nos daba unos azotes cariñosos en el culo a ambas, mientras Juan nos sobaba las tetas a cada una.
Cuando acabamos de preparar la cena, ambos estaban en el jardín tomándose una cerveza con un aperitivo. Mientras salíamos y entrábamos con las viandas nos botaban las tetas y el culo y de vez en cuando nos daban un azote en las nalgas. Habíamos engordado un poquito y estábamos más voluptuosas. Tras la cena, vimos algo la tele y a continuación nos dijeron de bajar al sótano.
A mí me agarraron al potro, atándome las pies y manos a las patas. Había recortado unos centímetros las delanteras para inclinar el potro y así el culo me quedase más alto. A Bea la situaron en el columpio sexual, atándole las manos y los muslos abiertos con unas correas. En mi culo, Alberto me escribió en el culo con rimel “soy una puta” “encúlame”, Juan en las tetas de Bea, escribió “soy una zorra” y en la barriga, “clavame la polla”.
Empezaron chupándonos el coño para excitarnos. No tardamos mucho. Ya en la cocina hablamos de lo cachondas nos había puesto el sótano. Los muy pillos ya llevaban tiempo planeando en convertirnos en sus putas, a nadie se le ocurre eso de un día para otro. Había muchas piezas que empiezaban a encajar.
Y empezaron a follarnos. Se intercambiaban. Entre ellos se comentaban lo putas que éramos, nosotros solo hacíamos repetirlo y afirmarlo. A veces, iban los dos contra una, metiéndosela bien por el coño y el otro la boca. Tenían una resistencia brutal. Ambas ya estábamos sudando entre el calor del verano y ellos no se cansaban de meternos sus pollas y follarnos.
Así estuvieron más de una una hora divirtiéndose con nosotras, bueno, nosotras también. Nuestros orgamos, gritos y gemidos eran continuos, así como nuestros chorros. Estábamos exhaustas. Teníamos los coños y los muslos empapados de nuestros flujos que caían al suelo. Nos desataron y nos llevaron a las argollas de la pared. Nos pusieron unas correas que apenas nos podíamos mover. Se fueron al armario y sacaron un par de cintos. Se pararon para servirse una bebida, mientras contemplaban nuestros cuerpos desnudos y atados, listos para ser azotados.
– ”Hoy os vamos a dar 5 azotes cada uno en esos culos gordos que tenéis. Irán creciendo de intensidad. No tengais miedo a gritar, aquí nadie os puede oir”, dijo Juan mientras apuraba su martini.
Y empezaron. Cada azote subía de intensidad, y se tomaban su tiempo al siguiente. Luego se miraban, y uno hacía un gesto, y ambos azotaban a la vez. Gritábamos como locas en cada azote, placer y dolor al mismo tiempo. Sonaban como un latigazo. Nuestras curvas temblaban con las sacudidas. El último que nos dieron fue fortísimo.
– “Estos azotes significan que sois nuestras”, dijo Alberto, al finalizar.
Las dos asentimos con la cabeza.
-”No os escuchamos”, levantó la voz Juan
-”Si somos vuestras chicas, vuestras putas, os amamos y seremos obedientes…”, íbamos diciendo ambas.
A continuación nos desataron, nos pusimos de rodillas y chupamos sus pollas hasta que se corrieron en nuestras bocas, mientras jadeaban como buenos machos que eran, acabando por beber su leche y dejándoles las pollas limpias como los chorros del oro.
– “Hoy dormís arriba, pero Andrea conmigo, y Bea con Juan”, dijo Alberto.
Antes, con mucho cuidado, nos pusieron unas cremas con analgésico en el culo, que estaban rojos, para calmar el dolor mientras dormíamos. Íbamos a ser suyas, sus juguetes sexuales, pero nosotras lo deseábamos. El sexo con ellos era, además de agotador, sublime.
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